La herencia

Desde el blog ‘Serendipia, este mes de mayo el reto nos invita a escribir sobre el tema ‘fugarse’.

Lucía contemplaba absorta el paisaje que pasaba rápido por la ventanilla del tren de cercanías. Llevaba diez años haciendo el mismo recorrido cada día de la semana, y sentada en su asiento, no dejaba de pensar en desaparecer, en dejar aquella vida monótona, aquel trabajo mal pagado que apenas le permitía subsistir, y fugarse a otro lugar donde empezar de nuevo. No se trataba de una huida. No huía de nadie que no fuese ella misma y aquella vida que giraba y giraba sin sentido. Necesitaba objetivos, emociones, metas, liberarse de todo. Y estaba claro que en aquella rutina no los encontraría.  

Hacía apenas un par de meses había recibido una pequeña herencia de una tía soltera. Lucía era la única familiar viva directa. Curiosamente apenas la había conocido ni tratado. Tan sólo conservaba un vago recuerdo en casa de su abuela cuando era pequeña, y desde luego, muchas veces le habían hablado de ella porque llevaba su nombre. Y sin embargo, en aquel mismo instante, sentía una inmensa gratitud porque aquella pequeña fortuna le permitía plantearse un nuevo comienzo. Sólo le faltaba decidir dónde ir y desatar las ataduras que le mantenían ligada a los recuerdos de la ciudad donde vivía, a la casa de sus padres, a su niñez y juventud, y sobre todo, a la vida monótona que llevaba porque, a pesar de todo, le aportaba seguridad.

Llevaba años soñando con escapar pero le faltaba valentía y decisión. Aquella herencia le había infundido los ánimos necesarios para planteárselo en firme. Así que decidió marcharse y comenzar de nuevo. Aunque el cambio fuera radical, algo le decía que sabría adaptarse.

Dicho y hecho.

Se marchó sin despedidas, ni cartas, ni nada. Simplemente se levantó, reunió lo imprescindible para ir liviana de equipaje y caminó decidida hacia la estación para coger el tren que la conduciría al aeropuerto, y una vez allí, no miró atrás. Simplemente caminó decidida hasta la puerta de embarque, pasó el control y subió al avión que la trasladaría hacia una nueva vida.

Se acomodó en el asiento junto a la ventanilla y apretó la mochila contra su pecho, abrazando todas sus emociones y sentimientos que se manifestaron en una sonrisa abierta, esperanzadora y feliz. Y por primera vez en su vida se sintió libre…

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El escritorio

Desde el blog ‘Literautas’, el taller de escritura número 70 nos invita a escribir ‘un relato a partir de un incidente detonador: una misteriosa llave en el cajón de los cubiertos’.

Cuando Julia abrió el cajón de los cubiertos -buscaba una cucharilla de café- se encontró con una llave antigua de bronce, mediana, algo oxidada. La cogió. La observó. Sintió su peso en la palma de la mano ¿De dónde habría salido? ¿Cómo había llegado hasta aquel cajón? ¿Cómo no la había visto antes? Todas estas preguntas sonaban en su cabeza mientras removía lentamente el café y tomaba un sorbo.

Estaba claro que la llave no se correspondía con ninguna puerta de su casa ni con ningún armario, tal vez de algún cajón o de un mueble pero ¿cuál? Y entonces, de repente, le vino a la cabeza el escritorio del abuelo que aún conservaba en el desván.

Poco a poco acudieron a su mente imágenes del abuelo Miguel. Tenía por costumbre sentarse frente aquel buró cada mañana, después del desayuno. Como si de un ritual se tratase, abría la correspondencia, la leía, ordenaba los recibos. Escribía cartas y ojeaba el periódico local. Entonces Julia recordó un cajón interior que su abuelo abría y cerraba con mucho celo. Luego guardaba la llave en el bolsillo interior de su chaqueta. En aquel momento  dejó la taza de café sobre la encimera y corrió escaleras arriba hacia el desván.

La puerta de entrada chirriaba. Aquella habitación estaba llena de muebles y cajas. Y al fondo, detrás de una vieja estantería, encontró el antiguo secreter debajo de una sábana. Despejó un poco la zona para tener mejor acceso. Acercó una banqueta. Se sentó. Metió la llave en la cerradura y suavemente el cajón se abrió. El corazón le latía con fuerza en el pecho ¿Qué estaba a punto de descubrir? Se paró un momento pensando si estaría bien desvelar aquello que con tanto sigilo su abuelo custodió durante años. Consideró la idea de que no le gustase que ella, su nieta, violase aquella intimidad. ¿Por qué no le dejó la llave? ¿Por qué nunca le mencionó nada? Julia tenía demasiadas dudas y no quería arrepentirse, ni sentirse mal consigo misma. Así que cerró de nuevo el cajón y guardó la llave en el bolsillo trasero de su pantalón. Luego se dedicó a trastear el resto de papeles ordenados en pequeños compartimentos abiertos. La mayoría eran recibos y extractos del banco. Pero entre todos ellos le llamo la atención un sobre de color azul que destacaba entre el resto. Era un sobre algo más grande sin nada escrito. Lo abrió y sacó otro pequeño, este sí, con su nombre. Se acercó a la ventana. Lo abrió y sacó una nota de su abuelo: «Querida Julia: he pensado dejarte lo que considero el mejor legado que no es otro que este viejo escritorio y todo lo que en él encuentres. Sé que te sorprenderás. Confío en tu buen criterio y juicio para hacer lo que debas. Te quiere, tu abuelo Miguel».

En aquel momento Julia supo que tenía permiso para abrir el cajón secreto. Rebuscó la llave en su bolsillo. La introdujo en la cerradura y lo abrió. El clic resonó en el silencio de la habitación como un susurro del pasado. La historia que estaba a punto de descubrir llevaba años esperando…

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El caballero y la rosa

Desde el blog, ‘El vici solitari’, el reto juevero de esta semana está dedicado a homenajear la literatura, coincidiendo esta semana la celebración del día del libro.

Durante la Edad Media la transmisión oral de las tradiciones tuvo un gran peso debido a la existencia de una sociedad iletrada y analfabeta y a la falta de conocimientos científicos. Es por eso que los relatos y leyendas, con el paso del tiempo, evolucionaban y se transformaban de un narrador a otro. Algunas de ellas han llegado hasta nuestros días y forman parte de nuestro acervo cultural, como es el caso de Sant Jordi y la costumbre de regalar junto al libro una rosa. Veamos cómo fue.

En la villa de Montblanc, entre los siglos III y IV, vivía un dragón que atemorizaba a la población y devoraba a diario a una persona previamente elegida, ya fuera hombre o mujer, niño o anciano, hasta que un buen día le tocó en suerte a la princesa y cuando esta se dirigía resignada hacia la mansión para ser engullida por el dragón, apareció un caballero –Sant Jordi- dispuesto a enfrentarse a semejante monstruo armado con una lanza, salvando así a la princesa y al resto de la población. Tras un duro combate el dragón fue derrotado. Y allí donde se desangró brotó un rosal de rosas rojas, del cual el caballero cortó una y se la ofreció a la princesa como símbolo de su amor y su valentía.

En base a esta leyenda en Cataluña, desde la década de 1920, se regala una rosa el día de San Jordi, día que también se popularizó la costumbre impulsada por un librero valenciano –Vicent Clavel- de fomentar la lectura y homenajear a los escritores regalando un libro junto a la rosa, costumbre que tuvo gran calado social y se consolidó durante la Exposición Internacional de Barcelona en 1929. Era la primera vez que los libreros salían a la calle  para mostrar sus novedades.

Posteriormente, recordando que el 23 de abril fallecieron tanto Cervantes como Shakespeare, la UNESCO declaró este día, Día Internacional del libro.

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La despedida

Esta semana para relatos jueveros, el blog de ‘Neogéminis’ nos propone como reto, escribir un relato a partir de algunas citas de autores conocidos. ‘Volví a casa con la sensación de una absoluta soledad’ (E. Sábato). ‘Nuestra mente es porosa para el olvido’ (J.L. Borges). ‘Nada tan engañoso como…’ (A.C. Doyle). ‘La palabra tiempo rompió su propia cáscara’ (V. Woolf).

‘Volví a casa con la sensación de una absoluta soledad’. Acabamos de separarnos en la estación. Aunque el tren salía más tarde, no querías que me quedase y nos despedimos con cierta frialdad, anticipando distancia. ‘Nuestra mente es porosa para el olvido’ me dijiste. Y yo asentí sin ánimo de contrariarte. Parece que estamos diseñados para olvidar algunas cosas con el tiempo. Aunque no queramos. Y nuestros pensamientos se escapan como lo hace el agua de una esponja. Luego añadiste que te quedabas con todo lo bueno que fue mucho, casi todo. ‘Nada tan engañoso como’ este tópico que me has repetido tantas veces insistiendo en que lo nuestro ha sido mucho y bueno.

Mientras te veía caminando por el andén hasta tu coche, he recordado la primera vez que te fui a buscar al aeropuerto. No cabía en mí de alegría. Estaba ilusionada y ansiosa por verte. Casi siempre te esperaba ansiosa. Siempre me faltó tiempo y me sobró todo lo que no fueras tú.

Pero ‘la palabra tiempo rompió su propia cáscara’ y te cansaste de ir y venir. De estar y faltar. Pudo más la ausencia. Se te hicieron eternas las semanas de espera y no querías más. Algo se rompió dentro de ti, dejaste caer la barrera junto a tu territorio y has preferido acotar un espacio para estar a solas, aunque odias la soledad.

Recojo nuestras cosas y me dispongo a dejar este apartamento que tanta felicidad nos proporcionó…Laman a la puerta ¿ quién será a estas horas? Probablemente el casero que viene a buscar la llave…Abro cabizbaja y triste… ¡Eres tú!

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A solas con Cenicienta

Desde el blog ‘Acervo de letras’ el Vadereto de este mes de abril nos invita a escribir un relato basado en un libro.

Desde que llegué a París deseaba visitar los famosos «Bouquinistes» a orillas del Sena. Desde lejos divisaba el color verde de los puestos y a los libreros ordenando y colocando libros y láminas con grabados. Llegué temprano para pasear por el Quai de la Tournelle y el Quai Voltaire en la margen izquierda. Había muy poca gente, sólo algunos turistas madrugadores como yo.

Comencé a pasear y a explorar los libros antiguos pues llevaba intención de hacerme con alguno. Me encantan los libros antiguos y las primeras ediciones. De repente me llamó la atención un cuento de los hermanos Grimm, ‘La Cenicienta’. Mi padre me había leído ese cuento muchas veces antes de dormir. Tal vez por esta razón este libro me atrapó, teniendo en cuenta que se trataba de una edición de 1812, una versión menos suavizada y extendida que el cuento de Charles Perrault. Esta interpretación original es más cruda y oscura en la que no aparece el hada madrina sino un árbol mágico que crece junto a la tumba de su madre y las hermanastras son tan tremendamente crueles y envidiosas que se mutilan los pies para que les entre el famoso zapato.

Una vez que tuve el libro entre mis manos, me decidí a comprarlo. Aunque era caro me pareció asequible. La portada estaba algo deteriorada y eso rebajó su precio. Y después de un buen paseo y alguna que otra compra, paré en la crepería ‘Les Galandines’ y regresé al apartamento para descansar.

Me desvestí y me eché en la cama dispuesta a entretenerme con el libro. Esta edición es muy sobria, sin dibujos ni ilustraciones, así que directamente me dispuse a realizar una atenta lectura: “Érase una mujer, casada con un hombre rico, que enfermó, y, presintiendo su próximo fin, llamó a su única hijita y le dijo: hija mía, sigue siendo siempre buena y piadosa, y el buen Dios no te abandonará. Yo velaré por ti desde el cielo, y me tendrás siempre a tu lado”.

Dejándome llevar por un sopor propio de la hora de la siesta, los ojos se me abrían y cerraban. Y en uno de estos pestañeos me encontré junto al lecho de mí supuesta madre moribunda: yo era Cenicienta. Pensaba que aquello era un sueño, pero era demasiado real. Yo estaba mirando desde los ojos de Cenicienta, de los que brotaban lágrimas de verdad, mientras mi padre pasaba su mano por los hombros y me abrazaba consolándome, diciéndome que siempre estaría conmigo, que nunca me dejaría sola…

No podía articular palabra y sentía un inmenso dolor por la pérdida, conociendo además mi propio destino, sabiendo lo que me esperaba… Una señora -mi institutriz creo- me cogió de la mano y me llevó a mi cuarto. No paré de llorar hasta que vi, a través de la ventana, cómo se llevaban el féretro con el cuerpo de mi madre seguido por un cortejo formado por hombres vestidos de negro. Un par de días después visitamos su tumba. Junto a ella planté una ramita de avellano que poco tiempo después me superaba en altura.

Aquella noche, cuando cerré los ojos, el tiempo dio un salto. Esta vez me encontraba en una casa ajena, delante de una señora y sus dos hijas. Enseguida supe qué se trataba de mi futura madrasta y mis hermanastras. Sabía qué estaba ocurriendo y qué me esperaba si no huía de aquel cuento. Corrí y corrí, saltando de una página a otra, de los fogones de la cocina pasando por las perrerías de mis nuevas hermana, hasta que llegué al baile y allí estaba el príncipe aguardándome, aunque no me detuve, quería llegar al final y a punto estaba de probarme el zapato cuando mi cuerpo se vio zarandeado y una voz me gritaba: ¡Despierta dormilona!» Sobresaltada abrí los ojos y me encontré cara a cara con mi compañera de viaje…

−¿Tenías una pesadilla? –me comentó frunciendo el ceño…

−Peor que una pesadilla –contesté mientras intentaba calmarme−. Voy a llamar a mi madre, necesito saber que todo está bien…

Cuando regresé del viaje. Coloqué el libro con sumo cuidado en la estantería y nunca más lo he vuelto a abrir, por si acaso…

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Un viaje transformador

Esta semana en ‘relatos jueveros’, el blog de Neuriwoman nos reta a escribir sobre ‘un gran viaje’
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Aquel fin de semana llevaba meses programado. Después de casi dos años sin vernos, por fin nos reuníamos de nuevo las cuatro amigas del colegio. Cuando acabamos bachillerato, cada una eligió su camino aunque mantuvimos el contacto. Y cuando  formamos muestras propias familias, decidimos reunirnos al menos una vez al año para ponernos al día.

En aquella ocasión alquilamos un apartamento en un punto equidistante aprovechando un puente. A la hora convenida llegamos al restaurante elegido como lugar de encuentro, donde de paso, comeríamos y recogeríamos las llaves. Fuimos puntuales, como siempre, menos Ana claro, cosa que no nos extrañó. Siempre había sido impuntual y estábamos acostumbradas a esperarla.

Propuse entrar a tomarnos una caña en la barra o esperar sentadas en la mesa que teníamos reservada. Y así lo hicimos a pesar de las protestas de las demás que continuaban con su retahíla sobre la tardanza.

Pasaba cerca de una hora y Ana no daba señales. Poco a poco la impaciencia fue dando paso a la preocupación y lo peor es que no atendía al móvil. Alguien sugirió picar algo porque si solo bebíamos la cosa no tendría buen final. Así que pedimos unos entrantes para compartir. Se nos agotaba el popurrí de temas intrascendentes. Ninguna quería mostrarse particularmente preocupada, pero la verdad es que todas lo estábamos.

De repente entraron en el local dos agentes de la Guardia Civil. Se dirigieron al camarero de la barra y un segundo después uno de ellos nos miró y caminó hacia nosotras que nos manteníamos expectantes, aguantando la respiración…

−Buenas tardes, ¿conocen a una tal Ana Urrutia?−

−Sí− contestamos a la vez.

−Sentimos comunicarles que ha tenido un accidente a unos treinta kilómetros de aquí. La han llevado al Hospital Comarcal. Ahora mismo estará en quirófano. No les puedo decir nada más. Encontramos en el asiento de al lado un trozo de papel con esta dirección y hemos supuesto que podrían estar esperándola.

Después saludaron con un gesto típico militar y se marcharon. Nosotras pedimos la cuenta y salimos hacia el hospital.

Llegamos. Subimos. Nos sentamos sin mediar palabra. Al cabo de una media hora, salió un señor de mediana edad, vestido aún con atuendo de quirófano y cara de pocos amigos… Se dirigió hacia nosotras:

−Siento decirles que la paciente ha fallecido, no hemos podido hacer nada para salvarla…

Aquel viaje fue muy triste e inolvidable, un gran viaje interior y transformador tras el cual supe que nada sería igual, que la persona que regresaba no era la misma que había partido…

Pasó mucho tiempo hasta que las tres amigas volvimos a vernos y cuando lo hicimos fue para homenajear a Ana recordando las anécdotas más graciosas de nuestra vida juntas. No hicimos más que lo que sabíamos ella hubiera querido.

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Regreso inesperado

El reto de este mes de marzo desde el blog Divagacionistas nos invita a escribir sobre el tema ‘lluvia’.

Llovió insistentemente durante días. Pensé que había limpiado los cristales para nada porque miles de gotas se deslizaban sin parar hasta el punto de no dejar ver la calle.

De vez en cuando clareaba un poco, el tiempo justo para sacar a Cara que volvía con el morro y las patitas mojadas y el rabo entre las piernas, asustada por la tormenta.

Aunque me encanta el invierno y la lluvia, después de tantos días hasta yo empezaba a necesitar un poco de sol. Me sentía algo abatida, echaba en falta mis paseos por la playa y sentarme a leer un rato en el porche. Por eso de vez en cuando consultaba el pronóstico del tiempo a ver si por casualidad prometía cambios para el siguiente día…Pero no. Las borrascas entraron una a una pero seguidas y entonces, no sé por qué, recordé otro tiempo con la casa llena de gente. Recordé a Diego cuando llegaba del trabajo calado hasta los huesos porque se negaba a usar el paraguas. Me acuerdo que dejaba el suelo de la entrada perdido y yo tenía que colgar su ropa en el baño mientras le oía repetir que para otra vez se lo llevaría… Y a los niños cuando volvían del colegio caminando, hundiendo las botas de agua en cada charco, con los paraguas de colores tropezando y los flequillos mojados…

La lluvia suena a melancolía, a nostalgia que me lleva a tiempos pasados que repaso mentalmente mientras no dejo de oír cómo golpea los cristales y la luz de los relámpagos ilumina la oscuridad del salón… Pienso en Diego y en el vacío de su ausencia. Cara, asustada, se echa a mi lado e inesperadamente suena el motor de un coche que para justo en la puerta. Casi no puedo ver quien llega. No espero a nadie…

De repente la puerta se abre: Diego ha regresado. No trae paraguas y pone el suelo perdido de agua, pero está de nuevo en casa y eso es lo único que importa.

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Helene Mayer: esgrimista alemana y judía

Esta semana en ‘relatos jueveros’ desde el blog de Marifelita se nos invita a escribir un relato o un texto sobre alguna mujer pionera en deporte.

Las Olimpíadas de 1936 celebradas en Berlín no estuvieron exentas de cierta polémica y entre ellas pulula la imagen de Helene Mayer entre luces y sombras, pues Mayer, una judía afincada en EE.UU, resultó momentáneamente indultada por Hitler para representar a Alemania en aquellos Juegos.

Nacida en Alemania en 1910 era hija de una luterana y un médico judío. Desde muy joven comenzó a practicar esgrima y con sólo trece años ya obtuvo su primer triunfo en un campeonato nacional que a los veinte había ganado seis veces.

En 1928 obtuvo el oro en las Olimpiadas de Amsterdam, medalla que no revalidó cuatro años después en Los Ángeles debido a la coyuntura emocional familiar difícil tras las muertes de su padre y su novio.

En 1936 llegaba la oportunidad para la Alemania nazi. La situación de Hitler era comprometida pues con el problema judío la imagen que mostraba al mundo no era muy amable por lo que se decidió abrir un poco la mano y hacer la vista gorda. Así se permitieron el regreso de algunos libros prohibidos a las librerías, de la música de jazz a algunos clubs y a mirar hacia otro lado frente a algunas manifestaciones consideradas homosexuales. Y respecto a los Juegos, el gobierno de Hitler pactó con el COI una cuota de participación judía que permitió a Helene, afincada en EE.UU desde su expulsión de Alemania, participar en esgrima.

Helene Mayer, representó a Alemania en las Olimpiadas de Berlín de 1936, una participación  simbólica puesto que tenía ascendencia judía. Con ello el régimen nazi buscó proyectar una imagen de inclusión internacional, pese a sus políticas discriminatorias. Mayer ganó la medalla de plata en esgrima, una destacada actuación en un evento envuelto en tensiones políticas. Helene murió en 1953 y su historia sigue siendo un tema de análisis y reflexión sobre los Juegos Olímpicos y su relación con la política.

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La memoria del barrio

Esta semana en ‘relatos jueveros’ el Blog de Dafne nos invita a participar con un relato que hable del ‘amor de barrio’.

El barrio es la delimitación territorial en que la ciudad se subdivide. Pero más allá del territorio y sus fronteras ciudadanas, perimetrado por calles y edificios, el barrio  es un microcosmos con vida propia, una unidad emocional en la que compartimos la vida quienes lo habitamos. Es un espacio de pertenencia y resistencia. Es el lugar donde quienes vivimos encontramos nuestra identidad más próxima, donde entrelazamos nuestras experiencias cotidianas y nuestras vidas que se entrecruzan en lugares comunes de socialización: el mercado, el parque, los bares…

Por otro lado los barrios son células vivas de características sociales y económicas semejantes, que articulan la vida de su moradores, que están en constante movimiento y reproducción y reúnen a gentes que proyectan una historia común. Es por eso que tienen una personalidad y una diversidad cultural que da sentido de pertenencia a sus habitantes.

Así mismo suelen albergar servicios esenciales como centros de salud, colegios, transporte, bares… al tiempo que son motores económicos a través de los pequeños comercios, supermercados y tiendas en general.

Yo nací en el barrio del Castillo. Se llama así porque está ubicado en la zona alta y más antigua de la ciudad. Hace un par de años quisieron cambiarle el nombre por el de un conocido poeta. Pero resultó imposible. Nadie asumió el cambio y decidieron dar vuelta atrás y otorgarle al afamado escritor una pequeña calle peatonal.

Si damos un paseo observamos varios establecimientos con su nombre: una cafetería, un supermercado, una mercería y una cristalería…

Cuando camino por mi barrio muchas imágenes vuelven a mi cabeza y me veo a mí misma en las distintas etapas de mi vida: jugando de pequeña en el parque, tomando mi primera cerveza en el bar de Julián, la esquina donde di mi primer beso, las manifestaciones y revueltas estudiantiles…Y ya de mayor, un poco la historia se repite a través de mis hijos.

La verdad es que fuera de estas calles mi memoria se pierde y se diluye, porque el barrio representa casi todo cuanto he sido y he vivido hasta ahora.

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Un cadáver junto al río

Desde el blog ‘Acervo de letras’ en la convocatoria Vadereto de este mes de marzo, se nos invita a escribir un texto en el que uno de los protagonistas sea un ‘río’.

El río serpenteaba ladera abajo hasta llegar al valle. Los primeros rayos del amanecer despuntaban en el pueblo. Todo estaba en calma y nada parecía presagiar una jornada anormal hasta que Aquilino apareció cerca del bar jadeando y repitiendo una y otra vez: «¡Un cadáver, un cadáver!».

Enseguida salieron a su encuentro el alcalde y unos cuantos vecinos que desayunaban tranquilos antes de comenzar la jornada.

−A ver Aquilino, tranquilízate y cuéntanos. ¿Qué ha pasado? –aseveró el alcalde apurando la humeante taza de café.

−Paseaba por la orilla del río con el perro como cada mañana, cuando de repente salió corriendo, le seguí y me llevó hasta encontrar un cuerpo. Es un hombre de mediana edad. Pero no lo he reconocido.

−Avisaremos a la guardia civil y al juez para que haga el levantamiento del cadáver –ordenó el alcalde mientras comenzaba a caminar en dirección al río.

Al cabo de una hora se encontraban todos en el lugar de los hechos. Efectivamente el muerto era un hombre de mediana edad. Iba vestido como un pescador y no le faltaba detalle. Sin embargo no portaba cartera ni documento alguno que le identificara, sólo una pequeña llave que escapó de su bolsillo cuya existencia advirtió un periodista con fama de ser demasiado curioso. Excepto para él, la llave pasó desapercibida para todos.

El periodista, obsesionado con el caso, examinó la llave con detenimiento. Parecía de latón y llevaba incrustado un número del que sólo se leían los dos últimos dígitos, ‘05’.

A la mañana siguiente visitó el archivo y la biblioteca, dejándose guiar por su instinto que le decía que en ellos encontraría algunas respuestas. No encontró nada hasta que revisó unos registros y observó una finca identificada con un número que acababa en 05. Y siguiendo su sabueso olfato se dirigió a la propiedad situada en las afueras del pueblo.

Una vez allí comprobó que la casa estaba abandonada. Entró y recorrió las habitaciones. No había nada que le llevara a una pista hasta que dentro de un dormitorio encontró una puerta cerrada. Miró la cerradura y el corazón le dio un vuelco. Probó la llave y la puerta se abrió. Encontró numerosas cajas con documentos, fotos y  algunas armas. Una ver revisados algunas cartas y vistas algunas fotos, el periodista dio por hecho que el pescador formaba parte de aquella red a la que también estaba vinculado alguien del pueblo.

Y a punto estaba de irse cuando advirtió una presencia tras él:

−¡Qué casualidad! Precisamente iba a salir a llamar…

No le dio tiempo a concluir la frase cuando un disparo atravesó su cabeza justo en el entrecejo. Luego la puerta se cerró de nuevo con llave. Y del periodista nunca más se supo.

Pasaron varios años hasta que unos niños jugando descubrieron la habitación secreta con los restos del cadáver. Esta vez nadie pudo impedir que la policía investigara a fondo y enseguida corrió la voz sobre aquella posible red secreta y sus implicados…

Aquel mismo día, al anochecer, sonó un disparo en casa del alcalde. Dos vecinos se acercaron a ver qué pasaba y lo encontraron muerto sobre su escritorio, con un disparo en la sien y una confesión escrita en la mano. Finalmente el caso se había resulto.    

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