El suplente

El día del estreno había llegado. Los espectadores empiezan a entrar. Se colocan en sus asientos. Hablan en voz baja. Van muy acicalados: ellos de chaqué, ellas con vestidos de noche, luciendo magníficas e impresionantes joyas. Toda una paleta de color se derrama sobre los palcos y el patio de butacas…

En el camerino el tenor se prepara para interpretar el aria. Hoy es el gran día del todopoderoso, del inigualable y sin igual divo que estrena su voz por primera en este teatro de ciudad. Pequeño sí, pero con un público entregado, entendido, aficionado a la música clásica y a la ópera. El gran tenor italiano, Luigi Di Santi, venido a menos, había tenido que bajar su caché a causa de su propia dejadez y desidia. Con los años se había vuelto engreído y soberbio. Pensaba que era el mejor, que lo sabía todo, que ya no tenía nada que aprender. Por eso apenas ensayaba y se había entregado en cuerpo y alma a la vida disipada, viviendo de las rentas que su época doraba le había proporcionado. Un tiempo que empezaba a quedarse muy atrás.

Como siempre, un suplente lo acompañaba por si las moscas. Al contrario que él era disciplinado, trabajador. Ensayaba y ensayaba cada día, confiando que llegaría su oportunidad.

En el teatro todo parecía preparado. Se apagaron las luces y un haz de luz con forma de círculo iluminó la figura esbelta del director que saludó con una respetuosa y discreta reverencia en medio de un gran aplauso. Luego se dirigió a paso lento hacia una pequeña tarima donde estaba situado el atril. En ese momento el escenario se iluminó totalmente, distinguiéndose a la perfección las caras y manos de los músicos vestidos con esmoquin, tanto los hombres como las mujeres. Entonces sube con firmeza el peldaño, coge la batuta delicadamente entre los dedos índice y pulgar, golpea un par de veces la madera y eleva los brazos hacia la orquesta señalando a los violines para darles la entrada. Apenas un instante después, comienzan a sonar dulcemente, ‘piano piano’, los primeros compases de la Obertura. Los violines son seguidos por las violas, los chelos y los bajos. A continuación da paso a los instrumentos de viento, metal, percusión. Y una vez todos unidos e integrados, se produce un estallido de sonidos perfectamente conjugados, armónicos y acordes.

Todo está a punto. Sin embargo el tenor empieza a notar un persistente picor en la garganta. Comienza a carraspear y a toser compulsivamente. Bebe agua. Se retoca la laringe con un spray. Pero su voz no sale. No puede cantar porque no puede dejar de toser. Ha fumado y bebido demasiado. Faltan apenas unos diez minutos y hay que tomar una decisión: suspender o dejarlo todo en manos del sustituto.

Y se lo juegan todo a una carta. ¡Que siga la función!

Unos minutos después el foco de luz se detiene sobre el tenor suplente mientras suenan los primeros compases de la famosa arias de Puccini ’Nessum dorma’ de la ópera ‘Turandot’. La voz del tenor envuelve y emociona a los asistentes. El vello se eriza y algunos ojos dejan escapar unas lágrimas mientras resuena el clímax.

Poco a poco la música y la voz se apagan. El público se pone en pie e irrumpe con un fuerte aplauso que dura ocho minutos largos mientras rasga el silencio con vítores y halagos. El concierto se ha terminado. El tenor suplente ha triunfado.

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Fábula ‘La cigarra y la hormiga’: La previsión y el trabajo constante tienen recompensa.

Participación en Vadereto, desde el Blog Acervo de Letras.  Este mes dedicado a “Recuéntame un cuento”

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El regreso

Atravesé la Plaza de San Marcos. El Gran Café Florián abría sus puertas puntual como siempre. Sus camareros me saludaron al pasar. Adelanté el paso. Caminé por delante de la basílica y doblé la esquina por la fachada del Palacio Ducal hasta colocarme delante del Ponte dei Sospiri que cruza las aguas verdosas del Río di Palazzo.

Allí parada pensé en la última vez que estuve aquí. Recordé que Venecia es una ciudad de puentes. Concretamente dicen que tiene entre 350 y 500. Unos públicos y otros privados. Es comprensible si pensamos que se trata de una ciudad flotante, rodeada de agua. El primero de todos y el más grande, el de la Libertad, la une al continente. Y en su interior, está poblada por otros muchos que facilitan su recorrido y sirven para cruzar calles y plazas o para atravesar el Gran Canal.

Recorrer esta ciudad de tu mano resultó, entonces, como tender un puente a una relación anterior que ya destilaba crisis por los cuatro costados. Contigo pasé página y recuperé mi tiempo. Olvidé mis diferencias y limé algunas asperezas del pasado. Hice una pausa. Y finalmente abrí un paréntesis a la vida, un inciso que duró, exactamente ocho días, tras los cuales cada cual siguió su camino, aunque amigos para siempre.

Los puentes unen. Acortan caminos. Acercan, y también, separan. En cualquier caso, casi siempre se acaban cruzando. Entre tú y yo hubo un puente tendido para que yo pasara a la otra orilla. Para que dejara atrás un trozo de ayer y me abriera a un nuevo mañana. No llegaste para quedarte sólo para estar un breve instante. Sólo una parada. Ambos lo sabíamos, lo queríamos, lo aceptamos. Y estuvo bien aquel intervalo, sereno y luminoso como un atardecer de verano.

Miré de nuevo hacia el pequeño puente y suspiré, como seguramente hicieron tantos otros prisiones de antaño, que camino de la prisión, miraban al canal nostálgicos. Solo que yo, esta vez, lo hacía sin melancolía ni añoranza, más bien liberada por salir de ellas.

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Participación en el reto “Relatos Jueveros” desde el Blog de Molídelcanyer.  Este jueves dedicado al tema: puentes.

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La alarma

Pulsar él mismo el interruptor, eso fue lo que hizo. Y entonces todo el edificio comenzó a destilar agua. Una lluvia menuda caía constante sobre las oficinas, y en apenas cinco minutos, sembró el caos. Todos se precipitaban intentando salvar los documentos escritos colocados sobre sus mesas. Saltaron chispas de algunos enchufes. La gente corría despavorida creyendo que se habría declarado algún incendio en una de las plantas del edificio. Los ascensores se atascaban y en las escaleras  se había formado un tapón. Yo estaba petrificada mirando a mi hijo: sólo a un niño tan inquieto se le habría ocurrido presionar el botón de alarma…

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Participación en “Relatos en Cadena”. Semana 11: Pulsar él mismo el interruptor…

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El corazón de Nora

Aquella mañana Nora se levantó preocupada. Había tenido una terrible pesadilla en la que sentía que su reloj interior se paraba. La mano de un ser grotesco atravesaba su pecho y arrancaba de cuajo el mecanismo del reloj que hacía las veces de corazón e impulsaba su vida. El recuerdo de semejante sueño la inquietó. Por eso, de vez en cuando, colocaba las manos sobre su pecho para percibir el tic tac y comprobar que seguía funcionando. Hasta que el recuerdo de las manecillas de turmalina negra la alivió: su poder la protegía de cualquier negatividad.

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Participación en el reto “Escribir Jugando” desde el Blog de Lidia Castro.  

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Las reformas de Melchor

El rey Melchor llevó a cabo la instalación de un aparato que regulaba las temperaturas y el nivel de agua en su carruaje. La Gran Noche se presentaba fría, y a su edad, toda precaución era poca. Por el camino se encontraría con Santa y sus Elfos, y como todos los años, chalarían y beberían un rato. Pero esta vez le invitaría a su carroza, más confortable que aquel viejo trineo descapotable, gracias a las nuevas dotaciones y servicios de los que actualmente dispone.

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Participación en el reto “5Líneas” de Adella Brac. Este mes de diciembre debe contener las palabras instalación, temperaturas, agua.

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El jubilado

Hace ya algunos años que Plácido se jubiló para poder cuidar de Jacinta, su mujer. Por entonces ella estaba delicada y su enfermedad requería una vida tranquila y reposada. Pero a pesar de haber trabajado desde los dieciséis años, la pensión que le correspondió era tan exigua que apenas le llega para pagar el alquiler y poder comer. Las cuentas no le salen y él ya no sabe cómo aumentar los ingresos. Así que busca trabajos compatibles con su actual situación.

Primero se hizo representante de seguros, pero no alcanzaba la cuota de ventas y tuvo que dejarlo. Luego se dedicó al buzoneo de propaganda, pero tenía que andar demasiado porque carecía de vehículo propio. Probó un tiempo de ayudante en una barbería, barriendo. Pero eran muchas horas y no podía dejar tanto tiempo sola a Jacinta. Se arriesgó a vender ropa a domicilio, pero el margen era tan pequeño que no le compensaba. Y así, trabajo tras trabajo, Plácido se desesperaba contemplando cómo menguaban los pocos ahorros que tenía guardados.

Un día vio un anuncio de un circo que llegaba a la ciudad. Se necesitaba gente para disfrazarse y salir en una cabalgata anunciando el espectáculo. No se lo pensó dos veces. Tenía que conseguir un extra para sorprender a su mujer. Pero cuando llegó solo quedaba un disfraz de Minnie que aceptó sin remilgos.

Camino de vuelta, hizo una parada, y descabezado de aquel disfraz, fumó sin reparos un cigarrillo en plena calle mientras pensaba: «Mañana llevaré a Jacinta al cine».

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Participación en el reto “El viernes creativo: He visto fumar a Minnie” por iniciativa del Blog ‘El bic naranja. Escribe fino’.       

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La última tentación

El sacerdote entró agitado y jadeante en su habitación. Se desabrochó cada uno de los botones de la sotana y la colgó de una percha. Luego, se quitó el alzacuello y lo depositó encima de la cómoda. No podía respirar. Se abrió un poco la camisa y tomó un sorbo de aire. A continuación cogió su breviario de la mesita de noche y rezó, esta vez con un hilo de voz, desconsolado…

Hacía tiempo que su fe se había quebrado y debilitado.  Retaba a Dios para que le hiciera una señal, una sola, que le afianzara en el camino elegido. Pero parecía que Dios no le había oído, o peor aún, que le había abandonado.

Preso de pasiones y deseos inconfesables, rogaba al Altísimo misericordia y suplicaba perdón. Ayunaba, se fustigaba, oraba, imploraba con lágrimas en los ojos, prometiéndose que esa sería la última tentación. Se lo juraba a sí mismo en vano una y otra vez.

Finalmente, cansado, frustrado y sin fuerzas, renegó e interpeló así a Dios: «Hagamos un trato. Tú no volverás a meterte jamás en mi vida y yo a cambio no le diré a nadie que tu no existes».

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Participación en ENTC, esta vez de la mano de Pauto: ‘Se acabó la función’

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Caprichos del destino

«Hoy puede ser un gran día, duro con él» Así sonaba la canción de Serrat mientras me decía a mí misma que me bastaba con que fuera una jornada ‘normal, rutinaria y monótona’. Sin pena ni gloria, vamos. Y es que llevaba una temporada que todo me salía del revés. Mi amiga Nadia no dejaba de repetir que ‘me había mirado un tuerto’, pero yo no creo en esas cosas. No soy supersticiosa. Podría ‘pasar bajo una escalera’ y ver ‘cruzar a un gato negro’ al mismo tiempo, y sin embargo, tener ese gran día del que habla la canción. Todo es posible…O eso pensaba yo.

Ensimismada en estas cosas caminaba por la acera para encontrarme con Nadia, cuando a unos pocos metros vi una escalera apoyada contra la fachada en la puerta de una farmacia, y subido en ella, un chico reponía las luces fundidas del cartel colocado sobre el dintel. Comprobé que las personas no pasaban por debajo sino que la esquivaban bajando el escalón de la acera. «¿Qué más me puede pasar?» pensé mientras me acercaba. Había perdido mi empleo. Me había dejado mi chico. Mis padres estaban enfadados conmigo y mi cuenta corriente apenas me daba para un mes más en la ciudad. Pero yo, ni corta ni perezosa, pasé elegantemente por debajo cual modelo bajo el Arco del Triunfo, al tiempo que esbozaba una amplia sonrisa. No sé por qué, aquel reto me hizo sentir empoderada. Hasta que de pronto Nadia apareció de frente:

−¿Qué?–preguntó con cierta ironía−. ¿Desafiando al destino no?

−Ya sabes que no creo en esas cosas −le contesté muy segura de mí−. Será lo que tenga que ser y nada tendrá que ver con la dichosa escalera.

Seguimos caminando por la acera, y ya estábamos a punto de doblar la esquina, cuando una maceta enorme cayó desde una azotea directa a la cabeza de Nadia que, al instante, cayó inconsciente al suelo. La gente se arremolinó. Alguien llamó a urgencias. Había sangre, mucha sangre. Llegó la ambulancia. Nos llevaron al hospital. Nadia recuperó la consciencia. Por suerte todo quedó en un buen susto, seis puntos de  sutura, un fuerte dolor de cabeza y una suculenta indemnización que Nadia, generosa como ella sola, compartió a medias conmigo. Caprichos del destino…

Y desde entonces todo cambió para bien…

©lady_p

Participación en “Relatos Jueveros”, esta semana desde el blog de Campirela que nos invita a escribir sobre “las supersticiones”.  

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El misterio de la Abadía

Imagen: Internet

La Abadía de San Martín, construida hace cinco siglos, está encaramada sobre una montaña. Con el tiempo y el trasiego de caminantes y senderistas, se ha abierto un camino, y más tarde, se creó un acceso y una explanada artificial para dejar los coches y poder visitarla.

A la entrada un cartel pegado con cinta adhesiva sobre la puerta de madera advertía: “Se ruega silencio”. La comunidad, conformada por doce monjes de clausura, había abierto sus puertas para compartir con el público el rezo de las vísperas a la 18.00h, y de paso, activar una pequeña tienda de verduras cultivadas en la huerta y pan elaborado en una tahona que poseían. Los asistentes podían disfrutar de los cantos sentados en los bancos de la capilla al tiempo que gozaban admirando su arquitectura, el retablo, las pinturas o la imaginería, mientras en el trascoro, se llevaba a cabo el rezo de las horas.  Al salir, muchos compraban los mencionados productos además de estampas, rosarios, medallas y postales, colaborando así a la manutención y sostenimiento de estos hermanos, que en pleno siglo XXI, continuaban viviendo bajo el lema de su fundador: ‘Ora et labora

Los visitantes ocupaban sus asientos y yo me senté en el último, el más cercano al trascoro, del que me separaba una reja. Según parece, en otro tiempo, la comunidad había sido muy numerosa, como se comprueba  por el número de sillones -al menos treinta- de madera noble tallada. El espacio tenia forma cuadrada y los sitios se repartían en forma de U con diez escabeles a cada lado. En medio un facistol o atril grande, hoy por hoy con una función más bien decorativa, donde se apoyaban los libros de liturgia y de canto.

Faltaban cinco minutos para que comenzara el rezo. Todos cuchicheábamos comentando en voz baja la belleza de las diferentes capillas laterales y el realismo de una escultura de San Esteban atravesado por las flechas. Enseguida se oyeron los pasos de los monjes colocándose cada uno en su lugar y escuchamos el leve crujido de las hojas de los libros de canto. Un instante después el silencio se llenó con las voces graves y melódicas de los frailes que el público asistente seguía por medio de unas hojas fotocopiadas.

De repente, un fuerte estruendo provino del fondo de la capilla, al tiempo que una sombra veloz cruzaba el altar mayor camino de la sacristía. Y al punto una voz gritó:

−¡Han matado al hermano Damián!¡Dios mío, está muerto!

El público, unas diez o doce personas, se quedó paralizado. El Abad, salió y cerró de inmediato las puertas de la capilla:

−Disculpen señores. Nadie podrá salir ni entrar hasta que llegue la policía –afirmó amable y sereno.

Todos nos quedamos en silencio, sentados en nuestros sitios, mientras el Abad tapaba el cadáver con una sábana. Unos veinte minutos más tarde, la policía llamaba a la puerta identificándose:

−¡Abran a la policía, por favor!.

La patrulla constaba de una comisaria, un subinspector y cuatro agentes. La mujer se presentó al Abad:

−Buenas tardes, soy la comisaria Morell y él es el subinspector Fuentes. Dígame qué ha ocurrido.

El Abad le contó cuando ellos habían visto y oído desde el trascoro. A lo que un señor, en nombre de todos los demás, añadió:

−Algunos de nosotros hemos escuchado el grito advirtiendo de la muerte del monje, y a continuación, hemos visto una sombra cruzar el altar mayor hacia la sacristía.

-A ver, vosotros dos, id a ver qué encontráis –ordenó el subinspector con cierto aire de superioridad.

Los policías inspeccionaron el lugar. Y al cabo de unos minutos volvieron con un muchacho asustado que repetía sin parar que él no había hecho nada, que sólo había robado el dinero del cepillo y algunos exvotos de plata. Lo registraron y efectivamente, llevaba calderilla y algunas medallas en los bolsillos. El Abad comentó que era inofensivo, ya lo conocían y sabían de sus pequeños hurtos. Que lo dejaran ir. Que no lo denunciaría. Los agentes abrieron la puerta y le pusieron de malas maneras en la calle.

A continuación nos reunieron en la sacristía y nos interrogaron uno a uno por separado. Luego el subinspector hizo lo propio con los monjes. Mientras tanto llegó el forense y examinó el cadáver:

−A simple vista podría tratarse de un infarto –comentó–. Habrá que hacer la autopsia.

Luego le abrió la boca y comprobó que la lengua estaba un tanto oscura, casi negra. Entonces miró con cierto aire de misterio al Abad y añadió:

−Es posible que haya sido envenenado. Veremos qué dicen los análisis.

En aquel mismo instante un sonido seco golpeó el suelo: el cuerpo del hermano Tomás, el boticario, había caído desde el coro. En el cíngulo con que sujetaba su hábito, llevaba una nota escrita:

Aconitum napellus –leyó dubitativo uno de los agentes.

−Es una planta venenosa –apostilló la comisaria Morell−. Contiene un potente alcaloide llamado aconitina. En determinadas dosis puede producir bradicardia y paro respiratorio, que a simple vista podría confundirse con un infarto. Es fácil que la encontremos en la botica porque se usa en homeopatía. Si comprobamos abundantes restos en los análisis y nos fiamos de su confesión –dijo señalando el cadáver del hermano Tomás− podríamos tener al autor de los hechos y el caso resuelto. Aunque, sinceramente, resultaría demasiado fácil…

−Me cuesta creer que el hermano Tomás fuera un asesino –afirmó el Abad−. Gracias a Dios se arrepintió, aunque no pudiera soportar su pecado y no viera otra salida.

Enseguida se dispusieron a retirar el cadáver cuando el hermano Benito, el más joven de la comunidad y aprendiz de boticario, vio la nota prendida de la mano del subinspector, dentro de la correspondiente bolsa de pruebas, y de inmediato aseveró rotundo:

−Esa letra inclinada no es la del hermano Tomás. Estoy seguro.

Y en aquel instante, de nuevo una sombra oculta, esta vez tras una de las columnas de la nave central, desaparecía por la puerta de la sacristía hacía la cripta. Nadie lo vio excepto el hermano Benito, que enseguida fue tras él sigiloso.

No encontró nada. Todo parecía en orden.

Los resultados de la autopsia no fueron concluyentes. La policía nunca encontró al culpable y los crímenes de la Abadía nunca se resolvieron. Analizados los cuerpo y agotadas todas las vías de investigación, la policía cerró el caso por falta de pruebas.

El hermano Benito continúa encontrándose de vez en cuando esa sombra  que desciende hasta la cripta y allí desaparece. Muerto, de muerte natural a los setenta años, se encontró en su celda un diario donde relataba todas las ideas y venidas a la cripta siguiendo a esa extraña sombra que, según su teoría, habitaba una de las tumbas, aunque nunca pudo demostrarlo.   

©lady_p

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La condena

Imagen: Internet

Mientras le vendaba los ojos, el verdugo no dejaba de preguntarse si aquel hombre era inocente. El reo se retorcía intentando deshacerse de las ataduras mientras gritaba una y otra vez: «¡Soy inocente!¡Soy inocente!». Unos brazos potentes le elevaron y obligaron a subir a una pequeña banqueta. Luego apretaron el nudo de una gruesa cuerda alrededor de su cuello. En aquel mismo instante, sintió chorrear entre sus piernas un líquido templado, al tiempo que un ligero temblor le impedía sostenerse en pie, erguido y recto. Se oyeron rezos y murmullos. Y de repente, un pequeño chasquido dejó su cuerpo suspendido, balanceándose en el aire. Todo había terminado.

©lady_p

Participación en Relatos en Cadena. Semana 10.   

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