Un lamentable suceso…

Desde el ‘blog Acervo de letras’, este VadeReto, vamos a quedarnos con la excusa de la música y vamos a crear historias alrededor del: JAZZ

Desde pequeño Eric mostró gran interés y habilidad por la música. Apenas con cinco años pidió a los Reyes un saxo de juguete, y comprobando sus buenas aptitudes, sus padres se decidieron y lo matricularon en el conservatorio. El niño enseguida se decantó por el saxo, un instrumento que  dominó con gran facilidad. A sus padres les gustaba la voz de Billie Holliday, cuyos discos de vinilo sonaban frecuentemente en casa. Podría decirse Eric creció bajo los ecos del jazz, de ahí que muy pronto se convirtieran en sus sonidos favoritos, que inventara solos y dominara el instrumento magistralmente. Todos lo consideraban un prodigio y admiraban su talento.

Los conciertos comenzaron en la adolescencia. Aunque lo que él de verdad deseaba era integrarse en una banda y hacer un tour por Nueva Orleans, la cuna de jazz. Y apenas cumplidos los dieciocho hizo las maletas y se marchó en busca de aventuras. Comenzó a tocar en algunos pubs y entró en contacto con algunos grupos que lo invitaban a sumarse ocasionalmente. Pasó dos largos años malviviendo. Combinando la música con trabajos esporádicos de camarero o lavaplatos, viviendo en un apartamento inmundo, compartiendo baño y cocina. Pero a pesar de las duras circunstancias era feliz dedicándose a la música.

Y así iban las cosas cuando en una actuación en la que participó haciendo una sustitución, un representante de una célebre banda lo escuchó y lo fichó, haciéndole un contrato bastante bien remunerado que incluía una gira por el país. Así cambiaron las tornas. Eric comenzó a ganar dinero y fama. Grabó discos y actuó durante tres años sin parar. Se sentía agotado. Su fotografía circulaba por las revistas del corazón en las que aparecía con otras celebridades del momento. Lo invitaban a fiestas, a estrenos de teatro, de cine. Todo parecía un sueño hecho realidad.

Pero tanto éxito levantó alguna que otra ampolla entre bandas y saxofonistas rivales hambrientos y envidiosos de su éxito. Muy pronto aparecieron bulos y corrieron noticias falsas que lo incriminaban en el mundillo de las drogas y de la mala vida. Eric se afanaba por rescatar su prestigio pero tenía demasiados enemigos que lo veían como un intruso salido de la nada. Le acusaban de comprar voluntades, de hacer favores personales, de ser un tipo sin escrúpulos. Y a medida que toda esta falsedad salía a flote, su reputación se enfangaba y los contratos desaparecían. Aun así conseguía salir a flote, remontar y mantenerse en la cumbre como uno de los mejores saxofonistas del momento.

Un día fue invitado por The Club Playhause, un afamado club de Nueva Orleans, para tocar con una conocida banda local. Eric aceptó en recuerdo de aquellos años en los que era un desconocido e invitó a su mejor amiga la detective Chris Müller, a quien le unía una sólida amistad y un breve romance. Los cuatro integrantes ocuparon el escenario. Comenzaron a tocar. Eric cambiaba de vez en cuando la boquilla. Tocaba despertando largos aplausos entre el público asistente. Sudaba feliz bajo los focos, hasta que empezó a experimentar sofocos y a sentir cómo se aceleraban los latidos de su corazón, pero no quería parar. Puso toda su energía en los últimos compases y en medio de una fuerte ovación cayó desplomado al suelo. Chris Müller fue la primera en acercarse al cuerpo de su amigo y diagnosticar su muerte.

Los periódicos del día siguiente dieron la triste noticia: «Joven prodigio del saxo fallecido por un infarto fulminante». No obstante, Chris Müller sospechó que lejos de ser una muerte natural, cabía la posibilidad de que fuera un asesinato cuyo único móvil era la envidia. Nadie la creyó y tras meses de investigación, se cerró el caso.

Pasado el tiempo la detective Müller recibió un paquete anónimo. En su interior una boquilla de un saxo ponía a la detective sobre una posible pista…Resultó imposible abrir el caso y la muerte de Eric pasó a la historia como un lamentable suceso.

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El misterio de la Abadía

Imagen: Internet

La Abadía de San Martín, construida hace cinco siglos, está encaramada sobre una montaña. Con el tiempo y el trasiego de caminantes y senderistas, se ha abierto un camino, y más tarde, se creó un acceso y una explanada artificial para dejar los coches y poder visitarla.

A la entrada un cartel pegado con cinta adhesiva sobre la puerta de madera advertía: “Se ruega silencio”. La comunidad, conformada por doce monjes de clausura, había abierto sus puertas para compartir con el público el rezo de las vísperas a la 18.00h, y de paso, activar una pequeña tienda de verduras cultivadas en la huerta y pan elaborado en una tahona que poseían. Los asistentes podían disfrutar de los cantos sentados en los bancos de la capilla al tiempo que gozaban admirando su arquitectura, el retablo, las pinturas o la imaginería, mientras en el trascoro, se llevaba a cabo el rezo de las horas.  Al salir, muchos compraban los mencionados productos además de estampas, rosarios, medallas y postales, colaborando así a la manutención y sostenimiento de estos hermanos, que en pleno siglo XXI, continuaban viviendo bajo el lema de su fundador: ‘Ora et labora

Los visitantes ocupaban sus asientos y yo me senté en el último, el más cercano al trascoro, del que me separaba una reja. Según parece, en otro tiempo, la comunidad había sido muy numerosa, como se comprueba  por el número de sillones -al menos treinta- de madera noble tallada. El espacio tenia forma cuadrada y los sitios se repartían en forma de U con diez escabeles a cada lado. En medio un facistol o atril grande, hoy por hoy con una función más bien decorativa, donde se apoyaban los libros de liturgia y de canto.

Faltaban cinco minutos para que comenzara el rezo. Todos cuchicheábamos comentando en voz baja la belleza de las diferentes capillas laterales y el realismo de una escultura de San Esteban atravesado por las flechas. Enseguida se oyeron los pasos de los monjes colocándose cada uno en su lugar y escuchamos el leve crujido de las hojas de los libros de canto. Un instante después el silencio se llenó con las voces graves y melódicas de los frailes que el público asistente seguía por medio de unas hojas fotocopiadas.

De repente, un fuerte estruendo provino del fondo de la capilla, al tiempo que una sombra veloz cruzaba el altar mayor camino de la sacristía. Y al punto una voz gritó:

−¡Han matado al hermano Damián!¡Dios mío, está muerto!

El público, unas diez o doce personas, se quedó paralizado. El Abad, salió y cerró de inmediato las puertas de la capilla:

−Disculpen señores. Nadie podrá salir ni entrar hasta que llegue la policía –afirmó amable y sereno.

Todos nos quedamos en silencio, sentados en nuestros sitios, mientras el Abad tapaba el cadáver con una sábana. Unos veinte minutos más tarde, la policía llamaba a la puerta identificándose:

−¡Abran a la policía, por favor!.

La patrulla constaba de una comisaria, un subinspector y cuatro agentes. La mujer se presentó al Abad:

−Buenas tardes, soy la comisaria Morell y él es el subinspector Fuentes. Dígame qué ha ocurrido.

El Abad le contó cuando ellos habían visto y oído desde el trascoro. A lo que un señor, en nombre de todos los demás, añadió:

−Algunos de nosotros hemos escuchado el grito advirtiendo de la muerte del monje, y a continuación, hemos visto una sombra cruzar el altar mayor hacia la sacristía.

-A ver, vosotros dos, id a ver qué encontráis –ordenó el subinspector con cierto aire de superioridad.

Los policías inspeccionaron el lugar. Y al cabo de unos minutos volvieron con un muchacho asustado que repetía sin parar que él no había hecho nada, que sólo había robado el dinero del cepillo y algunos exvotos de plata. Lo registraron y efectivamente, llevaba calderilla y algunas medallas en los bolsillos. El Abad comentó que era inofensivo, ya lo conocían y sabían de sus pequeños hurtos. Que lo dejaran ir. Que no lo denunciaría. Los agentes abrieron la puerta y le pusieron de malas maneras en la calle.

A continuación nos reunieron en la sacristía y nos interrogaron uno a uno por separado. Luego el subinspector hizo lo propio con los monjes. Mientras tanto llegó el forense y examinó el cadáver:

−A simple vista podría tratarse de un infarto –comentó–. Habrá que hacer la autopsia.

Luego le abrió la boca y comprobó que la lengua estaba un tanto oscura, casi negra. Entonces miró con cierto aire de misterio al Abad y añadió:

−Es posible que haya sido envenenado. Veremos qué dicen los análisis.

En aquel mismo instante un sonido seco golpeó el suelo: el cuerpo del hermano Tomás, el boticario, había caído desde el coro. En el cíngulo con que sujetaba su hábito, llevaba una nota escrita:

Aconitum napellus –leyó dubitativo uno de los agentes.

−Es una planta venenosa –apostilló la comisaria Morell−. Contiene un potente alcaloide llamado aconitina. En determinadas dosis puede producir bradicardia y paro respiratorio, que a simple vista podría confundirse con un infarto. Es fácil que la encontremos en la botica porque se usa en homeopatía. Si comprobamos abundantes restos en los análisis y nos fiamos de su confesión –dijo señalando el cadáver del hermano Tomás− podríamos tener al autor de los hechos y el caso resuelto. Aunque, sinceramente, resultaría demasiado fácil…

−Me cuesta creer que el hermano Tomás fuera un asesino –afirmó el Abad−. Gracias a Dios se arrepintió, aunque no pudiera soportar su pecado y no viera otra salida.

Enseguida se dispusieron a retirar el cadáver cuando el hermano Benito, el más joven de la comunidad y aprendiz de boticario, vio la nota prendida de la mano del subinspector, dentro de la correspondiente bolsa de pruebas, y de inmediato aseveró rotundo:

−Esa letra inclinada no es la del hermano Tomás. Estoy seguro.

Y en aquel instante, de nuevo una sombra oculta, esta vez tras una de las columnas de la nave central, desaparecía por la puerta de la sacristía hacía la cripta. Nadie lo vio excepto el hermano Benito, que enseguida fue tras él sigiloso.

No encontró nada. Todo parecía en orden.

Los resultados de la autopsia no fueron concluyentes. La policía nunca encontró al culpable y los crímenes de la Abadía nunca se resolvieron. Analizados los cuerpo y agotadas todas las vías de investigación, la policía cerró el caso por falta de pruebas.

El hermano Benito continúa encontrándose de vez en cuando esa sombra  que desciende hasta la cripta y allí desaparece. Muerto, de muerte natural a los setenta años, se encontró en su celda un diario donde relataba todas las ideas y venidas a la cripta siguiendo a esa extraña sombra que, según su teoría, habitaba una de las tumbas, aunque nunca pudo demostrarlo.   

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Una noche en High Tower

Imagen: Blog, «Elbicnaranja»

Acepté la invitación para conocer el Castillo de High Tower, situado al norte de Escocia. Los invitados fuimos recibidos por un comité organizador que no escatimó detalles. Un lacayo con librea abría las puertas de los coches conforme llegaban. Otro, apostado en la puerta, saludaba mientras daba paso con exquisita corrección. Y ya en el interior un señor de mediana edad con traje y corbata, encargado de la visita, nos entregaba una carpeta con informaciones varias: un mapa de la zona, posibles itinerarios en los alrededores, dónde comer y una breve historia del castillo que contenía fabulosas ilustraciones del interior y de las vistas desde las altas torres. A continuación nos entregaron las llaves de las habitaciones que no iban enumeradas sino que tenían nombre alusivos a las diferentes partes del castillo: El Homenaje; Las caballerizas; La despensa; El paso de ronda o ‘Las mazmorras’, la mía…

Nada más entrar en la habitación me llamó la atención una enorme cama de madera con dosel. Me gustó tanto que de un salto me eché en ella y estiré los brazos y las piernas. Entonces apareció frente a mí un cuadro de grandes dimensiones en el que posaba una muchacha sobre una cama coronada por un fantástico tigre que, cual gárgola, la custodiaba al tiempo que lamía su cabeza con ojos desafiantes. Al fondo, un espejo reflejaba los muebles de esta misma habitación. Entonces  sentí un ligero escalofrío cuando me vino a la cabeza la imagen de aquel enorme felino, siendo retratado en este mismo lugar, en esta cama. Y reaccioné rechazando esa idea enfrascándome en la lectura de los folletos, a fin de conocer los orígenes y leyendas de aquella fortaleza.

Tras la cena y después de dar algunas vueltas, agitada por el viaje, me dormí profundamente. Recuerdo que tuve una pesadilla de la que intentaba salir. Y en esas estaba cuando un extraño sonido me sacó del letargo. Miré hacia el balcón y sobre las cortinas observé la sombra de un grotesco animal, semejante al tigre del cuadro, que se arrastraba y aproximaba hacia mí. Me quedé inmóvil. Tapé mi boca con una mano intentando que no se oyera la respiración. Apreté un almohadón sobre mi pecho para calmar los latidos acelerados de mi corazón, mientras seguía con la mirada el lento desplazamiento del animal que se movía sigiloso hasta que de repente se paró para tomar impulso y saltó sobre la cama… Dos segundos después lo tenía acurrucado a mi lado dócil y cariñoso…No era más que un precioso gato, agrandado por el juego de las sombras, que buscaba calor y cariño…

Cuando desperté ya se había marchado. Los recuerdos estaban borrosos en mi cabeza…Pero… ¡Oh noo! En el cuadro el tigre había desaparecido y en su lugar aparecía un dulce gatito que lamía sumiso la cabeza de la joven…

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P.D. Participación en el reto de los Viernes Creativos del blog “Elbicnaranja, Escribe fino”, esta vez bajo el título “Angustia”.

La sombra

Imagen: Internet

Del otoño se dice que es la fiesta del equilibrio, de los contrastes, de la recolección. La cultura popular reúne diferentes tradiciones que celebran los solsticios y los equinoccios. Por eso en el pueblo estos días se preparan para la fiesta. Los campos se han recolectado y los jóvenes han pisado las uvas. Ahora toca alegría y regocijo, dar gracias a dios por tantos bienes y reunirse para festejarlo…

Se me hacían raras estas costumbres porque yo venía de una gran ciudad en la que prima el anonimato y los vínculos de vecindad son inexistentes. Pero mi abuela se hacía muy mayor, por eso vine aquí a principios de verano, decidida a quedarme una temporada. Claro que mi interés se vio reforzado cuando me contaron una leyenda según la cual, durante el equinoccio, las sombras se revelan y tienes la oportunidad de vivir aventuras inolvidables. Primero solté una carcajada. Luego me excusé y pedí perdón por herir la sensibilidad de algunos ante las tradiciones. «Pero yo –les dije- necesito ver para creer». Y aquí estoy.

Los días van pasando serenos, esperando impaciente la famosa festividad, hasta que llegó el esperado día ‘d’. Aquella mañana nos fuimos a un prado y participamos de una comida colectiva. Después me marché a casa a descansar. Y al cabo de un buen rato, cuando pensé que ya estaría todo preparado, me dispuse a salir para conocer lo mejor de la fiesta. Pero el cielo está cubierto de nubes negras a punto de descargar: «No creo que las sombras aparezcan, la lluvia las borrará –pensé en tono burlón-». Me equivoqué. Aunque cayó un chaparrón, el sol lució el resto del día, y aunque yo no hacía más que mirar para un lado y otro, las dichosas sombras no aparecían…

Así transcurrió gran parte de la tarde hasta que, al atardecer, a punto de hacerse de noche y ya decidida a retirarme, convencida de que me habían tomado el pelo, me volví a casa y una vez delante de la puerta una sombra negra se presentó ante mí: sin duda era la sombra de mi abuela que, agachándose, cogió una pequeña rama y escribió en el suelo: «Déjate llevar y sígueme».

Entonces una sensación de escalofrío me recorrió el cuerpo. No podía negar la realidad, ahora la decisión era mía. A mi alrededor la gente corría, saltaba y bailaba a capricho de las sombras que los perseguían. Y sin embargo no había un atisbo de miedo o terror en el ambiente. Así que respiré hondo dispuesta a seguir a mi abuela a donde quiera que decidiera llevarme. Le dije: «vale abuela, aquí me tienes, iré dónde me lleves». Ella extendió los brazos, al tiempo que abría una enorme capa que nos cubrió a las dos y de repente dejé de notar el suelo bajo mis pies. Un instante después aparecimos ante la ventana de una casa, y a través de ella podía ver a un bebé jugando en el regazo de un hombre en el que reconocí a mi padre: «Eres tú unos meses después de nacer y ésta era tu casa». Esbocé una sonrisa que de inmediato se borró cuando comprobé que mi sombra y la de mi padre campaban a sus anchas por aquella estancia. «Tu madre no quiso que vivir aquí, porque no tenía sombra».

Entonces me di cuenta de que aquella casa era la de mi abuela, la misma en que ahora vivía. Ella, como intuyendo mi pensamiento me dijo: «Sí. Esta era mi casa y tú te quedaste conmigo unos años». Entonces abrió la puerta. Entramos y me condujo hacia un sótano que yo no sabía que existía. Cuando llegamos y encendió la luz, descubrí una enorme mesa llena de tubos de ensayos y probetas burbujeantes que exhalaban una especie de humo blanco. Detrás, una estantería llena de material químico, botes, botellas, tarros varios. Y entonces me oí decir: «¿Eras una bruja?» «¡Jajaja! Mejor aún -me contestó- esto que ves es alquimia pura. Sus saberes fueron conservados por mis antepasados y transmitidos de generación en generación. No buscamos la piedra filosofal sino cómo curar el cuerpo y tranquilizar el alma, proporcionando paz y bienestar a nuestros seres queridos y a nuestros vecinos. Y tú y tu sombra fuisteis elegidas durante la niñez para continuar la labor de tus ancestros. ¿Aceptas el reto?». Y llevada por la emoción dije que sí. Entonces abrió un grueso libro que permanecía apoyado sobre un atril, buscó entre las páginas empolvadas hasta que llegó al juramento: «Levanta tu mano izquierda, la del corazón, y repite conmigo…». Pero yo no podía levantarla por más esfuerzos que hacía. Tiraba y tiraba para alzarla, sentí un extraño olor y algo flácido y blando parecía pegado a mi cara…

De repente abrí los ojos y me encontré cara a cara con mi perra que estaba sobre mí lamiéndome, al tiempo que mi abuela entraba con una bandeja que portaba el desayuno. La abracé fuerte contra mí y le pregunté muy seria: «¿Abuela esta casa tiene sótano?».

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Palabras claves: otoño, equinoccio, sueño, sombras.

Participación «Reto creativo: Equinocio de otoño»

El espía

Imagen Internet

Me dirigía al mercado como cada mañana durante el verano. Era muy temprano pero ya empezaba a llenarse. Los mercados son lugares que despiertan los sentidos y no sólo por los sonidos de fondos sino por los aromas, los colores, los sabores, las texturas. Crucé por la entrada lateral para tomar un café con churros, algo que repetía a modo de ritual estas mañanas de verano. Y ya repuesta me dispuse a comprar e hice la primera parada en la carnicería. Me detuve ante el mostrador acristalado. Los trozos de carne aparecían dispuestos en bandejas, organizados por filas y montones troceados de ternera, cerdo, pollo, cada uno con su cartel anunciando el precio. Me llama la atención la limpieza de los azulejos, blancos e impolutos. En el interior un cámara frigorífica y un mostrador donde se amontonan bandejas de corcho blanco, una máquina para plastificar, una trituradora de carne, otra para cortar huesos y una barra fija en la pared, de la que cuelgan jamones, chorizos y morcillas de la tierra.

La chica que atiende viste ropa blanca y una especie de visera con una malla donde recoge el pelo, que se intuye largo y limpio. Incluso sus manos se ven aseadas y cuidadas cuando las enseña apoyadas sobre una tabla gruesa de madera dónde corta y prepara la carne. El delantal muestra una pequeña mancha roja, salpicadura de un hígado que acaba de cortar. De repente el cristal refleja el rostro de un hombre de mediana edad con gafas de sol y sombrero. Se ha colocado justo detrás de mí, pero cuando decido girarme ya no está.

Prosigo la compra en el puesto de frutas y verduras. Igualmente está organizado siguiendo un orden riguroso: melones, sandías, kiwis, cerezas, plátanos, peras y manzanas que llamaron mi atención, dispuestos por colores: rojas, verdes y amarillas. De nuevo, esta vez de refilón, me parece ver el rostro de aquel desconocido pasando tras de mí. Y de nuevo se me escapó sin conseguir ubicarlo.

Pasé por la panadería donde me esperaba una cola de cuatro o cinco personas. Pedí la vez y me coloqué al final. Faltaban sólo dos para que llegara mi turno cuando a unos pocos metros de mí apareció el hombre de mediana edad, con gafas de sol, sombrero y un periódico en la mano.  Comencé a inquietarme considerando que no fuera casual verle tantas veces, ni que se produjeran esas extrañas desapariciones. A punto estuve de abandonar la cola y acercarme para preguntarle qué quería o que hacía espiándome.  

–Lo haré en cuanto compre el pan −me dije decidida.

Y así fue. En cuanto pagué, salí de la panadería, y ya encaminada hacia donde le había visto por última vez, observé que no estaba.

−Este hombre se burla de mí, es un espía o no tiene nada que ver conmigo  −pensé.

Entonces me giré mientras negaba con la cabeza intentando dejar correr el tema cuando me di de bruces con él, frené en seco y me quedé cara a cara frente a él.

−Perdón –dije sorprendida y atolondrada.

−Acabo de comprobar que este pendiente es suyo -dijo pausado y correcto-. Tenga, se le cayó delante de mí. Perdóneme si le ha parecido que jugaba al ratón y al gato, creí que era de la chica que estaba a su lado en la carnicería y las he seguido a ambas hasta darme cuenta que era suyo. Discúlpeme si la he asustado.

−¿Asustado? No, no, qué va. Muchas gracias por el pendiente -afirmé mientras me tocada la oreja-. Habría sido una faena perderlo.

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La subasta

La pesadilla comenzó de nuevo, tras aquella inesperada llamada.

Aquella mañana me había levantado temprano para asistir a la puja. El mundo de las antigüedades es muy competitivo y conviene tener amigos para poder hacerse hueco en ese difícil mercado. Así que había planeado llegar pronto para saludar y conversar con los potenciales clientes antes que acto comenzara.

Me vestí. Paré donde siempre a tomar un café. Esta vez me atendió un chico joven al que veía por primera vez. Le vi llegar lento, algo torpe y tembloroso, alzando en la mano una bandeja demasiado cargada.

−Un café con leche  por favor.

El móvil no dejaba de sonar con insistencia. Era un número desconocido, y aunque no quería cogerlo, al final contesté por si acaso llamaban los de la subasta.

−Sí, dígame… dígame−Repetí insistente.

Solo pude escuchar el sonido de una respiración profunda. Colgué. Pedí la cuenta precipitadamente. Pagué con un billete, y sin esperar el cambio, me fui.

Un sabor amargo inundó mi boca mientras sentía cómo se formaba un nudo en mi estómago y destilaba sudor por las axilas y las manos. Eché a andar con paso firme, seguida por el eco de mis tacones contra el asfalto. Oí un chasquido. Inconscientemente me volví, comprobando que la cucharilla, el plato y la taza de café habían caído desde la bandeja al suelo. Y sin más, seguí mi camino. 

La llamada me había trastornado, convencida de que era Héctor quien estaba al otro lado. Hacía años que no sabia nada de él. Tras el episodio de acoso sufrido años atrás, a consecuencia de su manía obsesiva, había sido ingresado por su familia en una institución mental. Y allí debía continuar según se consideró en su día. Por eso la idea de que pudiera ser él, otra vez, me aterrorizaba.

Metida en aquellos pensamientos, me llevé la mano a la cabeza y pasé la yema de los dedos por la cicatriz, fruto de aquella agresión provocada por su psicosis delirante. Y no estaba dispuesta a pasar por todo ello una vez.

El salón donde se celebraba la subasta no quedaba lejos, pero había que cruzar una gran plaza y después recorrer un par de calles. La atravesé en diagonal, con la miraba fija en los soportales, animada, creyendo que lo conseguiría. Pero apenas a unos pocos metros comprobé una sombra proyectada desde detrás de una de las columnas.

−¿Será él?- Me pregunté asustada.

Aceleré el paso e intenté esquivarlo rodeando por detrás el kiosco de prensa. Y casi sin pensarlo me paré en seco, dispuesta a hacerle frente…Fue entonces cuando la mano de  Fabián, mi compañero de trabajo, me agarró por el codo:

−¿Estás bien? Vámonos o llegaremos tarde.