A mi entender, el acto de leer viene precedido por un minucioso ritual, sobre todo cuando llegan a nuestras manos determinados títulos que, como si de un vino gran reserva se tratara, requieren o necesitan ser degustados o saboreados, pero no devorados. Son libros tan especiales y su poder de seducción tan grande, que les reservamos un lugar de honor en nuestra casa y les dedicamos un momento particular del día. Por eso no nos sirve sentarnos en cualquier silla, ni en cualquier rincón, ni dedicarles un tiempo de relleno. No. La finalidad es recrearnos, disfrutarlos. Y así leer se transforma en un acto tan personal que requiere cierta intimidad, complicidad, comunión… Y es por todo esto, por lo que considero que la lectura goza en general de su propio rito, un rito que en ocasiones se torna casi sagrado, al menos para mí.
Y como toda ceremonia, se anticipan una serie de acciones que conforman lo que yo denominaría liturgia previa, durante la cual una se acomoda en silencio –posiblemente en un espacio apropiado, con una buena butaca, bien iluminada- mientras se sucede un baile de sensaciones semejantes a las de cualquier cortejo: primero acaricio la portada, leo y releo el título -tal vez en voz baja- mientras siento su peso entre mis manos. A continuación lo abro. Enseguida me invaden los efluvios que desprenden sus páginas: el olor inconfundible del papel me empapa. Luego deslizo suavemente la yema de los dedos por las hojas, como una caricia o un tibio roce sobre la piel. Con frecuencia echo la vista atrás, retrocedo algunos párrafos o líneas para recordar las últimas palabras leídas.
Luego la mirada se lanza sobre el todo y la vista resbala de una línea a otra desplazándose sobre un texto magistralmente escrito por quien conoce las palabras desde su concepción, desde su origen, y es capaz de ordenarlas milimétricamente, adornándolas de manera exquisita, salpicando el texto con numerosas alusiones y sinónimos, insinuando algunos recursos literarios y narrativos.
Conforme avanzo, la lectura se vuelve más y más interesante hasta tal punto que me siento impelida por un deseo irrefrenable de seguir: la historia me ha atrapado, me mantiene enganchada. Soy incapaz de parar. Y el tiempo se diluye sumergida en una especie de dimensión paralela, en la que respiro a través de un hilo o cordón umbilical que me une a una única fuente de vida: el libro.
Finalmente, incondicionalmente entregada, me abandono y me dejo atrapar hasta convertirme en una parte la historia, una especie de testigo externo. Y así, abducida por una fuerza misteriosa, permanezco ajena a la realidad cotidiana, enajenada, abstraída en esa otra realidad irreal hasta que me tropiezo con la palabra FIN. Entonces, sólo entonces, cierro el libro y respiro, a veces, incluso con nostalgia…
©lady_p
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