La caja

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Como cada mañana al amanecer, salí a caminar a esa parte de la ciudad que limita con el mar. Durante el trayecto me tropecé con algunos comerciantes madrugadores dirigiéndose a sus comercios, dispuestos a iniciar una nueva jornada. El kiosquero ordenaba la prensa del día; algunos camiones surtían a los bares de refrescos y cervezas; el panadero entregaba las barras en la panadería…Poco a poco la ciudad se despertaba y cobraba vida a mi paso. Fue entonces, justo al atravesar la avenida que da acceso al paseo marítimo, cuando encontré, en medio de la acera, una caja mediana envuelta con papel de embalar y atada a una cuerda.  Sin dirección ni remite, sólo aparecía una frase escrita en mayúsculas con rotulador rojo: «SI ME ENCUENTRAS ÁBREME».

Leí varias veces aquel mensaje y pensé que sería una broma. Que alguien me estaría grabando para un programa y que, seguramente, no sería la primera en caer. Miré a mí alrededor varias veces y no vi a nadie. La caja apenas pesaba. Debía contener algo pequeño según deduje cuando la agité. Caminé unos metros con ella bajo el brazo pensando si abrirla o dejarla donde estaba. Barajé varias posibilidades: ¿Y si era un explosivo? Pero no, ya habría estallado. ¿Un objeto precioso? No me interesan las joyas ni los brillantes. ¿Un móvil al que alguien llamaría para darme instrucciones? Paso de verme envuelta en una situación peligrosa. ¿Una cinta de vídeo? ¡Qué horror! Podría tratarse de un asesino que me amenaza ¿Y si fuera un USB? Podrían ser documentos secretos robados a otro país por algún espía que los ha fotografiado y no sabe cómo hacerlos llegar al Gobierno. O peor aún ¿y si se tratara de un captor que tiene a una víctima secuestrada y quiere pedir rescate? Si la abro quien sabe si podría salvarla, sería una buena acción y me haría famosa…

Seguí caminando cada vez más convencida de la conveniencia de abrirla y salir de dudas. Caminé hacia un banco para sentarme. Luego apreté entre mis dedos el cabo de la cuerda dispuesta a tirar y respiré hondo…Entonces una ráfaga de aire seguida de una sombra pasó veloz delante de mí y en un segundo me arrebató la caja de las manos. Me quedé inmóvil. Volví la mirada y un chico con monopatín se perdía en el horizonte del paseo sin que yo pudiera hacer nada para detenerlo…

PD. Primer reto de microrrelatos organizado por la Universidad Popular y el Ayuntamiento de Cáceres.

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El folio en blanco

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Aquejada por el síndrome del ’folio en blanco’, no me daba por vencida y me sentaba cada día a escribir con la esperanza de que llegara alguna Musa, hada o duende que me soplara al oído o me insuflara algunas palabras que me sirvieran de inspiración. Pero los días pasaban sin que pudiera hacer otra cosa que no fuera lamentarme. Recordaba con nostalgia aquellos días en que sentada frente al ordenador mis dedos revoloteaban sobre el teclado y las palabras se tropezaban en mi cabeza queriendo ser las primeras en salir. Fue entonces cuando desde la nave nodriza, apodada ‘el tintero de oro’, recibí un mensaje invitándome ‘a pedir un deseo que vería escrito en forma de sortilegio”. Desesperada acepté al instante. Justo en ese momento un sobre color azul apareció en la pantalla del ordenador, giraba y hacía piruetas hasta que detuvo. Entonces se levantó la solapa y de sus entrañas salió un trozo de papel en el que aparecía escrito: «si la Musa no te inspira, acude a la adivina. Inspira tres veces seguidas mientras repites este encantamiento y al instante notaras sus naturales efectos…»

Y así lo hice. Enseguida sentí un ligero cosquilleo y una extraña necesidad de estirar los dedos que comenzaron a moverse sobre las teclas mientras una lluvia de ideas inundó mi cabeza. Entonces escribí y escribí sin poder detenerme hasta que, finalmente, los dedos se detuvieron y me di cuenta que éste era el texto resultado de aquella extraña experiencia.

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Participación en el ‘desafío de microrrelatos’ el ‘Tintero de Oro’

El Museo de los Horrores

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Para volver a meterse en el ataúd sólo necesitó un pequeño impulso, y ya dentro, se acomodó tirando hacia sí mismo de la cubierta con un artilugio ideado ex profeso para la ocasión. Una vez dentro, Héctor esperaba su próxima víctima, concentrado y expectante, hasta que oyó pasos y voces cercanas. Entonces agudizó el oído, y cuando los intuyó a su lado, pulsó el botón que hacía saltar la tapa mortuoria al tiempo que la madera crujía y las bisagras chirriaban: ¡huuuu! Renglón seguido escuchó los gritos de dos jóvenes que atemorizados huían de la sala y con cara de terror abandonaban el Museo de los Horrores…

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P.D. Microrrelato presentado al Concurso ‘Relatos encadenados’ de la Cadena Ser.

Un día cualquiera…

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Parecía una mañana cualquiera, aunque presentaba cierto sabor a nostalgia y melancolía. Cara, mi galga, movía el rabo impaciente ante el comedero. Salí de casa presa de mis contradicciones y conduje carretera hacia adelante dejando tras de mí una ciudad que en ese instante me resultaba hostil. Me sentí liberada avanzando sin rumbo, mientras la urbe empequeñecía a través del retrovisor. Pasada una curva, una hermosa arboleda me invitó a parar. Al bajar sentí el fresco de la mañana, escuché el canto de los álamos, me abracé a un grueso tronco y enseguida comprendí aquello de ‘todo pasa’. Y regresé…

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P.D. Relato enviado al concurso correspondiente al mes de septiembre promocionado por la Fundación «Cinco Palabras»

La bróker

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El mercado de valores dio un vuelco: efectivamente se dispararon las acciones. La bróker suspiró aliviada y con enorme satisfacción lo puso en conocimiento de sus clientes inversores. La última hora había experimentado una sensación de vértigo desconocida hasta entonces. Respiró profundamente: «objetivo conseguido» pensó. Enseguida sonaron diferentes melodías en un móvil que ardía en llamadas y mensajes de felicitación. Su creatividad a la hora de invertir no conocía límites y su fuerza interior era tan tremendamente arrolladora que nadie dudaba de su empoderamiento en un parqué sólo al alcance de quienes saben arriesgar para ganar.  Y ella lo sabía.

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PD. Participación en concurso Fundación «Cinco palabras».

La alumna

La profesora hablaba de sororidad explicando que se trata de una particular solidaridad entre mujeres. Los alumnos y alumnas escuchaban atentos, aunque para Dani se tratase de una paparrucha, una fruslería a punto de desarticularse:

−Así sucederá cuando cuaje la extrema derecha –afirmó tajante.

 Entonces Valeria levantó la mano y le contradijo:

−El empoderamiento femenino es un hecho irrefutable, de un radio de acción extraordinario. Nada detendrá nuestro recorrido. Nada impedirá la lucha por la igualdad, ni socavará nuestras ansias de libertad…

Todos se levantaron y aplaudieron, incluso la profesora. Dani se sintió avergonzado y sólo…

P.D. Este texto responde a la invitación a participar en el concurso de microrrelatos convocado por la Fundación ‘cinco palabras’, anunciadas por Julia Otero, publicado el 31 de julio pasado. Las palabras obligatorias fueron: sororidad, solidaridad, paparrucha, fruslería y radio.

El libro

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Leí y leí aquel libro con el interés propio que me despertaba junto al que me provocaba imaginarla a ella en semejante lectura. Y mientras lo sostenía entre mis manos, avanzaba cada página deslizando por cada una de ellas las yemas de mis dedos buscando su rastro, movido por el deseo de que mis huellas exploraran y acariciaran las suyas hasta coincidir. Paseaba la vista por cada uno de los renglones, escudriñando cada palabra del texto, adivinando e intuyendo sus gestos, a sabiendas de que sus ojos habían pasado antes por allí.

De vez en cuando, en el extremo superior, a la derecha,  observaba el doblez allí donde se había detenido y me paraba yo también un instante para pensar que justamente aquí, dejándose llevar por el cansancio o el sueño, su mirada se habría detenido para pausar lectura y descansar.

Y entonces cerraba los ojos y dejaba volar y imaginación…

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El espía

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Me dirigía al mercado como cada mañana durante el verano. Era muy temprano pero ya empezaba a llenarse. Los mercados son lugares que despiertan los sentidos y no sólo por los sonidos de fondos sino por los aromas, los colores, los sabores, las texturas. Crucé por la entrada lateral para tomar un café con churros, algo que repetía a modo de ritual estas mañanas de verano. Y ya repuesta me dispuse a comprar e hice la primera parada en la carnicería. Me detuve ante el mostrador acristalado. Los trozos de carne aparecían dispuestos en bandejas, organizados por filas y montones troceados de ternera, cerdo, pollo, cada uno con su cartel anunciando el precio. Me llama la atención la limpieza de los azulejos, blancos e impolutos. En el interior un cámara frigorífica y un mostrador donde se amontonan bandejas de corcho blanco, una máquina para plastificar, una trituradora de carne, otra para cortar huesos y una barra fija en la pared, de la que cuelgan jamones, chorizos y morcillas de la tierra.

La chica que atiende viste ropa blanca y una especie de visera con una malla donde recoge el pelo, que se intuye largo y limpio. Incluso sus manos se ven aseadas y cuidadas cuando las enseña apoyadas sobre una tabla gruesa de madera dónde corta y prepara la carne. El delantal muestra una pequeña mancha roja, salpicadura de un hígado que acaba de cortar. De repente el cristal refleja el rostro de un hombre de mediana edad con gafas de sol y sombrero. Se ha colocado justo detrás de mí, pero cuando decido girarme ya no está.

Prosigo la compra en el puesto de frutas y verduras. Igualmente está organizado siguiendo un orden riguroso: melones, sandías, kiwis, cerezas, plátanos, peras y manzanas que llamaron mi atención, dispuestos por colores: rojas, verdes y amarillas. De nuevo, esta vez de refilón, me parece ver el rostro de aquel desconocido pasando tras de mí. Y de nuevo se me escapó sin conseguir ubicarlo.

Pasé por la panadería donde me esperaba una cola de cuatro o cinco personas. Pedí la vez y me coloqué al final. Faltaban sólo dos para que llegara mi turno cuando a unos pocos metros de mí apareció el hombre de mediana edad, con gafas de sol, sombrero y un periódico en la mano.  Comencé a inquietarme considerando que no fuera casual verle tantas veces, ni que se produjeran esas extrañas desapariciones. A punto estuve de abandonar la cola y acercarme para preguntarle qué quería o que hacía espiándome.  

–Lo haré en cuanto compre el pan −me dije decidida.

Y así fue. En cuanto pagué, salí de la panadería, y ya encaminada hacia donde le había visto por última vez, observé que no estaba.

−Este hombre se burla de mí, es un espía o no tiene nada que ver conmigo  −pensé.

Entonces me giré mientras negaba con la cabeza intentando dejar correr el tema cuando me di de bruces con él, frené en seco y me quedé cara a cara frente a él.

−Perdón –dije sorprendida y atolondrada.

−Acabo de comprobar que este pendiente es suyo -dijo pausado y correcto-. Tenga, se le cayó delante de mí. Perdóneme si le ha parecido que jugaba al ratón y al gato, creí que era de la chica que estaba a su lado en la carnicería y las he seguido a ambas hasta darme cuenta que era suyo. Discúlpeme si la he asustado.

−¿Asustado? No, no, qué va. Muchas gracias por el pendiente -afirmé mientras me tocada la oreja-. Habría sido una faena perderlo.

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El funámbulo

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Recuerdo que cuando era pequeña mi padre me llevó a ver un espectáculo de funambulismo. Un hombre caminaba sobre una cuerda de acero, portando una enorme barra o pértiga, atravesaba en diagonal la Plaza principal de la ciudad. Fue un espectáculo emocionante. Y lo hizo sin medidas de seguridad, con un riesgo tremendo y una expectación que congelaba el aire.

Aquel día se paralizaron las actividades en la plaza frente al Ayuntamiento. Un par de enormes camiones quedaron aparcados al pie de la escalinata: “Acrobacia y funambulismo Pepe Carroll”. Un par de chavales vestidos con un mono verde y el nombre de Pepe Carrol bordado en la espalda, repartían octavillas de papel verde, amarillo y naranja, escrito con letras negras,  anunciando el evento que tendría lugar aquella misma noche: “Gran espectáculo de funambulismo. Pepe Carroll desafiará el peligro caminando sobre la cuerda floja. Esta noche a las 21.00 h. en la Plaza principal”.

Mientras tanto, un par de camiones grandes se abrieron por detrás y un grupo formado por seis u ocho hombres, comenzó a desplegar una gran actividad. Enseguida una multitud de curiosos dispuestos a observar el montaje, los rodeó. Todos miraban hacia arriba, haciendo visera con las manos, dirigiendo la mirada hacia el extremo más alto de la cornisa del edificio, donde se supone, quedaría anclado uno de los extremos del cable mientras en el otro vértice de la diagonal, en la almena de una azotea, se hacía lo propio con el extremo opuesto. La operación tardó aproximadamente unas dos hora. Para entonces varios hombres, colocados en ambos puntos, unieron fuerzas, tiraron y tensaron a la vez, hasta el que cable quedó suspendido atravesando la plaza por su diagonal. El resto del día la gente pasaba por debajo y miraba hacia arriba, calibrando la altura y comentando el peligro que suponía.

A la hora convenida la plaza estaba a rebosar. Todos esperaban impacientes e incrédulos hasta que apareció Pepe Carroll saludando a los espectadores. Iba vestido con unos pantalones negros muy estrechos y una camiseta blanca de tirantes pegada al cuerpo, marcando unos pectorales muy prominentes y el pelo estirado hacia atrás. Aún en el suelo pegaba saltitos, se ponía en cuclillas, estiraba los brazos y la espalda, ejercitaba los dedos de los pies. Después se calzó con una especie de botines que se ajustaban como una segunda piel. Saludó de nuevo y entró en el edificio. A continuación lo vimos salir por una ventana y ponerse de pie en una pequeña plataforma colocada en la cornisa. Luego pisó muy despacio el cable moviendo la planta hacia los lados hasta queda recto con un pie delante de otro. Así se mantuvo unos segundos, luego dio uno o dos pasos con los brazos en cruz, se quedó quieto y esperó a que dejaran caer sobre sus manos una enorme pértiga que asió con fuerza y entonces comenzó su andadura…

Mi padre y yo habíamos conseguido colocarnos por uno de los laterales, de manera que un trozo cable pasaba sobre nuestras cabezas. Yo apretaba su mano y las mandíbulas. Se hizo el silencio. Todos conteníamos la respiración. Casi a mitad del recorrido el acróbata sufrió un traspiés. ¡Ahhh! Gritamos todos a la vez. Yo me tapé la cara con ambas manos, hasta que sonó un aplauso de ánimo. Apenas se le podía ver el rostro, aunque yo lo vi cuando pasó por encima de nosotros, con una mueca como de dolor y la mirada fija. Avanzaba despacio, asegurando cada paso, hasta que consiguió llegar al final y entonces en la plaza se oyó un enorme suspiro de alivio y estalló un aplauso muy largo. Luego el hombre se dio la vuelta y retornó con idéntica emoción, al punto de partida.  

El espectáculo concluyó cuando el funambulista descendió  hasta los soportales del edificio y dando volteretas saludó y se despidió del público entre ovaciones, aplausos y vítores.

Luego la plaza se fue despejando poco a poco y acabamos en los bares de alrededor comiendo y comentando los momentos de peligro y la emoción contenida ante semejante espectáculo.

Aquella noche no podía dormir. Cada vez que cerraba los ojos veía la figura de Pepe Carrol, con la pértiga, caminando despacio por el cable y su cara con una mueca de dolor y la mirada fija…

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Huele a verano…

Foto: mp_dc

Huele a verano. Lo sé porque me invaden aromas especiales e inconfundibles a mar, a playas, a arena mojada, a algas, a conchas, a rocas y el cuerpo me pide degustar esos sabores tan inconfundibles como propios del estío: el sabor de las frutas, de los cítricos refrescantes a los que solemos acudir para mitigar o calmar el calor y la sed.

En mi tierra todo está casi listo para recibir la avalancha de turistas. Desde la pandemia parece que el Sur está de moda y este rincón se llena de extraños, nacionales y foráneos, de todas las edades y nacionalidades diversas. Llenan los hoteles, las playas, los restaurantes, los chiringuitos. La ciudad parece una colmena, una babelia en la que todos parecen ser felices… Bueno, casi todos. Porque quienes vivimos aquí, apartados del mundanal ruido, los meses de verano constituyen un auténtico martirio…Al menos para mí.

Pero no quiero dramatizar. El verano tiene también una cara amable: la del encuentro con los amigo, la visita de los familiares y las vacaciones de los hijos, de quienes apenas disfrutamos cuando los tenemos lejos.

Pero sobre todo el olor a verano me recuerda aquellos lejanos días de mi niñez, cuando, mi hermana y yo, nos marchábamos de vacaciones con mis padres. Me acuerdo de aquel Renault Dauphine que parecía estirarse como un chicle, porque teníamos que caber todos. Y cuando digo todos, quiero decir cinco personas y un perro: mis padres, la abuela Pilar, mi hermana Pili y Mccartney, un cocker spaniel inglés de cinco años. Más las maletas claro…

A mis padres les encantaba el Mediterráneo. Decían que no era peligroso para nosotras, pero yo creo que íbamos porque mi padre tenía un amigo en Pego, un pueblo de Alicante, quien a su vez conocía a alguien que nos alquilaba una casita cerca de Oliva, en la costa. Fidel, que así se llamaba, conocía a mi padre desde el colegio. Juntos estudiaron hasta que haciendo la mili, se enamoró de una chica de allí y se casaron. La distancia no acabó con una amistad que ha resistido y perdurado sobre cualquier circunstancia. Y por eso íbamos en verano allí, y por eso Fidel y Mercedes, su mujer, pasaban la Semana Santa con nosotros.

El viaje era largo, lento y pesado. La abuela Pilar nos cantaba canciones y jugaba con nosotras al veo veo. Mi hermana era muy inquieta, pero la abuela sabía calmarla contándole historias en voz baja, mientras yo, absorta, miraba por la ventanilla, pensando que la vida tenía esa forma cuadrada y que era así como pasaba, como las páginas de un libro, de una en una, pero más rápido…A mis padres les encantaban Serrat y Sabina -gusto que yo he heredado- y cuando entrábamos en la recta final hacia el pueblo, mi madre, rauda y veloz como el rayo, rebobinaba la cinta para que sonara Mediterráneo, canción que cantábamos todos juntos, a coro.

Entonces todo era muy sencillo y no tenía que preocuparme de nada. Y así, acurrucada en el costado de mi abuela, pensaba que el mundo empezaba y acaba justamente allí…

Es por eso que el verano también huele a mi abuela Pilar cuando me esperaba en la orilla con los brazos abiertos para envolverme en una toalla; al puro que Fidel y papá se fumaban por la noche en la puerta de casa; a la paella de mi madre; al pelo de mi hermana cepillado una y otra vez para desenredarlo… El verano huele a nostalgia, rezuma las ausencias de aquellos que nos van faltando y pellizca el corazón porque nos duelen…

Pero si tuviera que resumirlo con una sola palabra diría, que sobre todo, el verano huele a vida…

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