Desde el blog ‘Literautas’ este mes de marzo se nos invita a escribir sobre la escena siguiente: ‘En la estación de tren hay un teléfono público que casi nadie usa. Es un modelo antiguo, de esos de metal y con el auricular pesado. La mayoría de los viajeros pasan de largo, con sus móviles en la mano. Pero un día, suena…’

Junto a la nueva estación, sofisticada y adaptada a las últimas tecnologías, convive la vieja estación. Lleva años cerrada y abandonada y en los andenes y dependencias muchos sin techos dormitan y se refugian de las inclemencias del tiempo. Y a pesar de que las autoridades hacen redadas, obligándoles a marchar a refugios y albergues, la vieja estación siempre acoge a quienes no los conocen o simplemente se sienten allí libres, seguros y a salvo.
Apenas quedan en pie unos cuantos bancos de madera muy atractivos para dormir aislados de la humedad y la suciedad del suelo, unos servicios mugrientos y algunas estancias destartaladas que funcionaron como oficinas. Al fondo, en una esquina junto a la entrada, muy cerca de uno de los bancos, una vieja cabina de monedas recuerda la forma de vida de la época anterior a los móviles. Aquel recodo era el dominio de Mateo, un indigente que llevaba meses apostado en aquel lugar y que todos respetaban siguiendo las leyes de la convivencia callejera.
Mateo no siempre fue pobre. Tuvo su propia familia y vivió con ella y con su madre hasta que hacía tres años el juego le llevó por mal camino y lo perdió todo. Poco después su madre falleció de pena y de vergüenza. Su mujer y su único hijo lo abandonaron y desde entonces vive en la calle, en la más absoluta miseria.
Pues bien. Como cada día Mateo compró una hamburguesa y se la comió sentado en su banco. Come despacio, saboreando cada bocado como le enseñó su madre. Luego entró en los baños y se aseó un poco antes de dormir. Pero aquella noche, recostado y tapado con una buena manta que le entregaron en cáritas, a punto de coger el sueño, el teléfono de la vieja cabina comenzó a sonar insistentemente. Al principio hizo caso omiso ¿Quién podría ser? Se dio media vuelta con la intención de intentar dormir pero el dichoso teléfono no paraba de sonar y el personal se quejaba y le gritaba que contestara de una vez por todas…
Mateo se destapó, se calzó, dio tres o cuatro pasos y levantó el auricular:
−Diga, ¿Quién es y qué quiere a estas horas? –dijo enfadado.
−Mateo soy yo, mamá…
−¿Mamá? ¡Déjese de bromas y no moleste más! Esta cabina está fuera de servicio…
Luego, se volvió de nuevo al banco, se tapó y dio varias vueltas pensando a quién se le podría ocurrir semejante broma. El caso era que aquella voz verdaderamente le recordó a la de su madre, cosa que era imposible, ella estaba muerta. No dejaba de preguntarse cómo es que estaba activo aquel teléfono y entonces ocurrió que de nuevo comenzó a sonar. Y esta vez Mateo se levantó de muy mala leche, cogió el teléfono con malos modos, dispuesto a gritar a quien fuera y a dejarlo descolgado si hacía falta, cuando de nuevo escuchó la voz que repetía:
−No cuelgues Mateo, no cuelgues, soy tu madre. Deja que te lo demuestre ¿recuerdas dónde escondías tus canicas? En un bote de cristal en el armario de tu habitación…
−Pero ¡cómo es posible si estás muerta! –comentó balbuceante y asustado…
−No intentes comprender nada hijo, sólo prométeme que harás todo lo posible por rescatar tu vida y reunir a tu familia. Prométemelo y descansaré en paz…
−Te lo prometo mamá −dijo con voz temblorosa y los ojos empapados en lágrimas,
Pasaron meses hasta que Mateo encontró un trabajo y años hasta que pudo localizar a su familia y reunirse con ella.
Entretanto, en la vieja estación, el teléfono sonaba cada noche , y alguien que dormía en el antiguo banco de Mateo lo cogía y contactaba con algún ser querido fallecido. El mensaje siempre implicaba una misión, un nuevo cometido que implicaba la mejora de cada persona.
Poco a poco la noticia corrió por la ciudad aunque casi nadie la creía… Y entre los sin techos aquel lugar comenzó a ser conocido como ‘la estación de la esperanza’.
©lady_p








