El rodaje

En ‘Relatos jueveros’, desde el Blog de Marcos, esta semana se nos invita a un nuevo reto: escribir sobre una experiencia de cine.

Desde hacía meses no se hablaba de otra cosa. Al parecer iban a rodar algunas escenas de una película en los alrededores del pueblo. Por eso aquel día, nada más regresar de mi viaje, ya habían llegado las furgonetas, camiones y caravanas que habían aparcado en torno a la plaza del Ayuntamiento. 

La cafetería de Mauro no daba abasto sirviendo cafés y tostadas., cosa entendible por ser la única del pueblo. Cuando entré, aunque quise acomodarme en mi sitio habitual, tuve que abrirme hueco en una esquina porque el local es pequeño y no cabía un alfiler.

Un señor con un pañuelo al cuello y sombrero –el director de la película según decían- habló con Mauro y acordó pagarle todas las consumiciones –incluido los desayunos, almuerzos y cenas- al final de la semana, cuando se fueran. Mauro sonreía satisfecho. Aquella semana le produciría más ingresos que los recaudados durante todo el año.

Nada más salir, observé que todo se había transformado. Junto a la farmacia, se había colocado una mesa en la que reclutaban extras y figurantes. Dos chicas jóvenes echaban un vistazo al personal y enseguida le adjudicaban un papel. Una larga cola serpenteaba bajo los soportales pues la película, de carácter futurista, necesitaba de todos y cada uno de los habitantes del lugar.

Las Casas Consistoriales se habían convertido en vestuario. En ellas entraban uno a uno para salir transformados en monstruos, soldados, androides o en algún extraño ser extraterrestre. A continuación pasaban a otra sala en la que se maquillaban y salían irreconocibles. De esa guisa deambulaban por el pueblo. Nadie se reconocía y de cuando en cuando, antes de saludar, se preguntaban: «Y tú, ¿Quién eres?».

Como yo acababa de llegar y no quedaba un papel para mí, decidieron que hiciera de ‘hombre del pasado’, por eso aparecí con mi propia ropa -apenas un minuto- en una escena en la que el protagonista evocaba mentalmente a los seres de otros tiempos.

Y así anduvimos aquella semana: de la ceca a la meca, de aquí para allá, todos disfrazados, todos como extraños seres de una lejana galaxia aunque sin movernos un ápice del pueblo…  

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Sin complejos

Will recorría cada mañana la calle que subía al mercado. Cojeaba aunque usara un calzado adaptado y se esforzara en disimularlo. Esa cojera había condicionado toda su vida desde que tuvo aquel grave accidente cuando era niño y le tuvieron que acortar el fémur. Al principio adaptaban el tacón del zapato izquierdo y apenas se notaba. Pero a medida que fue creciendo la cojera se pronunció. En el colegio lo pasó mal. Le imitaban y no podía jugar ni al futbol, ni al baloncesto, ni a casi nada. Por eso su adolescencia estuvo llena de complejos y transcurrió en una tremenda soledad. Todo ese sufrimiento lo convirtió en un niño raro, aunque en realidad tenía una vida interior muy rica: era sensible, amante de la poesía y del arte en general. Tal vez por eso de mayor se dedicó a las antigüedades. Bueno, por eso y porque heredó el anticuario de su tío situado cerca del mercado.

El local se mantenía a flote gracias a una clientela fiel lo que a la par le permitía dedicar tiempo a la lectura, a forjar un espíritu sensible y solidario para con los desfavorecidos, impulsando obras benéficas, haciendo donaciones, convocando rifas y sorteos de piezas de su tienda, todo para que la gente de la ciudad no se olvidara de los marginados por cualquier causa.

En uno de aquellos múltiples actos conoció a Moly, que servía las bebidas detrás de un mostrador, y enseguida se prendó de su belleza. Para su asombro, por primera vez se sintió correspondido. Y cuando la miraba y la veía tan segura de sí la envidiaba.

A punto de acabar la fiesta la invitó al último baile y Moly aceptó. Salió de detrás del mostrador luciendo un precioso vestido por el que asomaban ambas piernas, eso sí, una de ellas biónica, última generación. Will se quedó petrificado y se ruborizó al mirarla. Pero ella le contestó cariñosa:

−Soy mucho más que una pierna y a mí los árboles no me impedirán ver el bosque ¿y a ti?.   

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ENERO/2024 

Para saber más sobre la frase ‘los árboles no dejan ver el bosque’ visitar el Centro Virtual Cervantes.

Participación en “Relatos Jueveros”, esta semana desde el Blog de Cecy, ‘Deshojando relatos’ que nos invita a descubrir una frase que inspire una historia…

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Del azul al verde

Recuerdo que aquella mañana el cielo amaneció despejado, de un azul intenso, raso, despejado de nubes. Hacía frío pero el sol pegaba y nos reconfortó. El día se presentaba triste y aciago, lleno de emociones. Es curioso porque en enero no suele hacer tan buen tiempo, es más, se había anunciado lluvia y viento e incluso nieve, aunque todo se retrasó. Nos dieron una pausa para templar nuestros cuerpos fríos y demacrados. Días después el sol desapareció, el cielo se cubrió de nubes y soplaron ráfagas de un viento huracanado que precipitó las lluvias. Y luego un manto de nieve espesa lo cubrió todo y nos separó definitivamente.

Sé bien, aunque no lo dijeras con palabras, que no querías marcharte. Y créeme yo tampoco quería dejarte ir. Pero todo se volvió tan complicado que quedarte dejó de ser una opción y marcharte la única salida. Imposible luchar contra el destino. Inútil negarse. El final se aceleró como suele suceder en estos casos y no fue posible retenerte. El tiempo se agotó. Y para despedirme me dirigí al azul del sur, atravesando el verde norte. Dejé a mi paso campos y prados, montañas y bosques. De norte a sur, del verde al azul, sembré dolor y olvido.

Llegué a casa desolada, doliente y añorante, preparada para recordarte, lista para llorarte. Y entonces recordé un detalle insignificante: que del azul al verde sólo media un color, el amarillo, justamente el tuyo.

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Participación en reto del Blog ‘El tintero de Oro’, convocatoria bajo el tema: escribir sobre un color.  

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El naufragio

Después de varios días navegando sin rumbo, alcanzamos una frondosa isla. Estaba llena de árboles y de palmeras cargadas de cocos. Descansamos y la recorrimos para hacernos una idea de su tamaño: nos pareció inmensa. Pensamos que tardarían en encontrarnos. No tenía ni idea de lo que me aguardaba, pero  cuando cayó el día y contemplé aquel atardecer rojo, supe que llegar hasta aquí había merecido la pena.

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Participación en el reto ‘Cinco Líneas’ desde el Blog de Adella Brac. Este mes con las palabras días, isla y rojo.

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‘Ángela la justiciera’

Ángela era ama de casa. Esposa y madre entregada al cuidado de dos mellizos las veinticuatro horas del día. Vivía en una urbanización, en un adosado de dos plantas, con un pequeño jardín que le permitía entretenerse con sus macetas y un cuadradito de césped.

Aunque había estudiado derecho nunca había ejercido, pues tras quedarse embarazada demasiado pronto, acordó junto con su esposo, que se quedaría en casa hasta que los niños tuvieran diez años. Pero todos se habían acomodado y cada vez que sacaba el tema, su marido cambiaba de conversación convenciéndola de que él ganaba lo suficiente, que no les faltaba nada, que dónde iba a estar mejor, que para qué estar sujeta a horarios inflexibles y aguantar a jefes exigentes y tiranos… Y así fueron pasando los años desde hacía ya dieciséis.

Pero, aunque aparentemente conforme, Ángela no se resignaba e intentaba mantenerse al día. Leía artículos y refrescaba sus apuntes porque amaba su profesión y deseaba ejercerla.  

Un buen día, mientras se entretenía plantando un jazmín junto a la pared del patio, al escarbar la tierra se tropezó con algo duro. Siguió cavando un poco más hasta que sacó un extraño objeto envuelto en un paño. Lo limpió y vio que se trataba de una especie de tótem tallado en madera, en cuya base había una inscripción escrita en una lengua extraña. La curiosidad le pudo. Así que copió la frase en un papel, abrió el ordenador y la escribió en Google: «Теләү һәм эйә булыу» que traducido significa «Desea y tendrás». Ángela lo leyó una y otra vez mientras pensaba si aquello funcionaría como la lámpara de Aladino. Y entonces comenzó a tocarlo y pedir sencillos deseos pero no funcionaba. Así que lo colocó sobre la chimenea y acabó de plantar el jazmín que, extrañamente, y aunque no le prestara atención, floreció al día siguiente.

Al principio no se dio cuenta pero parecía que la vida le sonreía. Todo iba como la seda. Ángela sentía que algo extraño pasaba, algo de lo que no era consciente, y por eso su cuerpo le enviaba señales que aún no sabía interpretar. Hasta que sucedió…

Aquella noche se habían acostado algo más tarde. Ella daba vueltas y vueltas sin poder dormir. Le dolía la espalda, le picaba a ambos lados y el dolor se volvía insoportable por segundos. De repente no pudo más y se levantó de la cama para tomar un calmante. Apenas dio un par de pasos y sintió un extraño crujido. La carne se abrió y algo brotó al exterior. Rápidamente se miró al espejo y vio desplegadas dos enormes alas de plumas blancas y suaves. No daba crédito. Se asustó. Se tapó la boca para no gritar. Pensó que estaba soñando pero no, era real. Entonces comprobó que podía dirigirlas y se preguntó si podría volar. Sin dudarlo subió a la planta superior, se acercó al balcón. Colocó una silla y trepó. Primero agitó las alas, comprobando que tenía control sobre ellas. Luego puso los pies en el borde de pretil y se dejó caer aleteando. Pero como un polluelo que vuela por primera vez, Ángela se estrelló apenas a dos metro de iniciar el recorrido. Lo intentó de nuevo una y otra vez hasta que despegó y sobrevoló la urbanización. Desde arriba la visión era espectacular. Podía visualizar las calles, la ciudad y las personas como si fueran diminutas hormigas.

Perdió la noción del tiempo, y dándose cuenta que el sol estaba a punto de salir, puso rumbo a casa. Por el camino se preguntaba cómo explicaría a su familia la aparición de aquellas alas tan grandes, imposibles de ocultar. Pero nada más poner los pies en el jardín, las alas se plegaron y recogieron dentro de la piel, de manera que apenas quedaron dos pequeñas cicatrices que ella cubrió cuidadosamente.

Pasó el día en casa, ensimismada. Recogiendo, cocinando, planchando. Intentaba encontrar un sentido a lo sucedido, preguntándose si aquello sería algo puntual. Entonces recordó el tótem y se acercó. Lo tomó entre las manos y leyó en voz alta: «Desea y tendrás» «Desea y tendrás».

Llegada la noche, cuando todos se acostaron y se durmieron, Ángela se sentó en el salón, esperando impaciente la salida de sus hermosas alas. Y efectivamente, nada más dieron las doce, de nuevo la invadió el picor y un ligero cosquilleo hasta que las dos alas se abrieron. Entonces repitió la operación: puso la silla en el balcón y saltó. Esta vez, sintiéndose totalmente segura, alzó el vuelo sobre la ciudad y comenzó su aventura.

Desde arriba observó cómo intentaban atracar a una señora. Enfiló a los ladrones que nada más verla salieron corriendo. Luego comprobó que una pandilla de jóvenes pretendía robar una tienda. Ángela los sobrevoló a tal velocidad que soltaron la mercancía y se marcharon asustados. Luego vio a un tipo que intentaba vender droga a unos adolescentes, y ni corta ni perezosa, les silbó desde lo alto indicándoles, con un movimiento de su dedo índice, que no lo hicieran. Igualmente se asustaron y se marcharon. Y regresó feliz a su casa: por fin alguien había hecho justicia.

Al día siguiente todos hablaban  de la ‘mujer alada’, defensora del bien con el sólo batir de sus alas. Y Ángela comprendió que ese era su deseo y su misión: impartir justicia. Por eso precisamente había estudiado derecho.

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Concurso de relatos 39ª Ed. Harry Potter y la piedra filosofal de J. K. Rowling, desde el Blog ‘El Tintero de Oro’.

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El misterio de la Abadía

Imagen: Internet

La Abadía de San Martín, construida hace cinco siglos, está encaramada sobre una montaña. Con el tiempo y el trasiego de caminantes y senderistas, se ha abierto un camino, y más tarde, se creó un acceso y una explanada artificial para dejar los coches y poder visitarla.

A la entrada un cartel pegado con cinta adhesiva sobre la puerta de madera advertía: “Se ruega silencio”. La comunidad, conformada por doce monjes de clausura, había abierto sus puertas para compartir con el público el rezo de las vísperas a la 18.00h, y de paso, activar una pequeña tienda de verduras cultivadas en la huerta y pan elaborado en una tahona que poseían. Los asistentes podían disfrutar de los cantos sentados en los bancos de la capilla al tiempo que gozaban admirando su arquitectura, el retablo, las pinturas o la imaginería, mientras en el trascoro, se llevaba a cabo el rezo de las horas.  Al salir, muchos compraban los mencionados productos además de estampas, rosarios, medallas y postales, colaborando así a la manutención y sostenimiento de estos hermanos, que en pleno siglo XXI, continuaban viviendo bajo el lema de su fundador: ‘Ora et labora

Los visitantes ocupaban sus asientos y yo me senté en el último, el más cercano al trascoro, del que me separaba una reja. Según parece, en otro tiempo, la comunidad había sido muy numerosa, como se comprueba  por el número de sillones -al menos treinta- de madera noble tallada. El espacio tenia forma cuadrada y los sitios se repartían en forma de U con diez escabeles a cada lado. En medio un facistol o atril grande, hoy por hoy con una función más bien decorativa, donde se apoyaban los libros de liturgia y de canto.

Faltaban cinco minutos para que comenzara el rezo. Todos cuchicheábamos comentando en voz baja la belleza de las diferentes capillas laterales y el realismo de una escultura de San Esteban atravesado por las flechas. Enseguida se oyeron los pasos de los monjes colocándose cada uno en su lugar y escuchamos el leve crujido de las hojas de los libros de canto. Un instante después el silencio se llenó con las voces graves y melódicas de los frailes que el público asistente seguía por medio de unas hojas fotocopiadas.

De repente, un fuerte estruendo provino del fondo de la capilla, al tiempo que una sombra veloz cruzaba el altar mayor camino de la sacristía. Y al punto una voz gritó:

−¡Han matado al hermano Damián!¡Dios mío, está muerto!

El público, unas diez o doce personas, se quedó paralizado. El Abad, salió y cerró de inmediato las puertas de la capilla:

−Disculpen señores. Nadie podrá salir ni entrar hasta que llegue la policía –afirmó amable y sereno.

Todos nos quedamos en silencio, sentados en nuestros sitios, mientras el Abad tapaba el cadáver con una sábana. Unos veinte minutos más tarde, la policía llamaba a la puerta identificándose:

−¡Abran a la policía, por favor!.

La patrulla constaba de una comisaria, un subinspector y cuatro agentes. La mujer se presentó al Abad:

−Buenas tardes, soy la comisaria Morell y él es el subinspector Fuentes. Dígame qué ha ocurrido.

El Abad le contó cuando ellos habían visto y oído desde el trascoro. A lo que un señor, en nombre de todos los demás, añadió:

−Algunos de nosotros hemos escuchado el grito advirtiendo de la muerte del monje, y a continuación, hemos visto una sombra cruzar el altar mayor hacia la sacristía.

-A ver, vosotros dos, id a ver qué encontráis –ordenó el subinspector con cierto aire de superioridad.

Los policías inspeccionaron el lugar. Y al cabo de unos minutos volvieron con un muchacho asustado que repetía sin parar que él no había hecho nada, que sólo había robado el dinero del cepillo y algunos exvotos de plata. Lo registraron y efectivamente, llevaba calderilla y algunas medallas en los bolsillos. El Abad comentó que era inofensivo, ya lo conocían y sabían de sus pequeños hurtos. Que lo dejaran ir. Que no lo denunciaría. Los agentes abrieron la puerta y le pusieron de malas maneras en la calle.

A continuación nos reunieron en la sacristía y nos interrogaron uno a uno por separado. Luego el subinspector hizo lo propio con los monjes. Mientras tanto llegó el forense y examinó el cadáver:

−A simple vista podría tratarse de un infarto –comentó–. Habrá que hacer la autopsia.

Luego le abrió la boca y comprobó que la lengua estaba un tanto oscura, casi negra. Entonces miró con cierto aire de misterio al Abad y añadió:

−Es posible que haya sido envenenado. Veremos qué dicen los análisis.

En aquel mismo instante un sonido seco golpeó el suelo: el cuerpo del hermano Tomás, el boticario, había caído desde el coro. En el cíngulo con que sujetaba su hábito, llevaba una nota escrita:

Aconitum napellus –leyó dubitativo uno de los agentes.

−Es una planta venenosa –apostilló la comisaria Morell−. Contiene un potente alcaloide llamado aconitina. En determinadas dosis puede producir bradicardia y paro respiratorio, que a simple vista podría confundirse con un infarto. Es fácil que la encontremos en la botica porque se usa en homeopatía. Si comprobamos abundantes restos en los análisis y nos fiamos de su confesión –dijo señalando el cadáver del hermano Tomás− podríamos tener al autor de los hechos y el caso resuelto. Aunque, sinceramente, resultaría demasiado fácil…

−Me cuesta creer que el hermano Tomás fuera un asesino –afirmó el Abad−. Gracias a Dios se arrepintió, aunque no pudiera soportar su pecado y no viera otra salida.

Enseguida se dispusieron a retirar el cadáver cuando el hermano Benito, el más joven de la comunidad y aprendiz de boticario, vio la nota prendida de la mano del subinspector, dentro de la correspondiente bolsa de pruebas, y de inmediato aseveró rotundo:

−Esa letra inclinada no es la del hermano Tomás. Estoy seguro.

Y en aquel instante, de nuevo una sombra oculta, esta vez tras una de las columnas de la nave central, desaparecía por la puerta de la sacristía hacía la cripta. Nadie lo vio excepto el hermano Benito, que enseguida fue tras él sigiloso.

No encontró nada. Todo parecía en orden.

Los resultados de la autopsia no fueron concluyentes. La policía nunca encontró al culpable y los crímenes de la Abadía nunca se resolvieron. Analizados los cuerpo y agotadas todas las vías de investigación, la policía cerró el caso por falta de pruebas.

El hermano Benito continúa encontrándose de vez en cuando esa sombra  que desciende hasta la cripta y allí desaparece. Muerto, de muerte natural a los setenta años, se encontró en su celda un diario donde relataba todas las ideas y venidas a la cripta siguiendo a esa extraña sombra que, según su teoría, habitaba una de las tumbas, aunque nunca pudo demostrarlo.   

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Una chispa eléctrica

Recuerdo aquella noche de la avería eléctrica a causa de una chispa. Nos habíamos reunido en el pueblo, en casa de mi tío Horacio, un hermano de mi padre. Horacio era un hombre corpulento que había criado una enorme barriga, lucía un gran bigote y cejas pobladas. Todo en él parecía gigante. Según cuenta mi padre, cuando se cumplía el aniversario de la muerte del abuelo,  todos nos reuníamos a cenar y contar anécdotas. Una tradición que el abuelo mismo  se había encargado de perpetuar por su cumpleaños, pues precisamente durante aquellas celebraciones, había solicitado de manera explícita que tras su muerte se le rindiera homenaje todos los años con una copiosa cena en la que se le recordara. Y así, año tras año, cumplimos su deseo.

Pues bien, aquella vez estábamos reunidos y con las copas levantadas para brindar, cuando una chispa provocó un apagón en toda la casa. Enseguida mis tíos y mi padre fueron a comprobar los fusibles. Eran de los antiguos y se habían quemado. El tío Luis, el mayor de todos, repitió hasta la saciedad que ya había predicho él que sucedería, que los plomos eran muy viejos, pero que como nadie le hacía caso pues ahora tendríamos que cenar sin luz.

Las mujeres, más prácticas y menos dramáticas, restaron importancia al asunto: «Cenaremos con velas» dijeron convencidas. Los niños estábamos encantados y nos lo pasábamos bomba, pues en la penumbra, a los mayores se les escapaban algunas de nuestras travesuras bajo la mesa. Los perros se asustaron y tuvimos que calmarlos y dejarles estar cerca para que no ladrasen. Mi padre -que era un bromista- se levantó de la mesa y volvió haciendo el tonto con una sábana por encima, disfrazado de fantasma. Los más pequeños se asustaron y empezaron a llorar. Tuvo que quitarse la sábana frente a ellos para que comprobasen que era él y que todo era una broma.

Y en esas estábamos, todos riendo, cuando unos golpes secos sonaron en la pared. Pensamos que era otra chanza pero no. Alrededor de la mesa no faltaba nadie. Nos miramos sin pestañear, aguantando la respiración. Nuevamente sonaron tres golpes seguidos, esta vez, más fuertes. La tensión era máxima. Mis primos y yo estábamos a punto de gritar y salir corriendo. Pero entonces una voz sonó al fondo de la casa:

−¿Se puede? Es que no hay luz en esta santa casa…

La cabeza de Agapito, el alcalde, asomó entre las llamas de las velas.

−¿Qué? ¿Arreglamos lo fusibles? ¿Por qué me miráis todos así? Alguien me ha llamado hace un rato para que viniera a mirar los plomos y aquí estoy…

Entonces nos volvimos a mirar y nos echamos a reír todos a la vez…

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Participación en el reto semanal del Grupo de Escritura Creativa Cuatro Hojas | Facebook. Disparador: chispa

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La colina de las flores

Los dos jóvenes adolescentes se perdieron en la espesura verde del bosque. Caminando de la mano escapaban del bullicio de la ciudad mientras buscaban un lugar idóneo y romántico para un encuentro amoroso. Así fue como llegaron a una pequeña colina desde donde se divisaba un hermoso lago de aguas azuladas y allí se amaron. El tiempo les pasó sin darse cuenta y se quedaron dormidos, desnudos, uno junto al otro, cubiertos con la ropa que ambos llevaban.

A la mañana siguiente él se detuvo para mirarla. La muchacha yacía con el cuerpo de perfil, mostrando los senos y el rostro de frente con los ojos abiertos, mirando a ninguna parte. El joven la llamó en vano varias veces. Su cuerpo gélido delataba que había iniciado el camino hacia el más allá. Se asustó. Gritó. Sollozó desconsolado, impotente, afligido. Cayó de rodillas al suelo. Golpeó y maldijo aquel lugar. Conjuró a las fuerzas del mal invitándolas a que arrasaran aquel promontorio testigo silencioso de su amor para que nadie más se dejara atrapar por su belleza.

De repente una suave brisa se levantó y cientos de flores rosas, azules, violetas fueron arrastradas acoplándose alrededor del cuerpo de la muchacha hasta conformar un lecho que rodeaba su cabeza, la espalda, el pecho, cubriéndola hasta la cintura… Él, aturdido, guardó para siempre en su corazón aquella imagen plena de amor y de paz.

Desde entonces, dicen que todos los años por esa fecha un viento suave transporta cientos de flores de colores que se desparraman por la loma formando un espeso tapiz, que con el tiempo, ha dado fama a este lugar hoy conocido como ‘la colina de las flores’.

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Participación en el reto ‘Viernes creativos’ a iniciativa de Ele y su blog “Escribe fino”, esta vez bajo el título: Fractales.

Amigos

Recuerdo que en aquel barrio todo resultaba divertido. Viví allí hasta que cumplí trece años. Pasé mi infancia en aquellas calles, en las que por entonces jugábamos desde que salíamos del colegio hasta la hora de cenar. Pablo y Raúl eran mis mejores amigos, aún lo son. Además también éramos vecinos y andábamos siempre de una casa a otra cuando no nos dejaban salir o hacía mal tiempo. Formábamos un trío inseparable.

Me acuerdo de mil aventuras y cientos de anécdotas. De risas, de planes, de proyectos y travesuras, pero sobre todo no puedo evitar que me asalte la memoria aquel día en particular, tan nítido y claro como si fuera hoy.

Aquella tarde, como tantas otras, cogimos la merienda y nos marchamos a jugar las escaleras que había frente a nuestro edificio. Pablo y Raúl eran unos picados tirándose desde arriba por las barandillas, a ver quién tardaba menos. Yo los cronometraba subido a una farola. Desde allí la visión era perfecta. Ellos subían y bajaban los diferentes tramos y a continuación me preguntaban: «¿Cuánto tiempo?» Yo les decía mientras miraba el reloj que tenía desde mi primera comunión y ellos añadían: «Vamos a mejorar la marca» Y así se pasaban todo el tiempo. Ellos subiendo y bajando y yo encaramado a una u otra farola, balanceándome con una o dos manos, cronometrando el tiempo de aquella monótona competición. No teníamos prisa. Nuestras madres nos miraban de vez en cuando desde las ventanas.

Pero un día las cosas no salieron bien. Raúl, más competitivo, utilizó un trozo de cuero colocado bajo su trasero para aumentar la velocidad. Y en el último tramo se descontroló y cayó de cabeza al suelo. Allí quedó inconsciente mientras Pablo y yo avisábamos a sus padres que salieron asustados y lo llevaron corriendo al hospital…

Por suerte todo quedó en una anécdota y una enorme cicatriz en la cabeza. Nunca más repitieron semejante concurso o torneo, y durante una buena temporada nos dedicamos a jugar al monopoli, a las cartas, al parchís, a cualquier juego de mesa. Todo menos salir afuera… Lástima que por aquel entonces no existieran las consolas ni los videojuegos, aunque si así hubiera sido, probablemente yo no tendría en mi haber esta fascinante historia ni aquella lección aprendida.

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Convocatoria ‘Viernes creativos’ a iniciativa del Blog ‘Elbicnaranja.Escribefino’.

El viaje de Nour

Imagen: Internet

Nour sostiene a la pequeña Dara en sus brazos. Su madre la acompaña hasta el acantilado desde donde se divisa la playa. Han llegado en un Jeep desde Aleppo y apenas tienen tiempo para despedirse. Los ojos oscuros de la anciana destilan tristeza: «No volveremos a vernos hija. Soy demasiado mayor para marchar contigo. Cuida de mi nieta. y háblale de su familia y de su tierra. Que Alá os proteja». Las tres se funden en un largo abrazo. Luego la joven, cargada con su hija y una pequeña bolsa a la espalda, comienza a descender hasta la cala, caminando firme y sin mirar atrás, recordando las palabras que su madre le había dicho antes de iniciar el viaje: «Vete y no mires atrás. Todo cuando ha de venir está ante tus ojos».

En la orilla, dos hombres apartados del resto, se encargan de recoger el pago acordado. Nour les entrega el equivalente a dos mil euros -toda la fortuna familiar más una deuda que pagarán de por vida- correspondientes a su plaza en el cayuco. Luego le entregan un chaleco salvavidas que se ata alrededor del cuerpo, y aunque pide otro para Dara, no se lo dan porque sólo ha pagado un asiento. Un chico joven, como de veinte años, le da su cinturón para que ate su cuerpo al de la niña, así si caen al agua, flotaran juntas.

Enseguida los van llamando uno a uno y les asignan un lugar. A ella le toca sentarse entre dos hombres desconocidos. El asiento es una tabla de madera que cruje con cada pequeño movimiento, donde los cuerpos se colocan tan pegados que pueden sentirse los latidos del corazón y la respiración ajena como una sinfonía, todas al compás, unidas por el mismo miedo. Dara está inquieta y no para de moverse. Tiene sueño. El cayuco se balancea conforme los pasajeros se acomodan apretados, tan hacinados que apenas pueden moverse. Ante sus ojos el Mediterráneo parece inmenso. Nour cierra los ojos y abraza fuerte a su hija: la suerte está echada. Atrás queda una ciudad en ruinas, apenas un trozo de techo, frío, y sobre todo hambre, mucha hambre. Sea lo que fuere que le estuviera esperando no podría ser peor.

Imagen: Internet

El cayuco comienza a moverse lentamente, abriéndose paso a través de unas aguas mansas y calmas. Nour recuerda cómo empezó todo. Fue justo aquel día que supo que su hermano Abdel había llegado vivo a Italia, a un lugar llamado Sicilia. Hassam, su primo, lo contó con todo lujo de detalles. Él conocía el trayecto pero no tuvo suerte y lo enviaron de vuelta. Dijo que muchos murieron. Que la barca se mecía y todos vomitaban. Se les acabó el agua y la comida. Algunos desesperados bebían el agua del mar. Tenían diarreas incontroladas. El hedor lo impregnaba todo. Los niños lloraban. Las mujeres gritaban. Las madres exhaustas, agotadas, no podían calmar a sus hijos. Las noches eran frías y eternas. Se quedaban dormidos unos contra otros. Al amanecer los cadáveres eran arrojados por la borda. Así, hasta que pasados cinco o seis días, tal vez alguno más, uno de los capataces gritó ¡tierra! y todos los que sabían nadar o flotar se echaron al mar arrastrando sus débiles cuerpos hasta la orilla, jadeando, llorando, sollozando…

Enseguida llegaron algunas personas a socorrerlos. Les dieron mantas, ropa seca y comida. Les ayudaban a ponerse en pie hasta que tambaleándose conseguían sentarse en tierra firme. Luego trasladaron a los enfermos a un hospital y a los demás a un centro donde les atendieron, se ducharon, les dieron ropa limpia y después comieron…

Nour se estremeció y un escalofrío le recorrió el cuerpo. Entonces recordó cómo había sido violada por un grupo de soldados hacía dos años. Nueve meses más tarde, después de un parto terrible y complicado, en un rincón, en la penumbra de las ruinas de su casa, Dara vino al mundo, sana y perfecta. Una niña nacida de la crueldad humana y en un lugar equivocado. Condenada a no tener infancia y a vivir entre los restos de la que tiempo atrás fuera una ciudad próspera y con recursos.

Aquella noche, cuando Hassam acabó su relato, Nour soñó con aquel lugar lejano y extraño donde vivir en paz. Al día siguiente su madre le propuso conseguir el dinero vendiendo todo cuanto les quedaba, endeudando a toda la familia, y apostar por aquella travesía, albergando la esperanza de que se encontrara con su hermano y ambos tuvieran una oportunidad en aquella ‘tierra prometida’ donde no había guerra ni miseria. Un lugar donde Dara crecería libre para poder jugar, reír, ir al colegio y vivir sin miedo.

Una semana después de la partida, el cayuco tocaba tierra en Lampedusa. Cuentan que apenas hubo supervivientes pues les había alcanzado una fuerte tormenta. Nada se supo de Nour ni de Dara, por eso nadie cree que hayan sobrevivido. Sólo Kamila, su madre, quiere creer que llegaron vivas, que se encontraron con Abdel, su hijo, y que viven felices en esa tierra lejana que llaman Italia, porque el único derecho inalienable de los habitantes de Aleppo es el derecho a soñar.

©lady_p   

Desde el Blog «El Tintero de Oro» este mes nos proponen participar en un concurso de relatos con la ‘injusticia social’ como telón de fondo. Para más información visitad su Blog.