El encuentro

Puente De Carlos, Praga. Imagen: Internet

Siempre he creído que si nos encontrábamos algún día, me reconocerías. ¡Cómo olvidarnos! A pesar del tiempo y la distancia, tus ojos me revelarían tu rostro. Pero me equivoqué. El tiempo no pasa igual para todos y el mí se delatan los años. Por ti, en cambio, parece que no pasó el tiempo. Pero nada justifica que estuvieras a mi lado sin ni siquiera mirarme. Te encontré en Praga por casualidad. Ya ves, un viaje que me propuse hacer sola y allí estabas tú, en el Puente De Carlos, como un turista más haciendo fotos con el móvil. Te observé desde lejos entre aquellas piedras cargadas de historia. Te miré. Me acerqué. Estuve a tu lado. Cerca. Tan cerca que tú abrigo me rozó la mano. Estabas distraído mirando el gran río Moldava. Tus ojos no dejaban de enfocar el horizonte, apuntando fijamente hacia la Ciudad Vieja. Caminaste lento. Lo atravesaste de un extremo a otro. Yo me mantuve detrás de ti, a una prudente distancia, hasta que llegamos a la Torre. Entonces aceleraste el paso y te perdí entre una muchedumbre tan extraña como tú…   

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Convocatoria para «relatos de jueves»: ‘de puentes va la cosa’

El experimento

Imagen: Internet

Se apresuraron con el martillo y los clavos. Cerraron herméticamente la caja. Un incesante y repetitivo parloteo escapaba por unas pequeñas hendiduras abiertas para la respiración. Nadie debería volver a ver aquel esperpento fruto de los experimentos de un científico loco, que jugando a ser dios, creó un abominable ser mitad loro mitad humano, condenado a la más absoluta soledad desde antes de su concepción. Y pasó el tiempo hasta que un día, un estruendo dentro del laboratorio alertó al personal. Cuando llegó, la caja, destrozada, llena de coloreadas plumas, indicaba que el engendro había escapado y circulaba fuera de control por la ciudad…Lo peor estaba por llegar.

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‘Relatos encadenados de la Cadena Ser’.

Una noche en High Tower

Imagen: Blog, «Elbicnaranja»

Acepté la invitación para conocer el Castillo de High Tower, situado al norte de Escocia. Los invitados fuimos recibidos por un comité organizador que no escatimó detalles. Un lacayo con librea abría las puertas de los coches conforme llegaban. Otro, apostado en la puerta, saludaba mientras daba paso con exquisita corrección. Y ya en el interior un señor de mediana edad con traje y corbata, encargado de la visita, nos entregaba una carpeta con informaciones varias: un mapa de la zona, posibles itinerarios en los alrededores, dónde comer y una breve historia del castillo que contenía fabulosas ilustraciones del interior y de las vistas desde las altas torres. A continuación nos entregaron las llaves de las habitaciones que no iban enumeradas sino que tenían nombre alusivos a las diferentes partes del castillo: El Homenaje; Las caballerizas; La despensa; El paso de ronda o ‘Las mazmorras’, la mía…

Nada más entrar en la habitación me llamó la atención una enorme cama de madera con dosel. Me gustó tanto que de un salto me eché en ella y estiré los brazos y las piernas. Entonces apareció frente a mí un cuadro de grandes dimensiones en el que posaba una muchacha sobre una cama coronada por un fantástico tigre que, cual gárgola, la custodiaba al tiempo que lamía su cabeza con ojos desafiantes. Al fondo, un espejo reflejaba los muebles de esta misma habitación. Entonces  sentí un ligero escalofrío cuando me vino a la cabeza la imagen de aquel enorme felino, siendo retratado en este mismo lugar, en esta cama. Y reaccioné rechazando esa idea enfrascándome en la lectura de los folletos, a fin de conocer los orígenes y leyendas de aquella fortaleza.

Tras la cena y después de dar algunas vueltas, agitada por el viaje, me dormí profundamente. Recuerdo que tuve una pesadilla de la que intentaba salir. Y en esas estaba cuando un extraño sonido me sacó del letargo. Miré hacia el balcón y sobre las cortinas observé la sombra de un grotesco animal, semejante al tigre del cuadro, que se arrastraba y aproximaba hacia mí. Me quedé inmóvil. Tapé mi boca con una mano intentando que no se oyera la respiración. Apreté un almohadón sobre mi pecho para calmar los latidos acelerados de mi corazón, mientras seguía con la mirada el lento desplazamiento del animal que se movía sigiloso hasta que de repente se paró para tomar impulso y saltó sobre la cama… Dos segundos después lo tenía acurrucado a mi lado dócil y cariñoso…No era más que un precioso gato, agrandado por el juego de las sombras, que buscaba calor y cariño…

Cuando desperté ya se había marchado. Los recuerdos estaban borrosos en mi cabeza…Pero… ¡Oh noo! En el cuadro el tigre había desaparecido y en su lugar aparecía un dulce gatito que lamía sumiso la cabeza de la joven…

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P.D. Participación en el reto de los Viernes Creativos del blog “Elbicnaranja, Escribe fino”, esta vez bajo el título “Angustia”.

La sombra

Imagen: Internet

Del otoño se dice que es la fiesta del equilibrio, de los contrastes, de la recolección. La cultura popular reúne diferentes tradiciones que celebran los solsticios y los equinoccios. Por eso en el pueblo estos días se preparan para la fiesta. Los campos se han recolectado y los jóvenes han pisado las uvas. Ahora toca alegría y regocijo, dar gracias a dios por tantos bienes y reunirse para festejarlo…

Se me hacían raras estas costumbres porque yo venía de una gran ciudad en la que prima el anonimato y los vínculos de vecindad son inexistentes. Pero mi abuela se hacía muy mayor, por eso vine aquí a principios de verano, decidida a quedarme una temporada. Claro que mi interés se vio reforzado cuando me contaron una leyenda según la cual, durante el equinoccio, las sombras se revelan y tienes la oportunidad de vivir aventuras inolvidables. Primero solté una carcajada. Luego me excusé y pedí perdón por herir la sensibilidad de algunos ante las tradiciones. «Pero yo –les dije- necesito ver para creer». Y aquí estoy.

Los días van pasando serenos, esperando impaciente la famosa festividad, hasta que llegó el esperado día ‘d’. Aquella mañana nos fuimos a un prado y participamos de una comida colectiva. Después me marché a casa a descansar. Y al cabo de un buen rato, cuando pensé que ya estaría todo preparado, me dispuse a salir para conocer lo mejor de la fiesta. Pero el cielo está cubierto de nubes negras a punto de descargar: «No creo que las sombras aparezcan, la lluvia las borrará –pensé en tono burlón-». Me equivoqué. Aunque cayó un chaparrón, el sol lució el resto del día, y aunque yo no hacía más que mirar para un lado y otro, las dichosas sombras no aparecían…

Así transcurrió gran parte de la tarde hasta que, al atardecer, a punto de hacerse de noche y ya decidida a retirarme, convencida de que me habían tomado el pelo, me volví a casa y una vez delante de la puerta una sombra negra se presentó ante mí: sin duda era la sombra de mi abuela que, agachándose, cogió una pequeña rama y escribió en el suelo: «Déjate llevar y sígueme».

Entonces una sensación de escalofrío me recorrió el cuerpo. No podía negar la realidad, ahora la decisión era mía. A mi alrededor la gente corría, saltaba y bailaba a capricho de las sombras que los perseguían. Y sin embargo no había un atisbo de miedo o terror en el ambiente. Así que respiré hondo dispuesta a seguir a mi abuela a donde quiera que decidiera llevarme. Le dije: «vale abuela, aquí me tienes, iré dónde me lleves». Ella extendió los brazos, al tiempo que abría una enorme capa que nos cubrió a las dos y de repente dejé de notar el suelo bajo mis pies. Un instante después aparecimos ante la ventana de una casa, y a través de ella podía ver a un bebé jugando en el regazo de un hombre en el que reconocí a mi padre: «Eres tú unos meses después de nacer y ésta era tu casa». Esbocé una sonrisa que de inmediato se borró cuando comprobé que mi sombra y la de mi padre campaban a sus anchas por aquella estancia. «Tu madre no quiso que vivir aquí, porque no tenía sombra».

Entonces me di cuenta de que aquella casa era la de mi abuela, la misma en que ahora vivía. Ella, como intuyendo mi pensamiento me dijo: «Sí. Esta era mi casa y tú te quedaste conmigo unos años». Entonces abrió la puerta. Entramos y me condujo hacia un sótano que yo no sabía que existía. Cuando llegamos y encendió la luz, descubrí una enorme mesa llena de tubos de ensayos y probetas burbujeantes que exhalaban una especie de humo blanco. Detrás, una estantería llena de material químico, botes, botellas, tarros varios. Y entonces me oí decir: «¿Eras una bruja?» «¡Jajaja! Mejor aún -me contestó- esto que ves es alquimia pura. Sus saberes fueron conservados por mis antepasados y transmitidos de generación en generación. No buscamos la piedra filosofal sino cómo curar el cuerpo y tranquilizar el alma, proporcionando paz y bienestar a nuestros seres queridos y a nuestros vecinos. Y tú y tu sombra fuisteis elegidas durante la niñez para continuar la labor de tus ancestros. ¿Aceptas el reto?». Y llevada por la emoción dije que sí. Entonces abrió un grueso libro que permanecía apoyado sobre un atril, buscó entre las páginas empolvadas hasta que llegó al juramento: «Levanta tu mano izquierda, la del corazón, y repite conmigo…». Pero yo no podía levantarla por más esfuerzos que hacía. Tiraba y tiraba para alzarla, sentí un extraño olor y algo flácido y blando parecía pegado a mi cara…

De repente abrí los ojos y me encontré cara a cara con mi perra que estaba sobre mí lamiéndome, al tiempo que mi abuela entraba con una bandeja que portaba el desayuno. La abracé fuerte contra mí y le pregunté muy seria: «¿Abuela esta casa tiene sótano?».

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Palabras claves: otoño, equinoccio, sueño, sombras.

Participación «Reto creativo: Equinocio de otoño»

La caja

Imagen: Internet

Como cada mañana al amanecer, salí a caminar a esa parte de la ciudad que limita con el mar. Durante el trayecto me tropecé con algunos comerciantes madrugadores dirigiéndose a sus comercios, dispuestos a iniciar una nueva jornada. El kiosquero ordenaba la prensa del día; algunos camiones surtían a los bares de refrescos y cervezas; el panadero entregaba las barras en la panadería…Poco a poco la ciudad se despertaba y cobraba vida a mi paso. Fue entonces, justo al atravesar la avenida que da acceso al paseo marítimo, cuando encontré, en medio de la acera, una caja mediana envuelta con papel de embalar y atada a una cuerda.  Sin dirección ni remite, sólo aparecía una frase escrita en mayúsculas con rotulador rojo: «SI ME ENCUENTRAS ÁBREME».

Leí varias veces aquel mensaje y pensé que sería una broma. Que alguien me estaría grabando para un programa y que, seguramente, no sería la primera en caer. Miré a mí alrededor varias veces y no vi a nadie. La caja apenas pesaba. Debía contener algo pequeño según deduje cuando la agité. Caminé unos metros con ella bajo el brazo pensando si abrirla o dejarla donde estaba. Barajé varias posibilidades: ¿Y si era un explosivo? Pero no, ya habría estallado. ¿Un objeto precioso? No me interesan las joyas ni los brillantes. ¿Un móvil al que alguien llamaría para darme instrucciones? Paso de verme envuelta en una situación peligrosa. ¿Una cinta de vídeo? ¡Qué horror! Podría tratarse de un asesino que me amenaza ¿Y si fuera un USB? Podrían ser documentos secretos robados a otro país por algún espía que los ha fotografiado y no sabe cómo hacerlos llegar al Gobierno. O peor aún ¿y si se tratara de un captor que tiene a una víctima secuestrada y quiere pedir rescate? Si la abro quien sabe si podría salvarla, sería una buena acción y me haría famosa…

Seguí caminando cada vez más convencida de la conveniencia de abrirla y salir de dudas. Caminé hacia un banco para sentarme. Luego apreté entre mis dedos el cabo de la cuerda dispuesta a tirar y respiré hondo…Entonces una ráfaga de aire seguida de una sombra pasó veloz delante de mí y en un segundo me arrebató la caja de las manos. Me quedé inmóvil. Volví la mirada y un chico con monopatín se perdía en el horizonte del paseo sin que yo pudiera hacer nada para detenerlo…

PD. Primer reto de microrrelatos organizado por la Universidad Popular y el Ayuntamiento de Cáceres.

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El funámbulo

Imagen: Internet

Recuerdo que cuando era pequeña mi padre me llevó a ver un espectáculo de funambulismo. Un hombre caminaba sobre una cuerda de acero, portando una enorme barra o pértiga, atravesaba en diagonal la Plaza principal de la ciudad. Fue un espectáculo emocionante. Y lo hizo sin medidas de seguridad, con un riesgo tremendo y una expectación que congelaba el aire.

Aquel día se paralizaron las actividades en la plaza frente al Ayuntamiento. Un par de enormes camiones quedaron aparcados al pie de la escalinata: “Acrobacia y funambulismo Pepe Carroll”. Un par de chavales vestidos con un mono verde y el nombre de Pepe Carrol bordado en la espalda, repartían octavillas de papel verde, amarillo y naranja, escrito con letras negras,  anunciando el evento que tendría lugar aquella misma noche: “Gran espectáculo de funambulismo. Pepe Carroll desafiará el peligro caminando sobre la cuerda floja. Esta noche a las 21.00 h. en la Plaza principal”.

Mientras tanto, un par de camiones grandes se abrieron por detrás y un grupo formado por seis u ocho hombres, comenzó a desplegar una gran actividad. Enseguida una multitud de curiosos dispuestos a observar el montaje, los rodeó. Todos miraban hacia arriba, haciendo visera con las manos, dirigiendo la mirada hacia el extremo más alto de la cornisa del edificio, donde se supone, quedaría anclado uno de los extremos del cable mientras en el otro vértice de la diagonal, en la almena de una azotea, se hacía lo propio con el extremo opuesto. La operación tardó aproximadamente unas dos hora. Para entonces varios hombres, colocados en ambos puntos, unieron fuerzas, tiraron y tensaron a la vez, hasta el que cable quedó suspendido atravesando la plaza por su diagonal. El resto del día la gente pasaba por debajo y miraba hacia arriba, calibrando la altura y comentando el peligro que suponía.

A la hora convenida la plaza estaba a rebosar. Todos esperaban impacientes e incrédulos hasta que apareció Pepe Carroll saludando a los espectadores. Iba vestido con unos pantalones negros muy estrechos y una camiseta blanca de tirantes pegada al cuerpo, marcando unos pectorales muy prominentes y el pelo estirado hacia atrás. Aún en el suelo pegaba saltitos, se ponía en cuclillas, estiraba los brazos y la espalda, ejercitaba los dedos de los pies. Después se calzó con una especie de botines que se ajustaban como una segunda piel. Saludó de nuevo y entró en el edificio. A continuación lo vimos salir por una ventana y ponerse de pie en una pequeña plataforma colocada en la cornisa. Luego pisó muy despacio el cable moviendo la planta hacia los lados hasta queda recto con un pie delante de otro. Así se mantuvo unos segundos, luego dio uno o dos pasos con los brazos en cruz, se quedó quieto y esperó a que dejaran caer sobre sus manos una enorme pértiga que asió con fuerza y entonces comenzó su andadura…

Mi padre y yo habíamos conseguido colocarnos por uno de los laterales, de manera que un trozo cable pasaba sobre nuestras cabezas. Yo apretaba su mano y las mandíbulas. Se hizo el silencio. Todos conteníamos la respiración. Casi a mitad del recorrido el acróbata sufrió un traspiés. ¡Ahhh! Gritamos todos a la vez. Yo me tapé la cara con ambas manos, hasta que sonó un aplauso de ánimo. Apenas se le podía ver el rostro, aunque yo lo vi cuando pasó por encima de nosotros, con una mueca como de dolor y la mirada fija. Avanzaba despacio, asegurando cada paso, hasta que consiguió llegar al final y entonces en la plaza se oyó un enorme suspiro de alivio y estalló un aplauso muy largo. Luego el hombre se dio la vuelta y retornó con idéntica emoción, al punto de partida.  

El espectáculo concluyó cuando el funambulista descendió  hasta los soportales del edificio y dando volteretas saludó y se despidió del público entre ovaciones, aplausos y vítores.

Luego la plaza se fue despejando poco a poco y acabamos en los bares de alrededor comiendo y comentando los momentos de peligro y la emoción contenida ante semejante espectáculo.

Aquella noche no podía dormir. Cada vez que cerraba los ojos veía la figura de Pepe Carrol, con la pértiga, caminando despacio por el cable y su cara con una mueca de dolor y la mirada fija…

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Dos okupas y un destino…

Después de una larga jornada de trabajo, volví a casa. Al llegar observé que en mi sitio habitual estaba aparcado un viejo Ford familiar, lleno de enseres hasta los topes. Aparqué donde pude. Me bajé. Metí la llave en la cerradura de la puerta y la abrí…Y allí estaban ellos: una extraña pareja de jubilados haciendo una barbacoa en mi jardín…

Paralizada, temblorosa y asustada, no daba crédito. La señora, parada en la entrada de la cocina, se adelantó y dijo amable mientras miraba a un señor que atizaba el fuego:

−Wen, por favor, haz las presentaciones, ¿no ves lo asustada que está?

Él le devolvió la mirada, se acercó y me tendió la mano:

−Hola, somos Wen, de Wenceslao, y Úrsula.

−Los okupas –interrumpí en tono sarcástico.

−Pero explícale Wen, explícale –insistía su mujer.

Él parecía dudar. Miró a su mujer, luego a mí, y finalmente, dijo:

−Creo que mejor te lo contamos mientras comemos. Como ves todo está preparado y la carne a punto. Ven, siéntate con nosotros. Estás en tu casa…

−Ya…¡Es que es mi casa! –Afirmé rotunda y seca.

Nos sentamos. Me llamó la atención que supieran dónde estaba todo: vajilla, cristalería, cubiertos, servilletas…¡Incluso el vino! Y hasta Cara, mi galga, había hecho buenas migas con ellos y ya se había colocado junto a él, a ver si conseguía un trocito de carne…

Wen, manitas de profesión, y Úrsula, costurera experimentada en arreglos, se habían jubilado a los 75 años. Vendieron su piso y se marcharon de su ciudad a la aventura. El plan era recorrer el país mientras tuvieran dinero, y a la vuelta, ingresar en una residencia de mayores. Pero les robaron, enfermaron y se refugiaron en la primera casa vacía que encontraron. Días después, sorprendidos por la dueña, le explicaron su mala suerte y la persuadieron para quedarse ofreciendo sus servicios para compensar los gastos.  

Todo acabó tan bien que convirtieron la casualidad en estrategia. Y así fue como llegaron a mi ciudad, a mi urbanización y a mi casa.

Aquella pareja de ancianos, tan excéntrica como encantadora, me sedujo hasta convencerme…Y se quedaron, colaboraron y se marcharon…

Toda una experiencia…

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El partido

Imagen Internet

Cuando me divorcié aproveché la coyuntura y solicité seis meses de excedencia. Quería hacer un curso y decidí que fuera en Madrid. Podía haber elegido otra ciudad pero allí tenía amigos, en particular a mi amiga Georgina, quien me buscó un pequeño apartamento que pertenecía a una prima suya, que por cierto, estuvo encantada de alquilármelo una temporada. No tardé mucho en decidirme, y considerando oportuno hacer un paréntesis después de esta etapa complicada y dolorosa, me marché.

Desde que llegué todo fue como la seda. Albergaba grandes expectativas a nivel académico pero nunca imaginé que sería tan divertido, cosa que debo en gran parte a Georgina, con quien compartí confidencias, risas y lágrimas y, sobre todo, un gracioso suceso en el transcurso de un partido de pádel, un incidente que jamás hemos podido olvidar.

Recuerdo que aquel día, como cada mañana, me preparaba un zumo de frutas mientras deambulaba por la casa recogiendo y en tanto se encendía el ordenador para poder consultar el correo y trastear un rato. Después de mi llegada, tras un periplo mental por algunas ciudades españolas decidiendo dónde hacer el dichoso curso, experimentaba la certeza de haber  acertado con la elección. La metrópoli me ofrecía todo tipo de alternativas tanto intelectuales como culturales y de ocio. Había tenido la suerte de poder instalarme en el castizo barrio de Chamberí, en un piso pequeño pero suficiente: Iluminado, tranquilo, cómodo. Disfrutaba paseando o yendo de compras durante el día y viví con intensidad alguna que otra noche. Lo único que le faltaba a Madrid era el mar. Lo añoraba, porque el mar representa una parte de mi paisaje natural y constituye un referente en mi vida. A veces suplía esta añoranza paseando hasta las Fuentes de Colón para contemplarlas mientras pensaba en las azules aguas del Atlántico.

Tras el desayuno, y concluidas algunas de las tareas cotidianas, hurgaba en una gran bolsa de deportes situada junto al escritorio, de la que sobresalían los mangos de diversas raquetas de tenis y palas de pádel, probando cual me resultaría más cómoda. Había quedado con Georgina para jugar un partido en sustitución de su prima, la dueña de la casa, con quien ella jugaba de vez en cuando. Hacía años que no practicaba, pero ella había insistido en recordar viejos tiempos, afirmando que el pádel y el bádminton -que era a lo que nosotras habíamos jugado habitualmente durante años- eran más o menos lo mismo.

Georgina es una mujer de la que podría pensarse que lo tiene todo, hasta un nombre original: guapa, inteligente, amiga de sus amigos, independiente y con una brillante carrera en el Cuerpo de Policía, del que era Inspectora en una comisaría de barrio, puesto que desempeñaba desde hacía ya tiempo. En su opinión estaba en plena forma y dispuesta a darme una paliza:

−No tendrá ningún mérito que me ganes −le decía burlándome.

−Lo tendrá porque nunca te gané al bádminton.  −Contestaba sonriendo.

Y nos echábamos a reír mientras nos guiñábamos un ojo…

Así que sí, aquel partido era todo un reto para ella. Tenía que ganar y tenía que hacerlo por tres razones: para demostrarse a sí misma que estaba en plena forma, por amor propio y porque no le gustaba perder. Naturalmente yo intentaría impedírselo. Y así, cada una con sus ideas claras, las zapatillas apropiadas y unas palas casi nuevas, nos dispusimos a pasar la jornada. Yo, además,  con ganas de degustar las mieles de la victoria.

Apenas comenzado el partido, y tras un contundente saque de mi contrincante, el sonido reiterativo de un móvil me interrumpió y me distrajo… Era el móvil de Georgina. No podía apagarlo porque estaba de servicio. Volví la cabeza. La llamaban de la comisaría: el Carboncillas estaba a punto de caer…

Entonces un punto negro me nubló la vista y pregunté:

−¿Quién es ese Carboncillas y por qué ese nombre?

−Un delincuente común, un ratero de poca monta. Roba pisos cuando los propietarios o inquilinos se van de viaje o de vacaciones. Sólo metálico y joyas. Cuando  se marcha deja las paredes escritas con  frases obscenas contra nosotros. Según parece usa lápiz de carboncillo, así que los compañeros le apodaron el Carboncillas. Llevamos tres meses siguiéndolo y nos trae de cabeza. Hoy puede ser el gran día. Lo tenemos a punto, así que debo marcharme. Acabaremos el partido otro día ¿te parece?.

Mi cara no dejaba lugar a dudas. Me sentía decepcionada y además ya no podía quedar con nadie. Entonces Georgina me miró de soslayo y dijo condescendiente:

−¿Te gustaría venir a vigilar?

−¡Eso ni se pregunta! −Contesté decidida.

Me dejé llevar y me imaginé sentada en el coche, parapetada tras unas gafas negras de sol y el cuello de una gabardina levantado, sorbiendo un café al más puro estilo americano… Nada más lejos de la realidad: callada, sentada en el asiento trasero de un discreto Citroën masticaba un chicle sin azúcar con aire de cierto escepticismo. Ya empezaba a cansarme la espera cuando de repente, Georgina y sus compañeros, con un movimiento sincronizado, abrieron las puertas del coche para salir. Su voz sonó clara, firme e imperativa:

−No salgas del coche bajo ningún pretexto. Podrías meterme en un lío.

No hubo tiempo para más. Me acerqué a la ventanilla para observar. En la acera contraria se alineaban varios edificios de construcción relativamente reciente, de uno de cuyos portales salía un hombre como de cuarenta y tantos años, de apariencia normal, que portaba unas bolsas. De inmediato le dieron el alto, y dejando caer las bolsas al suelo, salió corriendo cruzando la calle hacia el coche. Yo miraba atónita, sorprendida. Era como en el cine o en la tele pero de verdad. Decidí salir. Y en un acto reflejo, abrí ávidamente, con rapidez, la puerta del coche, cortando inesperadamente la carrera del Carboncillas que quedó noqueado, tumbado en el suelo a merced policial.

Acto seguido me invadió una sensación agradable. Estaba contenta de haber protagonizado semejante heroicidad y haber abatido con tanta precisión –aunque por pura casualidad- al chorizo de marras. Una alegría interrumpida por una sensación de pesadez en los ojos que me obligaba a realizar un gran esfuerzo mientras intentaba abrirlos, al tiempo que esbozaba una leve sonrisa. Poco a poco, como por una rendija, entró un poco de luz y aparecieron  frente a mí dos o tres rostros borrosos, casi velados, que no conseguía enfocar ni distinguir y comencé a oír mi propia voz que balbucía:

−¡Lo hemos atrapado! ¡Lo hemos atrapado! −Ante la mirada perpleja y el asombro de mi amiga  que me preguntaba una y otra vez:

−¿A quién hemos atrapado, a quién?

− Al Carboncillas −respondía débilmente.

Todavía transcurrieron unos segundos hasta que  volví a la realidad, en este caso, superada por la ficción pues al parecer, tras aquel saque contundente de mi rival, distraída por el sonido de su móvil, desvié mi atención justamente en el momento en que la bola, lanzada a gran velocidad, llegó hasta mí golpeándome la nariz con tal fuerza que caí al suelo, donde permanecí inconsciente apenas un par de minutos…Poco tiempo pero suficiente para que mi subconsciente, conocedor de las pesquisas y actuaciones que Georgina realizaba intentando dar cazar a un delincuente, de las que me habíamos estado hablando  durante el trayecto al polideportivo, me jugara una mala pasada y me llevara a soñar esta emocionante aventura sin moverme de la pista de pádel.

Una vez aclarado el incidente, comprobando que no revestía gravedad alguna, más allá de una nariz hinchada,  abandonamos el partido y nos fuimos a comer. Un almuerzo amenizado por las risas y comentarios de aquel episodio en el que, según mi amiga, mucho tuvo que ver mi desmesurada afición por las novelas policíacas…

Definitivamente aquellos seis meses en Madrid transcurrieron felices, rejuvenecieron mi espíritu y sanaron mis heridas. Me ayudaron a lavar emociones de suciedades que nos hacen sentir mal. Y así, renovada, regresé para volver a empezar.

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El Faro de Asiram (VI) La despedida

Fotografía: mp_dc

Casi no había amanecido cuando Víctor llegó a casa. Venía callado, enfundado en un jersey a rayas con cuello marrón y el pelo algo desordenado. Tan callado y pensativo que no parecía él.

No te ha gustado −afirmé con rotundidad.

No, no es eso me respondió mientras me seguía hasta la cocina.

Estaba absolutamente desconcertada ¿tan mal estaba? Puse la cafetera y salí a la terraza. Me acerqué al pretil y apoyé mis manos mirando al horizonte. Enseguida le sentí detrás de mí. Sus brazos ensartaron los míos rodeándome con ellos la cintura. En aquel momento hubiera querido que el reloj se detuviera un poco más. Le oía respirar acompasadamente. Permanecí inmóvil, sin querer mover un sólo músculo. Así, como si hubiera moldeado ese hueco para mí, metida en su abrazo, deslicé mis manos heladas bajo su jersey para calentármelas con el calor de su espalda. Esta sería la única vez que le tocaría y le tendría tan cerca…El aroma del café recién hecho nos separó y entramos dentro.

¿Vas a decirme qué te pasa? Pregunté inquisitiva.

Lo he leído, desde el principio, incluida la dedicatoria. Llamé a la editora y me contó…

No sé si enfadada o molesta como quién siente que invaden su intimidad, se me cambió la cara. Él se levantó con aire de padre protector y me volvió a abrazar cálidamente. Al instante, comenzó a elogiar y relatar lo mucho que le había gustado mi novela.

Muy bien documentada. Los personajes tienen garra y la historia conmueve ¿de verdad la escribiste tú? −Preguntaba bromeando. ¿No habrás plagiado a Falcones? Últimamente hay mucho plagiador por ahí suelto...

Reímos a la vez. Y ya más distendidos intercambiamos impresiones. La Editorial Torralba era muy exigente y pulcra en su política interna, de manera que no publicaba a autores noveles que trabajaran en la empresa. Víctor se ofreció para ponerme en contacto con amigos y conocidos de otras editoriales a fin de publicarla. En realidad yo ya había cumplido mi sueño. No necesitaba más, aunque he de confesar que me ilusionaba, después de tanto esfuerzo, que saliera a la luz

Víctor y yo continuamos viéndonos unos días más. Los secretos de Pau Pressell fueron depositándose en el corazón amigo de Víctor. Unos pasos por delante en cuestiones del dolor, se erigió en una persona de confianza, con quien contrastar, confrontar y, sobre todo, compartir las emociones más íntimas. Y una vez desnudados por dentro, viéndonos las almas llenas de jirones y contadas las historias de cada una de las cicatrices, fruto de las experiencias vividas, nunca más encontré en sus ojos una chispa de deseo o de pasión. Y mientras yo añoraba aquel abrazo y aquel beso en el portal de mi casa, mil veces recreado en mi cabeza, mientras soñaba con tenerle al menos una noche sólo para mí, él me cuidaba, preocupándose por si dormía bien,  insistiendo en que al menos lo hiciera durante ‘6 horas mínimo’,  enviándome cada día un mensaje de buenas noches lleno de cariño que yo aceptaba, agradecía y valoraba, aún sin poder evitar un sentimiento de añoranza y ganas de algo más…Cupido había atravesado el alma de Víctor pero a mí, además, me había rozado el corazón.

Quedaban apenas unos días para que se marchara. Resuelto sus asuntos con la editorial, nada le retenía en esta ciudad. Yo sentía que no sería fácil volver a verle. Generalmente no disponía de mucho tiempo libre y cuando lo tenía, solía marcharse sólo con su bici -y ahora con el barco- para reencontrarse a sí mismo, leer, descansar…No necesitaba mucho para sentirse bien, aunque yo creo que vivía instalado en una añoranza continua, asumida, contra la que ya no se rebelaba… Y a sabiendas de cuál sería su respuesta, me armé de valor y le confesé mi amor. Pero él lo tenía muy claro.

−Tú necesitas una mano cerca y yo no puedo dártela. No estamos en la misma emoción.

Así es él: claro, sincero, contundente, sin disimulos, honesto, recto y firme cuando toma una decisión. Argumentó de mil maneras que el flechazo en la amistad también existe. Recitaba con convicción lo que le atraía de mí como persona y lo feliz que estaba de habernos conocido.

−La amistad es para siempre y una relación amorosa puede tener fecha de caducidad ¿comprendes?

Comprendía, claro que comprendía…

Al día siguiente pasó por casa a desayunar y a recoger un par de libros que me había prestado. Bajé con él a la calle, nos dimos un cálido abrazo y me besó cariñosamente en la frente…Casi a punto de entrar en el taxi se volvió:

−He pensado que me gustaría ponerle al barco Asiram, ¿te importa?

−Será un honor −le dije.

Volvió sobre sus pasos pero le llamé y le dije:

¿Me regalas tu jersey? Ese de rayas que llevas.

Él sonrió, se lo quitó y me lo puso diciendo:

−Cuídamelo. Le tengo mucho cariño.

−Me lo pondré sólo para escribir.

Nos miramos un segundo mientras me lanzaba un ‘me gusta’ con el pulgar hacia arriba…El coche desapareció de mi vista al girar la calle. Yo me abrace sobre su jersey aún templado por el calor de su cuerpo y metiendo mi nariz bajo su cuello, cerré los ojos para impregnarme con su olor. Yo no podía construir un faro como hiciera Abdul, ni enviar un haz de luz hasta sus ojos, así que continué haciendo este gesto, a modo de ritual, cada vez que me lo ponía para escribir.

Por la noche, en mi cama, pensé que Víctor era mi Asiram, mis ‘ojos de tormenta’… Entonces, en un segundo de lucidez, lo vi claro. La tormenta no estaba en los ojos de la joven sino dentro de Abdul. En el orgullo herido de un hombre que se recriminaba a sí mismo por sentirse débil ante ella, por no poder doblegar su amor, porque podía tenerlo todo menos lo que más deseaba… Hasta que finalmente se rindió entregándose a su verdadero destino. Como él, también yo encontraría otras manos, otra piel y otros labios, amaría a otras personas pero el amor y el recuerdo de Víctor permanecería en mi corazón como una marca indeleble, ajena al tiempo y al espacio…O eso pensaba.

Y una lágrima recorrió mi mejilla, entremezclada de tristeza y alegría…Mi corazón, como el de Abdul, también estaba en paz.

©lady-p