Un cadáver junto al río

Desde el blog ‘Acervo de letras’ en la convocatoria Vadereto de este mes de marzo, se nos invita a escribir un texto en el que uno de los protagonistas sea un ‘río’.

El río serpenteaba ladera abajo hasta llegar al valle. Los primeros rayos del amanecer despuntaban en el pueblo. Todo estaba en calma y nada parecía presagiar una jornada anormal hasta que Aquilino apareció cerca del bar jadeando y repitiendo una y otra vez: «¡Un cadáver, un cadáver!».

Enseguida salieron a su encuentro el alcalde y unos cuantos vecinos que desayunaban tranquilos antes de comenzar la jornada.

−A ver Aquilino, tranquilízate y cuéntanos. ¿Qué ha pasado? –aseveró el alcalde apurando la humeante taza de café.

−Paseaba por la orilla del río con el perro como cada mañana, cuando de repente salió corriendo, le seguí y me llevó hasta encontrar un cuerpo. Es un hombre de mediana edad. Pero no lo he reconocido.

−Avisaremos a la guardia civil y al juez para que haga el levantamiento del cadáver –ordenó el alcalde mientras comenzaba a caminar en dirección al río.

Al cabo de una hora se encontraban todos en el lugar de los hechos. Efectivamente el muerto era un hombre de mediana edad. Iba vestido como un pescador y no le faltaba detalle. Sin embargo no portaba cartera ni documento alguno que le identificara, sólo una pequeña llave que escapó de su bolsillo cuya existencia advirtió un periodista con fama de ser demasiado curioso. Excepto para él, la llave pasó desapercibida para todos.

El periodista, obsesionado con el caso, examinó la llave con detenimiento. Parecía de latón y llevaba incrustado un número del que sólo se leían los dos últimos dígitos, ‘05’.

A la mañana siguiente visitó el archivo y la biblioteca, dejándose guiar por su instinto que le decía que en ellos encontraría algunas respuestas. No encontró nada hasta que revisó unos registros y observó una finca identificada con un número que acababa en 05. Y siguiendo su sabueso olfato se dirigió a la propiedad situada en las afueras del pueblo.

Una vez allí comprobó que la casa estaba abandonada. Entró y recorrió las habitaciones. No había nada que le llevara a una pista hasta que dentro de un dormitorio encontró una puerta cerrada. Miró la cerradura y el corazón le dio un vuelco. Probó la llave y la puerta se abrió. Encontró numerosas cajas con documentos, fotos y  algunas armas. Una ver revisados algunas cartas y vistas algunas fotos, el periodista dio por hecho que el pescador formaba parte de aquella red a la que también estaba vinculado alguien del pueblo.

Y a punto estaba de irse cuando advirtió una presencia tras él:

−¡Qué casualidad! Precisamente iba a salir a llamar…

No le dio tiempo a concluir la frase cuando un disparo atravesó su cabeza justo en el entrecejo. Luego la puerta se cerró de nuevo con llave. Y del periodista nunca más se supo.

Pasaron varios años hasta que unos niños jugando descubrieron la habitación secreta con los restos del cadáver. Esta vez nadie pudo impedir que la policía investigara a fondo y enseguida corrió la voz sobre aquella posible red secreta y sus implicados…

Aquel mismo día, al anochecer, sonó un disparo en casa del alcalde. Dos vecinos se acercaron a ver qué pasaba y lo encontraron muerto sobre su escritorio, con un disparo en la sien y una confesión escrita en la mano. Finalmente el caso se había resulto.    

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La estación de la esperanza

Desde el blog ‘Literautas’ este mes de marzo se nos invita a escribir sobre la escena siguiente: ‘En la estación de tren hay un teléfono público que casi nadie usa. Es un modelo antiguo, de esos de metal y con el auricular pesado. La mayoría de los viajeros pasan de largo, con sus móviles en la mano. Pero un día, suena…’

Junto a la nueva estación, sofisticada y adaptada a las últimas tecnologías, convive la vieja estación. Lleva años cerrada y abandonada y en los andenes y dependencias muchos sin techos dormitan y se refugian de las inclemencias del tiempo. Y a pesar de que las autoridades hacen redadas, obligándoles a marchar a refugios y albergues, la vieja estación siempre acoge a quienes no los conocen o simplemente se sienten allí libres, seguros y a salvo.

Apenas quedan en pie unos cuantos bancos de madera muy atractivos para dormir aislados de la humedad y la suciedad del suelo, unos servicios mugrientos y algunas estancias destartaladas que funcionaron como oficinas. Al fondo, en una esquina junto a la entrada, muy cerca de uno de los bancos, una vieja cabina de monedas recuerda la forma de vida de la época anterior a los móviles. Aquel recodo era el dominio de Mateo, un indigente que llevaba meses apostado en aquel lugar y que todos respetaban siguiendo las leyes de la convivencia callejera.

Mateo no siempre fue pobre. Tuvo su propia familia y vivió con ella y con su madre hasta que hacía tres años el juego le llevó por mal camino y lo perdió todo. Poco después su madre falleció de pena y de vergüenza. Su mujer y su único hijo lo abandonaron y desde entonces vive en la calle, en la más absoluta miseria.

Pues bien. Como cada día Mateo compró una hamburguesa y se la comió sentado en su banco. Come despacio, saboreando cada bocado como le enseñó su madre. Luego entró en los baños y se aseó un poco antes de dormir. Pero aquella noche, recostado y tapado con una buena manta que le entregaron en cáritas, a punto de coger el sueño, el teléfono de la vieja cabina comenzó a sonar insistentemente. Al principio hizo caso omiso ¿Quién podría ser? Se dio media vuelta con la intención de intentar dormir pero el dichoso teléfono no paraba de sonar y el personal se quejaba y le gritaba que contestara de una vez por todas…

Mateo se destapó, se calzó, dio tres o cuatro pasos y levantó el auricular:

−Diga, ¿Quién es y qué quiere a estas horas? –dijo enfadado.

−Mateo soy yo, mamá…

−¿Mamá? ¡Déjese de bromas y no moleste más! Esta cabina está fuera de servicio…

Luego, se volvió de nuevo al banco, se tapó y dio varias vueltas pensando a quién se le podría ocurrir semejante broma. El caso era que aquella voz verdaderamente le recordó a la de su madre, cosa que era imposible, ella estaba muerta. No dejaba de preguntarse cómo es que estaba activo aquel teléfono y entonces ocurrió que de nuevo comenzó a sonar. Y esta vez Mateo se levantó de muy mala leche, cogió el teléfono con malos modos, dispuesto a gritar a quien fuera y a dejarlo descolgado si hacía falta, cuando de nuevo escuchó la voz que repetía:

−No cuelgues Mateo, no cuelgues, soy tu madre. Deja que te lo demuestre ¿recuerdas dónde escondías tus canicas? En un bote de cristal en el armario de tu habitación…

−Pero ¡cómo es posible si estás muerta! –comentó balbuceante y asustado…

−No intentes comprender nada hijo, sólo prométeme que harás todo lo posible por rescatar tu vida y reunir a tu familia. Prométemelo y descansaré en paz…

−Te lo prometo mamá −dijo con voz temblorosa y los ojos empapados en lágrimas,

Pasaron meses hasta que Mateo encontró un trabajo y años hasta que pudo localizar a su familia y reunirse con ella.

Entretanto, en la vieja estación, el teléfono sonaba cada noche , y alguien que dormía en el antiguo banco de Mateo lo cogía y contactaba con algún ser querido fallecido. El mensaje siempre implicaba una misión, un nuevo cometido que implicaba la mejora de cada persona.

Poco a poco la noticia corrió por la ciudad aunque casi nadie la creía… Y entre los sin techos aquel lugar comenzó a ser conocido como ‘la estación de la esperanza’.

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Una bibliotecaria astuta

Desde el blog de Neogéminis para este jueves 13 de marzo, se nos invita a escribir un relato basado en ‘la escena de un crimen’.

La biblioteca municipal del pueblo llevaba muchos años en manos de doña Herminia. Apenas le faltaba un año para jubilarse y conocía al dedillo todos los títulos y hasta su localización en los estantes. Herminia comenzó siendo una fiel usuaria cuando la biblioteca abrió por primera vez sus puertas hacía más de sesenta años. Es más, el primer carnet que emitió fue el suyo.

Lectora empedernida se licenció en Lengua y Literatura,  luego estudió biblioteconomía y en cuanto se jubiló el anterior bibliotecario ella accedió a la plaza y la sacó por méritos.

Sus fondos apenas despertaban interés salvo por un incunable y una colección de unos cien libros procedente de la donación desinteresada de un aristócrata inglés, afincado en el pueblo, quien a su muerte donó esta pequeña pero valiosa biblioteca que era el orgullo de doña Herminia. Dicha librería estaba ubicada en unos anaqueles con puertas y llaves a los que sólo se accedía en su presencia y bajo autorización especial.

Cada día Herminia abría las puertas del edificio a las 10.00 en punto de la mañana y cerraba a las 14.00 de la tarde, pero aquel día a las 14.15 horas aún permanecía abierta lo que alertó a Matías, el panadero, que tenía su local justo en la acera de enfrente.

A Matías le parecía muy raro que doña Herminia no hubiera cerrado para comer, así que ni corto ni perezoso cruzó la calle y entró a mirar.  Llamó a voces a Herminia dos o tres veces. Nadie contestó. Recorrió la sala hasta llegar a la sección donde guardaban los libros más valiosos y encontró a la bibliotecaria en el suelo y a su alrededor algunos libros deshojados y desparramados. Enseguida se acercó e intentó espabilar a Herminia que yacía inconsciente sobre la alfombra pero un hilillo rojo de sangre corría desde la comisura de los labios hacia el cuello…

−¡Doña Herminia, doña Herminia, diga algo por Dios! –gritaba acelerado Matías dándole palmaditas en la cara.

Al fin Herminia entreabrió los ojos y señalando una ventana musitó:

−La vuelta al mundo en 80 días… Estantería 25, tercera balda a la izquierda…

Matías siguió las instrucciones y enseguida localizó el libro solo que al abrirlo comprobó que se trataba del incunable disfrazado de libro infantil.  

Cuando la policía llegó reconstruyó los hechos: Al parecer y según testimonio de algunos testigos, Herminia tenía en mente a un sospechoso que había solicitado varias veces consultar el incunable y otros títulos de la valiosa colección. Aquella misma mañana había estado allí, y desconfiando de sus intenciones, cambió la portada del libro, protegiendo el incunable con la tapa del famoso libro de Julio Verne, colocándolo después en el estante de literatura juvenil, de manera que el ladrón a la hora de robar no se llevara el auténtico.

Así fue como la astuta bibliotecaria salvó del robo el volumen más preciado y valioso, orgullo de la biblioteca, una heroicidad que le costó la vida a doña Herminia. De la noticia se hizo eco la prensa local y nacional alabando una proeza que pasó a la posteridad en toda la comarca.

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El pequeño girasol

Desde el blog de Mercedes, ‘Mil y una historias’, este viernes nos invita a escribir un relato con la palabra ‘girasol’.

No debí quedarme solo en aquel barrio. El ambiente era peligroso pero cuando me di cuenta ya era tarde y me habían desvalijado. Me quitaron el dinero, las zapatillas nike último modelo y la chupa…Luego me arrojaron en medio de un campo de girasoles. En menos de una hora salió el sol. Los girasoles altos y esbeltos se giraron hacia el astro rey. Me levanté y caminé entre ellos. Tenía la planta de los pies llena de heridas y tardé mucho en atravesar aquel lugar que a mí me pareció inmenso…

Sin saberlo, había estado dando vueltas en círculo, desorientado y a ratos desmayado, hasta que de nuevo se hizo de noche. Entonces los girasoles se giraron hacia el este para descansar y hacer la fotosíntesis. Me acurruqué entre ellos y observé junto a mi cara a un pequeño girasol que, en contra de toda lógica, permanecía erecto y firme mirando la luna. Me dormí junto a él.

Al día siguiente, cuando desperté, el pequeño girasol permanecía mirando al oeste, en sentido contrario a todos los demás… Escarbé la tierra, lo saqué con todas sus raíces y lo llevé conmigo. Dolorido y hambriento me levanté, caminé rápido en la dirección indicada y encontré una salida en la dirección indicada. Enseguida me socorrieron.

Al llegar a casa lo planté en una maceta y desde entonces cuido de él como él cuidó de mí.

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‘Tempus fugit…’

Desde el blog ‘Alianzara’ este mes de marzo se nos invita a escribir un relato basado en la ‘percepción del tiempo’

Dicen los, filósofos, los físicos y los eruditos que el tiempo en realidad no existe, aunque a la par formulan diversas teorías sobre su percepción. Yo sólo sé que cuando me siento bien o estoy a gusto, quiero que el tiempo pase con mayor lentitud y cuando sufro o lo paso mal, tengo la impresión de que los minutos se ralentizan, aunque yo quisiera acelerarlo…

Esa es la experiencia cotidiana del paso del tiempo, no obstante, lo que voy a contar es un suceso extraordinario ocurrido durante mi adolescencia, un verano que pasé en el pueblo de mis abuelos, un lugar idílico en medio de un bosque en el que tuve una insólita experiencia.

Como cada mañana salí a dar un paseo con Dana, una galga de cuatro años adoptada por mis abuelos. A la pobre la iban a sacrificar y ellos la salvaron. Es lista, agradecida y veloz. Como decía, salimos al amanecer. Dana corría de un lado a otro curioseando y oliendo sin parar cuando de repente la vi detenida y escarbando la tierra.  La llamé y como no hacía caso me acerqué, comprobando que entre la tierra removida había un objeto: Dana había encontrado un reloj de bolsillo, dorado, desgastado y con una inscripción en latín: «Tempus fugit». Yo no sabía qué significaba. Me gustó. Le di las gracias a Dana por encontrarlo. Lo guardé en el bolsillo y seguimos caminando.

Al llegar de vuelta a casa se lo enseñé a mi abuelo. Él me dijo que aquella frase significaba «El tiempo vuela». Lo limpiamos y lo abrimos. La esfera era blanca. Tenía minutero y segundero. El abuelo le dio cuerda y dijo que era muy extraño que aún funcionara, sobre todo porque el suelo del bosque es muy húmedo. Sin embargo, milagrosamente, el reloj funcionaba.

Por la noche, ya en la cama, me entretuve mirándolo y comprobé que había adelantado cinco minutos así que volví a ponerlo en hora y entonces ocurrió. La habitación comenzó a girar. Primero despacio y luego rápido. Hasta que paró de nuevo. Estaba mareado y no podía ponerme de pie. Cuando por fin abrí los ojos, la habitación había cambiado, la decoración era otra. Las pareces tenían papel pintado, los muebles no eran los mismos. No sabía qué pensar, así que decidí buscar al abuelo. Salí de mi cuarto, todo estaba distinto. Miré por los barrotes del pasamano de la escalera y vi a una pareja joven con un bebé entre los brazos: eran mis abuelos y aquella criatura sin duda era mi madre.

De repente comprendí que aquello tenía que ver con el reloj, con el tiempo. Por alguna razón que yo desconocía al atrasar el reloj también retrasé el tiempo. Y allí estaba yo, perdido en una época que no era la mía pues faltaban muchos años para que yo naciera.

Curioseé la planta de arriba, miré un buen rato a los abuelos y me volví a mi habitación. No sabía qué hacer ¿Y si ya no volvía a mi tiempo? ¿Cómo lo explicaría? ¿Me criaría junto a mi madre como si yo fuera su hermano mayor? ¡No podía creerlo! ¡Estaba asustado!

Pasé gran parte de la noche en vela, escuchando el llanto de mi madre en la cuna. Asustado, sin encontrar respuestas. Hasta que me dormí…

Al despertar observé que la habitación había cambiado de nuevo. Escuché a la abuela llamarme para el desayuno y comprendí que el tiempo se había acoplado de nuevo: el reloj había vuelto a adelantar cinco minutos.

Me vestí y bajé corriendo. Escuché a la abuela refunfuñar detrás de mí: «dónde irá este chico con tanta prisa». Corrí y corrí hasta adentrarme en el bosque. Entré hasta el fondo de una gruta. Cavé un agujero profundo y escondí el reloj, asegurándome de que nadie lo encontrara. Luego regresé agitado y nunca jamás comenté a nadie lo ocurrido…

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Sucedió en invierno…

Desde el blog ‘Mil y una historias’, en ‘las palabras de los viernes’, Mercedes nos invita a escribir sobre ‘el invierno’.

Sucedió en invierno. Cuando los caminos de desdibujan bajo la nieve y los árboles esconden sus hojas bajo pesados copos mecidos en sus ramas. Los coches permanecen sepultados y la ciudad entera se oculta tras un manto espeso de silencio roto por un laberinto de caminos abiertos de huellas y pisadas.

La noticia de su cercana muerte me sacó de casa y anduve perdida, deambulando de un lado a otro, sin saber a dónde ir o dónde refugiarme. En mi cabeza sonaba la sentencia firme de los médicos que negaban toda posibilidad de salvación y veía la cara desencajada de Marcos intentando asumir su condena. Luego, en el taxi, durante el trayecto de vuelta, ambos permanecimos callados, con las manos entrelazadas y la mirada al frente. Hasta que llegamos a casa. Marcos se acomodó en una esquina del sofá. Yo entré en el cuarto de baño y me miré al espejo. Me fijé en mis facciones envejecidas, en las ojeras moradas bajo los párpados y en las sienes tan nevadas como día. No quería llorar. O sí, pero sin que nadie me viera. Y entonces inventé la tonta excusa de salir a comprar unas cervezas y algo para picar. Y escapé a la ciudad para perderme entre la gente y sentirme por un instante una más, alguien anónimo, ausente, extraño, desconocido…

Y sucedió aquel invierno. Cuando la espesa nieve intentó ocultar el dolor. Mientras la tierra aguardaba la primavera para poder germinar de nuevo su recuerdo …

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Despedida

Desde el ‘Blog Alianzara’, Cristina nos invita este mes de febrero, a escribir un texto a partir de la ‘Teoría del Iceberg’ de Ernest Hemingway.

La ciudad dormitaba bajo el tórrido calor de una tarde de agosto. El ventilador agitaba sus aspas sin cesar sobre la cama. Había quedado con Javier a las ocho de la tarde e intentaba descansar un rato y poner en orden mis ideas. Sabía que sería difícil. O puede que no. Ambos salíamos que todo estaba perdido, que no valían más intentos, que nada de lo que dijéramos arreglaría la situación. No obstante, en aquel momento pensaba que él insistiría, que no querría que me marchara, que suplicaría y me lo pondría difícil: me equivoqué.

Casi sin darme cuenta el sonido de las aspas se fue perdiendo en mi cabeza y me quedé dormida. Dormí profundamente más de dos horas y desperté un poco apurada, con el tiempo casi justo para ducharme y salir.

Habíamos quedado en el ‘Café Quirós’, junto a la fuente de la plaza. Una cafetería con solera que se prolongaba a lo largo de los soportales y se había estirado ocupando un buen trozo del solar público, frente a una enorme fuente que refrescaba el ambiente. Al doblar la esquina lo vi sentado, exhalando una bocanada de humo procedente de un cigarrillo fumado con ansia. Lo observé mientras me acercaba. Había envejecido y lucía un pelo cano ondulado y peinado hacia atrás que comenzaba a escasear. La verdad, me pareció atractivo, aunque reconozco que ya ni me impresiona ni me provocaba sensación alguna.

−Hola ¿llevas mucho tiempo esperando? He dormido una siesta demasiado larga, perdona –dije excusándome.

−No te preocupes. Apenas hace un par de minutos que llegué –contestó mirándome, mientras apagaba el cigarro.

El camarero se acercó. Javier me miró y pidió dos gin tonics. Yo asentí con la cabeza. Él encendió de nuevo un cigarrillo y comenzó a fumar dando enormes caladas.

−¿Has pensado en nosotros? –preguntó a media voz mientras intentaba acercar su mano a la mía.

−Sí, claro que sí. ¡Como no hacerlo…! No puedo más Javier, no quiero seguir… –contesté casi sin mirarle mientras retiraba bruscamente mi mano.

Él acercó su cara a mi oído, dispuesto a susurrar que me quedara como solía hacer, cuando de repente, movida por un impulso, me levanté, tiré un billete sobre la mesa y afirmé con rotundidad: «Se acabó…»

Y me marché…

Atravesé la plaza lentamente, acompañada por el sonido de mis tacones, al tiempo que sonreía satisfecha: Por primera vez desde hacía años me sentí libre…

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‘Saberes femeninos’

Desde el Blog ‘Café Hypatia’, el tema de escritura para este mes de febrero versará sobre ‘mujer y ciencia’.

A lo largo de la Historia y desde la más remota antigüedad, las mujeres han estado fuera del espacio público quedando relegadas a la esfera de lo privado. Y aunque siempre hubo díscolas, disidentes e inconformistas que alzaron la voz, se resistieron y rebelaron contra las normas impuestas en las sociedades patriarcales del pasado, ha sido en la privacidad donde ejercieron los denominados ‘saberes femeninos’, siempre relacionados con el cuidado  personal y familiar. Las mujeres se encargaron de la atención del  hogar y de sus miembros, tratando enfermedades comunes, curando heridas, asistiendo a los partos, a veces solas, sin médicos ni matronas. En definitiva las mujeres se ocuparon de todas aquellas tareas que ponían la vida en el centro y que requerían unos conocimientos ‘plenos de ciencia implícita’ aunque vacíos de formación previa legítima, y mucho menos, reglada.

La línea materna ha funcionado como vehículo de transmisión de saberes cuyos conocimientos eran eminentemente prácticos y se transmitían de madres a hijas, de generación en generación. Pócimas, ungüentos y emplastes unidos a recetas de caldos y comidas caseras ayudaban a aminorar y paliar los efectos y síntomas de catarros, enfriamientos, diarreas, de la menstruación o durante el puerperio. Y junto a estos saberes, también se hicieron cargo de la economía familiar, administrando los gastos cotidianos de la casa. Una contabilidad que exigía unos conocimientos de rudimentarios de lectura, escritura y cálculo. De ahí que con el devenir de los tiempos muchas profesiones quedaran asociadas a las féminas: enfermería, docencia, secretariado y muchos otros títulos de ‘ayudantes de…’, siempre bajo liderazgo masculino.

Fue en el siglo XVIII con la Ilustración, cuando surgieron y desarrollaron los famosos ‘Salones literarios’, liderados y promocionados por mujeres, en cuyo seno se conversaba sobre política, economía y ciencia, que emergieron figuras femeninas destacadas como Émile de Châtelet que tradujo una obra de Newton al francés de la que dedujo la conservación de la energía.

El XVIII marcó un antes y un después y comenzaron a  promocionarse estudios de carácter científico, de manera particular en el campo de la botánica, hecho que se vio favorecido por las múltiples expediciones fomentadas tras el descubrimiento del Nuevo Mundo.

Fue un siglo muy prolífero para las mujeres científicas que destacaron en el terreno de las matemáticas como María Gaetana Agnesi, de la medicina como Mary Montagu, de la astromonía con Caroline Herschel o con la científica Laura Bassi entre otras.

Aún tendríamos que esperar el paso del siglo XIX e incluso el XX para que ‘mujer y ciencia’ formaran un tándem reconocido y prestigioso, y aun así, el reto sigue estando ahí para muchas féminas cuyos logros, más que demostrados, a veces quedan difuminados o la sombra de considerados ilustres varones. La falta de modelos, el encasillamiento en los roles de género constreñidos al ámbito del hogar y de las tareas domésticas y las funciones asignadas como esposa y madre, han sido los principales escollos que las mujeres han tenido que afrontar en su lucha por abrirse paso en la ciencia.

Afortunadamente, hoy por hoy, la lista de mujeres destacadas en los diferentes campos de la ciencia es muy extensa y son muchísimos los logros aunque en cierto modo aún tengan que afrontar el desafío de estereotipos de género para fomentar la plena igualdad de participación.

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Piratas cibernéticos

Desde el blog ‘El Tintero de Oro’ se convoca un nuevo concurso de relatos en esta ocasión dedicado al tema: una de piratas.

En la oscuridad de la noche, Helen tecleaba a gran velocidad en su ordenador. Los dedos sobrevolaban las teclas y mil pensamientos atravesaban su cabeza. Llevaba meses planeando el golpe junto a un grupo de amigos, piratas informáticos que vigilaban desde la red oscura las aguas convulsas del ciberocéano. El objetivo no era otro que atacar a los poderosos mundiales que desde los márgenes del poder actuaban a través de terminales mediáticos, lobbies y múltiples colaboradores que disfrazan sus perfiles para mover los hilos con libertad desde reconocidas redes sociales y tabloides digitales, con el fin de manipular y trocar voluntades a su favor. Ellos son considerados por estos grupos marginales cibernéticos los principales responsables de convertir estos espacios en un vertedero donde vomitar sus mentiras, engaños y bulos, ayudados por un séquito de seguidores ignorantes, todos ellos amparados en la libertad y la democracia contra la que atentan continuamente. Helen y sus amigos querían paralizar la red durante 24 horas en señal de protesta y defensa de la verdad, la transparencia de la información y la veracidad de los hechos.

Mientras unos preparaban los hackings, ajustaban los monitores y teclados otros se disponían a lanzar el ataque, intentando asaltar el sistema, aprovechando cualquier fisura de vulnerabilidad para irrumpir en la red, asegurando a sus amigos que los firewalls o sistemas de seguridad, a pesar de su capacidad restrictiva, no serían un problema. El tráfico de datos a esas horas había disminuido y todo sería más fácil.

Tom, por su parte, había diseñado un virus que introducido en los sistemas de seguridad, facilitaría el ataque, mientras Marc, otro de los hackers, se infiltraba y comenzaba a bajar información de gran utilidad para la lucha.

La noche avanzaba y los piratas estaban resueltos a hacerse con la red y bloquearla, al tiempo que preparaban el texto de un comunicado que difundirían en varios idiomas al amanecer: «Usuarios todos, somos el GIPC (Grupo Internacional de Piratas Cibernéticos). Nos hemos apoderado temporalmente de la red para denunciar que estamos viviendo una era de contaminación y retroceso. Agentes infiltrados de todas partes del mundo, nos desafían con el fin de desestabilizar el orden mundial sembrando el caos informativo. Estos agentes, al paraguas del anonimato, atacan instituciones y gobiernos con el fin de imponer medidas extremistas y reaccionarias en un intento por devolvernos al pasado, derribando aquellas libertades conquistadas a lo largo de más de medio siglo de democracia. Somos conscientes de la intención por parte de ciertos líderes mundiales, movidos por intereses económicos y por quienes los representan, de imponer su ideología para hacerse con el control mundial. Os invitamos a reflexionar sobre sus consecuencias. A las 00:00 horas de mañana la red volverá a funcionar con normalidad».

Los homólogos informáticos asiáticos encabezados por Chuanli, lanzaron una invasión de ransomware para retener bajo control los dispositivos y capturar como rehenes datos suficientemente importantes como para que los poderosos se lo tomaran en serio y se supieran amenazados y vulnerables. Ese era el efecto deseado, que sintieran cómo su poder en la red se tambaleaba y en un solo instante podían ser descubiertos.

Tras la prórroga señalada, el ataque había sido todo un éxito. Las redes sociales multiplicaron exponencialmente sus visitas. El mensaje había recorrido la geografía mundial ciberespacial. Muchos usuarios comentaban que ya no se sentían seguros, ni tenían garantía sobre la verdad de la información y las abandonaron. Algunos poderosos sufrieron un enorme cataclismo…

Cumplido el plazo, los ciberpiratas retiraron sus naves a las aguas pacíficas de la red oscura, dejando tras de sí un ligero atisbo de esperanza. La operación había culminado positivamente. El GIPC en su lucha contra los grupos de presión y manipulación, tiranos y oligarcas, se preparaba para actuar de nuevo: la lucha continúa…

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La grieta

Literautas propone un nuevo reto para este mes de febrero en su convocatoria mensual ‘móntame una escena’ y para participar hay que escribir un relato que contenga la frase había una grieta en la pared en algún lugar de un texto de 750 palabras máximo.

Cuando Amanda despertó, nada más levantarse de la cama, observó que había una grieta en la pared. Era una grieta delgada y fina que corría hacia abajo zigzagueando hasta morir en el zócalo. En aquel momento se preguntó cuántas más aparecerían y hasta cuándo podría aguantar viviendo bajo el techo de aquella casa que se caía a trozos.

Recorrió el piso comprobando los sellos de las otras grietas y los postes que sujetaban el techo de la cocina, colocados por gentileza de los arquitectos municipales. Todo parecía estar en orden, de momento el día comenzaba con la misma normalidad de siempre.

Pasaron un par de meses cuando una mañana Amanda advirtió que la grieta del dormitorio se había ensanchado. Se acercó y cabían un par de dedos. Luego, cogió la linterna y alumbró hasta el final, comprobando al fondo el borde de algo que parecía un papel de color morado. Intentó alcanzarlo con los dedos pero se le escapaba. Entonces fue por la pinza de depilar, y con paciencia, y después de varios intentos, consiguió extraerlo. No daba crédito. ¡Era un billete de 500 euros! Amanda jamás había tenido uno en sus manos. Comenzó a temblar. Miró de nuevo y le pareció que había algo más. Volvió a meter la pinza y de nuevo extrajo un billete idéntico al anterior. Se llevó las manos a la cabeza. No sabía si reír o llorar. ¿Y si había más dinero escondido en aquella pared? ¿Y si aquella grieta era como  la beta de una mina de oro?

Se tranquilizó. De momento aquello le daba para pagar la luz que debía y hasta dos meses de alquiler, aunque debía ser cauta para no despertar sospechas…

Pasaron semanas y cada día cuando se levantaba, cogía la pinza y sacaba de la grieta dos o tres billetes que gastaba con cautela para no levantar sospechas. Bajo el colchón comenzó a apilar montoncitos de billetes en fajos de seis mil euros. Y de momento, la grieta no paraba de dar a luz billetes y billetes que Amanda recogía con cierta pátina de avaricia.

La vida parecía sonreírle. Por primera vez vivía despreocupada y pagaba todas sus deudas. Algunas veces se alejaba del barrio para ir a comer donde no la conocieran. Se compró ropa nueva que fingió haber recogido de los contenedores de ropa usada. Aquella grieta le proporcionaba felicidad y la posibilidad de llevar una vida tranquila, hasta que una mañana Amanda no se levantó. Su amiga y vecina Herminia la echó de menos. Llamó a su casa y como no contestaba, cogió la llave que Amanda le había dado y entró. La llamó dos o tres veces hasta que llegó al dormitorio, donde la encontró desmayada sobre la cama. Llamó enseguida a la ambulancia y la llevaron al hospital más cercano: había sufrido un ictus.

La recuperación fue larga. Pasó dos meses en el hospital  hasta que por fin le dieron el alta.

Herminia fue a recogerla. Le dijo que tenía preparada una sorpresa. Amanda estaba deseando llegar para comprobar que la grieta seguía intacta. Y cuando entró en la casa observó que los postes ya no estaban en la cocina y las grietas estaban cubiertas y pintadas. Fue al dormitorio y no quedaba señal alguna de la grieta… Miró bajo el colchón y no había un solo euro. De repente sintió una punzada en el pecho, no podía articular palabra alguna, le faltaba el aire y cayó al suelo casi inconsciente.

De nuevo en el hospital le dijeron a Herminia que el ictus se había repetido y esta vez había dejado secuelas importantes. Amanda tenía medio cuerpo paralizado y no podía hablar. Herminia, dándole palmaditas en el hombro, le susurró al oído: no te preocupes por nada, tu secreto está a salvo. A partir de ahora yo me encargaré de cuidarte…

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