Olvidar

Las casas del pueblo se divisan en un horizonte que zigzaguea al compás de la carretera. De niña jugaba haciendo guiños con los ojos. Con los años aprendí a mirarlo todo. Poco a poco los recuerdos desaparecen. Hoy sólo el pasado y el presente me pertenecen. El futuro está poblado de lagunas, lleno de paréntesis, socavado de vacíos. Dejaré de ser yo. Poco después el mundo se ausentará de mí. Y entonces habré llegado al final…

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Participación en el reto de octubre a iniciativa de 5 Líneas, esta vez incluyendo las palabras casas, años y desaparezcan

El viaje de Nour

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Nour sostiene a la pequeña Dara en sus brazos. Su madre la acompaña hasta el acantilado desde donde se divisa la playa. Han llegado en un Jeep desde Aleppo y apenas tienen tiempo para despedirse. Los ojos oscuros de la anciana destilan tristeza: «No volveremos a vernos hija. Soy demasiado mayor para marchar contigo. Cuida de mi nieta. y háblale de su familia y de su tierra. Que Alá os proteja». Las tres se funden en un largo abrazo. Luego la joven, cargada con su hija y una pequeña bolsa a la espalda, comienza a descender hasta la cala, caminando firme y sin mirar atrás, recordando las palabras que su madre le había dicho antes de iniciar el viaje: «Vete y no mires atrás. Todo cuando ha de venir está ante tus ojos».

En la orilla, dos hombres apartados del resto, se encargan de recoger el pago acordado. Nour les entrega el equivalente a dos mil euros -toda la fortuna familiar más una deuda que pagarán de por vida- correspondientes a su plaza en el cayuco. Luego le entregan un chaleco salvavidas que se ata alrededor del cuerpo, y aunque pide otro para Dara, no se lo dan porque sólo ha pagado un asiento. Un chico joven, como de veinte años, le da su cinturón para que ate su cuerpo al de la niña, así si caen al agua, flotaran juntas.

Enseguida los van llamando uno a uno y les asignan un lugar. A ella le toca sentarse entre dos hombres desconocidos. El asiento es una tabla de madera que cruje con cada pequeño movimiento, donde los cuerpos se colocan tan pegados que pueden sentirse los latidos del corazón y la respiración ajena como una sinfonía, todas al compás, unidas por el mismo miedo. Dara está inquieta y no para de moverse. Tiene sueño. El cayuco se balancea conforme los pasajeros se acomodan apretados, tan hacinados que apenas pueden moverse. Ante sus ojos el Mediterráneo parece inmenso. Nour cierra los ojos y abraza fuerte a su hija: la suerte está echada. Atrás queda una ciudad en ruinas, apenas un trozo de techo, frío, y sobre todo hambre, mucha hambre. Sea lo que fuere que le estuviera esperando no podría ser peor.

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El cayuco comienza a moverse lentamente, abriéndose paso a través de unas aguas mansas y calmas. Nour recuerda cómo empezó todo. Fue justo aquel día que supo que su hermano Abdel había llegado vivo a Italia, a un lugar llamado Sicilia. Hassam, su primo, lo contó con todo lujo de detalles. Él conocía el trayecto pero no tuvo suerte y lo enviaron de vuelta. Dijo que muchos murieron. Que la barca se mecía y todos vomitaban. Se les acabó el agua y la comida. Algunos desesperados bebían el agua del mar. Tenían diarreas incontroladas. El hedor lo impregnaba todo. Los niños lloraban. Las mujeres gritaban. Las madres exhaustas, agotadas, no podían calmar a sus hijos. Las noches eran frías y eternas. Se quedaban dormidos unos contra otros. Al amanecer los cadáveres eran arrojados por la borda. Así, hasta que pasados cinco o seis días, tal vez alguno más, uno de los capataces gritó ¡tierra! y todos los que sabían nadar o flotar se echaron al mar arrastrando sus débiles cuerpos hasta la orilla, jadeando, llorando, sollozando…

Enseguida llegaron algunas personas a socorrerlos. Les dieron mantas, ropa seca y comida. Les ayudaban a ponerse en pie hasta que tambaleándose conseguían sentarse en tierra firme. Luego trasladaron a los enfermos a un hospital y a los demás a un centro donde les atendieron, se ducharon, les dieron ropa limpia y después comieron…

Nour se estremeció y un escalofrío le recorrió el cuerpo. Entonces recordó cómo había sido violada por un grupo de soldados hacía dos años. Nueve meses más tarde, después de un parto terrible y complicado, en un rincón, en la penumbra de las ruinas de su casa, Dara vino al mundo, sana y perfecta. Una niña nacida de la crueldad humana y en un lugar equivocado. Condenada a no tener infancia y a vivir entre los restos de la que tiempo atrás fuera una ciudad próspera y con recursos.

Aquella noche, cuando Hassam acabó su relato, Nour soñó con aquel lugar lejano y extraño donde vivir en paz. Al día siguiente su madre le propuso conseguir el dinero vendiendo todo cuanto les quedaba, endeudando a toda la familia, y apostar por aquella travesía, albergando la esperanza de que se encontrara con su hermano y ambos tuvieran una oportunidad en aquella ‘tierra prometida’ donde no había guerra ni miseria. Un lugar donde Dara crecería libre para poder jugar, reír, ir al colegio y vivir sin miedo.

Una semana después de la partida, el cayuco tocaba tierra en Lampedusa. Cuentan que apenas hubo supervivientes pues les había alcanzado una fuerte tormenta. Nada se supo de Nour ni de Dara, por eso nadie cree que hayan sobrevivido. Sólo Kamila, su madre, quiere creer que llegaron vivas, que se encontraron con Abdel, su hijo, y que viven felices en esa tierra lejana que llaman Italia, porque el único derecho inalienable de los habitantes de Aleppo es el derecho a soñar.

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Desde el Blog «El Tintero de Oro» este mes nos proponen participar en un concurso de relatos con la ‘injusticia social’ como telón de fondo. Para más información visitad su Blog.    

La decisión

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A pesar de la adversidad y la desdicha que en ocasiones me desanimaban, no podía ceder ante esa deuda contraída conmigo misma. Los científicos hemos de ser pacientes, las científicas más, me repetía hasta la saciedad. A veces, una especie de duende interior me zarandeaba y empujaba a continuar incluso en los momentos más bajos. Cualquier pequeño éxito me hacía más fuerte y me recordaba que no debía quedarme dormida, que ante la duda, tenía que seguir luchando, que no debía hacer caso a los dardos envenenados de mis rivales y adversarios y que la compatibilidad, incluso entre los enemigos, podría llegar a ser real.

Absorta en mi laboratorio pasaba mucho tiempo sin volver a casa. Dormía en un viejo sofá y me alimentaba de hamburguesas o pizzas. A veces no era consciente de que pasaban las semanas, que durante varios días ni siquiera me cambiaba de ropa. «El tiempo apremia» me repetía El ‘cronógrafo reversible’ debería superar unas cuantas pruebas más. Estaba segura de lo que representaba, de que resultaría revolucionaria la posibilidad de recuperar el tiempo vivido las últimas 24 horas. Sería toda una proeza. El mundo se volvería loco pretendiendo rectificar sus acciones, modificar sus decisiones, omitir algunos de sus actos… Muchas cosas mal hecha podrían rectificarse pero ¿acaso tanta espectacularidad merecería la pena? ¿Serviría para hacer mejor a la humanidad? La contabilidad de los fallos comprobados me decía que estaba muy cerca de conseguirlo.

Y si todo va tan bien ¿por qué siento miedo? ¿Por qué no me siento bien o feliz? Nunca me gustó jugar a ser diosa, ni me regocijó la idea de tener el mundo en mis manos, ni me embelesó o me embriagó la fama, y sobre todo, odio hasta el extremo a los poderosos, manipuladores y opresivos…Soy científica para hacer el bien, para beneficiar a la humanidad, para ser reconocida y recordada por ello…

Sin dudar un ápice, me puse la gabardina, cogí el bolso, cerré la puerta del laboratorio y me marché. Y después de no sé cuánto tiempo, sonreí satisfecha por primera vez…

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Reto ‘Relatos de jueves’, esta vez bajo el epígrafe “Trece de dos” a iniciativa del blog  La trastienda del pecado.

El prisionero

Willy, ‘cara de bueno’, consiguió engañar a todos menos a sí mismo.  No le había ido mal deambulando por los recodos de la maldad, al tiempo que pactaba con el demonio. Conseguir cuanto quería fue por encima de todo su objetivo: embustero, desleal, impostor e hipócrita, acusó, robó e inculpó falsamente a cuantos le estorbaron. Y aun así, cuando esperaba la condena en su celda y recibió la visita de su madre, el amor y la compasión que proyectaban sus ojos, atravesaron su corazón putrefacto, y apenas por un instante, una ligera sonrisa se dibujó en su rostro…

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Reto correspondiente al mes de octubre del “Blog de Lidia”

Un deseo anticipado

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Don Matías se despertó temprano, como siempre: «Un día más» pensó para sí. Casi como un autómata se levantó y milimétricamente repitió una liturgia impuesta desde que se quedó viudo hacía ya quince años: encendía la radio, iba al baño, se afeitaba, se vestía y se dirigía a la cocina a desayunar:

−Un buen café es indispensable para empezar el día −afirmaba en voz alta.

Sus hijos ya le habían advertido sobre esa costumbre de hablar solo, pero él lo negaba taxativamente:

−No hablo sólo. Pienso en voz alta. Es un signo inequívoco de inteligencia –se defendía.

Pero su teoría fue haciendo aguas conforme avanzaba el tiempo y el pensamiento dio paso a un monólogo exterior fundamentado en una profunda soledad.

El calendario fue deshojando los meses hasta que llegó octubre. A Matías cada año se le hacía más cuesta arriba y celebrar su cumpleaños una ceremonia insufrible. Para él era un suplicio, un trago, un día del que no quería saber nada, y menos aún, festejarlo. Pero primero sus hijos y luego sus nietos insistían en que soplara velas y pidiera un deseo. Y aquello fue consolidándose año tras años, hasta convertirse en una tradición imposible de erradicar. Y así, a lo tonto, llegó el día ‘d’.

Martina, su hija pequeña, preparó el comedor con guirnaldas y una bandera republicana presidiendo el acto en honor de un padre rojo, anticlerical y ateo confeso. Abrió la mesa del salón para que cupieran todos. Extendió el mantel blanco reservado para las ocasiones. Colocó la cubertería nueva, la cristalería con las copas ordenadas y la vajilla favorita de su madre. Mientras, en la cocina, su hijo Álvaro preparaba su comida preferida, aperitivos y entrantes variados y diferentes cada año menos el postre, que siempre era el favorito del anfitrión: arroz con leche.

A la hora convenida el resto de los comensales -familiares y amigos íntimos- iban llegando. Conforme entraban, saludaban y dejaban un regalo sobre una mesita supletoria con la foto de la boda de Matías en la que los novios se veían de pie. Su mujer, Rosario, aparecía guapísima con un vestido de encaje blanco con mangas. Él con un traje oscuro y corbata a rayas. ¡Ambos tan jóvenes…!  De vez en cuando Matías miraba la montaña de paquetes y repetía insistente algunas frases: «No teníais que comprarme nada» «No tiene sentido semejante derroche». «¡Ni que fuera Navidad!».

Álvaro salió con el delantal invitando a todos a que se sentaran a la mesa mientras portaba dos bandejas para picar. Alabaron al cocinero por tanta exquisitez. Los vinos elegidos por Matías hijo, fueron un éxito. Entre todos recordaron momentos felices. Contaron anécdotas y travesuras. Todo transcurrió entre risas y bromas hasta que, casi acabada la sobremesa, llegó el momento temido y delicado de soplar velas y pedir un deseo. Entonces corrieron las cortinas del balcón para oscurecer la habitación, se encendieron las 80 velas y una voz de niña repitió: «Pide un deseo y sopla abuelo». Matías apretó los ojos, se concentró y a punto estaba de soplar, ya con los carrillos inflados, cuando sintió una especie de temblor que recorrió su cuerpo y un fogonazo, como de un relámpago, iluminó la habitación. Entonces abrió rápidamente los ojos y para su sorpresa se encontró frente a Rosario que le sonreía diciendo: «Cierra los ojos cariño, si los abres el deseo no se cumplirá. Todos los años lo mismo».

Alrededor de su esposa estaban sus tres hijos pequeños, sus hermanos, sus tíos y amigos. Todos jóvenes jaleando y sonrientes. Los miró recreándose en cada uno de ellos mientras los escuchaba animándole a cerrar de nuevo los ojos y soplar: «Venga Matías, sopla que queremos probar la tarta –le decía su hermana». «Papá ¿no sabes qué pedir, te lo digo yo? -comentaba su hija pequeña».  Pero Matías no quería cerrar los ojos, quería quedarse en aquella escena, en aquel tiempo, en aquel instante, consciente de que todo era una alucinación, un sueño, un deseo anticipado…

De repente el sonido de la voz de su hijo lo devolvió a la realidad: «Papá, papá ¿estás bien? Pide un deseo y sopla?». Matías parpadeó. Luego sonrió y dijo:

−Soplaré −y añadió sonriendo− aunque este año el deseo se ha anticipado y ha venido exprés.

Todos se miraron con una mueca de extrañeza y escepticismo. Matías los miró soltando una enorme carcajada a la que siguieron las risas incomprensibles de todos los demás… Finalmente sopló y todos le aplaudieron.

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Relato de participación en VadeReto que este mes nos invita a escribir sobre ‘El cumpleaños’

Reencuentro

Se levantó la solapa del abrigo y caminó pletórico por la ilusión de aquella cita. Cruzó la calle. Mientras avanzaba observó una amapola en los bordes desbrozados de la acera. Pensó en los años transcurridos desde la primera vez. Soñó con aquel viaje entonces imposible. Miró al cielo para contemplar la luna insinuada al atardecer y por fin, cuando casi había llegado al lugar acordado, la vio marchar sobre sus pasos. Pensó retroceder pero la llamó dos veces: «¡Amanda! ¡Amanda!» Ella se volvió y ambos descubrieron en sus rostros la memoria inexorable y cruel del paso del tiempo.

Microrrelato,”Fundación Cinco Palabras” este mes de octubre: solapa, ilusión, amapola, viaje y luna.