La excursión

Desde el Blog de Ginebra Blonde ‘Varietes’, este mes de abril se nos invita a escribir sobre el tema ‘Subliminal’ o “aquello que se ubica por debajo del umbral de la conciencia”.

Ángel era un nombre equivocado para él. Era un tipo envidioso, resentido, suspicaz y sumamente desconfiado. Incapaz de alegrarse del bien ajeno padecía una especie de manía persecutoria hacia su compañero de piso, un chico inteligente y con suerte a quien el éxito se le amontonaba tras la puerta. No soportaba tanta enhorabuena frente a su mediocridad. Le reconcomía por dentro la fama, la celebridad y el triunfo  constante de su compañero, y sobre todo le podía su sencillez y el que las cosas le salieran bien sin el más mínimo forcejeo con la vida. Sólo superaba a su amigo en fortaleza física: era más alto y grande que él.

A pesar de todo vivía simulando que lo apreciaba, que se alegraba de sus triunfos, aunque el veneno interior rezumaba por cada poro de su piel y esperaba paciente la oportunidad de poder asestarle el golpe de gracia. Solo tenía que estar atento y esperar.

Y a punto de acabar el curso, un día salieron de excursión a la montaña. Aunque Ángel no lo sabía, esta salida le proporcionaría la ocasión para vengarse.

Todo sucedió muy rápido. Decidieron escalar la cima de una montaña y en la bajada su compañero resbaló y se quedó colgado de una pared con los pies lanzados a un vacío de más de dos mil metros. Ángel lo observó con una disimulada sonrisa mientras sujetaba la cuerda que los mantenía unidos. Durante unos segundos lo miró fijamente a los ojos recreándose mentalmente en la idea de tener su vida en sus manos. El chico le pedía ayuda desesperadamente al tiempo que percibió en la mirada de Ángel un sentimiento de odio que no había visto hasta entonces. Y cuando pareció haber entendido el mensaje le dijo: «Sálvame la vida y estaré en deuda contigo para siempre».

Ángel valoró las consecuencias de semejantes palabras, pero no era suficiente, le podía el afán de venganza. Entonces se visualizó como el desdichado y doliente montañero que no pudo salvar a su amigo. Por su cabeza pasaron imágenes de la noticia en la prensa, las entrevistas, los golpes en la espalda, la compasión de los familiares y amigos comprensivos ante la desgracia… Y sin dudarlo abrió suavemente las manos y soltó la cuerda. Unos segundos después el cuerpo había sido engullido por aquel enorme y profundo vacío…

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El último viaje

Desde el blog ‘Acervo de letras’ el Vadereto de este mes de abril nos invitan a escribir sobre una ‘vigilia noctámbula: misterio, terror, suspense…’

Viajaban de noche. Habían decidido hacerlo así cuando los viajes eran largos porque él se ponías histérico escuchando a su hijo preguntar cada cinco minutos que cuánto faltaba para llegar.

El día anterior Amanda y Pablo intentaban descansar lo más posible. Preparaban el asiento de atrás como una cama, con sábanas y una almohada para que el pequeño descansara a pierna suelta. Y justo cuando se dormía, a la hora de siempre, lo metían en el coche y el viaje comenzaba.

El primer tramo era sencillo, por eso retrasan lo más posible la primera parada que solía llegar al primer bostezo. Entonces sacaban el termo y pequeños bocaditos para acompañar. La autovía era toda suya. No encontraban un alma a excepción de algún que otro camión. Iban tranquilos charlando y mirando al niño de vez en cuando. Nada ni nadie podía imaginar lo que les esperaba.

Llevaban cuatro horas de camino cuando Amanda lo relevó al volante. Salían de una gasolinera y cuando se incorporó a la  vía, unas luces que venían de frente, la deslumbraron. Amanda aminoró la marcha e intentó echarse a un lado pero fue imposible esquivar el golpe de cola de un enorme tráiler que perdió el control y el coche fue arrojado con fuerza hacia un terreno poblado de árboles cercana a un área de servicio.

Todo sucedió muy rápido. Cuando Pablo abrió los ojos, miró a Amanda y vio el asiento vacío. Ella había salido despedida atravesando la luna delantera. El único faro que permanecía encendido, entre un amasijo de hierros, iluminaba su cuerpo boca abajo a tres metros del coche. Luego se volvió y miró a su hijo.  Había caído detrás de tu asiento. No se movía.

Instintivamente comprobó que no estaba herido. Ni un rasguño. Podía mover las piernas y los brazos, aunque resultaba imposible salir porque la puerta estaba atascada. La empujó varias veces con el hombro hasta que comenzó a ceder. A continuación se apoyó en el asiento de al lado para poder levantar las piernas y de una patada abrirla. Salió fuera. Se sentía mareado, aturdido. Corrió hacia Amanda. Recordó por las películas que es mejor no mover el cuerpo. Así que se limitó a comprobar si respiraba. Le pareció que sí. Luego sacó al niño y lo colocó junto a su madre.

Y entonces unas potentes luces alumbraron el lugar. Pensó que eran los faros de un camión que había parado. Vio acercarse a dos hombres. Divisaba sus siluetas negras a contraluz entre los árboles y comenzó a gritar: «¡Aquí, aquí! ¡Ayuda por favor!».

Cuando se acercaron les pidió que llamaran a una ambulancia. Se vino abajo y lloró. Gritó considerando que su hijo y su mujer habían muerto. Los hombres, se acercaron y le dijeron: «Despídete, te tienes que venir con nosotros. Ellos sí están vivos».

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La invitación

Desde el blog ‘Acervo de letras’ el Vadereto de este mes de marzo nos invita a imaginar una cita después de Recibir una carta escrita con una letra manuscrita preciosa,
¿quién escribe a mano hoy en día?
El texto es breve y claro:
El escribiente anónimo te invita a cenar al restaurante X

Encontré la invitación debajo de la puerta de entrada. Venía en un sobre de color azul, mi favorito. Dentro, escrito de puño y letra con una escritura firme y con personalidad, había una invitación a cenar en un conocido restaurante local, para el próximo sábado. La contraseña sería un libro y una flor. Yo debería ir vestida de negro y llevar “Mujercitas” y una rosa blanca. Él supuestamente llevaría “La Odisea” de Joyce y un lirio blanco. Aquellos libros tenían un especial significado para mí.  

Dudé sobre si aceptar o no ¿ quién podría ser tan atrevido anfitrión que me invitaba de manera anónima e incluso dejando instrucciones sobre el atuendo? Si me conocía ¿por qué no acercarse y hablar? A fin de cuentas nada mejor para conocer a alguien que el método tradicional: o sea una buena conversación en directo. Esa es la manera más segura para una primera toma de contacto. Mirar a los ojos, observar los gestos, la forma de hablar, los detalles. En fin, todas esas cosas que nos dan pistas sobre cómo puede ser un desconocido. Así que pensé que había alguna razón por la que no se atreviera a acercarse directamente a mí. Las casualidades no existen…

En fin que pasé varios días dándole vueltas al asunto y dudando sobre si aceptar la invitación. Pero la curiosidad me pudo.

Y cuando me levanté el día ‘d’, fui a la peluquería y a una floristería para comprar una rosa blanca. Preparé todo y lo puse encima de la cama. Sólo quedaba esperar unas horas que, dicho sea de paso, pasaron con cierta lentitud. Finalmente me vestí, cogí el libro y la rosa y salí de casa dispuesta a vivir la aventura.

Cuando llegué al restaurante miré por la ventana y comprobé que el salón era bastante pequeño y estaba vacío. Entré. De inmediato el metre me condujo a otro salón interior, a un reservado, dónde tampoco había nadie. Pedí un vermut y me dispuse a disfrutarlo sin quitar los ojos de la única puerta  del local.

Unos cinco minutos después entró una señora. Vestida de negro, con el mismo libro y la rosa blanca. Ocupó una segunda mesa. A continuación llegó otra, también de negro, con el libro y la rosa. Me pareció una burla, pero me quedé sentada, esperando a ver qué pasaba. Pasados un par de minutos entró otra, otra y otra más. Así hasta que en cuestión de diez minutos las mesas se llenaron de mujeres de negro, y sobre cada mesa, a la vista, un ejemplar de “Mujercitas” y una rosa blanca. Todas nos mirábamos con casa de sospecha. Hasta que de pronto el metre se colocó en el centro y dijo:

−Atención señoras. Con todas ustedes el anfitrión: el famoso fotógrafo Chema Madoz, quien con vuestro permiso os hará una fotografía para celebrar el centenario de la publicación de “Mujercitas” y optar al libro de los Guinness.  

La puerta se abrió y apareció un señor trajeado de negro con un ejemplar de “La odisea” de Joyce y un ramo de lirios blancos en las manos. Mientras nos entregaba uno a cada una, se disculpaba por la forma en la que nos había convocado y nos convenció de que consideráramos un honor posar para tal evento, explicándonos que nos había elegido personalmente a cada una. Tras él un equipo de fotógrafos se acercó dispuesto a inmortalizar el momento…

Al día siguiente la prensa, la radio y la TV se hicieron eco de semejante suceso y la foto lució en las portadas de las más prestigiosas revistas nacionales y extranjeras. La cita resultó, finalmente, inolvidable. 

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Mirando al futuro

Participación en el consurso convocado por, Libros.com  e inspirado en Virginia Woolf: Un día en «Una habitación propia»: Inspirado en el ensayo de Woolf, narra un día en la vida de una mujer que ha encontrado ese espacio literal o metafórico que le permite crear, pensar y ser.

Hoy me desperté pensando en las mujeres de las futuras generaciones, en las que vendrán después de mí, en cómo vivirán y qué será de mi legado. Y dejándome llevar por esta idea les escribo cómo si ya pudieran leerme…  

El traslado a Bloomsbury desde nuestro elegante barrio de Kensington, me ha devuelto una sensación de paz desconocida hasta ahora. A pesar de ser ésta una casa más modesta y bohemia, puedo disfrutar de un espacio amplio, con chimenea y un ventanal desde que el que se domina el bosque y el rio Ouse. Tal y como he venido defendiendo, toda mujer que quiera ser escritora debe gozar de independencia económica y personal, y por ello disfrutar de una ‘habitación propia’ como espacio físico y metafórico para crear e imaginar libre de tutelas. Yo lo necesito. Todas lo necesitamos.

No desmerezco a ninguna, pero las mujeres también debemos contribuir al progreso y a la cultura. Más allá de ser esposas y madres queremos colaborar en la economía y desarrollar una labor intelectual. Y para ello hemos de contar con cierta independencia, tener un trabajo remunerado en igualdad de condiciones que los hombres. ¿Acaso no somos tan inteligente, y en ocasiones, hasta  más que ellos? Esto llegará con el tiempo, vosotras lo tendréis más fácil.

Respecto a mi legado os diré que cuando escribí «La señora Dalloway» explicité un modelo de vida típico de una dama londinense cuyos días transcurren entre las fiestas de la alta sociedad. En aquel entonces todos estábamos hambrientos de relaciones y bailes después de la gran guerra. Quise exponer el papel desempeñado por la esposa de un parlamentario y aproveché el contexto de las numerosas reuniones habitualmente celebradas, para expresar mis opiniones sobre política, feminismo o economía. Las mujeres necesitamos ser oídas y una escritora expresa sus ideas y pensamientos a través de sus múltiples personajes, de manera que hablé por boca de Carissa como también lo hice con Orlando.

Si os preguntáis si estoy orgullosa de haber escrito Orlando, os diré que sí, que lo estoy. Sé que representó un escándalo el que un joven aristócrata, rico y seductor se hiciera mujer. Algunos amigos me advirtieron sobre las posibles consecuencias y las habladurías a las que daría pie. Pero no me importó. Recuerdo que de vez en cuando me sentía frágil o abatida. Pasaba días encerrada en mi habitación sin comer. Todos se preocupaban y me preparaban deliciosos manjares que apenas atravesaban mi garganta vomitaba. Pero cuando mejoraba, Orlando me divertía y a través de él dejé volar mi imaginación y canalicé mi auténtica identidad, pues mi matrimonio con Leonard en realidad ha ocultado un amor apasionado por Vita, la mujer de mi vida.

Os escribo ante la ventana, mientras observo las mansas aguas de río Ouse. Confío en dejaros un mundo mejor y más libre. ¡Disfrutadlo! 

®lady_p

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La pesadilla

Desde el Blog de Nuria, esta semana en Relatos Jueveros nos invitan a escribir sobre ‘el miedo’ en cualquiera de sus modos y formas.  

Cuando era pequeña veía una serie de TV en la que un hombre viajaba a través del tiempo. Entonces ya consideré que sería un viaje interesante y que si alguna vez se me presentaba la ocasión, viajaría a tiempos de la Revolución Francesa. Como comprenderán nunca se dio esa posibilidad, y de poder hacerlo, hoy por hoy no elegiría ese episodio de la historia.

El caso es que hace unos días estaba leyendo y me quedé dormida. De repente desperté entre una muchedumbre de gente miserable que gritaba ¡Liberté, égalité, fraternité! Comprobé que estaba en medio de una gran plaza en el centro de la cual habían montado un cadalso y sobre él una impresionante guillotina bajo la cual las cabezas rodaban sin cesar. Los reos gritaban desconsolados. Algunos eran arrastrados y obligados a poner la cabeza bajo la cuchilla que subía y bajaba sin cesar. Me arrepentí de no haber estudiado francés porque apenas entendía lo que gritaban.

Quise escabullirme, huir lejos de aquel gentío desaforado, histérico y sediento de sangre. Me abrí hueco entre gente maloliente y sudorosa hasta llegar a un callejón donde los carros de madera hacían cola con gente bien vestida dentro: «serán miembros de la nobleza» me dije. Y cuando estaba a punto de doblar la esquina y desaparecer de aquel escenario, dos soldados me cogieron y me arrastraron hasta uno de los carros. Yo gritaba que no era como ellos, pero no me entendían. Me empujaron y ataron las manos y me colocaron una especie de etiqueta en la muñeca. Soldados a caballo y con peluca nos custodiaron hasta que llegamos al patíbulo. Cerré los ojos porque no quería contemplar aquel espectáculo macabro. Llegó mi turno. Me cogieron por debajo de las axilas hasta poner mi cuello en un hueco de madera. No podía moverme. Pensaba que me despertaría en cualquier momento. Escuché como chirriaba la cuchilla mientras se elevaba poco a poco y de repente todo se volvió oscuridad. Me dolía la cabeza y comencé a gritar «no, no por favores esto un error».

Un instante después, mi padre me zarandeó y desperté. Cuando abrí los ojos tragué saliva y me llevé las manos al cuello. Entonces  vi la etiqueta que colgaba de mi muñeca con el dibujo de una guillotina… Y un sudor frio me recorrió el cuerpo…

®lady_p  

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La visita

Con motivo del 8 de Marzo, Ludus convoca un concurso inspirado en Virginia Woolf: Un día en «Una habitación propia»: el ensayo de Woolf, narra un día en la vida de una mujer que ha encontrado ese espacio literal o metafórico que le permite crear, pensar y ser.
Fotografía: Internet

Desde que llegamos a esta nueva casa paso horas encerrada en este lugar, en esta habitación propia que tanto he defendido. Cierro la puerta y siento que levanto una enorme barricada para defenderme del exterior, del ruido, de las voces, de las risas, de todo aquello que distrae mi atención. Fuera de aquí todo me es hostil tanto en cuanto atenta contra mi inspiración, contra mis ideas, las mismas que apenas puedo compartir con mis amigos que, de vez en cuando vienen a verme. Son conscientes de que me interrumpen pero yo les ánimo a hacerlo porque con ellos puedo debatir y confrontar. Ellos vienen de fuera de este mundo en el que vivo, apartada en esta nueva casa rodeada de bosques y cercana a un río, al rumor de cuyas aguas me duermo cada noche y despierto cada día.

Hoy vendrá Lytton Strachey o eso me decía en su última carta. Hace casi un año que no nos vemos porque estuvo de viaje. Sus historias sobre la reina Victoria me resultan apasionantes y es un privilegio conocerlas de primera mano, mientras escribe su biografía. Seguramente acabaremos hablando de Orlando y de Vita. Y él mostrará su apoyo incondicional hacia Leonard, mi paciente esposo, al tiempo que se interesará por mi próximo viaje y sobre todo querrá saber si me reuniré con ella, dónde, cuándo y por qué razón continúa siendo mi amante. Le cuesta entender por qué la amo.

Supongo que esta habitación le parecerá insuficiente para mí. Esta nueva residencia en Bloomsbury  es bastante más modesta y los espacios, en general, más reducidos. Discutiremos sobre si una escritora como yo necesita más muebles, más luz, más calor o simplemente todo depende de la inspiración. Y a este respecto, he de reconocer que las musas aquí no se desenvuelven mal.

Será por eso, porque viene Strachey, que me siento pletórica después de varios días abatida y triste. Leonard se alegra también porque sabe que constituye una fuente de alegría. Con frecuencia me dice que me cambia la cara y el carácter cuando Lytton viene a verme. Siente celos porque no es él quien me proporciona ese gesto feliz. Dice que estoy acostumbrada a su presencia aunque, a decir verdad, en realidad su presencia es puramente física. A él no le pienso y casi no puedo sentirle, aunque le tengo un grandísimo afecto. Aún así, reconozco que la visita de mi amigo me templa el ánimo y sus noticias y rumores sociales londinenses me dejan muy buen sabor y ganas de que vuelva otra vez.

Los días pasan despacio aquí, apartada de la ciudad, lejos del mundanal ruido, arropada por la naturaleza y ese silencio que solo se rompe con el canto de los pájaros, las pisadas sobre la hierba o el crujido de las hojas secas en invierno.

Ya llega. Oigo su voz y escucho sus pasos subiendo la escalera…Ya está aquí…

®lady_p

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Un lamentable suceso…

Desde el ‘blog Acervo de letras’, este VadeReto, vamos a quedarnos con la excusa de la música y vamos a crear historias alrededor del: JAZZ

Desde pequeño Eric mostró gran interés y habilidad por la música. Apenas con cinco años pidió a los Reyes un saxo de juguete, y comprobando sus buenas aptitudes, sus padres se decidieron y lo matricularon en el conservatorio. El niño enseguida se decantó por el saxo, un instrumento que  dominó con gran facilidad. A sus padres les gustaba la voz de Billie Holliday, cuyos discos de vinilo sonaban frecuentemente en casa. Podría decirse Eric creció bajo los ecos del jazz, de ahí que muy pronto se convirtieran en sus sonidos favoritos, que inventara solos y dominara el instrumento magistralmente. Todos lo consideraban un prodigio y admiraban su talento.

Los conciertos comenzaron en la adolescencia. Aunque lo que él de verdad deseaba era integrarse en una banda y hacer un tour por Nueva Orleans, la cuna de jazz. Y apenas cumplidos los dieciocho hizo las maletas y se marchó en busca de aventuras. Comenzó a tocar en algunos pubs y entró en contacto con algunos grupos que lo invitaban a sumarse ocasionalmente. Pasó dos largos años malviviendo. Combinando la música con trabajos esporádicos de camarero o lavaplatos, viviendo en un apartamento inmundo, compartiendo baño y cocina. Pero a pesar de las duras circunstancias era feliz dedicándose a la música.

Y así iban las cosas cuando en una actuación en la que participó haciendo una sustitución, un representante de una célebre banda lo escuchó y lo fichó, haciéndole un contrato bastante bien remunerado que incluía una gira por el país. Así cambiaron las tornas. Eric comenzó a ganar dinero y fama. Grabó discos y actuó durante tres años sin parar. Se sentía agotado. Su fotografía circulaba por las revistas del corazón en las que aparecía con otras celebridades del momento. Lo invitaban a fiestas, a estrenos de teatro, de cine. Todo parecía un sueño hecho realidad.

Pero tanto éxito levantó alguna que otra ampolla entre bandas y saxofonistas rivales hambrientos y envidiosos de su éxito. Muy pronto aparecieron bulos y corrieron noticias falsas que lo incriminaban en el mundillo de las drogas y de la mala vida. Eric se afanaba por rescatar su prestigio pero tenía demasiados enemigos que lo veían como un intruso salido de la nada. Le acusaban de comprar voluntades, de hacer favores personales, de ser un tipo sin escrúpulos. Y a medida que toda esta falsedad salía a flote, su reputación se enfangaba y los contratos desaparecían. Aun así conseguía salir a flote, remontar y mantenerse en la cumbre como uno de los mejores saxofonistas del momento.

Un día fue invitado por The Club Playhause, un afamado club de Nueva Orleans, para tocar con una conocida banda local. Eric aceptó en recuerdo de aquellos años en los que era un desconocido e invitó a su mejor amiga la detective Chris Müller, a quien le unía una sólida amistad y un breve romance. Los cuatro integrantes ocuparon el escenario. Comenzaron a tocar. Eric cambiaba de vez en cuando la boquilla. Tocaba despertando largos aplausos entre el público asistente. Sudaba feliz bajo los focos, hasta que empezó a experimentar sofocos y a sentir cómo se aceleraban los latidos de su corazón, pero no quería parar. Puso toda su energía en los últimos compases y en medio de una fuerte ovación cayó desplomado al suelo. Chris Müller fue la primera en acercarse al cuerpo de su amigo y diagnosticar su muerte.

Los periódicos del día siguiente dieron la triste noticia: «Joven prodigio del saxo fallecido por un infarto fulminante». No obstante, Chris Müller sospechó que lejos de ser una muerte natural, cabía la posibilidad de que fuera un asesinato cuyo único móvil era la envidia. Nadie la creyó y tras meses de investigación, se cerró el caso.

Pasado el tiempo la detective Müller recibió un paquete anónimo. En su interior una boquilla de un saxo ponía a la detective sobre una posible pista…Resultó imposible abrir el caso y la muerte de Eric pasó a la historia como un lamentable suceso.

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Mi primera cámara

Esta semana el reto de’Relatos Jueveros, convocado desde el Blog de Nuria, nos invita a escribir sobre los recuerdos y emociones que un objeto nos provoque.

Entre la niña que fui y la mujer que soy, circula el hilo de una memoria jalonada de recuerdos que vienen hasta mí cuando pienso en mi primera cámara de fotos, una Kodak Brownie Fiesta, casi de juguete, con la que inmortalicé momentos inolvidables el día de mi primera comunión.

Como mi padre era fotógrafo, crecí entre fotografías. Recuerdo que tenía en casa su laboratorio y con frecuencia le ayudaba después del colegio. Aquellos días llegan hasta mí como si de un juego de magia se tratara. Me veo a mí misma sentada en una banqueta, removiendo el papel dentro de una cubeta con unas pinzas. Casi puedo experimentar la sensación de expectación que me embargaba al presenciar aquella misteriosa catarsis de la que era testigo una y otra vez, mirando sorprendida, admirando como si fuera un milagro, cómo las imágenes iban apareciendo en blanco y negro hasta quedar nítidas. Aquellas fotos de gente extraña contaban historias, narraban vidas ajenas, acontecimientos de personas desconocidas que yo compartía con gran curiosidad y extrañeza. En aquel pequeño cubículo pasábamos horas en un silencio apenas roto por el murmullo de los programas de Radio Nacional o la Cadena Ser.

A la luz de este pasado parece lógico considerar que tanto mis hermanos como yo misma nos aficionáramos a la fotografía tal y cómo se nos inculcó. Respecto a mí, he tenido varias cámaras desde aquella Kodak de fácil manejo, que pronto sustituí por otra en la que tuve que emplearme a fondo, intentando comprender los secretos de la luz en los que me introdujo mí padre.

Con el tiempo, la complejidad de la vida y las responsabilidades, me enfriaron y se sucedieron etapas poco prolíferas. Fue ya en la madurez cuando se produjo el reencuentro, cuando me reconcilié y redescubrí la fotografía con idéntica curiosidad a la de aquella niña. Aprendí a mirar a través del visor y con un simple ‘click’ atrapar instantes fugaces, únicos y singulares, los mismos que, en definitiva, constituyen la esencia de la vida.

©lady_p

FEBRERO/2024

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Pasado presente

“Voces de Ramón J. Sender”. Libros.com propone como reto un relato en base al supuesto ‘La última confesión: Un anciano en la España contemporánea, que fue niño antes de la Guerra Civil, escribe sus memorias. Reflexiona sobre la historia de un amigo de la infancia, explorando temas de culpa, perdón y la complejidad de la memoria histórica’.(este relato obtuvo el cuarto puesto)

Anselmo seguía recostado en su cama con ambos brazos reposando sobre el embozo blanco recién planchado de las sábanas. Rafael, su amigo, había ido a verlo tal y como le había pedido. Ambos llevaban muchos años sin dirigirse la palabra aunque se tropezaban en el pueblo cada dos por tres. Rafael llegó serio y circunspecto. Saludó y se sentó en la única silla que había en la habitación, junto a la cama. Ambos se miraron con los ojos húmedos y cansados de mirar atrás, y unos instantes después, Anselmo aseveró:

−Ya imaginas por qué quería verte ¿no?

−No hay que ser muy listo –comentó Rafael algo contrariado.

Anselmo, bebió un poco de agua y comenzó a hablar:

−Ha pasado toda una vida con nuestra amistad rota por cosas del pasado. Ya sé que soy un viejo cascarrabias pero tú no te quedas atrás y eres muy orgulloso. Porque digo yo que tú también podrías haberme preguntado y yo te hubiera dicho. Pero no lo hiciste. En fin, a lo que voy. La guerra nos cogió niños así que poca responsabilidad teníamos. El rencor se nos dio hecho, lo heredamos, y la enemistad se ha prolongado años. Voy a contarte lo que recuerdo y con mi confesión aquí paz y después gloria…

Anselmo hablaba con cierta dificultad, haciendo pausas a cada frase. Mientras, Rafael permanecía inmóvil y atento, girando un poco la cabeza para escuchar por el oído bueno, como decía él.   

−Recuerdo aquel día –prosiguió- cuando mi madre nos invitó a mi hermano y a mí a jugar al escondite metidos en aquel zulo. Cuando bajamos todo estaba oscuro. Mi tío Ignacio le dio unas bolsas, velas y cerillas. Nos dijo que estuviéramos callados para ganar el premio. Que volvería a traernos comida. Yo no entendía por qué ese juego tardaba tanto en terminar. Nos aburríamos mucho. Pasábamos hambre y frío. El hedor resultaba insoportable. A veces mi tío tardaba días en venir y sin comida teníamos que conformarnos un chusco de pan con moho. Mi hermano lloraba y yo también. Mi madre, la pobre, no sabía cómo consolarnos. Hasta que por fin, una mañana oímos ruidos y voces que no eran las del tío Ignacio. Escuchamos cómo retiraban la mesa, y arrastraban la alfombra, luego abrieron la trampilla y alguien bajó de un salto. No veíamos nada, estábamos deslumbrados por la luz y antes que gritara ¡aquí están!, mi madre, aterrorizada, creyendo que eran los nacionalistas, hundió un cuchillo en su estómago y el hombre se desplomó en un charco de sangre. Luego nos alzó a los dos y ella, apoyándose en el cadáver, salió del agujero. El resto lo conoces tan bien como yo. Lo único que puedo añadir es que no sabíamos que era tu padre, ni que venía a rescatarnos. Para nosotros todos menos mi tío, era un posible enemigo… Luego nos marchamos y mi madre nos hizo jurar que nunca diríamos nada. Esa es toda la verdad Rafael…Espero que me perdones…

©lady_p

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El extraño caso del brazo biónico

Imagen: Internet

Todo comenzó cuando le implantaron el brazo biónico. El accidente de moto le había arrancado de cuajo su brazo derecho. Aun así, todos afirmaban que había tenido mucha suerte: salvó la vida y el seguro le cubrió aquella costosa prótesis. No obstante, intuyó desde el principio que aquel cuerpo extraño frío, duro e inerte le traería problemas, cosa que pensó el mismo día que salió del hospital sentado en una silla de ruedas. Todo el personal de trauma se había acercado a despedirlo, y cuando salía a la calle bajando por una rampa para discapacitados, la mano biónica frenó repentinamente provocando que la silla se parase en seco, se desestabilizara y cayera al suelo. Fue entonces cuando presintió que aquel artefacto y él no se compenetrarían, aunque en opinión de los fisioterapeutas todo era cuestión de entrenamiento. Finalmente le aconsejaron que tuviera paciencia, que con el tiempo, el brazo y él serían uno. Con aquella perspectiva volvió a su casa.

Pasaron varios meses en los que poco a poco había conseguido retomar su vida, su rutina y costumbres. Parecía que todo iba bien y logró borrar de su cabeza aquellos malos augurios de los primeros días. Aunque vivía solo se desenvolvía bien y prácticamente lo hacía todo. Cuando las sesiones de fisioterapia se pausaron, tuvo más tiempo para dedicarse a sus aficiones, entre otras, la lectura. Solía sentarse junto a un gran ventanal por el que podía contemplar el mar. Allí había colocado a tal efecto una cómoda butaca donde disfrutar y relajarse. Era su rincón favorito. Pero cuando se sentó la primera vez, apenas habían pasado diez o quince minutos, los dedos de la mano biónica empezaron a tamborilear sobre la madera del sillón. No podía controlarlos y aquel sonido incesante y rítmico lo exasperaba. No cabía duda: el brazo se impacientaba y lo estaba avisando. Intentó en vano dominarlo, pero no respondía a sus órdenes y continuaba repicando una y otra vez hasta que se vio obligado a cerrar el libro. Y cuando lo hizo, la mano se relajó. Por la noche probó de nuevo en la cama, donde siempre leía unas páginas antes de dormir, pero la dichosa mano repiqueteaba esta vez sobre el colchón, distrayéndolo. Así fue como poco a poco abandonó la lectura y se conformó con repasar los titulares de los periódicos a toda prisa, a sabiendas, que la mano, de un momento a otro, se impacientaría.

Consultó a los médicos pero no le dieron importancia y le aconsejaron que pasado un tiempo volviera a intentarlo de nuevo, seguro de que funcionaría: «Un brazo biónico no tiene vida propia» dijeron. 

Con el paso de los días se convenció de que todo iba mejor, que por fin aquel brazo obedecía a su cerebro. Pero, aunque no lo sabía, lo peor aún estaba por llegar.

Todo sucedió un día cuando se levantó, se duchó y se disponía a afeitarse delante del espejo. Extendió abundante jabón por la cara y cogió la navaja. Se afeitó las mejillas, el labio superior y la barbilla y comenzó a rasurarse el cuello. Nada más empezar se le resbaló la hoja y se hizo un pequeño corte que tapó con un trocito de papel, y ya se preparaba para continuar cuando comprobó que el codo no le respondía. Intentó tirar de él ayudándose del brazo izquierdo, su brazo natural. Quiso abrir los dedos de la mano biónica para que soltara la navaja pero tenía demasiada fuerza y permanecía presionando el cuello. Era absurdo luchar contra sí mismo, pero la mano actuaba por voluntad propia y apretaba la piel hasta que sintió un corte profundo y un chorro de sangre salpicó el espejo. Entonces cogió con la izquierda una toalla, y desnudo como estaba, salió a la calle a pedir ayuda. La mano seguía oprimiendo el cuello mientras sentía que la hoja se hundía y la pérdida de sangre lo debilitaba. Apenas pudo dar tres o cuatro pasos, cayó desmayado.

Cuando despertó estaba en la UCI. Llevaba allí tres días inconsciente. Le explicaron que lo sucedido era insólito y que por seguridad le habían implantado un nuevo modelo de prótesis avalado por los buenos resultados. Pasó varios meses bajo supervisión médica, psiquiátrica y psicológica. Y en casa de nuevo, hizo vida normal y olvidó lo sucedido a base de terapia. Había pasado más de un año sin ningún altercado y el brazo nuevo parecía haberse integrado a su cuerpo con total normalidad. Por fin se sentía seguro, tanto como para tener una primera cita. Cuando llegó al restaurante acordado, se sentó y pidió una copa, y cuando se disponía a levantarla para saborear el primer trago, los dedos biónicos comenzaron a tamborilear sobre la mesa de madera sin que pudiera controlarlos… La pesadilla comenzaba de nuevo…

©lady_p

ENERO/2024

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