La estación de la esperanza

Desde el blog ‘Literautas’ este mes de marzo se nos invita a escribir sobre la escena siguiente: ‘En la estación de tren hay un teléfono público que casi nadie usa. Es un modelo antiguo, de esos de metal y con el auricular pesado. La mayoría de los viajeros pasan de largo, con sus móviles en la mano. Pero un día, suena…’

Junto a la nueva estación, sofisticada y adaptada a las últimas tecnologías, convive la vieja estación. Lleva años cerrada y abandonada y en los andenes y dependencias muchos sin techos dormitan y se refugian de las inclemencias del tiempo. Y a pesar de que las autoridades hacen redadas, obligándoles a marchar a refugios y albergues, la vieja estación siempre acoge a quienes no los conocen o simplemente se sienten allí libres, seguros y a salvo.

Apenas quedan en pie unos cuantos bancos de madera muy atractivos para dormir aislados de la humedad y la suciedad del suelo, unos servicios mugrientos y algunas estancias destartaladas que funcionaron como oficinas. Al fondo, en una esquina junto a la entrada, muy cerca de uno de los bancos, una vieja cabina de monedas recuerda la forma de vida de la época anterior a los móviles. Aquel recodo era el dominio de Mateo, un indigente que llevaba meses apostado en aquel lugar y que todos respetaban siguiendo las leyes de la convivencia callejera.

Mateo no siempre fue pobre. Tuvo su propia familia y vivió con ella y con su madre hasta que hacía tres años el juego le llevó por mal camino y lo perdió todo. Poco después su madre falleció de pena y de vergüenza. Su mujer y su único hijo lo abandonaron y desde entonces vive en la calle, en la más absoluta miseria.

Pues bien. Como cada día Mateo compró una hamburguesa y se la comió sentado en su banco. Come despacio, saboreando cada bocado como le enseñó su madre. Luego entró en los baños y se aseó un poco antes de dormir. Pero aquella noche, recostado y tapado con una buena manta que le entregaron en cáritas, a punto de coger el sueño, el teléfono de la vieja cabina comenzó a sonar insistentemente. Al principio hizo caso omiso ¿Quién podría ser? Se dio media vuelta con la intención de intentar dormir pero el dichoso teléfono no paraba de sonar y el personal se quejaba y le gritaba que contestara de una vez por todas…

Mateo se destapó, se calzó, dio tres o cuatro pasos y levantó el auricular:

−Diga, ¿Quién es y qué quiere a estas horas? –dijo enfadado.

−Mateo soy yo, mamá…

−¿Mamá? ¡Déjese de bromas y no moleste más! Esta cabina está fuera de servicio…

Luego, se volvió de nuevo al banco, se tapó y dio varias vueltas pensando a quién se le podría ocurrir semejante broma. El caso era que aquella voz verdaderamente le recordó a la de su madre, cosa que era imposible, ella estaba muerta. No dejaba de preguntarse cómo es que estaba activo aquel teléfono y entonces ocurrió que de nuevo comenzó a sonar. Y esta vez Mateo se levantó de muy mala leche, cogió el teléfono con malos modos, dispuesto a gritar a quien fuera y a dejarlo descolgado si hacía falta, cuando de nuevo escuchó la voz que repetía:

−No cuelgues Mateo, no cuelgues, soy tu madre. Deja que te lo demuestre ¿recuerdas dónde escondías tus canicas? En un bote de cristal en el armario de tu habitación…

−Pero ¡cómo es posible si estás muerta! –comentó balbuceante y asustado…

−No intentes comprender nada hijo, sólo prométeme que harás todo lo posible por rescatar tu vida y reunir a tu familia. Prométemelo y descansaré en paz…

−Te lo prometo mamá −dijo con voz temblorosa y los ojos empapados en lágrimas,

Pasaron meses hasta que Mateo encontró un trabajo y años hasta que pudo localizar a su familia y reunirse con ella.

Entretanto, en la vieja estación, el teléfono sonaba cada noche , y alguien que dormía en el antiguo banco de Mateo lo cogía y contactaba con algún ser querido fallecido. El mensaje siempre implicaba una misión, un nuevo cometido que implicaba la mejora de cada persona.

Poco a poco la noticia corrió por la ciudad aunque casi nadie la creía… Y entre los sin techos aquel lugar comenzó a ser conocido como ‘la estación de la esperanza’.

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Uno más para la cena de Navidad

El reto de esta semana en ‘Relatos jueveros’, nos invita a escribir  desde el ‘Blog de Campirela’,  sobre la ‘una cena espacial’.

Recuerdo que los días previos a la cena de Navidad estuve preparando la casa con algunos adornos. Fui al desván donde guardo las cajas y pasé toda la tarde entretenida. Quería que todo estuviera listo cuando llegaran mis hijos y nietos. Dejé el árbol para que lo decorasen ellos, los más pequeños, porque así disfrutamos todos: ellos colgando estrellas, bolas y luces. los demás viéndolos mientras lo hacen. Mientras les miro intento reconocer en sus gestos y en sus rostros el recuerdo de mis hijos años atrás, cuando ellos hacían lo mismo por estas mismas fechas…

Por otro lado, la cocina es sin duda el escenario donde se efectúa la alquimia, la magia de preparar platos sabrosos que hagan la noche inolvidable. El menú de este año consistió en unos aperitivos a base de bombones crocantes de foie y almendras, bocados enrollados de pizza, -los favoritos de los niños- y unos langostinos. Como plato principal una lubina a la sal. Todos estábamos de acuerdo en cenar pescado porque es más ligero. Y de postre hojaldre con Nutella, turrones y demás dulces típicos a elegir. Como siempre sobró de todo y lo comimos al siguiente día.

Cuando todo estuvo a punto nos sentamos en torno a la mesa, dispuestos a degustar todas las exquisiteces, hasta que de repente, escuchamos unos sonidos tras la puerta. No eran muy fuertes por eso tuvimos que hacer unos segundos de silencio para oírlos con atención. Carlitos, mi nieto, saltó de la silla directo a abrir la puerta. Y allí estaba él, un setter canela con las orejas gachas, golpeando tímidamente la puerta con su pata. Pedigüeño, con cara triste, parecía abandonado o perdido. En cualquier caso necesitado de cariño y un hogar. Carlitos, amante de los animales, enseguida se encargó de él. Le dio agua, lo acarició, le pudo pienso de nuestra perra, le llamó Trufa y hasta durmió junto a su cama. Todos lo acogimos aquella noche a condición de llevarlo al día siguiente al veterinario para que buscara en el chip a su dueño.

Al día siguiente la veterinaria no fue capaz de localizar a su amo, así que lo acogimos. Desde entonces, hace ya algunos años, Trufa es un invitado más en la cena de Navidad y uno más en la familia.

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El último baile

Desde el Blog ‘Alianzara’ Cristina Rubio nos invita a escribir sobre la Navidad a partir de las emociones y sentimientos que estas fiestas suscitan.

Había nevado tanto que casi no podía abrir la puerta. Héctor salió por detrás de la casa con una pala y abrió un pequeño sendero para tener acceso. Luego apiló algo de leña junto a la chimenea y encendió el fuego para calentarse.

Aunque faltaban unas horas para la cena de Navidad, en el pueblo las calles y plazas lucían el alumbrado y los villancicos sonaban animando a los vecinos a pasear y hacer las compras.

Fuera se escuchaban las voces y gritos de los niños que aprovechaban la nevada para coger el trineo y deslizarse ladera abajo. Héctor recordaba cuando él era niño y hacía lo mismo con su hermano. Pasaban horas jugando con la nieve y nunca tenían frío porque no paraban quieto ni un segundo.

Casi sin darse cuenta habían transcurrido tantos años que a Héctor le costaba recordar. El caso es que en estas fechas se ponía triste y melancólico. Se aislaba. Dejaba de ir al pueblo. No iba al casino a jugar la partida de Mus. Ni al bar de Benito a tomarse un carajillo o una copa. En fin, estos días no eran muy propicios para él desde que su mujer falleció hacía ya cinco años.

Pero lo que Héctor no sabía es que aquella Navidad le aguardaba una sorpresa y podría hacer realidad uno de sus más grandes deseos y dejaría de sentir esa pena tremenda que se le cruzaba en el corazón. Y ya con la nieve recogida y el hogar encendido, se sentó en su butaca dispuesto a leer un rato, cuando de repente alguien aporreó la puerta: «¡Ya voy! ¡Ya voy!» Gritó desde el otro extremo de la habitación.

Cuando abrió tuvo que inclinar la cabeza hacia abajo para tropezarse con un pequeño gnomo de caperuza roja:

−Hola me llamo Riquelme y he venido para alegrarte la Navidad. Mis hermanos y yo estamos cansados de ver que pasas estas fiestas enfurruñado y quejoso a pesar de la buena vida que has llevado…

−!No me comas la moral¡–contestó Héctor contrariado-. No me quejo de vicio. Llevo cinco años solo desde que mi mujer murió y mi único hijo vive muy lejos y no viene a verme.

−Él no viene y tú no quieres ir a verle a él y a tu nieto. Eres muy cabezota –insistió el gnomo.

−¿Y se puede saber que vas a hacer tú para alegrarme la Fiesta? -dijo Héctor mirándolo fijamente.   

Riquelme se sacudió la nieve de sus diminutas botas y entró en la casa a pesar de no haber sido invitado. Luego se acercó a la chimenea y se frotó las manos. Echó una ojeada a la habitación y miro a los ojos de Héctor:

−A ver grandullón ¿Qué te gustaría hacer para sentirte feliz?.

−Fácil. Bailar con mi esposa un último baile. A ella le encantaba bailar y todas las Navidades lo hacíamos aquí en casa, pero la última vez yo me enfadé y perdí, sin saberlo, esa última oportunidad…

−¡Sea pues! –afirmó Riquelme mientras abría los brazos y los ojos complaciente, al tiempo que Héctor fruncía el ceño totalmente escéptico.

Y con la voz de Riquelme aún sonando en sus oídos Héctor entreabrió los ojos y oyó de nuevo los gritos infantiles fuera de la casa. Movió varias veces la cabeza y pensó que todo había sido un sueño, aunque se extrañó al ver montoncitos de nieve por el suelo junto a la chimenea…

−¡Vaya¡ ¡Sólo ha sido un sueño…!

Y llegó la noche. Héctor no había preparado nada especial para la cena. Abrió el frigorífico y sacó un poco de jamón, un trozo de queso y una botella de vino. Y ya se disponía sentarse cuando llamaron de nuevo a la puerta.

Héctor se levantó refunfuñando y cuando abrió allí estaba de nuevo Riquelme, el gnomo del sueño, que sonriente le dijo:

−¿Dispuesto a hacer realidad tu sueño?

El anciano se rascó la cabeza e hizo una mueca como de no entender nada. No tenía palabras pero Riquelme continuó hablando:

−Venga hombre. Tienes que contestar ‘sí’ para que se haga realidad.

−Sí…-contestó Héctor dubitativo.

Y entonces comenzó a sonar su música favorita. Se abrió la puerta del dormitorio y salió su mujer. Él la recibió con los brazos abiertos y bailaron sin parar toda la noche, abrazados, mirándose a los ojos, sin que mediara una palabra porque no era necesario.

A la mañana siguiente Héctor despertó sonriente, feliz. Pensó que lo había soñado pero cuando salió al salón los muebles aún estaban separados formando una pequeña pista de baile.

Abrió la ventana de par en par y se llenó de aire los pulmones. Se sentía en paz consigo mismo y comprendió que no merecía la pena vivir enfadado y apartado de aquellos que le querían. Entonces se prometió a sí mismo volver a sonreír, contactar con su hijo, conocer a su nieto y vivir lo que le quedara de vida con otra actitud. Luego se vistió y fue al pueblo, al bar de Benito, a encontrarse con sus amigos.

Héctor pasó el resto de las Fiestas con su hijo y su nieto. Y aunque él entonces no lo sabía, aquella fue su última Navidad.

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El trébol de cuatro hojas

Desde el Blog ‘Acervo de letras’ el Vadereto de  este mes de diciembre está dedicado a la Navidad.

Cuando Charly enfermó todo se desmoronó a mi alrededor. Al shock del diagnóstico se unió el miedo al tabú en que siempre ha venido envuelta una enfermedad como el cáncer. Pero enseguida nos encontramos con un personal sanitario experto, con un largo recorrido y una enorme calidad humana que nos asesoró y nos inyectó un buen chute de esperanza. Poco a poco percibimos que estábamos en marcha, sin bajar la guardia, pero con buen ánimo o así lo viví yo que conjugué la enfermedad en segunda persona.  

Casi sin darnos cuenta nuestras vidas ya habían entrado en una nueva dinámica. Sesiones de quimio, ingresos, pequeñas estancias que alternaban el hospital y la casa…Sin querer habíamos normalizado algo tan anormal como padecer una enfermedad. Y a pesar del miedo y la incertidumbre, despojamos la situación de cualquier dramatismo. Animar a Charly, acompañarle en este inesperado viaje, era nuestra máxima preocupación ¿Por qué no podía ser él uno de los llamados a salvarse? ¿Por qué no iba a sobrevivir? Las estadísticas señalaban un margen de supervivencia pequeño, pero a fin de cuentas, a alguno le tenía que tocar ¿por qué no a él?

El tiempo transcurrió ahora no sé si demasiado lento o más o menos rápido. Estábamos tan inmersos en un presente continuo, en un día a día sin más, que no sé muy bien cómo pasó para él aunque casi seguro demasiado largo. Recuerdo que aquel año pasamos puentes y Navidades entre ingresos y tratamientos y que pasó el otoño, el invierno, la primavera, y que llegando el verano siguiente todo se había acabado. Ahora tocaba esperar que la cirugía y los tratamientos tuvieran el efecto deseado, cosa que sabríamos mediante las sucesivas revisiones.

Charly desprendía vitalidad y energía, se revelaba contra los efectos secundarios, tal vez por eso todos le daban por ganador y yo también, hasta que un día, a mediados del verano siguiente, volvió a quejarse de un ligero dolor en el abdomen y un pequeño bulto a la altura de uno de los pulmones, asomó por la espalda. Una gammagrafía, una ecografía y un TAC revelaron el regreso de la enfermedad, la metástasis. Algo que los médicos llaman ‘recidiva’. Desgraciadamente no había marcha atrás. Unas sesiones de quimio y radioterapia para prolongar un poco el fatídico final y tratamientos paliativos, esas fueron las únicas alternativas.

Nunca hablamos del final. Charly lo sabía o lo intuía pero no preguntaba, no quería saber, no quería poner palabras… Yo temía que me preguntara. Todos callábamos pero todos sabíamos…

Para octubre ya había perdido mucho peso aunque seguía lo suficientemente fuerte como para celebrar una barbacoa con toda la familia. Fue un anticipo de la Navidad. Recuerdo que hubo risas, comida abundante, cantos alrededor de una hoguera, brindis por la vida y un halo de nostalgia que lo impregnaba todo. A veces las imágenes se pierden en mi cabeza y aunque quiero recordar qué sentía, el dolor me impide recordar todo aquello que no fuera dolor o un amargo sabor a despedida.

Después de aquella celebración el deterioro se precipitó y para la siguiente Navidad Charly apenas podía tragar así que no hubo cena, sólo estuvimos con él viendo la película que dieron por la TV: ‘Mary Poppins’. Al día siguiente ingresamos en el hospital donde pasamos fin de año y el día de Reyes.

Ya sé que sobre la noche de Reyes corren muchas historias inventadas para alimentar la fantasía de los niños y que Charly, aunque muy joven, tenía suficiente edad como para distinguir realidad y ficción. Yo sólo voy a contar lo que ocurrió sin pretender convencer pero sin negar lo sucedido.

Aquella noche ninguno de los dos podía dormir. Estuvimos hablando hasta muy tarde. Sentada en la butaca frente a él recordaba cómo era esta fecha cuando él y sus hermanos eran pequeños. Charly y yo fantaseábamos sobre deseos cuando de repente una luz brillante entró directa desde la ventana y un Rey Mago, que dijo llamarse Melchor, apareció ante nosotros. Charly se sentó en la cama de un salto y yo me puse de pie a su lado y le tomé de la mano:

−Hola Charly, este año te ha tocado a ti el ‘trébol de cuatro hojas’. No te asustes. Estas cosas pasan lo que ocurre es que nadie las cuenta porque son increíbles. A ver ¿Qué sueño quieres hacer realidad esta noche? No puedo obrar milagros pero sí conceder sueños.

Charly y yo nos miramos sin dar crédito a lo que sucedía:

−Pide algo hijo ¿Qué desearías soñar? –le dije animándolo.

Entonces Charly se levantó y susurró algo al oído de Melchor que lo escuchaba muy atentamente.

−Si eso es lo que quieres, concedido. Vuelve a la cama e intenta dormir…

La luz se apagó y el Rey Mago desapareció. Unos instantes después Charly dormía plácidamente mientras su rostro dibujaba una amplia sonrisa. Yo me acomodé en la butaca hasta que el sueño, poco a poco, se fue apoderando de mí.

Cuando desperté pensé que nada había sido real. Miré a Charly que aún dormía con las manos apoyadas bajo su regazo. Me acerqué para llamarle pero no respondía. Su rostro estaba lívido y su cuerpo tibio. Entonces comprendí que todo se había terminado. Le tomé de la mano y un trébol de cuatro hojas, salpicado de rocío, se deslizó sobre las sábanas. Entonces, sólo entonces, comprendí el motivo de su sueño y el deseo que le concedió Melchor.

Puede que la muerte no sea un final sino un nuevo comienzo o eso quiero creer. Y a pesar de los años transcurridos  desde entonces, cada Noche de Reyes espero que me toque en suerte el trébol de cuatro hojas para poder hacer realidad un sueño: volver a ver a Charly.

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‘El Faro’

Desde el blog ‘Divagacionistas’ la convocatoria de este mes invita a participar escribiendo un relato sobre el tema ‘FARO’.

Todo comenzó aquella madrugada de radio cuando llamé al programa ‘El Faro’ para participar en la sección ‘Suena la vida’. Después de unos minutos de amable conversación Mara Torres, la conductora del programa, me invitó al estudio para una entrevista en directo, pues aunque suele llevar a personajes públicos conocidos y famosos, consideró que yo podría simbolizar a esa ciudadanía que sólo se representa a sí misma. Y acepté a condición de mantener el anonimato y ser la voz del pueblo, una de tantas oyentes que escuchan la radio durante las largas madrugadas de insomnio o trabajo.

Las preguntas tenían que ver con cada una de las etapas de la vida, con las personas que sucesivamente fueron confluyendo en ella, incidiendo de manera particular en aquellas que mayor influencia haya podido ejercer o hayan sido determinantes a la hora de forjar la identidad, y sobre aquellas otras que hayan arrojado luz en los momentos más confusos o hayan inspirado respuestas en situaciones difíciles, es decir, aquellos seres de luz o faros-guías cuya presencia nos hayan marcado. Como colofón final, la entrevista concluye con una pregunta que gira en torno a un ‘faro’, animando al invitado o invitada –yo en este caso- a que se visualice en él junto a otra persona mientras suena de fondo su música favorita. Y porque no hay faro sin mar, acabamos hablamos de la influencia, la importancia o la impronta que éste haya podido dejarnos así como su mayor o menor presencia y protagonismo en el momento actual.

Recuerdo que la conversación transcurrió serena, tirando de recuerdos, mencionando a todos aquellos que han sido relevantes en mi vida porque en algún momento han servido de guía, empezando por mi padre hasta llegar a mi hijo, los dos faros que más han iluminado mi camino.

Un faro es metáfora de estabilidad, firmeza, perseverancia, orientación, iluminación…Y entonces la periodista me preguntó: «¿Quién es el faro de tu vida?» Después de pensarlo unos segundos no supe qué contestar. Y es que en esta etapa no hay un faro que me conduzca porque sobre todo yo me he transformado en el faro que ilumina otros caminos desde la distancia. Una luz encendida en la oscuridad, un refugio, un hogar, una mano amiga… Y esta es la misión que a estas alturas me toca desempeñar.

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El último viaje

Esta semana desde el blog ‘El Demiurgo de Hurligham’, el reto juevero nos invita a escribir sobre ‘una caja misteriosa’

Nada más despegar el avión, Emma sintió un pellizco en el estómago y pitidos en oído izquierdo. No lo dudó. Aquellas señales no vaticinaban nada bueno. Lo sabía. Sabía desde pequeña que aquellas sensaciones en su cuerpo presagiaban alguna calamidad. Lo presintió a los 12 años cuando sucedió el accidente en el que murió su madre. Aquel día ella se anticipó y experimentó los mismos indicios. Años después sucedió otro tanto con su abuela, el día que murió de un infarto de miocardio después de saber por la TV que había ganado la primitiva, aunque resultó ser una discreta cantidad. O cuando se prendió fuego en la cocina, según ella por dejarse encendido un tostador, según los bomberos por un cortocircuito. O cuando subió a la noria con sus amigos y se quedaron toda la noche parados en el punto más alto… En fin, a Emma la precedía una larga lista de desgracias e infortunios, por lo que se consideraba a sí misma un poco gafe. Y siempre, a tales acontecimientos, le precedían aquellos síntomas corporales.

El vuelo parecía transcurrir con total normalidad aunque Emma no dejaba de sentir cierta inquietud y rezaba para que todo fuera bien. No se perdonaría otra desgracia. Se sentía responsable de las numerosas vidas de quienes la acompañaban en aquel viaje y que conste que nunca habría volado si no fuera necesario.

Y en esas estaba, cuando el capitán avisó que el aeropuerto ya estaba cerca. A continuación hizo las correspondientes advertencias y todos se colocaron en sus asientos para preparar el aterrizaje. Entonces, de repente, se escucharon sonidos extraños y el avión comenzó a descender en picado. Emma no dejaba de repetirse: «Lo sabía. Sabía que algo iba a suceder». Una azafata advirtió que nadie se moviera del asiento y que estuvieran alerta, que si saltaban las mascarillas siguieran el protocolo. Por la ventanilla se podía ver como el avión descendía rápido y se acercaba a la pista, hasta que el tren de aterrizaje tocó el suelo a tanta velocidad que el capitán no pudo frenar y el avión se salió de la pista para estrellarse contra unos matorrales. Afortunadamente no hubo víctimas mortales pero sí numerosos heridos y grandes destrozos en el fuselaje.

La investigación de la ‘caja negra’, testigo mudo de toda la actividad del vuelo, no desveló fallos humanos ni del motor, concluyendo que el accidente se había producido por causas ‘desconocidas’. Una vez conocido el informe, Emma decidió no viajar nunca más en avión.

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«La ridícula idea de no volver a verte…»

Desde el Blog de Critina ‘Alianzara’ el reto de este mes nos invita a escribir a partir del título de un libro. En mi caso he elegido el de Rosa Montero “La ridícula idea de no volver a verte”.

Esta es la crónica de un absurdo, que comenzó una mañana cualquiera de un tibio día de febrero. Recuerdo que dijiste que te dolía la espalda y yo no quise hacerte caso. Eras un quejica, un exagerado y un miedoso. Tus constantes augurios derrotistas me hacían verte como un pájaro de mal agüero. Por eso pasó casi un mes antes que te hiciera caso, y después de poner en práctica varios remedios caseros, decidimos ir al médico. Y delante de mí, haciéndote el valiente, dijiste que casi no sentías dolor, cuando yo sabía que no podías dormir.

Salimos de la consulta con varias peticiones para diversas pruebas: tac, resonancia, radiografía… «¿Y para un dolor de espaldas tantas pruebas?» «Esto no va a ser nada bueno». Dijiste enfurruñado, con el ceño fruncido y el optimismo que te caracterizaba… Yo comenté que no te preocuparas, que las pruebas eran indoloras, que tuvieras paciencia: «todo va a salir bien…» dije positiva. Aunque, la verdad, en mi interior tenía mis miedos y dudas.

Al cabo de varios días estábamos de nuevo en consulta, sentados en el despacho frente al médico, mientras él miraba las imágenes y leía los informes atentamente. Aquellos escasos dos o tres minutos pasaron como una eternidad y aquel silencio me producía un gran recelo. Mi temor aumentaba por momentos. Hasta que finalmente el doctor sentenció: «es un tumor maligno y es inoperable».

En aquel instante dejé de escuchar. Sólo podía oír la repetición constante de aquella frase en el interior de mi cabeza: «es un tumor maligno, es inoperable, inoperable…».

Después, en casa, estuvimos hablando. Los dos teníamos claro que en semejante circunstancia, mejor ‘poco y bueno que mucho y malo’. El pronóstico era de unos siete meses así que nos liamos la manta a la cabeza y tiramos la casa por la ventana. Vendimos todo menos nuestro piso: la moto, el terrenito en el campo, mis joyas… Reunimos una suma importante junto con los ahorros y el dinero de la herencia de tu padre que teníamos reservado para la vejez. Y a la vista de los acontecimientos y con un tratamiento paliativo para el dolor, decidimos viajar. Compramos un globo terráqueo, de esos escolares que giran. Le dábamos una vuelta y poníamos el dedo para elegir destino. Hicimos una lista por orden de preferencia y nos fuimos a una agencia de viajes para que nos ajustara el presupuesto de vuelos y hoteles.

La ridícula idea de no volver a verte’ me pasaba por la cabeza una y otra vez. No concebía la vida sin ti y no queríamos esperar la muerte sin más. Queríamos vivir a tope mientras la enfermedad lo permitiera y luego, para el trayecto final, alquilamos una preciosa casa en la costa, junto a una pequeña cala donde habías decidido descansar para siempre.  

Asistimos a la ópera en Sídney, al Carnaval de Venecia, al Moulin Rouge de París y la Scala de Milán… Visitamos algunos países de Europa y Asia. Cuatro meses inolvidables hasta que se nos acabó el dinero y llegó el momento de iniciar el camino de vuelta.

Durante el trayecto, como era un viaje largo, no paramos de recordar anécdotas, lugares, comidas, amaneceres, puestas de sol… Yo te veía mejor aspecto, más animado y fuerte. Tanto es así que de vez en cuando pensaba si el Altísimo no habría obrado un milagro y te habría curado… Y en esas estábamos cuando sonó tu móvil. Te pregunté con un gesto que quien era, me hiciste una señal con la mano para que esperase. Sólo te oía afirmar muy serio: «sí, sí, sí». Me preocupé. Cuando acabó la conversación tu cara estaba blanca como una pared. Apenas pudiste balbucear: «Era de la clínica, creo ha habido un error. Tengo que hacerme otra vez las pruebas». Y luego, lleno de ira, repetiste varias veces: «¿Un error?» «¿He abandonado mi trabajo y nos hemos gastados los ahorros de toda una vida por un error?» Yo te dije que te calmaras, que no te precipitaras, que fueras positivo, que en el mejor de los casos yo sólo había pedido una excedencia y con mi sueldo podíamos vivir. Pero tú te agobiaste y te enfadaste muchísimo. Golpeaste la mesa. Dijiste que los demandarías, que había sido injusto hacernos pasar por todo esto para nada… Y entonces sucedió. De repente te costaba respirar. Te tocabas el brazo izquierdo, te llevaste la mano al pecho y antes de darme cuenta te derrumbaste.

Llamé a urgencias. Vinieron enseguida. Estuvieron treinta minutos reanimándote pero no pudieron hacer nada. Habías sufrido un infarto agudo de miocardio. Y unos segundos después habías muerto.

A pesar del tiempo transcurrido, ‘la ridícula idea de no volver a verte’ me sigue rondando continuamente la cabeza. Todo me parece ridículo e insensato y no puedo dejar de pensar en la absurda circunstancia de tu muerte. Y aunque ha pasado casi un año, no he dejado de extrañarte y mitigo mi soledad recordándote y recordándonos.

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Una larga memoria familiar

Desde el Blog ‘El Tintero de Oro’ se convoca un nuevo concurso de relatos esta vez dedicado ‘al entorno rural’.

Me acuerdo que aquel día se me pegaron las sábanas y me levanté muy tarde. Las noches de julio eran demasiado tórridas y apenas se podía dormir. Escuché las voces lejanas de mis hermanos, y por la rendija de la puerta vi a mi padre que había desplegado sobre la mesa del comedor el mapa de la Guía Campsa. Todos los años hacía lo mismo. Buscaba una ruta alternativa, más corta, pero al final siempre seguíamos el mismo itinerario.

Mamá preparaba las maletas, mientras daba órdenes a mis hermanos que jugaban o deambulaban de aquí para allá sin rumbo fijo. Me dijo que desayunara, que la ayudara a  preparar unos bocadillos y me vistiera. Saldríamos pronto.

El coche esperaba aparcado en acera, frente al portal. Las maletas iban en una baca colocada en el techo, sujetas con unas cinchas de goma y el maletero a tope con otras bolsas. En cuestión de una hora habíamos cargado todo. El viaje comenzaba.  

Cuando la ciudad quedaba atrás mi padre ponía el radio cassette a tope: Los Brincos, Los Panchos, Camilo Sexto, José Luis Perales… Nosotros nos sabíamos casi todas las canciones y las cantábamos a coro. Papá era un sentimental, un romántico que se resistía a los cambios y a los nuevos tiempos. Había sido tan feliz en su pueblo, donde todo era tan ‘sencillo y sano’, que quería que sus hijos revivieran su propia vida y disfrutaran del mismo ambiente que él. Pero olvidaba que la nuestra era otra generación y que ir al pueblo nos parecía un rollo y nos aburría, aunque la verdad, para quejarnos tanto no lo pasábamos tan mal allí.

El viaje duraba unas cuatro largas y tormentosas horas. Mis tres hermanos y yo íbamos apretados en el asiento de atrás del viejo SIMCA1200, del que mi padre estaba muy orgulloso porque ‘nunca –decía- lo había dejado tirado’. Al principio cantábamos como ya he dicho. Luego callábamos y entrábamos en una especie de letargo, cada uno a su bola. Y más o menos al cabo de una hora comenzábamos a discutir, a pelear y a darnos codazos. Mi hermana pequeña preguntaba una y otra vez «¿falta mucho para llegar?». A continuación lloraba porque la estrujábamos contra la puerta. Se quejaba y gritaba. Entonces mi madre se volvía paciente y trataba de calmarnos por las buenas, hasta que de repente el coche frenaba con brusquedad, mi padre soltaba las manos del volante y nos miraba serio, amenazante, frunciendo el ceño. Sólo entonces nos quedábamos quietos como estatuas. El silencio regresaba hasta que media hora después la escena se repetía. Cuando llegábamos al pueblo estábamos agotados de pelear y discutir pero nada más bajar del coche se nos olvidaba y salíamos corriendo dispuestos a jugar hasta la noche.

La casa era de mis abuelos. Mi padre se la había comprado a sus hermanos. Tenía dos plantas, cinco habitaciones, dos baños, una cocina enorme con comedor y un cobertizo lleno de tiestos donde jugaban mis hermanas pequeñas a las casitas y a las tiendas.

Ahora que lo pienso, aunque entonces nos daban envidia nuestros vecinos que siempre iban a la playa, a Benidorm, la verdad es que en aquel pueblo vivimos muchas aventuras y gozábamos de mucha libertad. Prácticamente vivíamos en la calle y sólo entrábamos en casa para comer y dormir. Aprendimos los nombres de árboles y de muchas plantas y animales. Jugábamos en la tahona mientras se cocía el pan. Las abuelas nos enseñaban a hacer embutidos durante la fiesta de la matanza. Y conformábamos una gran familia en la que todos cuidábamos de todos. La verdad es que el pueblo nos inculcó unos valores que los niños de la ciudad no tenían ocasión de aprender. 

Respecto a mí, en el pueblo se forjó la relación con mi mejor amigo. Aquella historia comenzó peleando por ganar una carrera. Él me puso un ojo morado y yo casi le rompo la nariz. Y hasta hoy. Aquella rivalidad sentó las bases de una amistad sólida, auténtica, de afecto incondicional, que ha llegado sana y salva hasta hoy.

Poco a poco, casi sin darnos cuenta, nos hicimos mayores y mis padres fallecieron. Durante un tiempo dejamos de ir al pueblo. Mis hermanos y yo pensamos vender la casa, hasta que mi hermana pequeña –tan sentimental como mi padre- nos recordó cuánto le dolería a él que lo hiciéramos y como nos veíamos poco, propuso que nos reuniéramos todos allí en vacaciones una vez al año. Y eso hicimos. Desde entonces todos los años volvemos, recordamos cientos de anécdotas y alimentamos nuestra memoria familiar que crece junto a nuestros hijos, al compás de nuevas experiencias.

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El secreto de Tim

el blog ‘Alianzara’ invita a un nuevo reto de escritura a partir de una imagen de Benny andersson titulada Star Light.

No era la primera vez que Tim merodeaba por aquella zona. Llevaba tiempo deseoso de explorar los lugares prohibidos y aquel día se alejó hasta lo más recóndito del bosque. Caminó y caminó hasta que de repente se encontró frente a una larga escalinata que se prolongaba hasta el infinito, y entonces, las palabras de su madre sonaron en su cabeza insistiéndole y advirtiéndole que no llegara hasta allí. Y es que nadie había conseguido regresar para contar qué había más allá de aquellos frondosos árboles.

Durante el camino dos mariposas revoloteaban a su alrededor hasta que acabaron posándose en unas flores, mientras él, quieto cual estatua, se detuvo admirando perplejo aquel paisaje junto a Laia, su perra, que esperaba tranquila sentada a su lado, dispuesta a acompañarle allá dónde decidiera ir.

En más de una ocasión Tim se había aproximado a aquel lugar aunque nunca se había alejado tanto de su casa. Era un niño inteligente y curioso pero también un hijo obediente que no quería disgustar a su madre. Y sin embargo, aquella mañana cuando salió lo hizo con el firme propósito de desafiar su propia voluntad y comprobar por sí mismo qué había al final de aquella escalera, detrás de aquella inmensa arboleda. Y además él debería regresar para contarlo y desmentir las leyendas y bulos que vetaban el acceso a aquel sitio.

El niño se acercó despacio al primer escalón, miró hacia arriba, llenó los pulmones de aire y dijo: «Vamos Laia. Vamos a subir». Y comenzó el ascenso.

Tim subía y subía a buen ritmo. De vez en cuando miraba hacia atrás para darse ánimo. Miraba detrás y casi no veía el principio. Miraba delante y tampoco. Las mariposas lo perseguían sobrevolando su cabeza. Laia avanzaba a su lado, un poco asustada, con el rabo entre las patas. Y cuanto más ascendía más profundo era el silencio y los árboles parecían cada vez más grandes. Comprobó que había especies diferentes y que algunas águilas y buitres surcaban y planeaban bajo un trozo de cielo azul dibujado de nubes blancas que parecían figuras de algodón. 

El niño se detenía de vez en cuando a mirar los hongos, las lombrices o alguna de las plantas que llamaba su atención. De repente comprobó que se encontraba justo en la mitad del camino y a partir de ahí comenzaba un largo descenso: «Por lo menos será menos cansado seguir. ¡Vamos Laia!».

La bajada resultaba mucho más rápida y cómoda. Pronto pudo oír el sonido de agua de un río o de un arroyo. Aceleró el paso, casi corría mientras Laia le seguía animada. Por fin vislumbró el final, el último peldaño, y al fondo, un manto de flores de todos los colores, y qué raro, las dos mariposas lucían sus alas posadas sobre unos lirios silvestres…Un poco más allá, en la penumbra, un concurrido bosquecillo alumbrado por cientos y cientos de luciérnagas.

Tim se detuvo a contemplar la belleza del lugar. Él y Laia estaban sedientos y se refrescaron bebiendo el agua del río que atravesaba aquel paraje. Luego se echaron sobre la hierba. Aquello era un oasis, un paraíso para disfrutar de la naturaleza en su plenitud ¿por qué entonces contaban esas historias macabras que alejaban a la gente? Pensaba muy serio, frunciendo el ceño… 

Entonces, de entre los árboles, surgió la figura de un pequeño elfo de cabellos dorados, orejas puntiagudas y ojos almendrados: «Las mariposas alertaron de tu llegada y ya que estás aquí daré respuesta a tus preguntas. No queremos que nadie venga a perturbar este lugar y gracias a las leyendas que corren nadie viene. Tu presencia aquí pone en peligro esta reserva natural, por eso tienes que prometer que no contarás a nadie lo que has visto ni desmentirás los mitos que circulan para salvaguardarlo».

Tim se quedó pensativo mientras miraba a su alrededor y entonces puso la mano derecha sobre su corazón y dijo: «Guardaré tu secreto. Lo prometo» y el elfo desapareció.

De repente el niño sintió un enorme zarandeo en su cuerpo y los lametones de Laia en la cara. Abrió los ojos y oyó la voz de su madre: «Despierta vamos, es el primer día de colegio, no llegues tarde. ¿Acabaste la redacción sobre las ‘aventuras del verano’ que debía entregar?…»

Tim se sintió desconcertado. Y pasados los primeros instantes de confusión, sonrió. Luego se levantó, se vistió, desayunó y salió dispuesto a afrontar satisfecho su primera jornada escolar. Por el camino dos mariposas le seguían volando a su lado, posándose en cada una de las flores que encontraban mientras él sonreía satisfecho y feliz: el secreto del elfo estaba a salvo.

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El rodaje

En ‘Relatos jueveros’, desde el Blog de Marcos, esta semana se nos invita a un nuevo reto: escribir sobre una experiencia de cine.

Desde hacía meses no se hablaba de otra cosa. Al parecer iban a rodar algunas escenas de una película en los alrededores del pueblo. Por eso aquel día, nada más regresar de mi viaje, ya habían llegado las furgonetas, camiones y caravanas que habían aparcado en torno a la plaza del Ayuntamiento. 

La cafetería de Mauro no daba abasto sirviendo cafés y tostadas, cosa entendible por ser la única del pueblo. Cuando entré, aunque quise acomodarme en mi sitio habitual, tuve que abrirme hueco en una esquina porque el local es pequeño y no cabía un alfiler.

Un señor con un pañuelo al cuello y sombrero –el director de la película según decían- habló con Mauro y acordó pagarle todas las consumiciones –incluido los desayunos, almuerzos y cenas- al final de la semana, cuando se fueran. Mauro sonreía satisfecho. Aquella semana le produciría más ingresos que los recaudados durante todo el año.

Nada más salir, observé que todo se había transformado. Junto a la farmacia, se había colocado una mesa en la que reclutaban extras y figurantes. Dos chicas jóvenes echaban un vistazo al personal y enseguida le adjudicaban un papel. Una larga cola serpenteaba bajo los soportales pues la película, de carácter futurista, necesitaba de todos y cada uno de los habitantes del lugar.

Las Casas Consistoriales se habían convertido en vestuario. En ellas entraban uno a uno para salir transformados en monstruos, soldados, androides o en algún extraño ser extraterrestre. A continuación pasaban a otra sala en la que se maquillaban y salían irreconocibles. De esa guisa deambulaban por el pueblo. Nadie se reconocía y de cuando en cuando, antes de saludar, se preguntaban: «Y tú, ¿Quién eres?».

Como yo acababa de llegar y no quedaba un papel para mí, decidieron que hiciera de ‘hombre del pasado’, por eso aparecí con mi propia ropa -apenas un minuto- en una escena en la que el protagonista evocaba mentalmente a los seres de otros tiempos.

Y así anduvimos aquella semana: de la ceca a la meca, de aquí para allá, todos disfrazados, todos como extraños seres de una lejana galaxia aunque sin movernos un ápice del pueblo…  

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