«El Faro de Asiram» (II) El restaurante

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Víctor se sentó frente a mí e inconscientemente lo examiné: moreno, pelo castaño salpicado de canas, alto, de complexión delgada pero fuerte y unos ojos grandes de un azul intenso, que fácilmente, podían atraparte. Me pareció un tanto ingenuo, con un aire de inocencia impropia para su edad y con mucho desparpajo y soltura, a la par que rezumaba una cierta timidez que se rompía a trozos a medida que hablábamos, dejando entrever una personalidad llena de matices que a mí me pareció interesante.

A medida que transcurría el tiempo,  nos relajamos. De conversación fácil, reíamos y tomábamos pequeños sorbos de vino que provocaron una oleada de sopor en mi cara y que él percibió, mientras acercaba su mano para retirar suavemente un mechón de pelo que caía sobre mi frente. El suave tacto de sus largos dedos, un leve roce de apenas un segundo, me produjo un escalofrío que me desconcertó. Le miraba deambulando la vista de un lado a otro, intentando adivinar sus formas apenas insinuadas bajo una camisa blanca que le quedaba muy bien. Él, con las piernas cruzadas, reclinado sobre el respaldar del sillón, parecía dispuesto a relatarme sus actividades cotidianas: bloguero, reivindicativo, amante de la mar, soñaba con tener su propio barco para abandonarse a la deriva dejándose guiar sólo por las luces nocturnas de los faros…Hablaba y gesticulaba con una vehemencia que despertaba mi atención, cada vez que me abstraía en mis propios pensamientos y elucubraciones.

No sé cuánto tiempo había transcurrido. La luz de la ciudad me confundía y el vino dejaba sentir sus efectos. Es verdad que me resultaba atractivo e interesante, pero flirtear no formaba parte de mis planes…Y cuando esta idea acudía a mi cabeza, pasaba mi mano sobre mi bolso de ante marrón, suavizado por el aso del tiempo. Aquel bolso siempre me había traído suerte y ahora la necesitaba. Deslizaba mi mano, como una caricia, y me aseguraba de que dentro continuaba el manuscrito de mi primera novela: El Faro de Asiram

Ya había anochecido cuando salimos del café. Nos dirigimos a restaurante Goleta donde había reservado mesa, situado a escasos metros de allí. No es difícil imaginar, que al igual que el Café, era un restaurante elegante y coqueto al que acostumbrábamos a llevar a los clientes. Durante el trayecto continuamos hablando de la ciudad, de la oferta cultural que tenía, del clima. ¿Por qué no me preguntaba por mi jefa?

Finalmente llegamos. El comedor era pequeño y presentaba un ambiente tenue que provenía de las luces de que alumbraban las mesas perfectamente alineadas, vestidas con manteles blancos y una vajilla y cubertería colocadas simétricamente. Nos acompañaron hasta la mesa… Y allí estaba ella, Ana Torralba, la famosa editora, mentora y mecenas de conocidos escritores ya consagrados. Ambiciosa, inteligente, atractiva, una luchadora nata que se había hecho a sí misma. Ana era exquisita, no publicaba a cualquiera. El dinero no le importaba demasiado, amaba la escritura y la buena literatura, se escandalizaba de las bazofias que otras editoriales publicaban salidas de la pluma de algunos famosillos con faltas de ortografía… Tomé aire e hice las presentaciones:

−Aquí la tienes Víctor: ella es Ana, Ana Torraba.

Él sonrió nuevamente con aire de niño sorprendido y feliz. Luego se acomodaron en sus sillas, colocadas una frente a otra. Los dos me miraron y yo les hice un ademán con la mano mostrando mi mejor sonrisa. Luego me volví y me marché.

Ya fuera del restaurante, me volví hacia la ventada para mirarlos. Seguían el uno frente al otro. Él parecía pletórico, ella no dejaba de moverse el pelo −buena señal− pensé. Me abroché el abrigo, me crucé el bolso para sentir sobre mi cadera el peso de los 400 folios de mi recién escrita obra…Y con las manos en los bolsillos desanduve el camino de vuelta a casa.

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Continuará…

La subasta

La pesadilla comenzó de nuevo, tras aquella inesperada llamada.

Aquella mañana me había levantado temprano para asistir a la puja. El mundo de las antigüedades es muy competitivo y conviene tener amigos para poder hacerse hueco en ese difícil mercado. Así que había planeado llegar pronto para saludar y conversar con los potenciales clientes antes que acto comenzara.

Me vestí. Paré donde siempre a tomar un café. Esta vez me atendió un chico joven al que veía por primera vez. Le vi llegar lento, algo torpe y tembloroso, alzando en la mano una bandeja demasiado cargada.

−Un café con leche  por favor.

El móvil no dejaba de sonar con insistencia. Era un número desconocido, y aunque no quería cogerlo, al final contesté por si acaso llamaban los de la subasta.

−Sí, dígame… dígame−Repetí insistente.

Solo pude escuchar el sonido de una respiración profunda. Colgué. Pedí la cuenta precipitadamente. Pagué con un billete, y sin esperar el cambio, me fui.

Un sabor amargo inundó mi boca mientras sentía cómo se formaba un nudo en mi estómago y destilaba sudor por las axilas y las manos. Eché a andar con paso firme, seguida por el eco de mis tacones contra el asfalto. Oí un chasquido. Inconscientemente me volví, comprobando que la cucharilla, el plato y la taza de café habían caído desde la bandeja al suelo. Y sin más, seguí mi camino. 

La llamada me había trastornado, convencida de que era Héctor quien estaba al otro lado. Hacía años que no sabia nada de él. Tras el episodio de acoso sufrido años atrás, a consecuencia de su manía obsesiva, había sido ingresado por su familia en una institución mental. Y allí debía continuar según se consideró en su día. Por eso la idea de que pudiera ser él, otra vez, me aterrorizaba.

Metida en aquellos pensamientos, me llevé la mano a la cabeza y pasé la yema de los dedos por la cicatriz, fruto de aquella agresión provocada por su psicosis delirante. Y no estaba dispuesta a pasar por todo ello una vez.

El salón donde se celebraba la subasta no quedaba lejos, pero había que cruzar una gran plaza y después recorrer un par de calles. La atravesé en diagonal, con la miraba fija en los soportales, animada, creyendo que lo conseguiría. Pero apenas a unos pocos metros comprobé una sombra proyectada desde detrás de una de las columnas.

−¿Será él?- Me pregunté asustada.

Aceleré el paso e intenté esquivarlo rodeando por detrás el kiosco de prensa. Y casi sin pensarlo me paré en seco, dispuesta a hacerle frente…Fue entonces cuando la mano de  Fabián, mi compañero de trabajo, me agarró por el codo:

−¿Estás bien? Vámonos o llegaremos tarde.