La subasta

La pesadilla comenzó de nuevo, tras aquella inesperada llamada.

Aquella mañana me había levantado temprano para asistir a la puja. El mundo de las antigüedades es muy competitivo y conviene tener amigos para poder hacerse hueco en ese difícil mercado. Así que había planeado llegar pronto para saludar y conversar con los potenciales clientes antes que acto comenzara.

Me vestí. Paré donde siempre a tomar un café. Esta vez me atendió un chico joven al que veía por primera vez. Le vi llegar lento, algo torpe y tembloroso, alzando en la mano una bandeja demasiado cargada.

−Un café con leche  por favor.

El móvil no dejaba de sonar con insistencia. Era un número desconocido, y aunque no quería cogerlo, al final contesté por si acaso llamaban los de la subasta.

−Sí, dígame… dígame−Repetí insistente.

Solo pude escuchar el sonido de una respiración profunda. Colgué. Pedí la cuenta precipitadamente. Pagué con un billete, y sin esperar el cambio, me fui.

Un sabor amargo inundó mi boca mientras sentía cómo se formaba un nudo en mi estómago y destilaba sudor por las axilas y las manos. Eché a andar con paso firme, seguida por el eco de mis tacones contra el asfalto. Oí un chasquido. Inconscientemente me volví, comprobando que la cucharilla, el plato y la taza de café habían caído desde la bandeja al suelo. Y sin más, seguí mi camino. 

La llamada me había trastornado, convencida de que era Héctor quien estaba al otro lado. Hacía años que no sabia nada de él. Tras el episodio de acoso sufrido años atrás, a consecuencia de su manía obsesiva, había sido ingresado por su familia en una institución mental. Y allí debía continuar según se consideró en su día. Por eso la idea de que pudiera ser él, otra vez, me aterrorizaba.

Metida en aquellos pensamientos, me llevé la mano a la cabeza y pasé la yema de los dedos por la cicatriz, fruto de aquella agresión provocada por su psicosis delirante. Y no estaba dispuesta a pasar por todo ello una vez.

El salón donde se celebraba la subasta no quedaba lejos, pero había que cruzar una gran plaza y después recorrer un par de calles. La atravesé en diagonal, con la miraba fija en los soportales, animada, creyendo que lo conseguiría. Pero apenas a unos pocos metros comprobé una sombra proyectada desde detrás de una de las columnas.

−¿Será él?- Me pregunté asustada.

Aceleré el paso e intenté esquivarlo rodeando por detrás el kiosco de prensa. Y casi sin pensarlo me paré en seco, dispuesta a hacerle frente…Fue entonces cuando la mano de  Fabián, mi compañero de trabajo, me agarró por el codo:

−¿Estás bien? Vámonos o llegaremos tarde.