Don Matías se despertó temprano, como siempre: «Un día más» pensó para sí. Casi como un autómata se levantó y milimétricamente repitió una liturgia impuesta desde que se quedó viudo hacía ya quince años: encendía la radio, iba al baño, se afeitaba, se vestía y se dirigía a la cocina a desayunar:
−Un buen café es indispensable para empezar el día −afirmaba en voz alta.
Sus hijos ya le habían advertido sobre esa costumbre de hablar solo, pero él lo negaba taxativamente:
−No hablo sólo. Pienso en voz alta. Es un signo inequívoco de inteligencia –se defendía.
Pero su teoría fue haciendo aguas conforme avanzaba el tiempo y el pensamiento dio paso a un monólogo exterior fundamentado en una profunda soledad.
El calendario fue deshojando los meses hasta que llegó octubre. A Matías cada año se le hacía más cuesta arriba y celebrar su cumpleaños una ceremonia insufrible. Para él era un suplicio, un trago, un día del que no quería saber nada, y menos aún, festejarlo. Pero primero sus hijos y luego sus nietos insistían en que soplara velas y pidiera un deseo. Y aquello fue consolidándose año tras años, hasta convertirse en una tradición imposible de erradicar. Y así, a lo tonto, llegó el día ‘d’.
Martina, su hija pequeña, preparó el comedor con guirnaldas y una bandera republicana presidiendo el acto en honor de un padre rojo, anticlerical y ateo confeso. Abrió la mesa del salón para que cupieran todos. Extendió el mantel blanco reservado para las ocasiones. Colocó la cubertería nueva, la cristalería con las copas ordenadas y la vajilla favorita de su madre. Mientras, en la cocina, su hijo Álvaro preparaba su comida preferida, aperitivos y entrantes variados y diferentes cada año menos el postre, que siempre era el favorito del anfitrión: arroz con leche.
A la hora convenida el resto de los comensales -familiares y amigos íntimos- iban llegando. Conforme entraban, saludaban y dejaban un regalo sobre una mesita supletoria con la foto de la boda de Matías en la que los novios se veían de pie. Su mujer, Rosario, aparecía guapísima con un vestido de encaje blanco con mangas. Él con un traje oscuro y corbata a rayas. ¡Ambos tan jóvenes…! De vez en cuando Matías miraba la montaña de paquetes y repetía insistente algunas frases: «No teníais que comprarme nada» «No tiene sentido semejante derroche». «¡Ni que fuera Navidad!».
Álvaro salió con el delantal invitando a todos a que se sentaran a la mesa mientras portaba dos bandejas para picar. Alabaron al cocinero por tanta exquisitez. Los vinos elegidos por Matías hijo, fueron un éxito. Entre todos recordaron momentos felices. Contaron anécdotas y travesuras. Todo transcurrió entre risas y bromas hasta que, casi acabada la sobremesa, llegó el momento temido y delicado de soplar velas y pedir un deseo. Entonces corrieron las cortinas del balcón para oscurecer la habitación, se encendieron las 80 velas y una voz de niña repitió: «Pide un deseo y sopla abuelo». Matías apretó los ojos, se concentró y a punto estaba de soplar, ya con los carrillos inflados, cuando sintió una especie de temblor que recorrió su cuerpo y un fogonazo, como de un relámpago, iluminó la habitación. Entonces abrió rápidamente los ojos y para su sorpresa se encontró frente a Rosario que le sonreía diciendo: «Cierra los ojos cariño, si los abres el deseo no se cumplirá. Todos los años lo mismo».
Alrededor de su esposa estaban sus tres hijos pequeños, sus hermanos, sus tíos y amigos. Todos jóvenes jaleando y sonrientes. Los miró recreándose en cada uno de ellos mientras los escuchaba animándole a cerrar de nuevo los ojos y soplar: «Venga Matías, sopla que queremos probar la tarta –le decía su hermana». «Papá ¿no sabes qué pedir, te lo digo yo? -comentaba su hija pequeña». Pero Matías no quería cerrar los ojos, quería quedarse en aquella escena, en aquel tiempo, en aquel instante, consciente de que todo era una alucinación, un sueño, un deseo anticipado…
De repente el sonido de la voz de su hijo lo devolvió a la realidad: «Papá, papá ¿estás bien? Pide un deseo y sopla?». Matías parpadeó. Luego sonrió y dijo:
−Soplaré −y añadió sonriendo− aunque este año el deseo se ha anticipado y ha venido exprés.
Todos se miraron con una mueca de extrañeza y escepticismo. Matías los miró soltando una enorme carcajada a la que siguieron las risas incomprensibles de todos los demás… Finalmente sopló y todos le aplaudieron.
©lady_p
Relato de participación en VadeReto que este mes nos invita a escribir sobre ‘El cumpleaños’
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