Mi primera cámara

Esta semana el reto de’Relatos Jueveros, convocado desde el Blog de Nuria, nos invita a escribir sobre los recuerdos y emociones que un objeto nos provoque.

Entre la niña que fui y la mujer que soy, circula el hilo de una memoria jalonada de recuerdos que vienen hasta mí cuando pienso en mi primera cámara de fotos, una Kodak Brownie Fiesta, casi de juguete, con la que inmortalicé momentos inolvidables el día de mi primera comunión.

Como mi padre era fotógrafo, crecí entre fotografías. Recuerdo que tenía en casa su laboratorio y con frecuencia le ayudaba después del colegio. Aquellos días llegan hasta mí como si de un juego de magia se tratara. Me veo a mí misma sentada en una banqueta, removiendo el papel dentro de una cubeta con unas pinzas. Casi puedo experimentar la sensación de expectación que me embargaba al presenciar aquella misteriosa catarsis de la que era testigo una y otra vez, mirando sorprendida, admirando como si fuera un milagro, cómo las imágenes iban apareciendo en blanco y negro hasta quedar nítidas. Aquellas fotos de gente extraña contaban historias, narraban vidas ajenas, acontecimientos de personas desconocidas que yo compartía con gran curiosidad y extrañeza. En aquel pequeño cubículo pasábamos horas en un silencio apenas roto por el murmullo de los programas de Radio Nacional o la Cadena Ser.

A la luz de este pasado parece lógico considerar que tanto mis hermanos como yo misma nos aficionáramos a la fotografía tal y cómo se nos inculcó. Respecto a mí, he tenido varias cámaras desde aquella Kodak de fácil manejo, que pronto sustituí por otra en la que tuve que emplearme a fondo, intentando comprender los secretos de la luz en los que me introdujo mí padre.

Con el tiempo, la complejidad de la vida y las responsabilidades, me enfriaron y se sucedieron etapas poco prolíferas. Fue ya en la madurez cuando se produjo el reencuentro, cuando me reconcilié y redescubrí la fotografía con idéntica curiosidad a la de aquella niña. Aprendí a mirar a través del visor y con un simple ‘click’ atrapar instantes fugaces, únicos y singulares, los mismos que, en definitiva, constituyen la esencia de la vida.

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FEBRERO/2024

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El viaje

En la vieja estación todo seguía igual. El tiempo parecía haberse detenido. Eso pensé cuando al entrar vi aquellos asientos viejos y decolorados, colocados, como siempre, en el mismo sitio junto a la pared…

Siempre me gustó viajar en tren y las estaciones me parecen una digna metáfora de la vida: hay trenes que llegan, paran y te subes. Otros que dejas pasar ante tus narices, cuestionándote si el destino es o no conveniente. Y  a veces, alguno pasa de largo porque llegamos demasiado tarde… Además, estas terminales conforman espacios donde confluyen sentimientos encontrados. Lugares donde se producen encuentros deseados y esperados pero también despedidas inevitables. Así que sí. Las estaciones me producen cierta nostalgia y despiertan en mi memoria el recuerdo de  viajes inolvidables, como aquella primera vez que fui con mis padres a Madrid para conocer a mi sobrino cuando yo apenas tenía once años…

Por aquel entonces la estación de mi ciudad era –para mi gusto- más bonita que la actual: antigua, con cubierta a dos aguas y cerchas de hierro. Cuando llegamos el tren estaba parado en la primera línea del andén y se extendía a lo largo una fila de vagones enumerados con las puertas abiertas para que los viajeros se fueran incorporando. Sonaba el bullicio de la gente. Y aunque íbamos bien de tiempo, todos parecíamos tener prisa y caminábamos acelerados de un lado para otro: abrazos apretados y besos a pie de los tres escalones de acceso al vagón, demasiado altos para mí. Y una vez dentro, los viajeros se apelotonaban de pie en el pasillo, mirando por las ventanillas, despidiéndose con gestos y con palabras de aliento y cariño, hasta que un ligero impulso, acompañado en un sonido característico, y comenzaba a moverse lentamente, deslizándose despacio por las vías hasta que poco a poco notábamos cómo aceleraba y las personas se iban haciendo diminutas y lejanas: el viaje comenzaba…

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Participación en “Relatos Jueveros”. Esta semana desde el Blog Neogeminis que nos invita a escribir sobre ‘los rastros de una existencia’.  

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Una Noche Mágica

Nadie me creyó cuando afirmé haber visto al Rey Melchor. Pero era verdad. Lo vi. Pasó junto a mí, silencioso, y con su capa roja con el borde de piel blanca moteada de negro, rozó mis sábanas. Tenía el pelo y la barba blanca y en su cabeza una corona dorada. Era alto y fuerte. Yo no lo sabía pero aquella noche de magia me traería dos sorpresas…

Como todos los años por aquella fecha, estaba nerviosa e inquieta, por eso me costaba muchísimo dormir. Cerraba y apretaba los ojos en vano porque el sueño no llegaba y el tiempo pasaba muy lento. Recuerdo que llamaba a mi padre una y otra vez. Él venía y me calmaba. Me animaba a contar ovejitas seguro de que, al final, me dormiría. Y así fue. Al final lo conseguí. Primero estuve un buen rato en una especie de duermevela durante la cual pude ver que mis padres se acercaban para comprobar que realmente el sueño me había vencido. Y en ese tránsito estaba cuando entreabrí los ojos y descubrí que iban de un lado a otro con los regalos: mi madre con la muñeca que yo había pedido y mi padre con un tren para mi hermano. Sentí pena. Y entonces pensé que era verdad lo que habían dicho mis compañeras de colegio: los reyes eran los padres. Renglón seguido, desilusionada, cansada, creyendo que ya nada sería igual, me dormí, esta vez profundamente.

Y en esas profundidades estaba cuando un pequeño movimiento en el colchón me sacó repentinamente del sueño. Y allí estaba él, el Rey Melchor el persona, casi saltando por encima de mi cama y señalando con el dedo en su boca que me quedara callada. Luego me sonrió y se despidió con la mano. Feliz y contenta me volví a dormir. Por la mañana, nada más entrar algo de luz por la ventana, pude ver junto a mi cama la cartera para el cole que había visto en una papelería y que tanto me gustaba.

Al instante, salí de la habitación con ella entre las manos gritando: «mira lo que me ha dejado el Rey Melchor». Mis padres se miraron extrañados, interrogativos, frunciendo el ceño… Y desde aquella noche crecí y me hice mayor considerando que a pesar de los rumores algo de magia sí que tiene esa noche…

¡Feliz Noche de Magia a todos y todas!

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Participación en “Relatos Jueveros”. Esta semana desde el Blog de Campirela que nos invita a escribir sobre La Noche de Reyes.

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Cosas de Navidad…

Siempre me gustó la Navidad. Y siempre la asocié al invierno, al frío, a los calcetines de lana, a los abrigos y bufandas. No me imagino comiendo peladillas o polvorones en la playa, ni adornar el árbol en un salón soleado, sudorosa mientras coloco las bolas. Es lo que pienso siempre que en la TV ponen un vídeo de los australianos haciendo surf con el gorro típico de Papá Noel.

Entre mis recuerdos lo primero que me asalta la memoria son las imágenes de una reunión familiar en la cocina de mi casa: mi abuela, mi tía y mi madre, acicaladas con unos delatares blancos impolutos, preparando pestiños. Yo estoy con ellas, me entretengo jugando con un trozo de masa que moldeo como plastilina sobre una esquina de la mesa. La cocina ha sido durante mucho tiempo un lugar de encuentro típicamente femenino, muy transitado por las mujeres de mi anterior generación. En ella se contaban historias y se hacían confidencias. Por eso mi tía y mi madre hablan y cuentan cosas que yo no entiendo.  Mi abuela lo sabe, por eso les recuerda que estoy presente. Están preparando bandejas de pestiños para repartir: estas para las tías; estas otras para las cuñadas y estas de aquí para llevarlas al comedor…

La casa huele a dulces, a miel, a anís. Mis hermanos andan a otra cosa. Son más mayores y hablan con mi padre y mi abuelo. Esa otra reunión se celebra en una habitación apartada. Yo, que soy la pequeña, voy de un lado a otro. Ellos me preguntan que cómo va todo, que si ya están listas las tortas. Ellas en cambio van a lo suyo y solo recuerdan de vez en cuando que ya queda menos, que las dejen acabar tranquilas…

Sobre una mesa colocamos el Belén. Mi hermano simula el agua con el papel plateado de una tableta de chocolate. Mi padre arruga papel de embalar para representar unas rocas de fondo. Yo coloco gallinitas y pollitos y a un señor pescando…La estrella de cartón cubierto de papel brillante luce sobre el portal. Me paso horas delante jugando, cambiando a los personajes de lugar hasta que me riñen…

También recuerdo lo importante que era para mí y mis amigas acostarnos tarde. Tanto, tanto como llegar sin voz de una excursión con el colegio. Porque ambas cosas eran un claro síntoma de haberlo pasado bien. En el caso de la Navidad, los días posteriores lo hablaba con ellas y cada una decía a qué hora se había acostado. La barrera de las cuatro de la madrugada era todo un record que nos hacía sentir orgullosas y mayores. Por cierto, no importaba –porque eso no contaba- si habíamos pasado la mitad de tiempo dormidas en el sofá. Lo importante era la hora en la que nos metíamos en la cama.

La navidad trae a mi memoria sus propios sabores: a turrón, a piñones, al pan de Cádiz, a los paragüitas de chocolate, al huevo hilado, al pavo relleno, a la fruta escarchada que le gustaba a mi padre, a los bombones de licor, los preferidos de mi madre… Sabores que me hacen evocar los sonidos de las bromas, de las risas, de panderetas y villancicos desafinados que suenan al compas del color blanco del Anisette  Marie Brizard, del naranja del Licor 43, el marrón del Calisay y al aroma del chocolate con churros de los amaneceres resacosos de felicidad…

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Me acuerdo…

Imagen: Internet

Me acuerdo que cuando era pequeña un hombre pobre venía a casa pidiendo limosna día sí y día no. Le llamaban ‘Porvenir’, nunca supe por qué, y todo el barrio lo conocía. Era bajito y menudo, de tez oscura y barba de tres días. En invierno siempre llevaba una gabardina llena de manchas, ceñida con un cinturón de cuero y una boina calada hasta las cejas. Recuerdo que su presencia despertaba en mí cierta inquietud.

Cuando abría la puerta enseguida me escondía detrás de mi madre mientras ella le preguntaba cómo estaba. Él repetía en voz baja que bien, asintiendo, moviendo la cabeza de arriba abajo muchas veces seguidas. Después mi madre entraba hasta la cocina conmigo pegada detrás. Cogía el monedero y me daba una moneda que yo dejaba recelosa en su mano sucia, con las uñas negras. Luego, nada más se había ido, ella me decía: «Lávate enseguida las manos. Que la caridad no está reñida con la limpieza».

Es curioso porque ahora que echo la vista atrás y recuerdo este episodio, me doy cuenta de que en realidad la escena acontece en mi antigua casa. Mi madre no es mi madre sino que soy yo y aquella niña es en realidad mi hijo Carlos. Llaman a la puerta y abre: no es ‘Porvenir’, sino un hombre que vende Mostachones de Utrera y otros dulces. Y mi hijo que era muy compasivo y goloso me dice:

−Anda mamá cómprale algo…Ya que ha venido hasta aquí…

Y es que muchas historias de mi infancia las he revivido después con mis hijos. La vida es una larga cadena conformada por sucesivos eslabones. Este es uno de ellos.

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Genética

Hacía mucho que no me miraba al espejo. Estaba demacrada y había adelgazado tanto que se me veía enferma. Pálida, ojerosa y llena de canas, deambulaba de un lado a otro de la casa perdida en mis elucubraciones. Llevaba meses viviendo como una zombi. No soportaba despertarme y comprobar que la vida a mi alrededor continuaba girando mientras a mí el tiempo me retenía en aquel doloroso duelo que parecía no tener fin. Claro que yo aprendí a disimular y cuando alguien venía a verme representaba mi papel, y muy bien al parecer, porque todos pensaban que estaba mejor y que saldría adelante, como sucedió en realidad, aunque un poco más tarde de lo que todos creyeron.

El caso es que yo retenía en la memoria una imagen de mí misma que ya no era. Los espejos permanecían opacos, mudos, silenciosos. Los ignoraba a mí paso, y si me veía de refilón, no reparaba en ello. Los eludí mucho tiempo, hasta que un día que tenía que salir, me puse ante uno de ellos para arreglarme el pelo y entonces la vi. Vi a una mujer extraña mirándome desde el otro lado. ¿Quién era aquella que imitaba mis gestos? ¿A quién me recordaba? Y entonces lo supe. Comprendí que la juventud empezaba a escaparse de mí, que mis rasgos se desdibujaban y que la genética no engaña.: aquella desconocida del otro lado del espejo era mi madre y yo me parecía a ella…

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Participación en ‘Viernes Creativos’, desde el Blog El Bic Naranja Escribe Fino, esta semana con el tema: genética.

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Noviembre

Fotografía: lady_p

Noviembre comienza su andadura con la celebración de los Tosantos y el Día de los Difuntos, ambas festividades precedidas por la noche de Haloween, una fiesta importada de los países de habla inglesa, de origen pagano, que surge como producto de la cristianización de la fiesta del final del verano que marcaba el inicio del año nuevo celta.

Es por tanto un mes marcado por las tradiciones y con una fuerte impronta procedente de la cultura judeo-cristiana del mundo occidental.

Pero la mayoría ignoramos que noviembre es un mes pleno de celebraciones nacionales e internacionales que festejan acontecimientos tan dispares como la ‘concienciación de los Tsunamis’, ‘el día de los Payasos’, ‘de la adopción’, ‘de las magdalenas de vainilla’, `’de los huérfanos’, ‘de la filosofía’, ‘del saludo’, ‘de Mickey Mouse’ y hasta ‘de la bondad’. Prácticamente cada día del mes cuenta con varias celebraciones simultáneas en diferentes países del mundo.

Tanta festividad se dejan ver en el contexto de las ciudades, que teñidas de otoño, destilan aromas diversos, que a mi personalmente, me trasladan a la niñez.

Lo primero que me llega es el olor a castañas asadas. Como en los cuentos de Dikens, algunas vendedoras –señoras mayores con guantes de medio dedo- aprovechan para ofrecer cucuruchos de castañas recién asadas, que antes de calentar nuestro estómago, templan nuestras manos del frío que anuncia la proximidad del invierno.

Recuerdo las flores, protagonistas indispensables en noviembre. Las floristerías, conscientes del papel simbólico que encierran, llenan las calles de color y se muestran dispuestas a hacer su agosto, pues muchas personas, siguiendo la tradición cristiana, se acercan a los cementerios para arreglar y adornar las tumbas de los familiares fallecidos.

Y junto a las flores la gastronomía ocupa un papel principal, particularmente la repostería. Y es que en el pasado solía celebrarse una noche de vigilia, con abstinencia de carne, antes del día de Todos los Santos, durante la cual la familia se reunía para rezar y recordar a los muertos. La ausencia de carne se suplía con otras delicias culinarias que han marcado la tradición de estas fechas como los buñuelos, huesos de santos o pestiños, entre otros.

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Participación en ‘Relatos Jueveros’, esta vez y desde el blog de ‘Molí del Canyer’, bajo el título NOVIEMBRE .

Una mirada desde los ojos de Abdul…

Imagen: Internet

Este relato no es una ficción, es una historia real escrita hace tiempo (reescrita ahora) basada en una experiencia personal durante una larga estancia como acompañante en el hospital.

Cuando entramos en la habitación él se ocultaba tras la cortina blanca que separaba las dos camas. Apenas podía ver la mitad de su cuerpo que casi no abultaba bajo las sábanas. Luego, mientras colocaba la ropa y nos instalábamos pude ver su figura, aunque no su rostro, que permanecía escondido tras un libro pequeño que sostenía tembloroso entre sus manos y que acercaba a los ojos para poder leer. Sobre la frente comprobé una parte de sus gafas, y un pelo negro, espeso y ondulado por el que asomaban las primeras canas, delataba que no era muy mayor.

Al cabo de un rato se levantó y pude verlo en pie: enjuto, delgado, débil y lento en sus movimientos, arrastraba los pies calzados con unas chanclas de goma con calcetines, mientras se apoyaba en un andador para poder desplazarse. Saludó tímidamente, con voz baja y asintiendo con la cabeza…Así, de esta guisa, se paseaba arriba y abajo por el largo pasillo de la quinta planta…Mientras se alejaba comprobé que su pelo oscuro -conservado a pesar de la enfermedad- destacaba entre el resto de enfermos a los que agrupé en el denominado cariñosamente por mí “el club de las cabezas rapadas”, en el que destacaba como una nota disonante en aquella sinfonía: una negra en contrapunto a una melodía de redondas y blancas…

Abdul –que significa “siervo de Dios” en árabe- posee una historia corriente, aunque para mí es especial porque es cercano y me tocó la fibra. Marroquí de un pueblecito próximo a Casablanca, llegó a España buscando una vida mejor, ignorando que sería aquí, en este país, donde descansarían sus huesos, seguramente en una fosa común, porque nadie lo podría reclamar por falta de medios para llevárselo. Este era su dilema: no podía irse por estar enfermo, necesitado de hospitalización y cuidados paliativos que en su país no tendría, pero a cambio debía afrontar sólo su desgraciado destino.

Al día siguiente cuando despertó me pidió perdón porque hablaba en voz alta mientras dormía. Le dije que sí, que era verdad, pero que estuviera tranquilo porque soñaba en árabe. Él me miró y sonrió aliviado al tiempo que saludaba levantando la mano...

Una vez presentados y compartida esa primera noche, estuvimos charlando. Pensé que sería grato para él hablar de su país de origen. «¿Eres marroquí verdad? –le pregunté». Asintió con la cabeza y me dijo un nombre de ciudad que no entendí aunque mencionó Casablanca y entonces le contesté que había estado allí.

−¿Tú conoces Marruecos? -me preguntó con una media sonrisa.

−Un poco. He ido un par de veces -contesté.

Y le conté mi viaje.

Le narré las ciudades visitadas, mencionando los lugares que más me habían gustado. Alabé la belleza de sus paisajes, la riqueza de sus monumentos, la exquisitez de su gastronomía. Él escuchaba atento como un niño, con una sonrisa dibujada en su boca desdentada. Señalé todas y cada una de las bondades de su país, insistiendo en que volvería en cuanto tuviera ocasión.

Y mientras acabo los ojos de Abdul se enturbian tras este rápido viaje a través de la memoria. Y enseguida se recoge de lado en su cama, cierras los ojos y se duerme plácidamente como un niño a quien acaban de leer un cuento…

Abdul murió pocos días después, quien sabe con esta melodía en su cabeza…Nunca he podido olvidar su sonrisa amable, la ternura de tu rostro, su mirada y ese pequeño viaje compartido, el mismo que apenas por unos instantes nos sacó de aquella habitación de un hospital y nos trasladó a lugares de ensueño…

De Abdul aprendí que no tener nada no está reñido con darlo todo. Que la gratitud y la valentía son valores universales y que uno puede ser pobre pero digno.

Han pasado algunos años, aunque de vez en cuando como ahora, con el actual conflicto en Próximo Oriente como ruido de fondo, las noticias nos muestren imágenes de personas que como Abdul, se ven obligados a abandonar su tierra (o eso intentan) para buscar un lugar en el mundo donde vivir en paz y un poquito mejor.

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La víspera

Imagen: Internet

Bien sabe dios que viajar me apasiona, pero la idea de regresar dónde todo sucedió me inquieta. La ciudad es amable al igual que su gente, pero sé que se removerán los recuerdos. Hace diez años que no he vuelto ¿Qué sentiré una vez llegue? Tengo ganas de ir para afrontar. Tengo ganas de pensar el lugar desde otra óptica, superponiendo recuerdos, anécdotas, experiencias. Desligar ese lugar de ti. Por eso lo primero que haré será pasar por aquel restaurante donde fuimos la primera vez. Dicen que se ha renovado, pero conservará la esencia, el ambiente. Me recuerdo allí sentada en una mesa frente a la barra, a la derecha, nada más entrar. Tú me dabas la espalda mientras pedías dos copas de vino al camarero. Brindamos por nosotros y porque aquellos días fueran inolvidables y lo fueron. No sé qué ropa llevarme. Intentaré ser práctica y escoger lo más cómodo. Aunque seguro que me sobra, como siempre. ¡Ah! No me puedo olvidar el chubasquero, es posible que llueva. Aquel día llovió y nos pusimos como una sopa. No encontrábamos un portal libre para meternos. Era fiesta y todo el mundo salió a la calle. Al final decidimos dejar de correr o andar en fila bajo una cornisa y simplemente caminamos. Un rato después el sol nos había secado la ropa. Nunca disfruté tanto de la lluvia, ni cuando era pequeña y mi madre me obligaba a ponerme el impermeable con la capucha. Nada más salir de casa me la quitaba y metía las botas de agua en todos los charcos hasta sentir la humedad en los pies. He perdonado que te fueras y que me dejaras, pero olvido cómo, ni que no me dijeras por qué. Es imposible. No te odio pero ya no te quiero y eso me libera. Llevaré también el cuaderno de viaje. Genio y figura. Mi primer cuaderno lo tuve cuando fui por primera vez a Madrid con mis padres tendría yo doce años. Era un pequeño bloc de hojas de cuadritos, con pastas azules y espiral. Luego me volví más selecta, hasta que descubrí los ‘moleskine’, actualmente mis favoritos. Los nuestros los quemé. Más que cuadernos de viaje eran diarios escritos a dos manos, como una partitura interpretada a dos voces. Cada uno escribía unos párrafos y luego los leíamos juntos. Un relato consensuado, compartido entre besos y risas que nunca más ha sido. La maleta ya está. Intentaré descansar. Mañana será otro día…

Este relato responde a la invitación de Merche y su blog «Literature and Fantasy», que propone un nuevo reto este mes. Esta vez el tema propuesto son los viajes, puede ser también un viaje interior, preparación del viaje, una escena ocurrida en un viaje, una agencia de viajes…,

https://literatureandfantasy.blogspot.com/2023/08/el-reto-del-microteatro-septiembre.html?sc=1693597363195#c8889535062782844910

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Carpe diem

Sugerencia de escritura del día
Cuéntanos una lección que te gustaría haber aprendido antes.

No sé por qué vinieron a mi cabeza algunas películas o series que juegan con la idea de controlar el tiempo. Máquinas o coches que regresan al pasado o impulsan al futuro. La conclusión suele ser siempre la misma y es que resulta peligroso alterar el curso de la historia, trastocar los acontecimientos y cambiar el devenir de los tiempos. Las vidas de todos se entrecruzan, forman una gran red de interdependencia, algo así como un laberinto. Bastaría con poder modificar unas pocas vidas para que se transformara todo el orden natural…

El paso del tiempo da mucho juego, será por eso que a cierta altura de vida una piensa qué diferente sería todo si volviera a tener veinte o treinta años, y a continuación añade: y si fuera posible, conservando la sabiduría de ahora. Claro, porque al mirar hacia atrás lo que más pesa son los errores: lo que se pudo hacer y no se hizo, lo que se pudo decir y no se dijo, lo que tal vez -y digo sólo tal vez- pudo ser y no fue… En definitiva todo aquello que hicimos desde la ignorancia, o la buena fe, o por complacer, o por inercia…Cuando me detengo en esta idea y me da por hacer inventario, me invade cierta nostalgia y hasta una ración de pudor o vergüenza, la misma de la que en su momento no fui consciente.

Con los años todo se relativiza y se aprende a extraer todo lo bueno, lo positivo, todo lo que haya aportado, lo que nos hace mejores y nos ayuda. Aprendemos a ver el lado bueno de todo, incluso de lo malo o de lo menos bueno. Y también a dejar atrás todos los pesos que anclan, inmovilizan e impiden seguir caminando.

La vida fluye constantemente sin detenerse por nada ni por nadie. Nos damos cuenta que no hay más tiempo que este mismo momento en el que escribo, el aquí y ahora, todo lo demás no existe. El pasado se construye conforme sucede el presente y el futuro llega a cada instante. Podría decirse que sólo existe el presente continuo, esa forma verbal que no se contempla en castellano pero sí en inglés para referirse a ‘lo que acontece en el momento exacto en que se habla o escribe’. El mismo sentido que dio el poeta Horacio a la locución latina carpe diem, cuya traducción literal significa ‘aprovecha el día a día’.

Esta sería la lección de vida que me hubiera gustado aprender mucho antes: carpe diem. Me hizo falta más de la mitad de mi vida para aprenderla y la otra mitad, en que estoy, para ponerla en práctica…

©lady_p