El anticuario

Esta semana en ‘Relatos Jueveros’ en Blog ‘La Trastienda del Pecado’ nos invita a escribir una historia alrededor de una objeto: ‘el espejo’.

Amanda estudiaba historia del arte en la universidad. Cada día, camino de la facultad, en lugar de cruzar el parque, callejeaba por avenidas y plazas sólo por el placer de deambular por la ciudad. Sin duda era una chica de asfalto, urbanita, a quien gustaba detenerse ante la librería o el anticuario que le cogían de paso. Y aquella mañana, en principio tan monótona como otra cualquiera, a Amanda le esperaba la gran aventura de su vida.

Todo comenzó cuando se paró ante la tienda de antigüedades y su vista se detuvo en un bonito espejo. Amanda contempló la moldura. Tenía incisiones. Las esquitas achaflanadas y un angelito tallado en cada una de ellas. Entró en tienda. Había un señor mayor, vestido con traje y pajarita, que limpiaba el polvo a unas figuras de porcelana con un plumero: «¿Puedo mirar?» preguntó. «¡Por supuesto!», contestó el dueño.

Amanda se colocó delante y lo observó detenidamente. Luego se miró en él comprobando con asombro que la imagen que reflejaba era el interior de una habitación que parecía tremendamente real, y dejándose llevar, estiró la mano para tocarla y en un instante el espejo la engulló. Una vez dentro Amanda comprobó que había otras muchas chicas jóvenes que llevaban años allí encerradas. Todas gritaban pidiendo ayuda y auxilio… Desde allí Amanda podía ver al anticuario deambulando por la tienda. Gritó y gritó hasta que el viejo se volvió, la miró sonriendo y limpió el cristal hasta dejarlo como una patena.

Pasaron días, meses, sin que nadie supiera nada más de ella. Los padres y amigos asumieron que habría desaparecido para siempre.

Al cabo del tiempo el anticuario llevó el espejo a casa de Marta explicándole que Amanda lo había comprado hacía tiempo y dejado aquella dirección. Marta lo recogió y lo colocó en su dormitorio.

A la mañana siguiente se miró en él y de repente observó que un rostro que no era el suyo la miraba desde el otro lado. Se acercó lo más que pudo, comprobando que era la cara de Amanda. Marta pegó las manos al espejo al tiempo que daba golpes y gritaba «¡Amanda1 ¡Amanda!» Y al instante el cristal la succionó…

Finalmente el espejo acabó arrinconado en un trastero de la casa de los padres de Marta, quienes después de un tiempo, apenados por la desaparición de su hija, se marcharon a otra ciudad y nunca más regresaron…O al menos eso es lo se cuenta…

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La Sibila Priscila

Desde el blog ‘Acervo de letras’ el Vadereto de este mes de junio nos invita a escribir sobre ‘oráculos y Sibilas’.

A la Sibila Priscila le precedía de una larga tradición de mujeres longevas, profetizas, capaces de desentrañar el futuro y predecir acontecimientos con un alto grado de acierto.

Como sus predecesoras y siguiendo la tradición, la Sibila pasaba los días en una gruta situada en las afueras del pueblo. Y como sus antecesoras gustaba del aislamiento y la soledad, estados  que consideraba ideales para preparar su ánimo y su espíritu adivinador.

Aunque Priscila era respetada muchos la tenían por una vieja loca, asocial y rara. Y aunque nadie quería darle pábulo ni creer sus predicciones, eran muchos los que iban a verla a escondidas, cuando presentían ciertos temores o querían conocer su destino. Ella siempre los atendía a cambio de algún presente: ropa o comida. Nunca dinero, pues según decía su sapiencia no tenía precio. Era un don que debía poner al servicio de los demás, por eso sólo aceptaba lo necesario para subsistir.

En sus largas horas de soledad la Sibila Priscila miraba su bola de cristal y consultaba el oráculo en el tarot. En ellos interpretaba el malestar general del mundo: las guerras, las miserias, los terremotos, el hambre, las incertidumbres de los gobiernos… Priscila veía un mundo en ebullición a punto de estallar en pedazos.

Pero los poderes de Priscila iban más allá de las predicciones y profecías, pues además, poseía la capacidad de comunicarse con los animales, una facultad insólita entre las Sibilas.

Un buen día despertó con un extraño presentimiento. Por eso se levantó y corrió enseguida a consultar el oráculo en su bola. Y ahí estaba: un extraño fenómeno atmosférico, acompañado de abundantes lluvias, se acercaba al lugar provocando el desbordamiento del río, que a continuación, engulliría el  pueblo sepultándolo bajo las aguas. Pero ¿Quién se creería semejante vaticinio? Allí apenas llovía en invierno. Nunca había habido una inundación, ni siquiera se formaban charcos…

Entonces, a sabiendas de que no le harían caso, se apresuró a enviar una misiva al alcalde a través del único vecino con el que se relacionaba. El alcalde nada más leer la carta, se rio a carcajadas moviendo la cabeza y afirmando lo mal que estaba… Y enseguida le contestó diciéndole que lo tendría en cuenta, aunque la Sibila supo de inmediato que no la había creído.

Temiendo lo que se avecinaba y mientras el cielo se teñía de gris oscuro, Priscila se dirigió al río donde convocó a todos los castores: «Tenéis que trabajar a toda prisa en un dique. Las lluvias se acercan y el río se desbordará si no contenéis sus aguas». Enseguida los castores se organizaron y comenzaron la faena. De inmediato empezó a llover con fuerza mientras ellos arrastraban por la superficie trozos de troncos, ramas, palos y todo lo que encontraban para construir un muro que contuviera el agua y desviara una parte hacia un afluente evitando así la crecida e inundación.

Mientras, en el pueblo, el alcalde que no había parado de reírse por la predicción, comenzaba a preocuparse. Los vecinos se agolpaban para preguntarle qué iba hacer si se producía una riada. Pero él no tenían ningún plan y las lluvias no cesaban, más bien al contrario, eran cada vez más fuertes e intensas.

Algunas casas comenzaban a inundarse, los coches flotaban y en el campo los cultivos se anegaban…

De repente alguien se acercó corriendo y gritando lo que los castores estaban haciendo. Todos se dirigieron rápidamente al puente para ver cómo se afanaban en la construcción de un dique que ya comenzaba a contener el agua.

Al cabo de unas horas, cuando las lluvias se volvieron más intensas, el río drenaba sus aguas y desviaba una parte hacia otro riachuelo evitando así que las casas quedaran sepultadas  por la tromba de agua.

La Sibila, a salvo en su gruta, contemplaba en su bola de cristal el trabajo de los castores y miraba pacientemente a los vecinos del pueblo, quienes ignorante de lo sucedido, se disponían a celebrar una gran fiesta en honor de los animales a quienes pensaban debían la supervivencia.  Desde entonces todos los años se celebra ‘el día del castor’ para no olvidar lo ocurrido.

Poco a poco el pueblo recobró la normalidad y siguió con su vida. La Sibila continúo en su gruta, atenta a los oráculos. El alcalde alguna vez que otra va a visitarla aunque nunca desveló la advertencia de Priscila, de manera que nadie supo jamás que fue su intervención quien los salvó a todos.

A la Sibila Priscila le precedía de una larga tradición de mujeres longevas, profetizas, capaces de desentrañar el futuro y predecir acontecimientos con un alto grado de acierto.

Como sus predecesoras y siguiendo la tradición, la Sibila pasaba los días en una gruta situada en las afueras del pueblo. Y como sus antecesoras gustaba del aislamiento y la soledad, estados  que consideraba ideales para preparar su ánimo y su espíritu adivinador.

Aunque Priscila era respetada muchos la tenían por una vieja loca, asocial y rara. Y aunque nadie quería darle pábulo ni creer sus predicciones, eran muchos los que iban a verla a escondidas, cuando presentían ciertos temores o querían conocer su destino. Ella siempre los atendía a cambio de algún presente: ropa o comida. Nunca dinero, pues según decía su sapiencia no tenía precio. Era un don que debía poner al servicio de los demás, por eso sólo aceptaba lo necesario para subsistir.

En sus largas horas de soledad la Sibila Priscila miraba su bola de cristal y consultaba el oráculo en el tarot. En ellos interpretaba el malestar general del mundo: las guerras, las miserias, los terremotos, el hambre, las incertidumbres de los gobiernos… Priscila veía un mundo en ebullición a punto de estallar en pedazos.

Pero los poderes de Priscila iban más allá de las predicciones y profecías, pues además, poseía la capacidad de comunicarse con los animales, una facultad insólita entre las Sibilas.

Un buen día se despertó con un extraño presentimiento. Por eso se levantó y corrió enseguida a consultar el oráculo en su bola. Y ahí estaba: un extraño fenómeno atmosférico, acompañado de abundantes lluvias, se acercaba al lugar provocando el desbordamiento del río, que a continuación, engulliría el  pueblo sepultándolo bajo las aguas. Pero ¿Quién se creería semejante vaticinio? Allí apenas llovía en invierno. Nunca había habido una inundación, ni siquiera se formaban charcos…

Entonces, a sabiendas de que no le harían caso, se apresuró a enviar una misiva al alcalde a través del único vecino con el que se relacionaba. El alcalde nada más leer la carta, se rio a carcajadas moviendo la cabeza y afirmando lo mal que estaba… Y enseguida le contestó diciéndole que lo tendría en cuenta, aunque la Sibila supo de inmediato que no la había creído.

Temiendo lo que se avecinaba y mientras el cielo se teñía de gris oscuro, Priscila se dirigió al río donde convocó a todos los castores: «Tenéis que trabajar a toda prisa en un dique. Las lluvias se acercan y el río se desbordará si no contenéis sus aguas». Enseguida los castores se organizaron y comenzaron la faena. De inmediato empezó a llover con fuerza mientras ellos arrastraban por la superficie trozos de troncos, ramas, palos y todo lo que encontraban para construir un muro que contuviera el agua y desviara una parte hacia un afluente evitando así la crecida e inundación.

Mientras, en el pueblo, el alcalde que no había parado de reírse por la predicción, comenzaba a preocuparse. Los vecinos se agolpaban para preguntarle qué iba hacer si se producía una riada. Pero él no tenían ningún plan y las lluvias no cesaban, más bien al contrario, eran cada vez más fuertes e intensas.

Algunas casas comenzaban a inundarse, los coches flotaban y en el campo los cultivos se anegaban…

De repente alguien se acercó corriendo y gritando lo que los castores estaban haciendo. Todos se dirigieron rápidamente al puente para ver cómo se afanaban en la construcción de un dique que ya comenzaba a contener el agua.

Al cabo de unas horas, cuando las lluvias se volvieron más intensas, el río drenaba sus aguas y desviaba una parte hacia otro riachuelo evitando así que las casas quedaran sepultadas  por la tromba de agua.

La Sibila, a salvo en su gruta, contemplaba en su bola de cristal el trabajo de los castores y miraba pacientemente a los vecinos del pueblo, quienes ignorante de lo sucedido, se disponían a celebrar una gran fiesta en honor de los animales a quienes pensaban debían la supervivencia.  Desde entonces todos los años se celebra ‘el día del castor’ para no olvidar lo ocurrido.

Poco a poco el pueblo recobró la normalidad y siguió con su vida. La Sibila continúo en su gruta, atenta a los oráculos. El alcalde alguna vez que otra va a visitarla aunque nunca desveló la advertencia de Priscila, de manera que nadie supo jamás que fue su intervención quien los salvó a todos.

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Transformación espontánea

El Blog ‘El Tintero de Oro’ convoca un nuevo concurso esta vez inspirado en “La Metamorfosis” de Kafka y nos invita a escribir un relatodonde el protagonista despierte a un mundo o realidad que contenga un aspecto que no acabe de entender’.

Sara llevaba días sintiéndose extraña: el cuerpo dolorido, cansancio, jaqueca y una especie de erupción en la piel. Por la noche tenia pesadillas y una sudoración fría a la que no encontraba explicación. Sin embargo le restaba importancia. Se tomó un paracetamol y siguió con su vida. A fin de cuentas trabajaba desde casa y eso tenía sus ventajas, ella misma marcaba el ritmo.

El día que todo comenzó, Mariela, la asistenta, llegó antes de lo previsto y Sara le dio instrucciones de que no la molestase. Luego se trasladó a su despacho y cerró la puerta para aislarse y trabajar tranquila. Mariela la avisaría, como siempre, antes de irse. Mientras tanto le esperaba una intensa mañana de reuniones y videoconferencias.

A las tres en punto la asistenta golpeaba suavemente la puerta y le avisaba: «Marcho señora, tiene la comida en el microondas. Volveré pasado mañana.»

Pero Sara no salió a comer. Trabajó ininterrumpidamente durante todo el día, y llegada la tarde, se recostó en el sofá y se quedó dormida. Cuando despertó apenas se podía mover. Al mirarse comprobó que su piel se había oscurecido y recubierto por una especie de vello. Sufría una intensa cefalea y dolores en los costados, punzadas que provenían de unos bultos duros que empujaban la piel. Su cara y su cabeza habían adoptado una extraña forma. Aquel proceso era tan doloroso que sudaba y se retorcía en el suelo. Había perdido en parte su capacidad de pensar y era incapaz de llamar a alguien para que la ayudase.

De repente sintió un crujido al tiempo que todos sus huesos se alteraban o cambiaban de forma. Un instante después, comprobó que ya no tenía brazos sino varias patas negras vellosas que debía utilizar para moverse. Y dejándose llevar por su nuevo instinto se desplazó hasta un espejo y comprobó que se había transformado en una hermosa araña y que su nueva identidad la hacía sentir tan poderosa como desconcertada al experimentar inclinaciones y sensaciones nuevas, desconocidas y a la vez placenteras…

Así, encerrada en su despacho, mutando,  permaneció los dos días siguientes hasta que de nuevo llegó Mariela quien, con la puerta semiabierta, se extrañó pues todo parecía estar tal y como ella lo había dejado. Nada más entrar se dirigió directamente a la cocina, comprobando que Sara no había comido, ni tan siquiera había bebido un vaso de agua. Sorprendida fue al dormitorio: todo estaba en orden y la cama sin deshacer. Entonces se preocupó y fue al despacho. La puerta permanecía cerrada. Pegó el oído pero no escuchaba nada: «¿Sara? ¿Está ahí? ¿Está bien?» Mariela miraba con extrañeza a su alrededor y temió que algo malo le hubiera  sucedido. Así las cosas, se decidió a entrar. Colocó la mano en el pomo y comenzó a girarlo lentamente a la par que apoyaba la cabeza en el borde dispuesta a asomarla. El corazón el latía con fuerza en el pecho. Entreabrió la puerta, entró y encendió la luz. Apenas se volvió cuando se encontró frente a una enorme tela de araña, perfectamente diseñada, que cruzaba diagonalmente la habitación. La asistenta no podía dejar de mirarla con la boca abierta, estupefacta, sin dar crédito a lo que veía y sin darse cuenta que por detrás la acechaba Sara, ahora transformada en una araña gigante. Y cuando la tuvo cerca la empujó contra su tela para que quedara atrapada.

Mariela instintivamente comenzó a luchar para intentar despegarse. Gritaba de pánico pidiendo auxilio, pero su lucha era inútil. Aquellos hilos eran tan fuertes y pegajosos que resultaba imposible zafarse. Después de un rato braceando y pataleando, agotada, sin fuerzas, se rindió. Mientras, Sara daba vueltas en la habitación preparando el momento final antes de darse el festín. Giró y giró sobre Mariela hasta que la envolvió con hilos tejidos a tal efecto. Luego se acercó despacio, posó sus colmillos sobre el cuello e inoculó a su presa un veneno paralizante de resultado inmediato. Mariela la miraba fijo a los ojos, mostrando una mueca de terror en su rostro. Luego Sara la contempló dispuesta a engullir, poco a poco, aquel suculento manjar…

Al cabo de unas horas en la tela sólo quedaba algún despojo que dejó para más tarde. Satisfecha y con el estómago lleno, Sara descansaba en un rincón mientras recordaba, afilándose de nuevo los colmillos, que su compañera de piso volvería en un par de días tras una semana de viaje: no tenía más que esperar, la siguiente presa ya estaba en camino…

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Indiferencia

El reto de  ‘Cinco Líneas de Adella Brac’, este mes de Junio nos invita a escribir con las palabras: terraza, vería y control.

De no ser por el espeso bosque, desde la terraza vería su casa. Pero sólo podía ver el camino de acceso. Permanecía horas allí observando agazapado, atento a todos los movimientos: a las entradas y salidas, a la llegada del cartero y a cualquiera que fuera de paso. Todo control me parecía poco con tal de verla al menos una vez cada día. Y cuando esto sucedía me relajaba y añadía desesperanza  a mi tremenda cobardía…

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La biblioteca

En ‘Relatos Jueveros’ desde el Blog ‘Neogéminis’ se nos invita a un nuevo reto: escribir una historia en la que los libros cobren protagonismo.

El cura Sanjuan era párroco de una feligresía de un pequeño pueblo. El salario y las limosnas de los cepillos apenas le daban para vivir, tal y como se percibía nada más verle con una raída sotana que mostraba una escasa botonadura y varios remiendos. Aquel joven sacerdote tenía muchas virtudes y entre sus aficiones se contaba la ser un lector empedernido, heredero de una prolífera aunque modesta biblioteca fruto de sucesivos legados de las familias más ricas del pueblo, quienes conociendo su afición, en lugar de dinero le donaron algunas obras que atesoraba con celo.

Se cuenta que allá por el año treinta y seis de la pasada centuria, cuando los españoles se vieron divididos y enfrentados en una guerra que duraría tres años, de la noche a la mañana y sin saber cómo ni por qué, el pueblo, que se encontraba situado en el bando republicano, se vio enfrentado a una localidad vecina del bando contrario.

El párroco pobre, aunque intelectual y versado, comprendió al instante la gravedad de los hechos y cayó en la cuenta del peligro de que corría su librería, pues los fascistas tenían fama de hacer una pira e incendiar los libros tal y como tiempo atrás hiciera la Santa Inquisición, institución que estableció la censura y quema de aquellos libros considerados heréticos. Así que para salvarlos urdió un plan: los envolvería en papel y tela, los metería dentro los sacos de las barricadas, los rellenaría de arena y los apilaría. Con suerte podría conservarlos hasta el final de la guerra.  

Y así fue. Cuando entraron los nacionalistas arrasaron con todo pero los libros permanecieron escondidos en las entrañas de aquellas montañas de sacos apostados en la carretera de entrada y salida del pueblo. Y una vez firmada la paz el cura Sanjuan dijo una misa en señal de gratitud tras haber salvado no ya vida sino su tesoro más preciado: la biblioteca.  

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El cuadro

Desde el Blog de Ginebra Blonde ‘Varietés’, este mes de abril nos invita a escribir sobre el tema ‘Surrealismo’ en todas sus acepciones.
La Monstrua, Juan Carreño, 1680 (Museo del Prado)

Llegué muy temprano al Museo. Aquel día me tocaba recibir a un grupo de expertos en pintura española de los siglos XVII al XX. Desde hacía casi una semana habíamos preparado una selección en una de las salas más amplias en la que pasaríamos varios días analizando pormenorizadamente las obras.

Nada más entrar, cuando me dirigía a mi despacho, me pareció observar una enorme sombra apostada en una cristalera. De entrada pensé que serían los de la limpieza pero enseguida percibí que alguien me seguía, aunque jugaba conmigo y desaparecía cuando me volvía a mirarla. Abrí el despacho. Entré, solté el abrigo y el bolso, y después de descansar unos minutos, me dirigí a la sala de exposiciones para comprobar que todo estaba a punto para cuando llegase la comitiva. Entonces, al introducir la llave en la cerradura para abrir la puerta, sentí que alguien me empujaba desde atrás y de inmediato cerraba la puerta tras de sí. No podía creerlo. Me encontraba ante la mismísima Monstrua en persona. Con su vestido rojo anaranjado y sus cintas en las coletas. Ella me miraba con el ceño fruncido, enfurruñada, con cara de pocos amigos. Yo busqué con la mirada el cuadro que, para mi sorpresa, permanecía colgado pero vacío como un recortable…

Me pareció una escena tan surrealista que no daba crédito y no podía hablar porque no lo podía creer. Eugenia Martínez Vallejo, apodada la Monstrua, se había plantado delante de mí, me miraba fijamente e iniciaba un largo monólogo: «¿No podías haber elegido otro cuadro? Ya se rieron de mí en la Corte durante años. Además de Monstrua me llamaban gorda y otros apelativos inimaginables. A ver ¿Qué pinto yo entre mujeres tan esbeltas como la ‘Maja’? Para tu información y la de tus amigos te diré que no me dejaban adelgazar y me cebaban, me daban de comer a todas horas para que no perdiera un gramo. Tenían que ayudarme a vestirme y a calzarme. Fui muy desgraciada. Me llevaron a palacio en tiempos del rey Carlos II, el Hechizado, junto a otra ‘gente de placer’, bufones y enanos. Nuestra misión era divertirlo aunque él se reía poco, siempre estaba enfermo y apenas hablaba ni se sostenía en pie. Para colmo me pintaron vestida y desnuda, tapada solo por una hoja de parra. Pasé mucha vergüenza porque todos se reían de mí. Luego durante siglos han seguido burlándose, mofándose gracias al cuadro y ahora tú vas y me traes aquí para que sigan haciéndolo estos expertos que vienen a analizar mis ropas, mi cara, mi papada, mis coletas y mi pose. No. De eso nada. Ya me estás descolgando de la pared y en mi lugar cuelgas otro. Bastante tengo con seguir de por vida en este Museo ¿te ha quedado claro?» Esto último lo dijo mientras se ponía de puntillas para mirarme fijamente a los ojos al tiempo que acercaba su cara a la mía…

Aquellas palabras resonaban en mi interior y su grito retumbaba fuerte dentro de mi cabeza que giraba de un lado a otro hasta que abrí los ojos y comprobé que seguía en mi despacho, acomodada en una butaca, descansando tan plácidamente que me había dormido. Respiré hondo y pensé que aunque todo había sido un sueño me había resultado tan real que sentí una enorme compasión ante hacia aquella niña de enormes proporciones y ante la vida tan sacrificada y cruel que había llevado. Y sin dudarlo me levanté, fui hasta la sala donde estaba la exposición, me coloqué ante el cuadro y mirándolo afirmé contundente: «No te preocupes. Voy a descolgarte y colocaré otro en su lugar ¿de acuerdo?» Y entonces sucedió que al mirar su cara, la Monstrua me guiñó un ojo. Y yo, lejos de extrañarme, le devolví el guiño y me marché sonriente y satisfecha, dispuesta a dar las órdenes oportunas para que retiraran el cuadro de la exposición…Por cierto, los expertos quedaron satisfechos y el evento resultó todo un éxito para el Museo.

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Sin tiempo ni medida

el BLog de Lidia nos invita a escribir jugando. este mes de junio el microrrelato o poesía deberá inspirarse en la carta y En la creación deberá aparecer un hatillo y un brick de leche (Opcional).

Miré mi viejo reloj vacío de tiempo. Ignoraba cómo transitaría mis días en un continuo sin ritmo ni medida. Lo guardé en un hatillo y me marché conducida por la luz del sol, guiada por la estrella Polar, sin rumbo fijo, deambulando por el espacioso mundo.

Varias lunas después, llegué a un extraño lugar donde la vida transcurría movida por la propia naturaleza: comer y dormir cuando el cuerpo lo apetezca, soñar cualquier instante del día o de la noche, permanecer siempre en hoy aunque fuera mañana… Bebí el último sorbo de un brick de leche y volví a dormir…

©lady_p