Caprichos del destino

«Hoy puede ser un gran día, duro con él» Así sonaba la canción de Serrat mientras me decía a mí misma que me bastaba con que fuera una jornada ‘normal, rutinaria y monótona’. Sin pena ni gloria, vamos. Y es que llevaba una temporada que todo me salía del revés. Mi amiga Nadia no dejaba de repetir que ‘me había mirado un tuerto’, pero yo no creo en esas cosas. No soy supersticiosa. Podría ‘pasar bajo una escalera’ y ver ‘cruzar a un gato negro’ al mismo tiempo, y sin embargo, tener ese gran día del que habla la canción. Todo es posible…O eso pensaba yo.

Ensimismada en estas cosas caminaba por la acera para encontrarme con Nadia, cuando a unos pocos metros vi una escalera apoyada contra la fachada en la puerta de una farmacia, y subido en ella, un chico reponía las luces fundidas del cartel colocado sobre el dintel. Comprobé que las personas no pasaban por debajo sino que la esquivaban bajando el escalón de la acera. «¿Qué más me puede pasar?» pensé mientras me acercaba. Había perdido mi empleo. Me había dejado mi chico. Mis padres estaban enfadados conmigo y mi cuenta corriente apenas me daba para un mes más en la ciudad. Pero yo, ni corta ni perezosa, pasé elegantemente por debajo cual modelo bajo el Arco del Triunfo, al tiempo que esbozaba una amplia sonrisa. No sé por qué, aquel reto me hizo sentir empoderada. Hasta que de pronto Nadia apareció de frente:

−¿Qué?–preguntó con cierta ironía−. ¿Desafiando al destino no?

−Ya sabes que no creo en esas cosas −le contesté muy segura de mí−. Será lo que tenga que ser y nada tendrá que ver con la dichosa escalera.

Seguimos caminando por la acera, y ya estábamos a punto de doblar la esquina, cuando una maceta enorme cayó desde una azotea directa a la cabeza de Nadia que, al instante, cayó inconsciente al suelo. La gente se arremolinó. Alguien llamó a urgencias. Había sangre, mucha sangre. Llegó la ambulancia. Nos llevaron al hospital. Nadia recuperó la consciencia. Por suerte todo quedó en un buen susto, seis puntos de  sutura, un fuerte dolor de cabeza y una suculenta indemnización que Nadia, generosa como ella sola, compartió a medias conmigo. Caprichos del destino…

Y desde entonces todo cambió para bien…

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Participación en “Relatos Jueveros”, esta semana desde el blog de Campirela que nos invita a escribir sobre “las supersticiones”.  

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El misterio de la Abadía

Imagen: Internet

La Abadía de San Martín, construida hace cinco siglos, está encaramada sobre una montaña. Con el tiempo y el trasiego de caminantes y senderistas, se ha abierto un camino, y más tarde, se creó un acceso y una explanada artificial para dejar los coches y poder visitarla.

A la entrada un cartel pegado con cinta adhesiva sobre la puerta de madera advertía: “Se ruega silencio”. La comunidad, conformada por doce monjes de clausura, había abierto sus puertas para compartir con el público el rezo de las vísperas a la 18.00h, y de paso, activar una pequeña tienda de verduras cultivadas en la huerta y pan elaborado en una tahona que poseían. Los asistentes podían disfrutar de los cantos sentados en los bancos de la capilla al tiempo que gozaban admirando su arquitectura, el retablo, las pinturas o la imaginería, mientras en el trascoro, se llevaba a cabo el rezo de las horas.  Al salir, muchos compraban los mencionados productos además de estampas, rosarios, medallas y postales, colaborando así a la manutención y sostenimiento de estos hermanos, que en pleno siglo XXI, continuaban viviendo bajo el lema de su fundador: ‘Ora et labora

Los visitantes ocupaban sus asientos y yo me senté en el último, el más cercano al trascoro, del que me separaba una reja. Según parece, en otro tiempo, la comunidad había sido muy numerosa, como se comprueba  por el número de sillones -al menos treinta- de madera noble tallada. El espacio tenia forma cuadrada y los sitios se repartían en forma de U con diez escabeles a cada lado. En medio un facistol o atril grande, hoy por hoy con una función más bien decorativa, donde se apoyaban los libros de liturgia y de canto.

Faltaban cinco minutos para que comenzara el rezo. Todos cuchicheábamos comentando en voz baja la belleza de las diferentes capillas laterales y el realismo de una escultura de San Esteban atravesado por las flechas. Enseguida se oyeron los pasos de los monjes colocándose cada uno en su lugar y escuchamos el leve crujido de las hojas de los libros de canto. Un instante después el silencio se llenó con las voces graves y melódicas de los frailes que el público asistente seguía por medio de unas hojas fotocopiadas.

De repente, un fuerte estruendo provino del fondo de la capilla, al tiempo que una sombra veloz cruzaba el altar mayor camino de la sacristía. Y al punto una voz gritó:

−¡Han matado al hermano Damián!¡Dios mío, está muerto!

El público, unas diez o doce personas, se quedó paralizado. El Abad, salió y cerró de inmediato las puertas de la capilla:

−Disculpen señores. Nadie podrá salir ni entrar hasta que llegue la policía –afirmó amable y sereno.

Todos nos quedamos en silencio, sentados en nuestros sitios, mientras el Abad tapaba el cadáver con una sábana. Unos veinte minutos más tarde, la policía llamaba a la puerta identificándose:

−¡Abran a la policía, por favor!.

La patrulla constaba de una comisaria, un subinspector y cuatro agentes. La mujer se presentó al Abad:

−Buenas tardes, soy la comisaria Morell y él es el subinspector Fuentes. Dígame qué ha ocurrido.

El Abad le contó cuando ellos habían visto y oído desde el trascoro. A lo que un señor, en nombre de todos los demás, añadió:

−Algunos de nosotros hemos escuchado el grito advirtiendo de la muerte del monje, y a continuación, hemos visto una sombra cruzar el altar mayor hacia la sacristía.

-A ver, vosotros dos, id a ver qué encontráis –ordenó el subinspector con cierto aire de superioridad.

Los policías inspeccionaron el lugar. Y al cabo de unos minutos volvieron con un muchacho asustado que repetía sin parar que él no había hecho nada, que sólo había robado el dinero del cepillo y algunos exvotos de plata. Lo registraron y efectivamente, llevaba calderilla y algunas medallas en los bolsillos. El Abad comentó que era inofensivo, ya lo conocían y sabían de sus pequeños hurtos. Que lo dejaran ir. Que no lo denunciaría. Los agentes abrieron la puerta y le pusieron de malas maneras en la calle.

A continuación nos reunieron en la sacristía y nos interrogaron uno a uno por separado. Luego el subinspector hizo lo propio con los monjes. Mientras tanto llegó el forense y examinó el cadáver:

−A simple vista podría tratarse de un infarto –comentó–. Habrá que hacer la autopsia.

Luego le abrió la boca y comprobó que la lengua estaba un tanto oscura, casi negra. Entonces miró con cierto aire de misterio al Abad y añadió:

−Es posible que haya sido envenenado. Veremos qué dicen los análisis.

En aquel mismo instante un sonido seco golpeó el suelo: el cuerpo del hermano Tomás, el boticario, había caído desde el coro. En el cíngulo con que sujetaba su hábito, llevaba una nota escrita:

Aconitum napellus –leyó dubitativo uno de los agentes.

−Es una planta venenosa –apostilló la comisaria Morell−. Contiene un potente alcaloide llamado aconitina. En determinadas dosis puede producir bradicardia y paro respiratorio, que a simple vista podría confundirse con un infarto. Es fácil que la encontremos en la botica porque se usa en homeopatía. Si comprobamos abundantes restos en los análisis y nos fiamos de su confesión –dijo señalando el cadáver del hermano Tomás− podríamos tener al autor de los hechos y el caso resuelto. Aunque, sinceramente, resultaría demasiado fácil…

−Me cuesta creer que el hermano Tomás fuera un asesino –afirmó el Abad−. Gracias a Dios se arrepintió, aunque no pudiera soportar su pecado y no viera otra salida.

Enseguida se dispusieron a retirar el cadáver cuando el hermano Benito, el más joven de la comunidad y aprendiz de boticario, vio la nota prendida de la mano del subinspector, dentro de la correspondiente bolsa de pruebas, y de inmediato aseveró rotundo:

−Esa letra inclinada no es la del hermano Tomás. Estoy seguro.

Y en aquel instante, de nuevo una sombra oculta, esta vez tras una de las columnas de la nave central, desaparecía por la puerta de la sacristía hacía la cripta. Nadie lo vio excepto el hermano Benito, que enseguida fue tras él sigiloso.

No encontró nada. Todo parecía en orden.

Los resultados de la autopsia no fueron concluyentes. La policía nunca encontró al culpable y los crímenes de la Abadía nunca se resolvieron. Analizados los cuerpo y agotadas todas las vías de investigación, la policía cerró el caso por falta de pruebas.

El hermano Benito continúa encontrándose de vez en cuando esa sombra  que desciende hasta la cripta y allí desaparece. Muerto, de muerte natural a los setenta años, se encontró en su celda un diario donde relataba todas las ideas y venidas a la cripta siguiendo a esa extraña sombra que, según su teoría, habitaba una de las tumbas, aunque nunca pudo demostrarlo.   

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La condena

Imagen: Internet

Mientras le vendaba los ojos, el verdugo no dejaba de preguntarse si aquel hombre era inocente. El reo se retorcía intentando deshacerse de las ataduras mientras gritaba una y otra vez: «¡Soy inocente!¡Soy inocente!». Unos brazos potentes le elevaron y obligaron a subir a una pequeña banqueta. Luego apretaron el nudo de una gruesa cuerda alrededor de su cuello. En aquel mismo instante, sintió chorrear entre sus piernas un líquido templado, al tiempo que un ligero temblor le impedía sostenerse en pie, erguido y recto. Se oyeron rezos y murmullos. Y de repente, un pequeño chasquido dejó su cuerpo suspendido, balanceándose en el aire. Todo había terminado.

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Participación en Relatos en Cadena. Semana 10.   

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El Café

Imagen: Internet

«A Murakami hay que leerlo y escucharlo». Eso pensaba mientras sonaba a través de los auriculares ‘Reliquie’, la Sonata en do mayor de Schubert, al tiempo que caminaba hacia el lugar acordado.

El reloj de la plaza marcaba las 10.00 cuando llegué. El local era un antiguo establecimiento, un Café emblemático, regentado durante años por sucesivas generaciones de la misma familia. Al entrar me senté cerca de la puerta para poder ver a quienes entraban.

A esas horas la cafetería era un rosario de gente que entraba y salía a desayunar: los comerciantes de la zona y los de la sucursal bancaria que había justo al lado, a los que se sumaba un ir y venir de mujeres que venían de la compra de un mercado cercano y un grupo de profesores del colegio del barrio.

Me entretuve mirando sus paredes llenas de fotos en blanco y negro, en muchas de las cuales un señor calvo con bigote aparecía posando una y otra vez: «Será el dueño, −me dije». La zona de la barra, lucía una pared de azulejos blancos algunos agrietados, otros rotos, casi todos desgatados. Los camareros, que vestían una chaqueta negra, un tanto raída, con pajarita, se movían con rapidez y soltura entre las numerosas mesas.  

La vieja máquina de café no paraba de sonar llenando tazas y vasos: «Dos cortados, uno con leche, uno largo de café y uno solo», sonaba una y otra vez la comanda, que era repetida por el que estaba apostado junto a la máquina. Los chasquidos de las tazas y planos eran constantes, y en general todo rezumaba un cierto olor a nostalgia y una pátina de añoranza envolvía el ambiente convirtiéndolo en un lugar especial, donde el tiempo parecía haberse detenido.

Yo esperaba impaciente su llegada, a sabiendas que esta podía ser la última oportunidad para arreglar las cosas. Él se había mostrado reticente pero al final le convencí para que habláramos, segura como estaba, de poder enderezar la situación. Pero empecé a preocuparme cuando pasaron diez minutos de la hora acordada. Vacilé el siguiente cuarto de hora y me alegré dos café más tarde, cuando dieron las once. Entonces me acordé del tiempo que pasamos juntos y de que “los recuerdos calientan desde dentro, pero también te destrozan”. Entonces, en aquel momento, me dije a mi misma que era mejor así. Pedí la cuenta. Pagué. Me puse los auriculares y leí de nuevo las últimas palabras de la página marcada: «Escuchando la sonata en do mayor soy consciente de los límites de lo que podemos hacer los humanos, me doy cuenta que un cierto tipo de perfección solo se puede conseguir mediante la acumulación de un número ilimitado de imperfecciones.» Luego guardé el libro y me marché. Afortunadamente todo había terminado.

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Participación en el reto ‘Relatos Jueveros’ esta vez desde el Blog de Mag “La Trastienda del Pecado”.

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El Jefe

Vaya soplagaitas que está hecho mi jefe. ¿Es que no sabe ser amable ni hablar con educación? Somos trabajadores no esclavos. Dan ganas de soltarle cuatro verdades a la cara, empezando por su falta de higiene para acabar resaltando su escaso y burdo vocabulario. Me saca de mis casillas. Pero no lo va a conseguir. Voy a respirar hondo como me han enseñado y a devolver buenos gestos y mejores palabras. El tópico ‘predicar con el ejemplo’ creo que sigue vigente… Mañana en cuanto llegue le saludaré amablemente, con una sonrisa. A continuación me sentaré en mi mesa dispuesta a pasar el día en buena armonía con mis semejantes. No me haré mala sangre. No alzaré la voz y tendré pensamientos bonitos…¡Ay…!

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Participación en el Reto de Microteatro desde el “Blog Literatureandfantasy”   

Genética

Hacía mucho que no me miraba al espejo. Estaba demacrada y había adelgazado tanto que se me veía enferma. Pálida, ojerosa y llena de canas, deambulaba de un lado a otro de la casa perdida en mis elucubraciones. Llevaba meses viviendo como una zombi. No soportaba despertarme y comprobar que la vida a mi alrededor continuaba girando mientras a mí el tiempo me retenía en aquel doloroso duelo que parecía no tener fin. Claro que yo aprendí a disimular y cuando alguien venía a verme representaba mi papel, y muy bien al parecer, porque todos pensaban que estaba mejor y que saldría adelante, como sucedió en realidad, aunque un poco más tarde de lo que todos creyeron.

El caso es que yo retenía en la memoria una imagen de mí misma que ya no era. Los espejos permanecían opacos, mudos, silenciosos. Los ignoraba a mí paso, y si me veía de refilón, no reparaba en ello. Los eludí mucho tiempo, hasta que un día que tenía que salir, me puse ante uno de ellos para arreglarme el pelo y entonces la vi. Vi a una mujer extraña mirándome desde el otro lado. ¿Quién era aquella que imitaba mis gestos? ¿A quién me recordaba? Y entonces lo supe. Comprendí que la juventud empezaba a escaparse de mí, que mis rasgos se desdibujaban y que la genética no engaña.: aquella desconocida del otro lado del espejo era mi madre y yo me parecía a ella…

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Participación en ‘Viernes Creativos’, desde el Blog El Bic Naranja Escribe Fino, esta semana con el tema: genética.

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Del sillón en ángulo oscuro…

Pinterest

Apenas han pasado unas horas desde tu marcha. Aquí sentada en tu sillón en ángulo oscuro, no puedo dejar de pensarte. Frente a mí, en el rincón junto a la chimenea, he apilado tus libros y una caja con algunos objetos de los que no te quisiste deshacer. Cada habitación contiene un recoveco con tus cosas acumuladas: en la encimera de la cocina, en el recodo que forma la pared con el frigorífico,  tu cafetera y una taza que compramos en aquel viaje a París. En el baño, tu bolsa de aseo y el albornoz. Y en dormitorio, la comisura junto a la cama custodia un par de maletas con tu ropa. Cada uno de estos rincones cobija una parte de tu vida y de la nuestra, ésta que hemos vivido juntos y que ahora se acaba.

Recuerdo aquellos días, hace ya veinte años, cuando nos vinimos a vivir aquí. Yo traje casi todos los muebles, tú apenas viniste con tu TV panorámica y poco más. Decías que te gustaba vivir ligero, sin ataduras. Que buscabas casas amuebladas porque, además, te gustaba andar de aquí para allá, ser nómada, vivir en diferentes lugares y rincones del mundo. La idea de hacerte sedentario, establecerte y echar raíces te asustaba. Me contabas tu perspectiva de vida con la metáfora del viajero que va y viene, que descubre ciudades, culturas, costumbres, formas de vida nuevas y diferentes, que toma elementos de cada uno y los incorpora a su cotidianeidad, una filosofía que hizo de ti una persona inacabada, en constante construcción. Y sin embargo no me costó convencerte para que te asentaras en este lugar. Se acabaron las itinerancias, las estancias pasajeras, los cambios permanentes. E hicimos de esta casa un hogar. Nuestro hogar. Un punto de encuentro en el que compartimos los días con sus mañanas, tardes y noches tras largas jornada de entrevistas, clases, reuniones, etc…

Al principio pensé que te cansarías, que esto no sería para ti, que echarías de menos ese estilo de vida mantenido durante años y que nuestra relación se iría a pique. Demasiada rutina, demasiada monotonía para ti. Pero me equivoqué. Contra todo pronóstico encontraste el equilibrio y hemos sido felices aunque hayamos tenido nuestras diferencias. Porque somos diferentes pero nos complementamos.

Y sin embargo creí que mi capacidad para retenerte no tenía límites. Creí que estaríamos juntos para siempre. Sí, ya sé que para siempre es mucho, y que si ya es arriesgado pensarlo, muchísimo más creerlo. Por eso, ahora que apenas te acabas de marchar, siento que estoy enfadada contigo por este enorme vacío y esta tremenda soledad que me has dejado. Y miro la puerta de casa, deseando escuchar el sonido de las llaves y verte entrar con esa sonrisa tuya acogedora y tierna.

Me acuerdo de aquel día que vi la mancha en la piel de tu cuello. Dejaste pasar meses sin querer ir al médico: son manchas de la edad, dijiste. Hasta que tu amigo Guillermo, el médico, te dijo que no tenía buena pinta. Y vinieron las pruebas, el diagnóstico, el tratamiento y la esperanza que luego se esfumó como una bocanada de humo. Habíamos llegado tarde, demasiado tarde…   

Y ahora estoy aquí, sentada en tu sillón en el ángulo oscuro, sin poder dejar de pensarte…

©lady_p

Participación en el reto ‘Relatos Jueveros’ desde el Blog Neogéminis, esta vez dedicado a los ‘rincones’.

Tu recuerdo inapelable

Aquella fue nuestra última noche. La butaca pegada al borde de tu cama, y bajo las sábanas, las yemas de mis dedos rozando las tuyas. No quería avergonzarte hijo. Ya sé que disimulabas y hacías como  si te molestaran mis muestras de cariño, tal vez exageradas a veces. Pero  me quedaba muy poco tiempo junto a ti. A pesar de luchar con todas tus fuerzas, la dama de negro te había visitado varias veces,  te hacía guiños, y aunque que tú querías escapar, ya estabas sentenciado. Tú respiración se pausaba, se detenía. Apenas sin aliento me llamaste para balbucear palabras que no comprendí. Me acerqué a tu oído para dejarte ir en paz con todo mi amor por compañía…Y te marchaste aquella mañana de febrero, gris, aunque tibia y soleada. Fría, aunque cálida y dulce.

Y te dejamos en la orilla de la playa convertido en centinela, en el guardián que custodia aquellos mares. Tierra a la tierra, polvo al polvo. Y allí estás hijo, allí vives porque aunque te fuiste te quedaste. Aunque te marchaste volviste. Aunque no pueda verte te tengo y te retengo como una melodía en mí memoria.

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Participación en ENTC de la mano de Horacio: «No moriré del todo».

Una chispa eléctrica

Recuerdo aquella noche de la avería eléctrica a causa de una chispa. Nos habíamos reunido en el pueblo, en casa de mi tío Horacio, un hermano de mi padre. Horacio era un hombre corpulento que había criado una enorme barriga, lucía un gran bigote y cejas pobladas. Todo en él parecía gigante. Según cuenta mi padre, cuando se cumplía el aniversario de la muerte del abuelo,  todos nos reuníamos a cenar y contar anécdotas. Una tradición que el abuelo mismo  se había encargado de perpetuar por su cumpleaños, pues precisamente durante aquellas celebraciones, había solicitado de manera explícita que tras su muerte se le rindiera homenaje todos los años con una copiosa cena en la que se le recordara. Y así, año tras año, cumplimos su deseo.

Pues bien, aquella vez estábamos reunidos y con las copas levantadas para brindar, cuando una chispa provocó un apagón en toda la casa. Enseguida mis tíos y mi padre fueron a comprobar los fusibles. Eran de los antiguos y se habían quemado. El tío Luis, el mayor de todos, repitió hasta la saciedad que ya había predicho él que sucedería, que los plomos eran muy viejos, pero que como nadie le hacía caso pues ahora tendríamos que cenar sin luz.

Las mujeres, más prácticas y menos dramáticas, restaron importancia al asunto: «Cenaremos con velas» dijeron convencidas. Los niños estábamos encantados y nos lo pasábamos bomba, pues en la penumbra, a los mayores se les escapaban algunas de nuestras travesuras bajo la mesa. Los perros se asustaron y tuvimos que calmarlos y dejarles estar cerca para que no ladrasen. Mi padre -que era un bromista- se levantó de la mesa y volvió haciendo el tonto con una sábana por encima, disfrazado de fantasma. Los más pequeños se asustaron y empezaron a llorar. Tuvo que quitarse la sábana frente a ellos para que comprobasen que era él y que todo era una broma.

Y en esas estábamos, todos riendo, cuando unos golpes secos sonaron en la pared. Pensamos que era otra chanza pero no. Alrededor de la mesa no faltaba nadie. Nos miramos sin pestañear, aguantando la respiración. Nuevamente sonaron tres golpes seguidos, esta vez, más fuertes. La tensión era máxima. Mis primos y yo estábamos a punto de gritar y salir corriendo. Pero entonces una voz sonó al fondo de la casa:

−¿Se puede? Es que no hay luz en esta santa casa…

La cabeza de Agapito, el alcalde, asomó entre las llamas de las velas.

−¿Qué? ¿Arreglamos lo fusibles? ¿Por qué me miráis todos así? Alguien me ha llamado hace un rato para que viniera a mirar los plomos y aquí estoy…

Entonces nos volvimos a mirar y nos echamos a reír todos a la vez…

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Participación en el reto semanal del Grupo de Escritura Creativa Cuatro Hojas | Facebook. Disparador: chispa

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El diagnóstico

El médico, enfundado en una bata blanca impoluta, entró parsimonioso y se sentó frente a mí. Mi impaciencia era tal que me adelanté a preguntar:

−Dígame doctor ¿Cuáles son las razones del corazón que la razón no comprende?

−Véalo usted misma – dijo condescendiente, mostrándome la radiografía.

La miré perpleja. Comprobé las venas, arterias y capilares. Observé una maraña enrevesada pensando que toda ella conformaba una única razón, causa de mi padecimiento y de mi destino.

−Las principales arterias –prosiguió en tono serio− están colapsadas. Es posible que sufra un ictus ‘vital’ y si no lo remedia, podría producirse la muerte en vida.

−Y esa especie de nudo oscuro de la que parten, ¿no será la razón principal? –pregunté asustada.

−Ese ‘nudo’ –como usted lo llama- es el que conecta todo el entramado a su organismo. Ahí se concentran las emociones, por eso es la razón de ser de un corazón sano. Como ve hay mucha sombra y oscuridad de las que usted debería deshacerse si quiere sanar.   

−Entonces ¿Cuál es el diagnóstico? –pregunté con inquietud.

– ‘Ausencia del ánima vitae’, más conocida como ‘ganas de vivir’.

-Y ¿Cuál es el tratamiento?

−Es muy sencillo. Valore cuánto posee. Lleve una vida sana: mucho amor y buena compañía. Limítese a vivir el día a día. Reúnase con la familia y los amigos. Quiera a quienes la quieren. Y apártese de quiénes nada le aporten. En unos meses su corazón tendrá sobradas razones para latir a buen ritmo. ¡Anímese!

©lady_p

Participación en reto «Escribe fino» desde el blog «elbicnaranja»

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