Un buen comienzo de curso…

Desde el blog ‘Acervo de letras’ el Vadereto de esta semana nos invita a escribir sobre ‘bendita paciencia…’.

Esta es una historia real. O sea, cualquier parecido con la realidad no es pura coincidencia…

A lo largo de años de enseñanza una se ha tropezado con todo tipo de alumnos. Para mí es, sin lugar a dudas, una de las mejores profesiones aunque por desgracia, ni está suficientemente valorada ni goza del reconocimiento y  prestigio social que merece. Yo me atrevería a decir que más que una profesión se trata de una vocación, porque requiere de ciertas cualidades, paciencia y valores, que no cualquiera posee.

Si todo marcha bien los alumnos son un portento y si sale mal el profesor es un matraca… Algunos padres se muestran colaboradores y comprensivos, facilitan la labor y forman un tándem necesario para la tarea educativa.  Otros en cambio, se alinean unilateral e incondicionalmente del lado de su hijo, para bien o para mal, y la labor del profesor se ve entorpecida.

Conservo en mi memoria muchas anécdotas divertidas, otras no tanto claro, hay de todo. Pero a propósito del tema en cuestión, recuerdo esta que narro a continuación.

Aquel curso fue especialmente complicado. Estrenábamos centro. Todo estaba nuevo, impoluto. Pero a falta de alumnos de la zona llegaron otros de diversa procedencia. Estábamos de acuerdo que debíamos ser pacientes y armarnos de valor para que no se nos fueran de las manos. Y aunque nos hicimos una idea a priori, la realidad fue un gran choque porque aquellos niños venidos del campo, acostumbrados a trabajar mucho y leer poco casi, no sólo no pronunciaban con claridad y costaba entenderlos sino que carecían de la más mínima disciplina.

Yo había organizado el aula con las mesas dispuestas de dos en dos, formando tres filas. Les dejé sentarse libremente, dónde cada uno quiso. Nada más comenzar la clase, lo primero de todo fue presentarme y pasar lista para conocerlos. Cada cual aportaba unos pocos datos sobre sí mismo y contaba de dónde venía a la par que expresaba sus expectativas. Fue muy interesante hasta que nombré a Vicente, Vicente de la Calle Ruíz para más señas. Era muy bajito para su edad. Delgado y con unos ojos muy expresivos. Venía de una escuela rural. Era tímido y casi no le salía la voz de cuerpo. Con un hilo de voz contó que sus padres trabajaban en el campo y que como él les tenía que ayudar, había faltado mucho a la escuela el curso anterior y que por eso repetía. Dijo que era el mayor de cuatro hermanos, dos niñas y dos niños. Que era culé y que esperaba hacer amigos. Iba a nombrar al alumno siguiente cuando levantó la mano y dijo:

−Maestra, me se…

Y yo de inmediato le corregí…

−No se dice ‘me se’ Vicente, la semana siempre antes que el mes. Se dice ‘se me…’

−Ya maestra –contestó insistente- yo lo que quiero decir es que si ‘me se…’

−A ver hijo, ¿ qué es lo que no entiendes?. Te repito, se dice ‘se me’ no ‘me se…’

−Lo he entendido, pero es que le quiero preguntar si ‘me se…’

−Mal empezamos Vicente –le dije en tono cariñoso y paciente. A mí no me importa repetir las cosas tantas veces como sea necesario, para eso estoy aquí. Pero te estás empeñando tontamente. ¿Necesitas que te ponga un ejemplo?. A ver: “ ‘se me’ cayó el libro no ‘se me’ cayó el libro”. ¿Está más claro ahora?

−Si maestra, pero ¿me deja poner a mí otro ejemplo? A ver: «maestra ¿’me se-paro’ de mi compañero? Es que no la veo…»

La carcajada fue monumental y mi cara un poema. Desde aquel día Vicente cayó en gracia. Hizo amigos y hasta aprobó el curso.

Respecto a mí, disfruté muchísimo aquel primer encuentro y me reí hasta que me dolieron las mandíbulas. No obstante el curso fue muy duro y tuvimos ciertos desencuentros, pero Vicente resultó ser mejor alumno de lo esperado y sorprendentemente la ‘bendita paciencia’ y el cariño funcionó a las mil maravillas con él. Por eso y por mucho más, se quedó en mi memoria para siempre.  

©lady_p

Pasa la vida

Este mes de agosto, desde el blog ‘Acervo de letras’ , en Vadereto, es nos anima a escribir sobre la playa en cualquier época del año.

La vida en sí misma es un relato, y a veces, acontece sin que sucedan hechos extraordinarios. Esta es una de esas historias. Es real, como la vida misma, pero calma, serena, sin estridencias ni sobresaltos. Sucedió un día cualquiera de un mes de agosto de hace ya algunos años, en una playa cercana a mí casa. Por entonces no había tanto turismo, ni conciertos de verano, ni vigilantes ni nada. Apenas un par de chiringuitos y poco más. Es una playa pequeña, que entonces se mantenía casi salvaje y natural y se llenaba de familias extensas de esas que reúnen a dos o tres generaciones bajo sus sombrillas. Llegaban en tropel a media mañana, se instalaban y se marchaban al anochecer con los niños cansados de jugar y todos con la tripa llena de comer y picar todo el día.

Recuerdo que me distraía observando cómo se divertían unos y otros. Sobre todo me acuerdo de los niños y niñas que jugaban sin parar incluso cuando comían unos bocadillos enormes de tortilla de patatas. Sacaban el cubo y las palas, recogían conchas, se enterraban, hacían agujeros en la arena, un castillo y una muralla delante de su espacio para que las olas no pasaran. Tenían todos la piel tostada, horas y horas de sol en su haber. Y en esa quietud de juegos, comidas y baños, de vez en cuando sonaba la voz de Mohamed anunciando vestidos playeros de mujer.

Mohamed era un musulmán que venía de Marruecos cada verano para vender vestidos en la playa. Estaba negro como un tizón y sus brazos eran dos percheros de los que colgaban numerosos vestidos de diferentes estampados, colores y modelos «para la madre, la hija, la nuera, la suegra o la abuela» según pregonaba conforme caminaba de arriba abajo, una y otra vez. Así pasó unos cuantos años durante los cuales le hice alguna que otra compra siempre mediante la técnica del regateo, claro.

Después de varias temporadas y unos cuantos paseos Mohamed se paraba y charlaba con casi todos, aunque algunos se hacían los dormidos para evitar la cháchara. Él contaba su vida, preguntaba y para convencer y hacer clientes no dudaba en ejercer de modelo probándose algún que otro vestido sin el más mínimo pudor.

Poco después solía aparecer un señor mayor, de baja estatura y complexión fuerte. Vestía de blanco y llevaba una gorra. Siempre pensé que no tenía edad para trabajar pero a veces, cuando se vive con determinadas estrecheces, esta decisión no puede tomarse. En el brazo enganchaba una cesta de mimbre que rebozaba camarones frescos. De vez en cuando, cada cierto número de pasos, un hilo de voz le salía del cuerpo y gritaba: «¡Camarones! ¡Camarones!». Y mucha gente lo paraba para comprarle.

Llegados hasta aquí, puede que alguien se pregunte cuál es la historia, qué le pasó a Mohamed o al señor de los camarones si es que les ocurrió algo. Ya lo dije al comenzar, esto que narro es la vida que pasa y ese es el relato: Un día de playa en el que el tiempo transcurre sin interferencias, sin estridencias. Un día dónde lo natural era ver a Mohamed, escuchar su voz vendiendo vestidos y a continuación al vendedor de camarones mientras los niños jugaban en la arena y los mayores al parchís o a las cartas, fumando y tomando café al caer la tarde.

Y así el tiempo se esfumaba hasta que de repente todos observábamos el ocaso y sentíamos los pies sobre la arena fresca. Entonces Mohamed recogía sus bártulos y se despedía saludando, mientras calculaba el jornal ganado con el ‘sudor’ de su frente.

Y mientras él se marcha, las demás familias pliegan las sombrillas y recogen mesas, sillas y neveras. Los niños con ropa seca enjuagan sus palas, cubos y demás juguetes. El sol se despide, cada vez más cerca del horizonte, cada vez más bajo. Y todos caminamos despacio, alumbrados por una tenue luz azul: mañana será otro día.  

Playa Sancti Petri. Fotografía: mp_dc

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Mi primera cámara

Esta semana el reto de’Relatos Jueveros, convocado desde el Blog de Nuria, nos invita a escribir sobre los recuerdos y emociones que un objeto nos provoque.

Entre la niña que fui y la mujer que soy, circula el hilo de una memoria jalonada de recuerdos que vienen hasta mí cuando pienso en mi primera cámara de fotos, una Kodak Brownie Fiesta, casi de juguete, con la que inmortalicé momentos inolvidables el día de mi primera comunión.

Como mi padre era fotógrafo, crecí entre fotografías. Recuerdo que tenía en casa su laboratorio y con frecuencia le ayudaba después del colegio. Aquellos días llegan hasta mí como si de un juego de magia se tratara. Me veo a mí misma sentada en una banqueta, removiendo el papel dentro de una cubeta con unas pinzas. Casi puedo experimentar la sensación de expectación que me embargaba al presenciar aquella misteriosa catarsis de la que era testigo una y otra vez, mirando sorprendida, admirando como si fuera un milagro, cómo las imágenes iban apareciendo en blanco y negro hasta quedar nítidas. Aquellas fotos de gente extraña contaban historias, narraban vidas ajenas, acontecimientos de personas desconocidas que yo compartía con gran curiosidad y extrañeza. En aquel pequeño cubículo pasábamos horas en un silencio apenas roto por el murmullo de los programas de Radio Nacional o la Cadena Ser.

A la luz de este pasado parece lógico considerar que tanto mis hermanos como yo misma nos aficionáramos a la fotografía tal y cómo se nos inculcó. Respecto a mí, he tenido varias cámaras desde aquella Kodak de fácil manejo, que pronto sustituí por otra en la que tuve que emplearme a fondo, intentando comprender los secretos de la luz en los que me introdujo mí padre.

Con el tiempo, la complejidad de la vida y las responsabilidades, me enfriaron y se sucedieron etapas poco prolíferas. Fue ya en la madurez cuando se produjo el reencuentro, cuando me reconcilié y redescubrí la fotografía con idéntica curiosidad a la de aquella niña. Aprendí a mirar a través del visor y con un simple ‘click’ atrapar instantes fugaces, únicos y singulares, los mismos que, en definitiva, constituyen la esencia de la vida.

©lady_p

FEBRERO/2024

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Una Noche Mágica

Nadie me creyó cuando afirmé haber visto al Rey Melchor. Pero era verdad. Lo vi. Pasó junto a mí, silencioso, y con su capa roja con el borde de piel blanca moteada de negro, rozó mis sábanas. Tenía el pelo y la barba blanca y en su cabeza una corona dorada. Era alto y fuerte. Yo no lo sabía pero aquella noche de magia me traería dos sorpresas…

Como todos los años por aquella fecha, estaba nerviosa e inquieta, por eso me costaba muchísimo dormir. Cerraba y apretaba los ojos en vano porque el sueño no llegaba y el tiempo pasaba muy lento. Recuerdo que llamaba a mi padre una y otra vez. Él venía y me calmaba. Me animaba a contar ovejitas seguro de que, al final, me dormiría. Y así fue. Al final lo conseguí. Primero estuve un buen rato en una especie de duermevela durante la cual pude ver que mis padres se acercaban para comprobar que realmente el sueño me había vencido. Y en ese tránsito estaba cuando entreabrí los ojos y descubrí que iban de un lado a otro con los regalos: mi madre con la muñeca que yo había pedido y mi padre con un tren para mi hermano. Sentí pena. Y entonces pensé que era verdad lo que habían dicho mis compañeras de colegio: los reyes eran los padres. Renglón seguido, desilusionada, cansada, creyendo que ya nada sería igual, me dormí, esta vez profundamente.

Y en esas profundidades estaba cuando un pequeño movimiento en el colchón me sacó repentinamente del sueño. Y allí estaba él, el Rey Melchor el persona, casi saltando por encima de mi cama y señalando con el dedo en su boca que me quedara callada. Luego me sonrió y se despidió con la mano. Feliz y contenta me volví a dormir. Por la mañana, nada más entrar algo de luz por la ventana, pude ver junto a mi cama la cartera para el cole que había visto en una papelería y que tanto me gustaba.

Al instante, salí de la habitación con ella entre las manos gritando: «mira lo que me ha dejado el Rey Melchor». Mis padres se miraron extrañados, interrogativos, frunciendo el ceño… Y desde aquella noche crecí y me hice mayor considerando que a pesar de los rumores algo de magia sí que tiene esa noche…

¡Feliz Noche de Magia a todos y todas!

©lady_p

Participación en “Relatos Jueveros”. Esta semana desde el Blog de Campirela que nos invita a escribir sobre La Noche de Reyes.

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Me acuerdo…

Imagen: Internet

Me acuerdo que cuando era pequeña un hombre pobre venía a casa pidiendo limosna día sí y día no. Le llamaban ‘Porvenir’, nunca supe por qué, y todo el barrio lo conocía. Era bajito y menudo, de tez oscura y barba de tres días. En invierno siempre llevaba una gabardina llena de manchas, ceñida con un cinturón de cuero y una boina calada hasta las cejas. Recuerdo que su presencia despertaba en mí cierta inquietud.

Cuando abría la puerta enseguida me escondía detrás de mi madre mientras ella le preguntaba cómo estaba. Él repetía en voz baja que bien, asintiendo, moviendo la cabeza de arriba abajo muchas veces seguidas. Después mi madre entraba hasta la cocina conmigo pegada detrás. Cogía el monedero y me daba una moneda que yo dejaba recelosa en su mano sucia, con las uñas negras. Luego, nada más se había ido, ella me decía: «Lávate enseguida las manos. Que la caridad no está reñida con la limpieza».

Es curioso porque ahora que echo la vista atrás y recuerdo este episodio, me doy cuenta de que en realidad la escena acontece en mi antigua casa. Mi madre no es mi madre sino que soy yo y aquella niña es en realidad mi hijo Carlos. Llaman a la puerta y abre: no es ‘Porvenir’, sino un hombre que vende Mostachones de Utrera y otros dulces. Y mi hijo que era muy compasivo y goloso me dice:

−Anda mamá cómprale algo…Ya que ha venido hasta aquí…

Y es que muchas historias de mi infancia las he revivido después con mis hijos. La vida es una larga cadena conformada por sucesivos eslabones. Este es uno de ellos.

©lady_p

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Genética

Hacía mucho que no me miraba al espejo. Estaba demacrada y había adelgazado tanto que se me veía enferma. Pálida, ojerosa y llena de canas, deambulaba de un lado a otro de la casa perdida en mis elucubraciones. Llevaba meses viviendo como una zombi. No soportaba despertarme y comprobar que la vida a mi alrededor continuaba girando mientras a mí el tiempo me retenía en aquel doloroso duelo que parecía no tener fin. Claro que yo aprendí a disimular y cuando alguien venía a verme representaba mi papel, y muy bien al parecer, porque todos pensaban que estaba mejor y que saldría adelante, como sucedió en realidad, aunque un poco más tarde de lo que todos creyeron.

El caso es que yo retenía en la memoria una imagen de mí misma que ya no era. Los espejos permanecían opacos, mudos, silenciosos. Los ignoraba a mí paso, y si me veía de refilón, no reparaba en ello. Los eludí mucho tiempo, hasta que un día que tenía que salir, me puse ante uno de ellos para arreglarme el pelo y entonces la vi. Vi a una mujer extraña mirándome desde el otro lado. ¿Quién era aquella que imitaba mis gestos? ¿A quién me recordaba? Y entonces lo supe. Comprendí que la juventud empezaba a escaparse de mí, que mis rasgos se desdibujaban y que la genética no engaña.: aquella desconocida del otro lado del espejo era mi madre y yo me parecía a ella…

©lady_p

Participación en ‘Viernes Creativos’, desde el Blog El Bic Naranja Escribe Fino, esta semana con el tema: genética.

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Tu recuerdo inapelable

Aquella fue nuestra última noche. La butaca pegada al borde de tu cama, y bajo las sábanas, las yemas de mis dedos rozando las tuyas. No quería avergonzarte hijo. Ya sé que disimulabas y hacías como  si te molestaran mis muestras de cariño, tal vez exageradas a veces. Pero  me quedaba muy poco tiempo junto a ti. A pesar de luchar con todas tus fuerzas, la dama de negro te había visitado varias veces,  te hacía guiños, y aunque que tú querías escapar, ya estabas sentenciado. Tú respiración se pausaba, se detenía. Apenas sin aliento me llamaste para balbucear palabras que no comprendí. Me acerqué a tu oído para dejarte ir en paz con todo mi amor por compañía…Y te marchaste aquella mañana de febrero, gris, aunque tibia y soleada. Fría, aunque cálida y dulce.

Y te dejamos en la orilla de la playa convertido en centinela, en el guardián que custodia aquellos mares. Tierra a la tierra, polvo al polvo. Y allí estás hijo, allí vives porque aunque te fuiste te quedaste. Aunque te marchaste volviste. Aunque no pueda verte te tengo y te retengo como una melodía en mí memoria.

©lady_p

Participación en ENTC de la mano de Horacio: «No moriré del todo».

Noviembre

Fotografía: lady_p

Noviembre comienza su andadura con la celebración de los Tosantos y el Día de los Difuntos, ambas festividades precedidas por la noche de Haloween, una fiesta importada de los países de habla inglesa, de origen pagano, que surge como producto de la cristianización de la fiesta del final del verano que marcaba el inicio del año nuevo celta.

Es por tanto un mes marcado por las tradiciones y con una fuerte impronta procedente de la cultura judeo-cristiana del mundo occidental.

Pero la mayoría ignoramos que noviembre es un mes pleno de celebraciones nacionales e internacionales que festejan acontecimientos tan dispares como la ‘concienciación de los Tsunamis’, ‘el día de los Payasos’, ‘de la adopción’, ‘de las magdalenas de vainilla’, `’de los huérfanos’, ‘de la filosofía’, ‘del saludo’, ‘de Mickey Mouse’ y hasta ‘de la bondad’. Prácticamente cada día del mes cuenta con varias celebraciones simultáneas en diferentes países del mundo.

Tanta festividad se dejan ver en el contexto de las ciudades, que teñidas de otoño, destilan aromas diversos, que a mi personalmente, me trasladan a la niñez.

Lo primero que me llega es el olor a castañas asadas. Como en los cuentos de Dikens, algunas vendedoras –señoras mayores con guantes de medio dedo- aprovechan para ofrecer cucuruchos de castañas recién asadas, que antes de calentar nuestro estómago, templan nuestras manos del frío que anuncia la proximidad del invierno.

Recuerdo las flores, protagonistas indispensables en noviembre. Las floristerías, conscientes del papel simbólico que encierran, llenan las calles de color y se muestran dispuestas a hacer su agosto, pues muchas personas, siguiendo la tradición cristiana, se acercan a los cementerios para arreglar y adornar las tumbas de los familiares fallecidos.

Y junto a las flores la gastronomía ocupa un papel principal, particularmente la repostería. Y es que en el pasado solía celebrarse una noche de vigilia, con abstinencia de carne, antes del día de Todos los Santos, durante la cual la familia se reunía para rezar y recordar a los muertos. La ausencia de carne se suplía con otras delicias culinarias que han marcado la tradición de estas fechas como los buñuelos, huesos de santos o pestiños, entre otros.

©lady_p     

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Participación en ‘Relatos Jueveros’, esta vez y desde el blog de ‘Molí del Canyer’, bajo el título NOVIEMBRE .

Una mirada desde los ojos de Abdul…

Imagen: Internet

Este relato no es una ficción, es una historia real escrita hace tiempo (reescrita ahora) basada en una experiencia personal durante una larga estancia como acompañante en el hospital.

Cuando entramos en la habitación él se ocultaba tras la cortina blanca que separaba las dos camas. Apenas podía ver la mitad de su cuerpo que casi no abultaba bajo las sábanas. Luego, mientras colocaba la ropa y nos instalábamos pude ver su figura, aunque no su rostro, que permanecía escondido tras un libro pequeño que sostenía tembloroso entre sus manos y que acercaba a los ojos para poder leer. Sobre la frente comprobé una parte de sus gafas, y un pelo negro, espeso y ondulado por el que asomaban las primeras canas, delataba que no era muy mayor.

Al cabo de un rato se levantó y pude verlo en pie: enjuto, delgado, débil y lento en sus movimientos, arrastraba los pies calzados con unas chanclas de goma con calcetines, mientras se apoyaba en un andador para poder desplazarse. Saludó tímidamente, con voz baja y asintiendo con la cabeza…Así, de esta guisa, se paseaba arriba y abajo por el largo pasillo de la quinta planta…Mientras se alejaba comprobé que su pelo oscuro -conservado a pesar de la enfermedad- destacaba entre el resto de enfermos a los que agrupé en el denominado cariñosamente por mí “el club de las cabezas rapadas”, en el que destacaba como una nota disonante en aquella sinfonía: una negra en contrapunto a una melodía de redondas y blancas…

Abdul –que significa “siervo de Dios” en árabe- posee una historia corriente, aunque para mí es especial porque es cercano y me tocó la fibra. Marroquí de un pueblecito próximo a Casablanca, llegó a España buscando una vida mejor, ignorando que sería aquí, en este país, donde descansarían sus huesos, seguramente en una fosa común, porque nadie lo podría reclamar por falta de medios para llevárselo. Este era su dilema: no podía irse por estar enfermo, necesitado de hospitalización y cuidados paliativos que en su país no tendría, pero a cambio debía afrontar sólo su desgraciado destino.

Al día siguiente cuando despertó me pidió perdón porque hablaba en voz alta mientras dormía. Le dije que sí, que era verdad, pero que estuviera tranquilo porque soñaba en árabe. Él me miró y sonrió aliviado al tiempo que saludaba levantando la mano...

Una vez presentados y compartida esa primera noche, estuvimos charlando. Pensé que sería grato para él hablar de su país de origen. «¿Eres marroquí verdad? –le pregunté». Asintió con la cabeza y me dijo un nombre de ciudad que no entendí aunque mencionó Casablanca y entonces le contesté que había estado allí.

−¿Tú conoces Marruecos? -me preguntó con una media sonrisa.

−Un poco. He ido un par de veces -contesté.

Y le conté mi viaje.

Le narré las ciudades visitadas, mencionando los lugares que más me habían gustado. Alabé la belleza de sus paisajes, la riqueza de sus monumentos, la exquisitez de su gastronomía. Él escuchaba atento como un niño, con una sonrisa dibujada en su boca desdentada. Señalé todas y cada una de las bondades de su país, insistiendo en que volvería en cuanto tuviera ocasión.

Y mientras acabo los ojos de Abdul se enturbian tras este rápido viaje a través de la memoria. Y enseguida se recoge de lado en su cama, cierras los ojos y se duerme plácidamente como un niño a quien acaban de leer un cuento…

Abdul murió pocos días después, quien sabe con esta melodía en su cabeza…Nunca he podido olvidar su sonrisa amable, la ternura de tu rostro, su mirada y ese pequeño viaje compartido, el mismo que apenas por unos instantes nos sacó de aquella habitación de un hospital y nos trasladó a lugares de ensueño…

De Abdul aprendí que no tener nada no está reñido con darlo todo. Que la gratitud y la valentía son valores universales y que uno puede ser pobre pero digno.

Han pasado algunos años, aunque de vez en cuando como ahora, con el actual conflicto en Próximo Oriente como ruido de fondo, las noticias nos muestren imágenes de personas que como Abdul, se ven obligados a abandonar su tierra (o eso intentan) para buscar un lugar en el mundo donde vivir en paz y un poquito mejor.

©lady_p

Carpe diem

Sugerencia de escritura del día
Cuéntanos una lección que te gustaría haber aprendido antes.

No sé por qué vinieron a mi cabeza algunas películas o series que juegan con la idea de controlar el tiempo. Máquinas o coches que regresan al pasado o impulsan al futuro. La conclusión suele ser siempre la misma y es que resulta peligroso alterar el curso de la historia, trastocar los acontecimientos y cambiar el devenir de los tiempos. Las vidas de todos se entrecruzan, forman una gran red de interdependencia, algo así como un laberinto. Bastaría con poder modificar unas pocas vidas para que se transformara todo el orden natural…

El paso del tiempo da mucho juego, será por eso que a cierta altura de vida una piensa qué diferente sería todo si volviera a tener veinte o treinta años, y a continuación añade: y si fuera posible, conservando la sabiduría de ahora. Claro, porque al mirar hacia atrás lo que más pesa son los errores: lo que se pudo hacer y no se hizo, lo que se pudo decir y no se dijo, lo que tal vez -y digo sólo tal vez- pudo ser y no fue… En definitiva todo aquello que hicimos desde la ignorancia, o la buena fe, o por complacer, o por inercia…Cuando me detengo en esta idea y me da por hacer inventario, me invade cierta nostalgia y hasta una ración de pudor o vergüenza, la misma de la que en su momento no fui consciente.

Con los años todo se relativiza y se aprende a extraer todo lo bueno, lo positivo, todo lo que haya aportado, lo que nos hace mejores y nos ayuda. Aprendemos a ver el lado bueno de todo, incluso de lo malo o de lo menos bueno. Y también a dejar atrás todos los pesos que anclan, inmovilizan e impiden seguir caminando.

La vida fluye constantemente sin detenerse por nada ni por nadie. Nos damos cuenta que no hay más tiempo que este mismo momento en el que escribo, el aquí y ahora, todo lo demás no existe. El pasado se construye conforme sucede el presente y el futuro llega a cada instante. Podría decirse que sólo existe el presente continuo, esa forma verbal que no se contempla en castellano pero sí en inglés para referirse a ‘lo que acontece en el momento exacto en que se habla o escribe’. El mismo sentido que dio el poeta Horacio a la locución latina carpe diem, cuya traducción literal significa ‘aprovecha el día a día’.

Esta sería la lección de vida que me hubiera gustado aprender mucho antes: carpe diem. Me hizo falta más de la mitad de mi vida para aprenderla y la otra mitad, en que estoy, para ponerla en práctica…

©lady_p