La visita

Con motivo del 8 de Marzo, Ludus convoca un concurso inspirado en Virginia Woolf: Un día en «Una habitación propia»: el ensayo de Woolf, narra un día en la vida de una mujer que ha encontrado ese espacio literal o metafórico que le permite crear, pensar y ser.
Fotografía: Internet

Desde que llegamos a esta nueva casa paso horas encerrada en este lugar, en esta habitación propia que tanto he defendido. Cierro la puerta y siento que levanto una enorme barricada para defenderme del exterior, del ruido, de las voces, de las risas, de todo aquello que distrae mi atención. Fuera de aquí todo me es hostil tanto en cuanto atenta contra mi inspiración, contra mis ideas, las mismas que apenas puedo compartir con mis amigos que, de vez en cuando vienen a verme. Son conscientes de que me interrumpen pero yo les ánimo a hacerlo porque con ellos puedo debatir y confrontar. Ellos vienen de fuera de este mundo en el que vivo, apartada en esta nueva casa rodeada de bosques y cercana a un río, al rumor de cuyas aguas me duermo cada noche y despierto cada día.

Hoy vendrá Lytton Strachey o eso me decía en su última carta. Hace casi un año que no nos vemos porque estuvo de viaje. Sus historias sobre la reina Victoria me resultan apasionantes y es un privilegio conocerlas de primera mano, mientras escribe su biografía. Seguramente acabaremos hablando de Orlando y de Vita. Y él mostrará su apoyo incondicional hacia Leonard, mi paciente esposo, al tiempo que se interesará por mi próximo viaje y sobre todo querrá saber si me reuniré con ella, dónde, cuándo y por qué razón continúa siendo mi amante. Le cuesta entender por qué la amo.

Supongo que esta habitación le parecerá insuficiente para mí. Esta nueva residencia en Bloomsbury  es bastante más modesta y los espacios, en general, más reducidos. Discutiremos sobre si una escritora como yo necesita más muebles, más luz, más calor o simplemente todo depende de la inspiración. Y a este respecto, he de reconocer que las musas aquí no se desenvuelven mal.

Será por eso, porque viene Strachey, que me siento pletórica después de varios días abatida y triste. Leonard se alegra también porque sabe que constituye una fuente de alegría. Con frecuencia me dice que me cambia la cara y el carácter cuando Lytton viene a verme. Siente celos porque no es él quien me proporciona ese gesto feliz. Dice que estoy acostumbrada a su presencia aunque, a decir verdad, en realidad su presencia es puramente física. A él no le pienso y casi no puedo sentirle, aunque le tengo un grandísimo afecto. Aún así, reconozco que la visita de mi amigo me templa el ánimo y sus noticias y rumores sociales londinenses me dejan muy buen sabor y ganas de que vuelva otra vez.

Los días pasan despacio aquí, apartada de la ciudad, lejos del mundanal ruido, arropada por la naturaleza y ese silencio que solo se rompe con el canto de los pájaros, las pisadas sobre la hierba o el crujido de las hojas secas en invierno.

Ya llega. Oigo su voz y escucho sus pasos subiendo la escalera…Ya está aquí…

®lady_p

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Un lamentable suceso…

Desde el ‘blog Acervo de letras’, este VadeReto, vamos a quedarnos con la excusa de la música y vamos a crear historias alrededor del: JAZZ

Desde pequeño Eric mostró gran interés y habilidad por la música. Apenas con cinco años pidió a los Reyes un saxo de juguete, y comprobando sus buenas aptitudes, sus padres se decidieron y lo matricularon en el conservatorio. El niño enseguida se decantó por el saxo, un instrumento que  dominó con gran facilidad. A sus padres les gustaba la voz de Billie Holliday, cuyos discos de vinilo sonaban frecuentemente en casa. Podría decirse Eric creció bajo los ecos del jazz, de ahí que muy pronto se convirtieran en sus sonidos favoritos, que inventara solos y dominara el instrumento magistralmente. Todos lo consideraban un prodigio y admiraban su talento.

Los conciertos comenzaron en la adolescencia. Aunque lo que él de verdad deseaba era integrarse en una banda y hacer un tour por Nueva Orleans, la cuna de jazz. Y apenas cumplidos los dieciocho hizo las maletas y se marchó en busca de aventuras. Comenzó a tocar en algunos pubs y entró en contacto con algunos grupos que lo invitaban a sumarse ocasionalmente. Pasó dos largos años malviviendo. Combinando la música con trabajos esporádicos de camarero o lavaplatos, viviendo en un apartamento inmundo, compartiendo baño y cocina. Pero a pesar de las duras circunstancias era feliz dedicándose a la música.

Y así iban las cosas cuando en una actuación en la que participó haciendo una sustitución, un representante de una célebre banda lo escuchó y lo fichó, haciéndole un contrato bastante bien remunerado que incluía una gira por el país. Así cambiaron las tornas. Eric comenzó a ganar dinero y fama. Grabó discos y actuó durante tres años sin parar. Se sentía agotado. Su fotografía circulaba por las revistas del corazón en las que aparecía con otras celebridades del momento. Lo invitaban a fiestas, a estrenos de teatro, de cine. Todo parecía un sueño hecho realidad.

Pero tanto éxito levantó alguna que otra ampolla entre bandas y saxofonistas rivales hambrientos y envidiosos de su éxito. Muy pronto aparecieron bulos y corrieron noticias falsas que lo incriminaban en el mundillo de las drogas y de la mala vida. Eric se afanaba por rescatar su prestigio pero tenía demasiados enemigos que lo veían como un intruso salido de la nada. Le acusaban de comprar voluntades, de hacer favores personales, de ser un tipo sin escrúpulos. Y a medida que toda esta falsedad salía a flote, su reputación se enfangaba y los contratos desaparecían. Aun así conseguía salir a flote, remontar y mantenerse en la cumbre como uno de los mejores saxofonistas del momento.

Un día fue invitado por The Club Playhause, un afamado club de Nueva Orleans, para tocar con una conocida banda local. Eric aceptó en recuerdo de aquellos años en los que era un desconocido e invitó a su mejor amiga la detective Chris Müller, a quien le unía una sólida amistad y un breve romance. Los cuatro integrantes ocuparon el escenario. Comenzaron a tocar. Eric cambiaba de vez en cuando la boquilla. Tocaba despertando largos aplausos entre el público asistente. Sudaba feliz bajo los focos, hasta que empezó a experimentar sofocos y a sentir cómo se aceleraban los latidos de su corazón, pero no quería parar. Puso toda su energía en los últimos compases y en medio de una fuerte ovación cayó desplomado al suelo. Chris Müller fue la primera en acercarse al cuerpo de su amigo y diagnosticar su muerte.

Los periódicos del día siguiente dieron la triste noticia: «Joven prodigio del saxo fallecido por un infarto fulminante». No obstante, Chris Müller sospechó que lejos de ser una muerte natural, cabía la posibilidad de que fuera un asesinato cuyo único móvil era la envidia. Nadie la creyó y tras meses de investigación, se cerró el caso.

Pasado el tiempo la detective Müller recibió un paquete anónimo. En su interior una boquilla de un saxo ponía a la detective sobre una posible pista…Resultó imposible abrir el caso y la muerte de Eric pasó a la historia como un lamentable suceso.

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Mi primera cámara

Esta semana el reto de’Relatos Jueveros, convocado desde el Blog de Nuria, nos invita a escribir sobre los recuerdos y emociones que un objeto nos provoque.

Entre la niña que fui y la mujer que soy, circula el hilo de una memoria jalonada de recuerdos que vienen hasta mí cuando pienso en mi primera cámara de fotos, una Kodak Brownie Fiesta, casi de juguete, con la que inmortalicé momentos inolvidables el día de mi primera comunión.

Como mi padre era fotógrafo, crecí entre fotografías. Recuerdo que tenía en casa su laboratorio y con frecuencia le ayudaba después del colegio. Aquellos días llegan hasta mí como si de un juego de magia se tratara. Me veo a mí misma sentada en una banqueta, removiendo el papel dentro de una cubeta con unas pinzas. Casi puedo experimentar la sensación de expectación que me embargaba al presenciar aquella misteriosa catarsis de la que era testigo una y otra vez, mirando sorprendida, admirando como si fuera un milagro, cómo las imágenes iban apareciendo en blanco y negro hasta quedar nítidas. Aquellas fotos de gente extraña contaban historias, narraban vidas ajenas, acontecimientos de personas desconocidas que yo compartía con gran curiosidad y extrañeza. En aquel pequeño cubículo pasábamos horas en un silencio apenas roto por el murmullo de los programas de Radio Nacional o la Cadena Ser.

A la luz de este pasado parece lógico considerar que tanto mis hermanos como yo misma nos aficionáramos a la fotografía tal y cómo se nos inculcó. Respecto a mí, he tenido varias cámaras desde aquella Kodak de fácil manejo, que pronto sustituí por otra en la que tuve que emplearme a fondo, intentando comprender los secretos de la luz en los que me introdujo mí padre.

Con el tiempo, la complejidad de la vida y las responsabilidades, me enfriaron y se sucedieron etapas poco prolíferas. Fue ya en la madurez cuando se produjo el reencuentro, cuando me reconcilié y redescubrí la fotografía con idéntica curiosidad a la de aquella niña. Aprendí a mirar a través del visor y con un simple ‘click’ atrapar instantes fugaces, únicos y singulares, los mismos que, en definitiva, constituyen la esencia de la vida.

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FEBRERO/2024

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Pasado presente

“Voces de Ramón J. Sender”. Libros.com propone como reto un relato en base al supuesto ‘La última confesión: Un anciano en la España contemporánea, que fue niño antes de la Guerra Civil, escribe sus memorias. Reflexiona sobre la historia de un amigo de la infancia, explorando temas de culpa, perdón y la complejidad de la memoria histórica’.(este relato obtuvo el cuarto puesto)

Anselmo seguía recostado en su cama con ambos brazos reposando sobre el embozo blanco recién planchado de las sábanas. Rafael, su amigo, había ido a verlo tal y como le había pedido. Ambos llevaban muchos años sin dirigirse la palabra aunque se tropezaban en el pueblo cada dos por tres. Rafael llegó serio y circunspecto. Saludó y se sentó en la única silla que había en la habitación, junto a la cama. Ambos se miraron con los ojos húmedos y cansados de mirar atrás, y unos instantes después, Anselmo aseveró:

−Ya imaginas por qué quería verte ¿no?

−No hay que ser muy listo –comentó Rafael algo contrariado.

Anselmo, bebió un poco de agua y comenzó a hablar:

−Ha pasado toda una vida con nuestra amistad rota por cosas del pasado. Ya sé que soy un viejo cascarrabias pero tú no te quedas atrás y eres muy orgulloso. Porque digo yo que tú también podrías haberme preguntado y yo te hubiera dicho. Pero no lo hiciste. En fin, a lo que voy. La guerra nos cogió niños así que poca responsabilidad teníamos. El rencor se nos dio hecho, lo heredamos, y la enemistad se ha prolongado años. Voy a contarte lo que recuerdo y con mi confesión aquí paz y después gloria…

Anselmo hablaba con cierta dificultad, haciendo pausas a cada frase. Mientras, Rafael permanecía inmóvil y atento, girando un poco la cabeza para escuchar por el oído bueno, como decía él.   

−Recuerdo aquel día –prosiguió- cuando mi madre nos invitó a mi hermano y a mí a jugar al escondite metidos en aquel zulo. Cuando bajamos todo estaba oscuro. Mi tío Ignacio le dio unas bolsas, velas y cerillas. Nos dijo que estuviéramos callados para ganar el premio. Que volvería a traernos comida. Yo no entendía por qué ese juego tardaba tanto en terminar. Nos aburríamos mucho. Pasábamos hambre y frío. El hedor resultaba insoportable. A veces mi tío tardaba días en venir y sin comida teníamos que conformarnos un chusco de pan con moho. Mi hermano lloraba y yo también. Mi madre, la pobre, no sabía cómo consolarnos. Hasta que por fin, una mañana oímos ruidos y voces que no eran las del tío Ignacio. Escuchamos cómo retiraban la mesa, y arrastraban la alfombra, luego abrieron la trampilla y alguien bajó de un salto. No veíamos nada, estábamos deslumbrados por la luz y antes que gritara ¡aquí están!, mi madre, aterrorizada, creyendo que eran los nacionalistas, hundió un cuchillo en su estómago y el hombre se desplomó en un charco de sangre. Luego nos alzó a los dos y ella, apoyándose en el cadáver, salió del agujero. El resto lo conoces tan bien como yo. Lo único que puedo añadir es que no sabíamos que era tu padre, ni que venía a rescatarnos. Para nosotros todos menos mi tío, era un posible enemigo… Luego nos marchamos y mi madre nos hizo jurar que nunca diríamos nada. Esa es toda la verdad Rafael…Espero que me perdones…

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El extraño caso del brazo biónico

Imagen: Internet

Todo comenzó cuando le implantaron el brazo biónico. El accidente de moto le había arrancado de cuajo su brazo derecho. Aun así, todos afirmaban que había tenido mucha suerte: salvó la vida y el seguro le cubrió aquella costosa prótesis. No obstante, intuyó desde el principio que aquel cuerpo extraño frío, duro e inerte le traería problemas, cosa que pensó el mismo día que salió del hospital sentado en una silla de ruedas. Todo el personal de trauma se había acercado a despedirlo, y cuando salía a la calle bajando por una rampa para discapacitados, la mano biónica frenó repentinamente provocando que la silla se parase en seco, se desestabilizara y cayera al suelo. Fue entonces cuando presintió que aquel artefacto y él no se compenetrarían, aunque en opinión de los fisioterapeutas todo era cuestión de entrenamiento. Finalmente le aconsejaron que tuviera paciencia, que con el tiempo, el brazo y él serían uno. Con aquella perspectiva volvió a su casa.

Pasaron varios meses en los que poco a poco había conseguido retomar su vida, su rutina y costumbres. Parecía que todo iba bien y logró borrar de su cabeza aquellos malos augurios de los primeros días. Aunque vivía solo se desenvolvía bien y prácticamente lo hacía todo. Cuando las sesiones de fisioterapia se pausaron, tuvo más tiempo para dedicarse a sus aficiones, entre otras, la lectura. Solía sentarse junto a un gran ventanal por el que podía contemplar el mar. Allí había colocado a tal efecto una cómoda butaca donde disfrutar y relajarse. Era su rincón favorito. Pero cuando se sentó la primera vez, apenas habían pasado diez o quince minutos, los dedos de la mano biónica empezaron a tamborilear sobre la madera del sillón. No podía controlarlos y aquel sonido incesante y rítmico lo exasperaba. No cabía duda: el brazo se impacientaba y lo estaba avisando. Intentó en vano dominarlo, pero no respondía a sus órdenes y continuaba repicando una y otra vez hasta que se vio obligado a cerrar el libro. Y cuando lo hizo, la mano se relajó. Por la noche probó de nuevo en la cama, donde siempre leía unas páginas antes de dormir, pero la dichosa mano repiqueteaba esta vez sobre el colchón, distrayéndolo. Así fue como poco a poco abandonó la lectura y se conformó con repasar los titulares de los periódicos a toda prisa, a sabiendas, que la mano, de un momento a otro, se impacientaría.

Consultó a los médicos pero no le dieron importancia y le aconsejaron que pasado un tiempo volviera a intentarlo de nuevo, seguro de que funcionaría: «Un brazo biónico no tiene vida propia» dijeron. 

Con el paso de los días se convenció de que todo iba mejor, que por fin aquel brazo obedecía a su cerebro. Pero, aunque no lo sabía, lo peor aún estaba por llegar.

Todo sucedió un día cuando se levantó, se duchó y se disponía a afeitarse delante del espejo. Extendió abundante jabón por la cara y cogió la navaja. Se afeitó las mejillas, el labio superior y la barbilla y comenzó a rasurarse el cuello. Nada más empezar se le resbaló la hoja y se hizo un pequeño corte que tapó con un trocito de papel, y ya se preparaba para continuar cuando comprobó que el codo no le respondía. Intentó tirar de él ayudándose del brazo izquierdo, su brazo natural. Quiso abrir los dedos de la mano biónica para que soltara la navaja pero tenía demasiada fuerza y permanecía presionando el cuello. Era absurdo luchar contra sí mismo, pero la mano actuaba por voluntad propia y apretaba la piel hasta que sintió un corte profundo y un chorro de sangre salpicó el espejo. Entonces cogió con la izquierda una toalla, y desnudo como estaba, salió a la calle a pedir ayuda. La mano seguía oprimiendo el cuello mientras sentía que la hoja se hundía y la pérdida de sangre lo debilitaba. Apenas pudo dar tres o cuatro pasos, cayó desmayado.

Cuando despertó estaba en la UCI. Llevaba allí tres días inconsciente. Le explicaron que lo sucedido era insólito y que por seguridad le habían implantado un nuevo modelo de prótesis avalado por los buenos resultados. Pasó varios meses bajo supervisión médica, psiquiátrica y psicológica. Y en casa de nuevo, hizo vida normal y olvidó lo sucedido a base de terapia. Había pasado más de un año sin ningún altercado y el brazo nuevo parecía haberse integrado a su cuerpo con total normalidad. Por fin se sentía seguro, tanto como para tener una primera cita. Cuando llegó al restaurante acordado, se sentó y pidió una copa, y cuando se disponía a levantarla para saborear el primer trago, los dedos biónicos comenzaron a tamborilear sobre la mesa de madera sin que pudiera controlarlos… La pesadilla comenzaba de nuevo…

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ENERO/2024

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La tía Leonor

Imagen: Internet

Vivir y morir. La cara y la cruz de una misma moneda. El ser y el no ser. El todo y la nada… Cuando mi madre murió, ella, su hermana, mi tía, ocupó su lugar hasta que finalmente, muchos años después, también ella se marchó.

Los días previos a su fallecimiento en el hospital, se mantuvo refunfuñando como una niña, mascullando entre dientes que quería volver a su casa, que no quería estorbar, que cada uno en la suya… Indirectas muy correctas, como era ella, pero diciendo verdades, manteniendo la cordura, recorriendo los rincones más lejanos de una extensa memoria en la que cada uno de nosotros formaba parte de una anécdota o de un episodio en un tramo concreto de su larga vida. La tía leo nos obligaba así a recordar y a recordarnos.

En aquella especie de nebulosa, empañada por el paso del tiempo, proyecté todas aquellas imágenes, algunas en blanco y negro, bajo la tenue luz de la cocina de mi abuela, a la que recuerdo con su delantal y su pelo cano recogido en un moño bajo. Aquella casa de la calle Real que tantos secretos guardó, fue sin duda el lugar en el que acontecieron la mayor parte de las historias de mi tía: sus idas y venidas, las salidas a la compra, la espera del marido, su gusto por los cutres programas del corazón que distrajeron sus horas de soledad, que tantas risas  me arrancaron y tanto me ayudaron a disfrazar la pena…

La tía Leo, enredada en sus pensamientos, siguió desbrozando recuerdos enmarañados que a mí siempre me enternecieron y me dejaron, como los buenos vinos, un sabor añejo en la boca y un nudo en la garganta.

Tranquila, como si de ir a dormir se tratara, llegó el momento de marcharse y hacer su tránsito en paz. Y cuando por fin se fue, un poquito de mí también se marchó con ella.

Allí donde quiera que esté, estará bien. O eso quiero creer…

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ENERO/2024

Participación en “Relatos Jueveros”, esta semana desde el Blog ‘Indefinidamente en el tiempo’ que nos invita a escribir sobre nuestras ‘persona favorita’.

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Cruce de caminos

Fue por casualidad que yo tomase aquella sugerente foto: el cruce en bicicleta de dos aparentes desconocidos que ni siquiera se miran. La tomé hace unos días cuando, como cada mañana, salí con la cámara al hombro dispuesta a fotografiar el barrio, que es lo mismo que salir a captar la vida cotidiana: mayores paseando, niños jugando, tenderos y vendedores abriendo sus tiendas, gente anónima que camina hacia su trabajo, chavales que vagan de un lado a otro sin rumbo fijo y escenas varias.

En esta zona de la ciudad se enfrentan múltiples rivalidades y es algo conflictiva. Por eso no es extraño que a veces suenen las sirenas y la policía haga acto de presencia. Enseguida se forma un gran revuelo y el incidente, por pequeño que sea, se rodea de un enjambre de espectadores que parecen no tener prisa, dispuestos a presenciar la reconciliación o el arresto, como si de una obra de teatro se tratara.

Hace apenas una semana sucedió algo así cuando yo paseaba. De repente vi un corro de gente y me acerqué para sacar fotos. Cuando llegué, dos chavales permanecían con las palmas de las manos pegadas a la pared mientras dos policías los cacheaban. Repetían sin parar que ellos no habían hecho nada, que sólo pasaban por allí, que venían de los recreativos de la esquina, que lo comprobasen… Los policías hacían su trabajo sin rechistar, con gestos un poco bruscos.

La gente de alrededor era un grupo muy diverso: blancos,  negros, chinos e hindúes mezclados. Cualquiera podría ser inocente o sospechoso, pero les tocó a ellos porque caminaban por la acera y justo en ese momento pasaban por la puerta del comercio. Uno de ellos se echó a llorar. Suplicaba que le creyeran. Repetía incansable que era inocente.

Hice algunas fotografías. La escena era de película. La gente susurraba y emitía su propio juicio: unos consideraban la culpabilidad, otros la inocencia. Algunas señoras mayores se ablandaban ante aquella imagen y gritaban a la policía que los soltasen. El dueño de la tienda reclamaba justicia. Finalmente abrieron la puerta del coche patrulla y los dos se metieron, mientras los agentes colocaban con cuidado la mano sobre sus cabezas para que no se golpeasen al entrar. Luego se marcharon rápidamente, con la sirena a todo gas.

Al día siguiente las cosas se aclararon, y tras revisar las cámaras de vigilancia, se supo que los ladrones eran dos hombres, uno blanco de mediana edad y otro negro más joven, que habían huido en bicicleta. Escuchaba estas noticias mientras revelaba las fotos y de repente, como si de un milagro se tratara, la imagen desveló a aquellos dos extraños que se cruzaban ignorándose el uno al otro. Y presentí que eran ellos, que sin querer había inmortalizado a los delincuentes. Y entonces entregué la foto a la policía junto con mi versión de los hechos.

Finalmente la policía los detuvo. Al parecer habían desvalijado varios comercios del barrio y en un trastero, donde almacenaban las piezas robadas, atesoraban el motín: varios televisores, móviles última generación, cámaras de video y un par de bicicletas nuevas último modelo…  

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ENERO/2024

Participación en el reto “Viernes creativo’ a iniciativa del Blog “El bic naranja” que nos invita a escribir a partir de la foto.

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La luz oculta del faro

No sé por qué te escribo, tal vez porque no puedo llevarme conmigo tanto peso en la mochila, pero tampoco deseo que te hagas responsable de unos actos que no te competen. Casi seguro que añadiré un peso sobre tu conciencia, pero también sé que sabrás qué hacer…

Llevo demasiado tiempo guardando este secreto que se pudre en mi corazón y me gangrena el alma. Estoy segura que lo entenderás todo y encontrarás la forma de perdonarme.

Por entonces el faro lucía en su época de plenitud, guiando  a los navegantes en las noches oscuras. De día solíamos desplazarnos hasta el islote dónde se encontraba para bañarnos y disfrutar de aquellas vistas maravillosas. El farero se hizo amigo nuestro ¿recuerdas? Y más de una vez nos acogió bajo su techo cuando nos entreteníamos más de la cuenta y la noche o las fuertes mareas nos alcanzaban.

Aquel día fatídico –ojalá pudiera volver atrás- cuando subimos hasta lo más alto, sucedió aquel desafortunado incidente del que te hicieron injustamente responsable. Recuerdo que el farero y tú discutisteis por mí, como si yo fuera un trofeo. Llegasteis a las manos y él te tumbó de un solo puñetazo. Luego vino detrás de mí y yo hui despavorida temiendo lo peor. Bajé corriendo por aquella escalera de caracol que parecía no tener fin, y estaba a punto de alcanzarme con su mano, sacando medio cuerpo fuera de barandilla, cuando dio un paso en falso y cayó por el pequeño hueco. Su cuerpo se destrozó en aquella caída libre, golpeándose una y otra vez hasta que se desplomó inerte sobre el suelo. 

Mientras esto sucedía tú yacías inconsciente en lo más alto de la torre y yo me marché asustada dejándote allí. Luego todos interpretaron que había habido una pelea y te culparon a ti de su muerte. Yo callé, no podía verme envuelta en aquel trágico suceso y echar a perder mi futuro. Y tú no podías recordar nada así que el engaño fue fácil.

He callado demasiado tiempo. Primero por cobardía, luego por miedo y comodidad, aunque ha sido muy duro cargar con este peso. Por eso, a estas alturas de mi vida, ahora que ya voy de vuelta y estoy cansada, envejecida y desgastada como las piedras del faro, no tengo otro deseo que descargar mi conciencia y buscar tu perdón. Espero que encuentres razones suficientes para hacerlo.

©lady_p

ENERO/2024

Participación en “Relatos Jueveros”, esta semana desde el Blog “La Trastienda el Pecado”, desde el cual Mónica nos invita a escribir un texto sobre ‘La luz oculta del faro’.

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El trato

Posiblemente alguna vez, todos nos hemos planteado vender el alma a cambio de algún imposible. Dicen que el diablo no descansa y cuando la vida nos lleva a situaciones límites, estos seres demoníacos abren la puja y esperan pacientes a que aceptemos un pacto.

Esto es lo que pasó cuando Amanda creyó que llegaba su hora. Había nacido con una cardiopatía y llevaba años de hospital en hospital, de tratamiento en tratamiento. Pero nada daba resultado. Necesitaba un trasplante. La enfermedad le había robado la infancia y la juventud, siempre enferma e ingresada. Tenía veintiocho años y ni siquiera había podido hacer el amor. Pero aquella última vez tenía mala pinta. Los médicos se reunieron y le trasladaron la gravedad de la situación: no podían hacer nada más y si en el plazo de unos poco días no aparecía un donante compatible, moriría.

Esa era la cruda realidad: alguien debía morir para que ella pusiera seguir viviendo.

La incertidumbre la devoraba. Se sentía desesperada e impotente, obligada a esperar fuera cual fuera el desenlace. Cuando las fuerzas se lo permitían daba un pequeño paseo por la planta y miraba a los otros enfermos deseando, sin querer, que alguno compatible muriera para que su corazón fuera a parar a su pecho. Se avergonzaba de aquellos crueles pensamientos. Se arrepentía y le producía un gran dolor.

Dicen que los hospitales están habitados por espíritus buenos y malos porque la muerte ronda a todas horas. Será por eso que una noche Amanda escuchó una voz en su interior animándola a acelerar la muerte de una de aquellas personas cuyas vidas pendían de un hilo, asegurándole que el paciente de la habitación 503 tenía un corazón compatible para ella. La voz le hablaba con claridad en su cabeza, explicándole que aquella persona no sobreviviría, que sólo se trataba de precipitar el proceso y evitarle así mayor sufrimiento. Aquel paciente era su salvoconducto.

Amanda paseaba despacio por aquel corredor de la muerte ensimismada, mientras escuchaba las instrucciones que aquella voz interior le proporcionaba: «Para poner en marcha el proceso sólo tienes que colocarte junto a la cama del enfermo y repetir tres veces: ‘Vendo mi alma’, ‘Vendo mi alma’, ‘Vendo mi alma’ y el pacto estará sellado».

Miraba los números de las habitaciones viendo cómo se acercaba lentamente a la 503 ocupada por un joven de veinte años que había sufrido un grave accidente y cuyos padres habían comunicado al hospital su deseo de donar los órganos. Caminada mientras las lágrimas descendían por su mejilla y apretaba los puños dentro del bolsillo. Una vez llegó a la puerta, entró y se colocó al lado de la cama. El joven estaba sólo y parecía dormido, entubado y rodeado de aparatos. Amanda cerró los ojos un instante y cuando los abrió se escuchó decir en voz baja: «Perdóname». Luego tragó saliva. Un sabor amargo le impregnó la boca y a continuación se dispuso a repetir: ‘Vendo mi alma’, ‘Ven…’ El ritual se vio interrumpido y en ese preciso instante sintió que una mano la cogía fuertemente por el codo. Ella se volvió sorprendida y asustada mientras su padre sonriente le decía: ¡Tenemos un donante! ¡Tenemos un donante!

Amanda, inexpresiva, aturdida y sin poder reaccionar, se volvió hacia aquel chico que yacía inmóvil en la cama, le besó en la frente y se marchó. La pesadilla se había terminado y las voces no le hablaron nunca más.

©lady_p

ENERO/2024 

Participación en el Grupo de Facebook ‘Escritura Creativa Cuatro Hojas’ esta semana dedicada al tema: Vendo mi alma.

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Sin complejos

Will recorría cada mañana la calle que subía al mercado. Cojeaba aunque usara un calzado adaptado y se esforzara en disimularlo. Esa cojera había condicionado toda su vida desde que tuvo aquel grave accidente cuando era niño y le tuvieron que acortar el fémur. Al principio adaptaban el tacón del zapato izquierdo y apenas se notaba. Pero a medida que fue creciendo la cojera se pronunció. En el colegio lo pasó mal. Le imitaban y no podía jugar ni al futbol, ni al baloncesto, ni a casi nada. Por eso su adolescencia estuvo llena de complejos y transcurrió en una tremenda soledad. Todo ese sufrimiento lo convirtió en un niño raro, aunque en realidad tenía una vida interior muy rica: era sensible, amante de la poesía y del arte en general. Tal vez por eso de mayor se dedicó a las antigüedades. Bueno, por eso y porque heredó el anticuario de su tío situado cerca del mercado.

El local se mantenía a flote gracias a una clientela fiel lo que a la par le permitía dedicar tiempo a la lectura, a forjar un espíritu sensible y solidario para con los desfavorecidos, impulsando obras benéficas, haciendo donaciones, convocando rifas y sorteos de piezas de su tienda, todo para que la gente de la ciudad no se olvidara de los marginados por cualquier causa.

En uno de aquellos múltiples actos conoció a Moly, que servía las bebidas detrás de un mostrador, y enseguida se prendó de su belleza. Para su asombro, por primera vez se sintió correspondido. Y cuando la miraba y la veía tan segura de sí la envidiaba.

A punto de acabar la fiesta la invitó al último baile y Moly aceptó. Salió de detrás del mostrador luciendo un precioso vestido por el que asomaban ambas piernas, eso sí, una de ellas biónica, última generación. Will se quedó petrificado y se ruborizó al mirarla. Pero ella le contestó cariñosa:

−Soy mucho más que una pierna y a mí los árboles no me impedirán ver el bosque ¿y a ti?.   

©lady_p

ENERO/2024 

Para saber más sobre la frase ‘los árboles no dejan ver el bosque’ visitar el Centro Virtual Cervantes.

Participación en “Relatos Jueveros”, esta semana desde el Blog de Cecy, ‘Deshojando relatos’ que nos invita a descubrir una frase que inspire una historia…

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