El secreto de Tim

el blog ‘Alianzara’ invita a un nuevo reto de escritura a partir de una imagen de Benny andersson titulada Star Light.

No era la primera vez que Tim merodeaba por aquella zona. Llevaba tiempo deseoso de explorar los lugares prohibidos y aquel día se alejó hasta lo más recóndito del bosque. Caminó y caminó hasta que de repente se encontró frente a una larga escalinata que se prolongaba hasta el infinito, y entonces, las palabras de su madre sonaron en su cabeza insistiéndole y advirtiéndole que no llegara hasta allí. Y es que nadie había conseguido regresar para contar qué había más allá de aquellos frondosos árboles.

Durante el camino dos mariposas revoloteaban a su alrededor hasta que acabaron posándose en unas flores, mientras él, quieto cual estatua, se detuvo admirando perplejo aquel paisaje junto a Laia, su perra, que esperaba tranquila sentada a su lado, dispuesta a acompañarle allá dónde decidiera ir.

En más de una ocasión Tim se había aproximado a aquel lugar aunque nunca se había alejado tanto de su casa. Era un niño inteligente y curioso pero también un hijo obediente que no quería disgustar a su madre. Y sin embargo, aquella mañana cuando salió lo hizo con el firme propósito de desafiar su propia voluntad y comprobar por sí mismo qué había al final de aquella escalera, detrás de aquella inmensa arboleda. Y además él debería regresar para contarlo y desmentir las leyendas y bulos que vetaban el acceso a aquel sitio.

El niño se acercó despacio al primer escalón, miró hacia arriba, llenó los pulmones de aire y dijo: «Vamos Laia. Vamos a subir». Y comenzó el ascenso.

Tim subía y subía a buen ritmo. De vez en cuando miraba hacia atrás para darse ánimo. Miraba detrás y casi no veía el principio. Miraba delante y tampoco. Las mariposas lo perseguían sobrevolando su cabeza. Laia avanzaba a su lado, un poco asustada, con el rabo entre las patas. Y cuanto más ascendía más profundo era el silencio y los árboles parecían cada vez más grandes. Comprobó que había especies diferentes y que algunas águilas y buitres surcaban y planeaban bajo un trozo de cielo azul dibujado de nubes blancas que parecían figuras de algodón. 

El niño se detenía de vez en cuando a mirar los hongos, las lombrices o alguna de las plantas que llamaba su atención. De repente comprobó que se encontraba justo en la mitad del camino y a partir de ahí comenzaba un largo descenso: «Por lo menos será menos cansado seguir. ¡Vamos Laia!».

La bajada resultaba mucho más rápida y cómoda. Pronto pudo oír el sonido de agua de un río o de un arroyo. Aceleró el paso, casi corría mientras Laia le seguía animada. Por fin vislumbró el final, el último peldaño, y al fondo, un manto de flores de todos los colores, y qué raro, las dos mariposas lucían sus alas posadas sobre unos lirios silvestres…Un poco más allá, en la penumbra, un concurrido bosquecillo alumbrado por cientos y cientos de luciérnagas.

Tim se detuvo a contemplar la belleza del lugar. Él y Laia estaban sedientos y se refrescaron bebiendo el agua del río que atravesaba aquel paraje. Luego se echaron sobre la hierba. Aquello era un oasis, un paraíso para disfrutar de la naturaleza en su plenitud ¿por qué entonces contaban esas historias macabras que alejaban a la gente? Pensaba muy serio, frunciendo el ceño… 

Entonces, de entre los árboles, surgió la figura de un pequeño elfo de cabellos dorados, orejas puntiagudas y ojos almendrados: «Las mariposas alertaron de tu llegada y ya que estás aquí daré respuesta a tus preguntas. No queremos que nadie venga a perturbar este lugar y gracias a las leyendas que corren nadie viene. Tu presencia aquí pone en peligro esta reserva natural, por eso tienes que prometer que no contarás a nadie lo que has visto ni desmentirás los mitos que circulan para salvaguardarlo».

Tim se quedó pensativo mientras miraba a su alrededor y entonces puso la mano derecha sobre su corazón y dijo: «Guardaré tu secreto. Lo prometo» y el elfo desapareció.

De repente el niño sintió un enorme zarandeo en su cuerpo y los lametones de Laia en la cara. Abrió los ojos y oyó la voz de su madre: «Despierta vamos, es el primer día de colegio, no llegues tarde. ¿Acabaste la redacción sobre las ‘aventuras del verano’ que debía entregar?…»

Tim se sintió desconcertado. Y pasados los primeros instantes de confusión, sonrió. Luego se levantó, se vistió, desayunó y salió dispuesto a afrontar satisfecho su primera jornada escolar. Por el camino dos mariposas le seguían volando a su lado, posándose en cada una de las flores que encontraban mientras él sonreía satisfecho y feliz: el secreto del elfo estaba a salvo.

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El examen

Para el relato de este jueves, el blog de Neogeminis propone un sencillo tema: escribir sobre lo que surja’.

La propuesta era sencilla y clara: escribir 350 palabras sobre ‘lo que surja’. Lo recuerdo como si fuera ayer. Se trataba de la asignatura ‘Redacción periodística’ y aprobarla suponía acabar en junio y promocionar sin ninguna pendiente para el siguiente curso. Y por medio todo un verano sin preocupaciones académicas, dedicándome sólo a los quehaceres propios del periodo vacacional o sea playa, cenas, salidas nocturnas…

El profesor nos convocó un jueves a las nueve en punto de una mañana de finales de junio. Hacía calor. Demasiada para la fecha. Aquel día me levanté malhumorada porque no había descansado. Encima, lo poco que dormí, tuve pesadillas. Un desastre. Y allí estaba yo, frente al edificio universitario, a pie de la escalinata, hablando con los compañeros sobre la temática que considerábamos nos iban a proponer en el examen.

El profesor Martínez sentía debilidad por los temas de actualidad, lo que nos obligaba a leer la prensa a diario y manejar periódicos de muy distintos signos para contrastar opiniones y analizar una misma noticia desde diferentes perspectivas ideológicas. Durante la espera comentábamos el panorama social y político e incluso apuntábamos algunas ideas por si acaso nos servían.

De pronto sonó el timbre y entramos en la Facultad. Nos dirigimos al aula. Éramos unos cuarenta alumnos. Nos sentamos siguiendo la manía del profesor de dejar libre una bancada y alternar. Tenía buena cara y parecía simpático. Bromeó. «Buena señal» −pensé. Y entonces se dispuso a proponer el tema y sonriendo se acercó al encerado, cogió una tiza y escribió: «Escribid sobre lo que surja en 350 palabras». Se volvió, se sentó en su mesa y cogió el periódico entre sus manos e inició su lectura.

En aquel momento nos miramos unos a otros encogiéndonos de hombros. Nadie escribía. La mente en blanco, la Musa desaparecida y el reloj que empezaba a correr…

Recuerdo no saber qué escribir. No se me ocurría nada y entonces casi sin darme cuenta y después de garabatear un rato comencé: “El tema propuesto en para el examen era sencillo y claro: escribir 350 palabras sobre ‘lo que surja’. Lo recuerdo como si fuera ayer…”

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Ruptura

El blog de Adella Brac nos invita a escribir 5 líneas, este mes de agosto con las palabras importante, pesar y parte.  

Lo más importante ya estaba hecho. Muy a mi pesar la relación se había roto. Cada uno por su parte había dejado un poquito de sí mismo en el otro, era inevitable. Lloré. Lloré hasta  que mis ojos se hincharon, hasta casi agotar mis lágrimas. Más de rabia que de pena. Más por el tiempo perdido que por lo ganado. Y ahora, resiliente y convencida, comienzo de nuevo mi camino, esta vez libre para ser quien quiero.

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‘Horror vacui’

En la convocatoria juevera de esta semana, Mag desde su blog ‘La Trastienda del Pecado’ nos invita a escribir sobre ‘el arte de no hacer nada’.

Nuestra cultura occidental ha difundido la pedagogía de la ocupación, de manera que suele asustar estar sin hacer nada, de ahí la tendencia a llenar todos los huecos y tener la agenda a tope, pasando de una actividad a otra, a veces, incluso a costa de padecer un tremendo estrés. Parece como si dejar algunos intervalos en blanco estableciera huecos o fisuras por donde nuestra vida puede escapar o nosotros mismos caer en una especie de sima o abismo. Esta sensación es conocida como ‘horror vacui’ o miedo al vacío: el terror a estar sin hacer nada. Una actitud que consideramos una pérdida de tiempo que acaba conduciendo al aburrimiento total y absoluto.

Nada más lejos.

Parece que la sapiencia oriental descubrió la necesidad de esos espacios en blanco y sus culturas contemplan el ‘no hacer’ como la capacidad de tomar conciencia y abandonar ‘el piloto automático’ que permanentemente nos induce a actuar. Algo así como cuando conducimos abstraídos y perdemos la conciencia del camino recorrido hasta llegar a casa.

Uno de los versos de un poema taoísta escrito por Lao Tse, es una preciosa metáfora que ayuda a comprender mejor este concepto: Se moldea la arcilla para hacer la vasija, / pero de su vacío depende el uso de la vasija.

No obstante no hay norma sin excepción y en Europa Occidental hay algunos países que han avanzado en esta reflexión, como por ejemplo los italianos que utilizan la expresión dolce far niente (lo dulce de no hacer nada) para aludir al arte de no hacer nada y en Holanda que han experimentado el método niksen (literalmente ‘no hacer nada’) para referirse a ese tiempo en el que nos recuperamos físicamente, pensamos con serenidad en un problema o simplemente tomamos una decisión.

En cualquier caso, ‘no hacer nada’ no siempre es una invitación a la pasividad o la pereza. Por el contrario a veces supone tomar conciencia sobre cuando actuar o cuando no. Del ‘arte de no hacer nada’ se obtienen muchos beneficios para la salud mental y física además de representar una oportunidad para disfrutar del único tiempo real que poseemos: aquí y ahora.

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Pasa la vida

Este mes de agosto, desde el blog ‘Acervo de letras’ , en Vadereto, es nos anima a escribir sobre la playa en cualquier época del año.

La vida en sí misma es un relato, y a veces, acontece sin que sucedan hechos extraordinarios. Esta es una de esas historias. Es real, como la vida misma, pero calma, serena, sin estridencias ni sobresaltos. Sucedió un día cualquiera de un mes de agosto de hace ya algunos años, en una playa cercana a mí casa. Por entonces no había tanto turismo, ni conciertos de verano, ni vigilantes ni nada. Apenas un par de chiringuitos y poco más. Es una playa pequeña, que entonces se mantenía casi salvaje y natural y se llenaba de familias extensas de esas que reúnen a dos o tres generaciones bajo sus sombrillas. Llegaban en tropel a media mañana, se instalaban y se marchaban al anochecer con los niños cansados de jugar y todos con la tripa llena de comer y picar todo el día.

Recuerdo que me distraía observando cómo se divertían unos y otros. Sobre todo me acuerdo de los niños y niñas que jugaban sin parar incluso cuando comían unos bocadillos enormes de tortilla de patatas. Sacaban el cubo y las palas, recogían conchas, se enterraban, hacían agujeros en la arena, un castillo y una muralla delante de su espacio para que las olas no pasaran. Tenían todos la piel tostada, horas y horas de sol en su haber. Y en esa quietud de juegos, comidas y baños, de vez en cuando sonaba la voz de Mohamed anunciando vestidos playeros de mujer.

Mohamed era un musulmán que venía de Marruecos cada verano para vender vestidos en la playa. Estaba negro como un tizón y sus brazos eran dos percheros de los que colgaban numerosos vestidos de diferentes estampados, colores y modelos «para la madre, la hija, la nuera, la suegra o la abuela» según pregonaba conforme caminaba de arriba abajo, una y otra vez. Así pasó unos cuantos años durante los cuales le hice alguna que otra compra siempre mediante la técnica del regateo, claro.

Después de varias temporadas y unos cuantos paseos Mohamed se paraba y charlaba con casi todos, aunque algunos se hacían los dormidos para evitar la cháchara. Él contaba su vida, preguntaba y para convencer y hacer clientes no dudaba en ejercer de modelo probándose algún que otro vestido sin el más mínimo pudor.

Poco después solía aparecer un señor mayor, de baja estatura y complexión fuerte. Vestía de blanco y llevaba una gorra. Siempre pensé que no tenía edad para trabajar pero a veces, cuando se vive con determinadas estrecheces, esta decisión no puede tomarse. En el brazo enganchaba una cesta de mimbre que rebozaba camarones frescos. De vez en cuando, cada cierto número de pasos, un hilo de voz le salía del cuerpo y gritaba: «¡Camarones! ¡Camarones!». Y mucha gente lo paraba para comprarle.

Llegados hasta aquí, puede que alguien se pregunte cuál es la historia, qué le pasó a Mohamed o al señor de los camarones si es que les ocurrió algo. Ya lo dije al comenzar, esto que narro es la vida que pasa y ese es el relato: Un día de playa en el que el tiempo transcurre sin interferencias, sin estridencias. Un día dónde lo natural era ver a Mohamed, escuchar su voz vendiendo vestidos y a continuación al vendedor de camarones mientras los niños jugaban en la arena y los mayores al parchís o a las cartas, fumando y tomando café al caer la tarde.

Y así el tiempo se esfumaba hasta que de repente todos observábamos el ocaso y sentíamos los pies sobre la arena fresca. Entonces Mohamed recogía sus bártulos y se despedía saludando, mientras calculaba el jornal ganado con el ‘sudor’ de su frente.

Y mientras él se marcha, las demás familias pliegan las sombrillas y recogen mesas, sillas y neveras. Los niños con ropa seca enjuagan sus palas, cubos y demás juguetes. El sol se despide, cada vez más cerca del horizonte, cada vez más bajo. Y todos caminamos despacio, alumbrados por una tenue luz azul: mañana será otro día.  

Playa Sancti Petri. Fotografía: mp_dc

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La turista

Desde el Blog ‘Varietés’, Ginebra nos propone escribir un relato sobre ‘un verano de fotografía’ inspirado en una serie de imágenes de conocidos fotógrafos.  

De Úrsula se decía que era una mujer rara, o sea, diferente, singular. Y es que vivía según sus propias reglas, a su modo y manera. La opinión de los demás poco le importaba porque según sus propias palabras «sólo se vive una vez».

Hacía muchísimo tiempo estuvo casada con el que fue el único amor de su vida. Por desgracia ella y su marido sufrieron un grave accidente poco tiempo después de casarse. Él murió en el acto y ella se quedó sola. Nunca más volvió a casarse. Su historia era vox populi y se contaba a los recién llegados como una leyenda o anécdota que todos habían asumido como propia. Por lo demás, Úrsula era muy querida y todos aceptaban con discreción una peculiar forma de vida que inspiraba grandes dosis de respeto y tolerancia.

Según cuentan los vecinos, tras padecer aquel enorme revés se aisló demasiado, se volvió callada e introvertida y poco a poco se fue quedando sola y así ha vivido durante los últimos treinta años. Da la impresión de haberse quedado atrapada en el tiempo pues ni su atuendo, ni su peinado, ni sus costumbres, guardan consonancia con los tiempos que corren.

Úrsula es metódica y asienta su vida sobre una rutina que no entiende de festivos, ni distingue los fines de semana, con la única excepción de que los sábados, inviernos y veranos, pasa la mañana en la playa, leyendo y escuchando la radio en un viejo transistor, con el volumen un poco alto porque le falla el oído.

El caso es que hace unos días salió su foto en un periódico local. En la imagen aparece en primer plano vestida con una chaqueta, un pañuelo fino cubriéndole el pelo porque hacía corría un poco de aire. Calza unas sandalias negras que dejan ver un apósito en el tobillo derecho, y porta en las manos su bolso y su hamaca a rayas. De la actitud del resto de personas parece desprenderse que no llama la atención a pesar de su extravagante apariencia. La noticia la encabezaba un titular: «Los turistas invaden nuestras playas».

El artículo resaltaba la fuerte presencia del turismo extranjero en las playas de la localidad y subrayaba el contraste que los foráneos representan por su forma de vida y sus costumbres, respecto al resto de autóctonos. El texto señalaba las peculiaridades de esta señora, erigida como modelo, frente a los demás usuarios a los que calificaba de ‘normales’, tanto en cuanto llevaban una indumentaria más acorde y apropiada al contexto playero. Sin embargo a nadie se le escapó que lo verdaderamente curioso era el periodista, recién incorporado a la plantilla del periódico, una de las pocas personas que ignoraba que Úrsula no es extranjera sino natural y vecina conocida del pueblo, a partir de ahora inmortalizada en una foto gracias a la ignorante curiosidad de un joven reportero.

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Una noche de verano

En ‘relatos jueveros’, este mes de agosto desde el blog ‘Neogeminis’ se nos invita a escribir un relato sobre ‘alguna vez alguien me contó…’

En verano nos dejaban a mis primos y a mí acostarnos tarde. El pueblo de mi abuela materna era pequeño y por aquel entonces, en agosto, la localidad sumaba una treintena de habitantes llegados desde la gran ciudad para descansar del mundanal ruido. Y una de las actividades favoritas entre los más jóvenes al caer la tarde, después de la cena, era reunirnos para contar historias.

Recuerdo que nos sentábamos unos junto a otros, todos apretados y hablando bajito, para contarnos leyendas y relatos de miedo, a cual más macabro, como la de aquella familia que enterró a su padre vivo. Al parecer, cuando abrieron el féretro para hacer un traslado de los restos a un panteón familiar, hallaron el interior de la tapa llena de arañazos lo que les hizo caer en la cuenta que a Rufino, tal vez, lo habían enterrado vivo. Cuando sus hijos vieron lo que había sucedido, vivieron atormentados ante la idea de haber podido salvar a su padre. Y el día del aniversario de su muerte, al volver del cementerio, ya oscureciendo, la hija afirmó haber visto el espectro de su padre vagando junto a las tumbas. Corrió la voz y desde entonces son muchas las personas que dicen haberlo visto de noche, siempre dentro del cementerio.

Tomás contó la historia con todo lujo de detalles, tal y cómo se la oyó contar a su padre que, a su vez, la oyó del suyo. Nada más acabar, mis primos y yo dijimos que era mentira. Así que para comprobarlo, nos citamos a la noche siguiente en el cementerio, a sabiendas que Rufino podía estar o no, porque no siempre se aparecía.

A la hora convenida todos estábamos en la puerta del camposanto. Nos acercamos a la verja que, como era natural, estaba cerrada. Tomás, el más mayor, se encaramó y saltó. El resto lo seguimos. Y una vez dentro, nos dirigimos a la tumba de Rufino y nos sentamos a esperar, en silencio.

Pasaron casi dos horas y no se detectó movimiento alguno. Nosotros comentamos que eran unos mentirosos y que aquella historia no era más que una trola. Íbamos hablando y discutiendo mientras caminábamos entre las tumbas buscando la salida. Entonces, justo frente a nosotros, apareció una especie de sombra y todos, asustados, salimos corriendo hasta que la silueta dijo: «Quietos ahí muchachos, no tengáis miedo, soy Anselmo, el sepulturero. Qué pasa ¿ya habéis vuelto a contar lo de Rufino?».

Verdad o mentira, nosotros nunca más intentamos comprobarlo. Lo cierto es que aquella historia siguió circulando de generación en generación entre los vecinos del pueblo .

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‘Cerrado por defunción’

Esta semana en ‘Relatos Jueveros’, el blog ‘El vici solitari’ nos invita a escribir una historia  que suceda en  una tienda y en la que intervengan una viuda y su hija adolescente, un cazador (sin arma), un ciclista y un tendero. Al final todos deben morir por diferentes causas.

Tras más de veinte años de actividad, ‘Ultramarinos Merino’ anunciaba su cierre. Con este motivo y para deshacerse del stock, había rebajado todos sus productos. Por eso, en la calle, una enorme cola se prolongaba a lo largo de la acera e incluso doblaba la esquina. Aquella fila, semejante a una hilera de hormigas, estaba preparada con carritos y bolsas, dispuestos a arrasar con todo.

Unos días antes del cierre apenas quedaban conservas, algo de fiambre y jamones, poca cosa o eso pensaron los últimos en entrar: una señora viuda, conocida en el barrio, con su hija adolescente; un señor con traje de cazador y un ciclista que se había apartado del pelotón para comprar un bocata.

El tendero les explicó que apenas quedaban productos porque los vecinos casi habían agotado las existencias, pero que como quería cerrar lo antes posible, les vendía los jamones a un precio risorio. Eso sí, tendrían que repartirse todo lo demás. Mientras, para aliviar la espera, les ofreció un plato para que lo probasen. El tendero, cuchillo jamonero en mano, preparó un generoso plato que todos comenzaron a degustar al tiempo que repartía el resto de productos en lotes.

Pero apenas comido el último bocado la niña comenzó a vomitar sangre, no podía respirar. A continuación el cazador comentó que sentía mareos y dolor de cabeza. El ciclista directamente se desmayó y a la viuda le salió un sarpullido por todo el cuerpo. El tendero cerró inmediatamente la puerta para que no entrara nadie más. Entonces la viuda le comentó que si el jamón estaba caducado porque era mucha casualidad que los cinco estuvieran indispuestos. El tendero miró el envoltorio, comprobó que el producto era fresco e incluso comió los trocitos que quedaban para dar fe de su palabra.

A continuación se produjo un fuerte ruido en la trastienda. La viuda y el tendero se asomaron enseguida y vieron a un chaval que intentaba sortear grandes cajas para escapar por la puerta trasera. El tendero, un hombretón de cerca de dos metros, lo detuvo agarrándole por la camiseta y lo sentó sobre una de las cajas. Y así, enfadado y con cara de pocos amigos, llamó a la policía y después interrogó al joven, preguntándole qué hacía allí. El muchacho temblaba de miedo y cuando el tendero levantó el puño para pegarle, se vino abajo y confesó que todo había sido idea del dueño del supermercado, que envidioso por las ventas de los últimos días, le había pagado para envenenar inyectando arsénico en los productos que quedaban, así le culparían e iría a la cárcel. Y entretanto escuchaban la confesión, la viuda primero sintió náuseas, luego un sudor frío le recorrió el cuerpo hasta que se desplomó.

Ante semejante panorama y con el sonido de las sirenas de la policía de fondo, el tendero llamó a urgencias para avisar de lo sucedido. Les comentó los síntomas y les suplicó que fuesen a toda velocidad.

Los agentes recién llegados informaron de la grave situación e insistieron al hospital que ya había enviado al equipo médico que se retrasada porque había ocurrido un accidente, pues era 25 de julio y mucha gente se desplazaba a la playa para ver la marea de Santiago, por eso la carretera estaba colapsada y cuando llegaron los sanitarios era ya demasiado tarde. Los cadáveres yacían repartidos por el suelo: la niña que era alérgica tuvo un shock anafiláctico. El cazador, de más más edad, padeció una fuerte subida de tensión. El ciclista sufrió una extraña reacción alérgica a consecuencia de la intoxicación. Y la viuda, que padecía del corazón, tuvo un paro cardíaco. Finalmente, el tendero, que se sentía responsable de todo lo sucedido y temía que el peso de la justicia cayera sobre él, sufrió un ictus que le paralizó medio cuerpo y al no ser atendido a tiempo, también falleció…

Al día siguiente el caso ocupaba las primeras páginas de los periódicos y era la comidilla del barrio. El dueño del supermercado fue arrestado y enviado a prisión y ‘Ultramarinos Merino’ clausuraba sus puertas colgando en el escaparate un cártel que decía: ‘cerrado por defunción’.

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Una clase de historia…

Desde el blog ‘Acervo de letras’ el Vadereto de este mes de julio nos invita a escribir sobre una ‘receta’ de cocina que sirva de contexto a un relato.

Los alumnos apenas prestan atención en clase de historia. A la mayoría les parece aburrida y desfasada. No entienden el tópico de ‘mirar el pasado para comprender el presente’ porque su presente resulta demasiado inmediato y transcurre en un día a día atendiendo a los aspectos más recurrentes de sus vidas, centrados sobre todo, en los amigos y en pasarlo bien.

Puede que tenga algún efecto hacer una comparativa entre las vidas en el pasado y las suyas propias. Esa doble imagen les hace pararse a pensar en lo costoso que resultaba vivir entonces, el reto que representaba, los peligros que se padecían, la fragilidad de la propia vida y las escasas expectativas que los chicos de su edad tenían, sin ir más lejos, y por poner un ejemplo, en la antigua Roma.

Justo en aquel momento de la explicación, Pablo, sin cortarse un pelo, saca un bocata de tortilla adquirida en la cantina del instituto, recién hecha. Le pega un buen mordisco y habla con la boca llena para preguntar: «¿Y qué se comía entonces? ¿Ya existían las tortillas de patatas?». Le contesto que en la antigua Roma no. Pero que circulan varias teorías sobre sus orígenes, naturalmente siempre posteriores al descubrimiento del Nuevo Mundo, de donde los españoles importaron la patata.

Durante muchos años se consideró que este manjar había sido un invento impulsado por un general guipuzcoano en tiempos de guerra, quien preocupado por alimentar a sus tropas con un alimento contundente y barato, encargó a una campesina que ideara algún plato con estas características y que fue a ella a quien se le ocurrió esta mezcla de huevos y patatas, cosa que sucedió a finales del siglo XVIII.

Pablo insiste: «Entonces ¿Cuál era el plato más exquisito para los romanos?» Les explico que curiosamente, a escasa distancia de dónde vivimos, se elaboraba una de las recetas más deliciosas y conocidas en la Roma Imperial: el ‘garum’. Un alimento tan apetitoso como codiciado entre las élites romanas, comparable a cualquiera de los platos actualmente premiados con una Estrella Michelin y elaborado a partir de los restos del pescado capturado en aguas del Estrecho de Cádiz. Hoy en día sería considerado un menú de ‘cocina inteligente’ que pretende aprovechar todos los recursos.

A continuación les explico cuáles son los ingredientes: vísceras de pescado (sardinas, boquerones, pescado de roca…); sal gruesa; aceite de oliva  e hierbas aromáticas. Les comento la receta. Y aunque la elaboración en casa es complicada (pero no imposible), algunos se comprometen a intentarlo como proyecto de recuperación durante el verano.

De repente suena el timbre para ir al recreo. Todos comentan animados y enseguida sacan sus bocatas de las mochilas dejando en el aula un rastro de aromas diversos que hacen salivar e incitan el apetito: la clase ha terminado. 

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Los Miller

Esta semana en ‘Viernes creativo’ del blog ‘Escribe fino’ se nos invita a escribir un relato inspirado en esta fotografía de Eliot Erwirt.
Fotografía de Eliot Erwirt

Los Miller quieren hacerse un retrato de familia. A media mañana se presentan en el estudio. Quieren una foto informal, una escena que refleje una situación más o menos cotidiana, distendida, aunque se intuya preparada para la ocasión.

El retratista les ofrece varias opciones, entre ellas el clásico retrato con el matrimonio sentado y los hijos detrás en pie. Pero no les convence. Desean mostrar una pose algo más casual. Entonces ella, la esposa, una mujer esbelta y elegante, observa un rincón con un sofá. Le recuerda un trozo del salón de su casa. Enseguida la inspiró: «este es el lugar perfecto» afirmó convencida.

El fotógrafo aprovechó el acuerdo. Colocó el trípode frente a ellos. Comprobó los parámetros. Enfocó. Hizo varias observaciones al tiempo que daba algunas instrucciones a la familia: « A ver el hijo mayor junto a su padre y el menor al lado de su madre». Enseguida se colocaron menos el pequeño que permanecía distraído, deambulando por el local, curioseando las fotografías de la pared, que en ese instante, al oír las indicaciones, se volvió  y dando un salto se sentó muy cerca de su madre… Ésta, mirándolo de reojo, con una sonrisa un poco forzada, le comentó entre dientes: «te advertí que te pusieras calcetines negros»

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