Un verano sobre ruedas

Este mes de octubre, desde el blog ‘Acervo de letras’, en vadereto se nos invita a escribir un relato sobre ‘El Bazar’.

Recuerdo que la casa de mi abuela era muy grande o al menos así la conservo en mi memoria. Se trataba de la primera planta de una finca con sólo dos viviendas. Hasta cinco balcones daban a la calle. Me acuerdo de su disposición circular: si girabas a la izquierda podías atravesar todas las habitaciones para acabar en el punto de partida. Las estancias eran grandes, con techos muy altos y suelos con losas blancas y negras como un tablero de ajedrez. Una escalera empinada daba acceso a una azotea con dos cuartos y un lavadero donde de pequeña jugaba con mi prima Ani. Ella y sus padres vivían con la abuela y nosotros, o sea, mis padres, mis hermanos y yo, vivíamos no muy lejos de allí. Tendría unos doce años y me había aprendido el camino, por eso mi madre me dejaba ir sola a visitar a la abuela y quedarme los fines de semana a jugar con mi prima.

Ani y yo nos llevábamos apenas dos meses porque yo soy sietemesina. Todo el mundo creía que éramos hermanas y, a decir verdad, nosotras así nos sentíamos e incluso cuando conocíamos a otros niños, nos presentábamos como tales. Estábamos muy unidas y aquel verano resultó ser muy especial porque nos divertimos muchísimo.  

Nuestro lugar de juego eran las dos habitaciones altas que también funcionaban a modo de trastero. A mi abuela no le importaba que sacáramos los tiestos siempre y cuando los volviéramos a guardar. Ani tenía una imaginación desbordante y a todo le daba utilidad cuando montaba el escenario de juego y ponía en marcha sus fantasías.

Un buen día, cuando iba de camino para verla, me paré en el escaparate de un Bazar. Me llamaba la atención que vendieran tantas cosas que se parecía un poco al trastero donde jugábamos. Había muebles, cuadros y toda clase de objetos grandes y pequeños. El señor que lo regentaba era un hombre mayor que permanecía de pie, firme, en la puerta. Iba muy arreglado y se tocaba el bigote cada dos por tres mientras fumaba un puro. De repente me di cuenta de que me miraba fijamente y con una media sonrisa me preguntó: «¿Buscas algo?». Yo le contesté que no, que me había parado allí porque me recordaba al trastero de mi abuela. Entonces le conté que ella conservaba el reclinatorio que su madre  llevaba a la iglesia. Por aquel entonces muchas señoras tenían su propio reclinatorio y eso significaba que era alguien «de bien’». «Y eso ¿qué significa?» me preguntó riendo. «No sé-contesté- es lo que dice mi abuela». Y ya iba a echar a andar cuando el señor se acercó y me dijo: «Pareces una niña muy espabilada. Dile a tu abuela que si quiere vender los tiestos yo se los compro».

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Cuando llegué a casa le conté a mi abuela lo que había pasado. Ella se quedó pensativa y al cabo de un buen rato se acercó para decirnos que no le parecía mala idea deshacerse de todo aquello y dejar libres los dos cuartos. Así tendríamos sitio para jugar y colocar nuestros juguetes. Todo aquello no era sino un «nido de polvo y de bichos» decía. Pero a mi prima y a mí no nos hizo gracia porque a nosotras nos encantaba fantasear y jugar con todo aquello. Ani me comentó al oído que no tenía que haberle dicho nada y hasta se enfadó conmigo. Estuvimos todo el día de morros, sin cruzar palabra, aunque yo le pedí perdón varias veces.

El caso es que la abuela nos sugirió clasificar los tiestos y separar los muebles y cuadros de otros objetos. Nos llevó todo un fin de semana ordenar aquel batiburrillo. «Ya de paso –dijo la abuela- le limpiáis el polvo y barréis el suelo». Acabamos exhaustas, pero todo quedó perfecto. Algunos muebles solo estaban arañados, y aunque no tenían muy buen aspecto aún servían. Los colocamos todos alrededor de la habitación unos al lado de otros, bien visibles para cuando viniera el señor del Bazar.

En menos de una semana fue a ver los muebles y llegó a un acuerdo con mi abuela. Al día siguiente un camión paró en la puerta. Ani y yo comprobamos cómo dos jóvenes bajaban la cómoda, las mesitas de noche, varias sillas, una mesa, una lámpara de pie, un revistero, el reclinatorio y cosas varias. Nos quedamos algo tristes cuando se marcharon pero mi abuela, por la tarde, nos invitó a salir a merendar para celebrarlo. Nos dijo que nos laváramos las manos, la cara, nos peináramos y nos arregláramos bien. Salimos y cuando pasamos por delante del Bazar, don Rogelio -que así se llamaba el dueño- nos invitó a entrar. Mi abuela aceptó encantada. Nosotras nos miramos muy serias porque aquel señor era poco más o menos nuestro enemigo.

Ya llevábamos un buen rato cuando don Rogelio le dijo a mi abuela: «No las hagamos esperar más». Descorrió una cortina y dejó visibles dos bicicletas nuevas: «Elegid una cada una. Son vuestras». Ani pilló la roja y yo la azul, mi color favorito.

Entonces lo comprendimos. La abuela había vendido todos aquellos muebles y en lugar de aceptar dinero, nos compró unas bicicletas…

El resto del verano lo pasamos de un lado a otro con las bicis. La abuela bajaba de vez en cuando a tomar un té con don Rogelio y mientras ellos hablaban nosotras jugábamos en el almacén, donde permanecían alojados nuestros antiguos muebles y el viejo reclinatorio. Y durante unos años aquel Bazar formó parte de nuestras vidas…

Un buen comienzo de curso…

Desde el blog ‘Acervo de letras’ el Vadereto de esta semana nos invita a escribir sobre ‘bendita paciencia…’.

Esta es una historia real. O sea, cualquier parecido con la realidad no es pura coincidencia…

A lo largo de años de enseñanza una se ha tropezado con todo tipo de alumnos. Para mí es, sin lugar a dudas, una de las mejores profesiones aunque por desgracia, ni está suficientemente valorada ni goza del reconocimiento y  prestigio social que merece. Yo me atrevería a decir que más que una profesión se trata de una vocación, porque requiere de ciertas cualidades, paciencia y valores, que no cualquiera posee.

Si todo marcha bien los alumnos son un portento y si sale mal el profesor es un matraca… Algunos padres se muestran colaboradores y comprensivos, facilitan la labor y forman un tándem necesario para la tarea educativa.  Otros en cambio, se alinean unilateral e incondicionalmente del lado de su hijo, para bien o para mal, y la labor del profesor se ve entorpecida.

Conservo en mi memoria muchas anécdotas divertidas, otras no tanto claro, hay de todo. Pero a propósito del tema en cuestión, recuerdo esta que narro a continuación.

Aquel curso fue especialmente complicado. Estrenábamos centro. Todo estaba nuevo, impoluto. Pero a falta de alumnos de la zona llegaron otros de diversa procedencia. Estábamos de acuerdo que debíamos ser pacientes y armarnos de valor para que no se nos fueran de las manos. Y aunque nos hicimos una idea a priori, la realidad fue un gran choque porque aquellos niños venidos del campo, acostumbrados a trabajar mucho y leer poco casi, no sólo no pronunciaban con claridad y costaba entenderlos sino que carecían de la más mínima disciplina.

Yo había organizado el aula con las mesas dispuestas de dos en dos, formando tres filas. Les dejé sentarse libremente, dónde cada uno quiso. Nada más comenzar la clase, lo primero de todo fue presentarme y pasar lista para conocerlos. Cada cual aportaba unos pocos datos sobre sí mismo y contaba de dónde venía a la par que expresaba sus expectativas. Fue muy interesante hasta que nombré a Vicente, Vicente de la Calle Ruíz para más señas. Era muy bajito para su edad. Delgado y con unos ojos muy expresivos. Venía de una escuela rural. Era tímido y casi no le salía la voz de cuerpo. Con un hilo de voz contó que sus padres trabajaban en el campo y que como él les tenía que ayudar, había faltado mucho a la escuela el curso anterior y que por eso repetía. Dijo que era el mayor de cuatro hermanos, dos niñas y dos niños. Que era culé y que esperaba hacer amigos. Iba a nombrar al alumno siguiente cuando levantó la mano y dijo:

−Maestra, me se…

Y yo de inmediato le corregí…

−No se dice ‘me se’ Vicente, la semana siempre antes que el mes. Se dice ‘se me…’

−Ya maestra –contestó insistente- yo lo que quiero decir es que si ‘me se…’

−A ver hijo, ¿ qué es lo que no entiendes?. Te repito, se dice ‘se me’ no ‘me se…’

−Lo he entendido, pero es que le quiero preguntar si ‘me se…’

−Mal empezamos Vicente –le dije en tono cariñoso y paciente. A mí no me importa repetir las cosas tantas veces como sea necesario, para eso estoy aquí. Pero te estás empeñando tontamente. ¿Necesitas que te ponga un ejemplo?. A ver: “ ‘se me’ cayó el libro no ‘se me’ cayó el libro”. ¿Está más claro ahora?

−Si maestra, pero ¿me deja poner a mí otro ejemplo? A ver: «maestra ¿’me se-paro’ de mi compañero? Es que no la veo…»

La carcajada fue monumental y mi cara un poema. Desde aquel día Vicente cayó en gracia. Hizo amigos y hasta aprobó el curso.

Respecto a mí, disfruté muchísimo aquel primer encuentro y me reí hasta que me dolieron las mandíbulas. No obstante el curso fue muy duro y tuvimos ciertos desencuentros, pero Vicente resultó ser mejor alumno de lo esperado y sorprendentemente la ‘bendita paciencia’ y el cariño funcionó a las mil maravillas con él. Por eso y por mucho más, se quedó en mi memoria para siempre.  

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Un insignificante detalle…

Desde el blog ‘Acervo de leytras’ el Vadereto de este mes de agostó nos invita a contar una historia inspirada en una imagen de las varias propuestas, Esta es la mía…

A propósito de las muchas series que actualmente circulan en las diferentes plataformas, recordaba con unas amigas una de ciencia ficción que estrenaron en TV cuando éramos adolescentes y que iba de extraterrestres. Se llamaba ‘Los Invasores’. En cada episodio, el protagonista, David Vincent,  se afanaba por denunciar una conspiración de estos seres venidos desde otro planeta, dispuestos a apropiarse de la Tierra. Él los denunciaba aunque siempre se quedaba a punto de descubrirlos porque tenían una apariencia humana y normal, como la nuestra, a excepción de un insignificante detalle: no podían flexionar el dedo meñique.

Con esta remembranza reciente en la cabeza, quedé con ellas para ver una exposición de pintura, aprovechando la buena temperatura después de la terrible ola de calor que nos asoló la primera quincena de agosto. Y así, con esta buena disposición, salimos lista y preparadas para embriagarnos con las magníficas obras de algunos artistas de la tierra.

Todo iba bien. ‘Horizontes paralelos’ mostraba obras muy variadas y de estilos diferentes. Nos paramos delante de cada cuadro para comentar. La sala estaba tranquila, apenas se escuchaba el leve murmullo de una pareja. Todo normal hasta que apareció un señor que llamó nuestra atención por su aspecto, pues era excesivamente alto y delgado. Vestía traje y chaqueta de lino blanco, sin corbata, y portaba un sombrero panamá en la mano. Todas nos volvimos para mirarlo. No le quitamos la vista de encima debido a una excesiva delgadez repartida a lo largo de un cuerpo de al menos dos metros. El caso es que este señor comenzó a ver la exposición por el lado contrario al nuestro y claro, nos encontramos hacia la mitad de la muestra. Entonces sucedió. Primero le vimos inmóvil, con la mirada fija en un cuadro. Luego se alejó para contemplarlo detenidamente, y a continuación se acercó para leer la tarjeta lateral que contenía el título y al señalarlo levantó el dedo índice y el meñique a la vez… En aquel momento nos miramos y gritamos muy bajito: «¡Es un invasor!»

A partir de aquel momento, comenzó una persecución en toda regla, aunque con el mayor disimulo posible. Acabamos de ver la exposición sin perderlo de vista. Después salió a la calle y nosotras tras él. Cruzamos la plaza, enfilamos la calle principal y unos metros más adelante el supuesto ‘invasor’ se detuvo en una cafetería. Pillamos una mesa. Todos pedimos café. Cuando le sirvieron, tomó la taza por el asa y comenzó a beber despacio, sorbo a sorbo, saboreándolo, pero con el meñique levantado… Nosotras nos miramos y asentimos. De nuevo percibimos la señal inequívoca de los ‘invasores’.

Al cabo de un rato, se acercó un señor con un maletín. Saludó y ambos se fueron caminando hacia el portal de la casa situada frente al establecimiento en el que estábamos. Ambos subieron la escalera. Nosotras seguíamos observando sin mediar palabra. Y pasada una media hora, vimos bajando la escalera al señor alto y enjuto. Y al salir a la calle una de nosotras dijo: «le falta la mano izquierda, la del dedo meñique estirado…» Y entonces, levantamos la cabeza y vimos un cartel colgado en el balcón del segundo piso: ‘Taller de reparaciones ortopédicas’. Atónitas nos echamos a reír al descubrir que el brazo era ortopédico . No sólo eso, además estaba estropeado, por eso no doblaba el dedo pequeño… Con razón decía Santa Teresa que la imaginación es la ‘loca de la casa’…

Y sin parar de reír hasta que nos dolieron las mandíbulas alguien comentó: «Si estuviera aquí David Vincent, también se habría dado cuenta de ese insignificante detalle…»

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Anécdotas de una portería…

Desde el blog ‘Acervo de letras’, este mes de junio  Vadereto nos invita a escribir un relato sobre el ‘optimismo’

Mateo Linares Pérez, hijo de Mateo Linares López, había sucedido a su padre en la portería del edificio. En aquel pisito -un bajo izquierda de apenas 60 metros cuadrados- había nacido, y allí mismo, tal y como hiciera su padre, tenía intención de jubilarse. Mateo reunía gran parte de las cualidades que suelen identificar a todo conserje que se precie, pues a la agudeza y habilidades sociales heredadas de su padre, sumaba la curiosidad y cierta tendencia al cotilleo, recibida por línea materna. Eso sí, todo aderezado con grandes dosis de optimismo y discreción.

A sus 55 años tenía porte digno -estaba en plena forma- e iba siempre vestido impecablemente con su uniforme. Gozaba de un carácter jovial, conversador, amable y servicial con el que atendía tanto a vecinos como a  extraños, a cualquier hora del día, y en más de una ocasión, incluso de la noche… Educado bajo la atenta mirada de su padre había cultivado las virtudes necesarias para desempeñar su trabajo de manera eficaz: prudencia, sagacidad y tacto. Señas de identidad con las que había conseguido que aquella comunidad se le rindiera y dejara de tener secretos para él.

De los 12 vecinos, sólo cuatro residían desde tiempos de su padre. Los demás se habían ido incorporando conforme los más antiguos fallecían o se mudaban.

El día que apareció muerto don Antonio, Mateo estuvo al tanto de todo: recibió a la policía, al médico y al juez, a quienes acompañó en el ascensor hasta la quinta planta izquierda donde vivía. De su propia cosecha y mientras subían, comentó sus bondades, describiéndolo como un hombre educado y formal, que jamás había alzado la voz, alegre y dicharachero, aunque -a su parecer- algo cabizbajo desde que enviudó.

Aquella misma mañana cuando bajó doña Eulalia, la del segundo derecha, como siempre a primera hora, ya se comentaba en la puerta de la calle lo sucedido, a lo que Mateo, con cara de circunstancia, añadió:

−Todos tenemos que morir, mejor hacerlo mientras dormimos felices en nuestra propia cama ¿No es verdad doña Eulalia?

A lo que ella, como mujer de pocas palabras, asentía con la cabeza y la mirada baja mientras repetía: “Pues sí. Y que Dios lo tenga en su gloria”.

Y es que Mateo tenía calado al personal. Conocía bien los entresijos de tan variopinta comunidad, y siguiendo la política aprendida de su predecesor, contaba o decía a cada uno lo que quería oír, y así -parafraseando a su maestro y padre-” Hay que ser positivos y ver el lado bueno de las cosas”.

−Ha visto usted don Luis –el del tercero izquierda- cuánto jaleo esta mañana…−preguntó Mateo con algo de sorna

−Ya me he dado cuenta. He oído murmullos desde muy temprano, ¿Qué sucede?

−Pues que ha muerto don Antonio. Yo digo que feliz en su cama, ¿usted qué cree? Ha venido la policía y un juez. Ya sabe, para el levantamiento del cadáver.

−Vaya hombre, ya me fastidió usted el día, con lo supersticioso que soy. ¿No se da cuenta que es martes y trece? Me vuelvo a casa. No pienso ir a ningún sitio que ya lo dice el refrán: ‘trece y martes, ni te cases, ni te embarques ni vayas a ninguna parte…’

−Pero don Luis no hay que creer en esas cosas, ¿se va a quedar en casa sólo por un antiguo dicho?

En cuanto se fue, Mateo se rio a sus anchas. Y riendo estaba cuando doña Asunción -la del tercero derecha- salía para hacer la compra. No tuvo más que mirarlo para olerse la jugada:

−¿Qué? Otra vez bromeando con don Luis ¿no? Me acabo de tropezar con él al salir del ascensor. Iba farfullando no sé qué de martes y trece. Pobre don Antonio ¿verdad? Y lo chistoso que era. Pero ya quisiera yo morirme durante el sueño. Una suerte vamos.

−Eso es, una suerte. Yo pienso lo mismo. Que pase un buen día.

Pero si había alguien a quien Mateo apreciaba y admiraba de verdad, ese era don Enrique, el del ático. Un solterón empedernido de su misma edad. Se conocían desde niños y habían jugado juntos. Enrique siempre había sido un don Juan y despertaba la envidia de Mateo que alimentaba su narcisismo a cambio de obtener el relato de alguna anécdota o episodio de sus múltiples conquistas. Entre ambos existía una complicidad masculina y una inquebrantable barrera de estatus de la que ambos eran conscientes. 

Don Enrique asomó por la portería con aire misterioso, levantando la cabeza, buscando al conserje con la mirada…

−Ah! Estas aquí Mateo. Tengo un problema. Anoche vine acompañado… Y no sé cómo hacer que la señora que vino conmigo pase desapercibida entre tanta gente. Parece que don Antonio la palmó esta noche ¿no? Qué suerte la suya, irse a los 80 años y sin  sufrir. ¿Dónde hay que firmar?

−No se preocupe usted don Enrique. En media hora dejo esto despejado para que pueda salir por la puerta de atrás. Usted tranquilo. Déjelo todo en mis manos…

−Eres un amigo Mateo. Te debo una. Cuando se aclare el ambiente sube, tengo unas entradas de futbol para ti. ¡Gracias!

Mateo orgulloso, se apretó el nudo de la corbata, se ajustó la chaqueta, y con una amplia sonrisa se dijo en voz alta: “Otra buena obra Mateo. Otra vez le salvaste el culo. ¡Qué harían sin mí! Ay Dios, ¡cuántas almas felices gracias a mí!”.

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Pensamientos en negro

Desde el Blog ‘Acervo de letras’, el Vadereto de este mes de mayo nos reta a escribir sobre el color ‘negro’.

El cuervo seguía apostado en la rama del árbol. Llevaba varios días allí. Recuerdo que pensé «mal presagio».

Finalmente todo ha terminado.

La habitación aún huele a ti, a tu perfume favorito con aroma a musgo. Y mientras deambulo de un lado a otro, observo de vez en cuando al cuervo que permanece quieto en la misma rama. Esperando quizá que se lleven tu cuerpo inerte, frío y pálido.

Me acerco al armario, lo abro y elijo un vestido negro. Un traje y chaqueta que uso siempre en los funerales y en algún que otro evento más o menos formal. Sé que no te gusta el luto. Aunque casi todo el mundo coincide en definir el negro como el color más elegante, soy consciente que a mí no me favorece y no me gusta. A ti tampoco. Mi vestidor se parece más bien a un arcoíris: camisas, pantalones, faldas, jerséis y vestidos lucen en sus perchas llenando de color aquella pequeña habitación. Tú decías que te gustaba que vistiese así. Decías que aportaba alegría a mi paso y por eso, precisamente por eso, el hecho de vestirme de negro es la mejor muestra de cómo me siento: triste, angustiada, vacía, desolada. Tu muerte me ha dejado sumida en una profunda sensación de soledad.

Mientras me visto escucho el rumor de los familiares y amigos en el salón.

Paso al cuarto de baño. En la estantería, bajo el espejo, contemplo tu maquinilla de afeitar, tu cepillo de dientes junto al mío, tu colonia…Se me encoje el corazón… El reloj de pared marca la hora y me devuelve a la realidad. Salgo y me dirijo al salón a reunirme con todos.

Cuando abro la puerta se hace el silencio. Ellos y ellas, vestidos de negro, simulan una enorme mancha que lo cubre todo. Se han reunido para decirte adiós. Todos quieren abrazarme y susurrarme al oído cuánto lo sienten y cuánto te quieren.

De repente unos nubarrones negros asoman por el ventanal del balcón. Se posan sobre el cuervo. Ambos confunden y comparte una negrura espesa que parece colarse dentro de la casa inundándola, creando una atmósfera oscura y triste.

Y apenas unas horas después todo ha terminado. Me despido de todos…Respiro hondo, cierro la puerta. Y a solas con tu recuerdo me dispongo a enfrentar el mundo que sigue girando, cruel y constante, sin ti.

Entro de nuevo en nuestra habitación vacía que aún conserva tu aroma. Miro por la ventana. El cuervo por fin se ha ido. Y aunque el negro hoy me envuelve, algún día los colores volverán. La vida prosigue sin ti…

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El trébol de cuatro hojas

Desde el Blog ‘Acervo de letras’ el Vadereto de  este mes de diciembre está dedicado a la Navidad.

Cuando Charly enfermó todo se desmoronó a mi alrededor. Al shock del diagnóstico se unió el miedo al tabú en que siempre ha venido envuelta una enfermedad como el cáncer. Pero enseguida nos encontramos con un personal sanitario experto, con un largo recorrido y una enorme calidad humana que nos asesoró y nos inyectó un buen chute de esperanza. Poco a poco percibimos que estábamos en marcha, sin bajar la guardia, pero con buen ánimo o así lo viví yo que conjugué la enfermedad en segunda persona.  

Casi sin darnos cuenta nuestras vidas ya habían entrado en una nueva dinámica. Sesiones de quimio, ingresos, pequeñas estancias que alternaban el hospital y la casa…Sin querer habíamos normalizado algo tan anormal como padecer una enfermedad. Y a pesar del miedo y la incertidumbre, despojamos la situación de cualquier dramatismo. Animar a Charly, acompañarle en este inesperado viaje, era nuestra máxima preocupación ¿Por qué no podía ser él uno de los llamados a salvarse? ¿Por qué no iba a sobrevivir? Las estadísticas señalaban un margen de supervivencia pequeño, pero a fin de cuentas, a alguno le tenía que tocar ¿por qué no a él?

El tiempo transcurrió ahora no sé si demasiado lento o más o menos rápido. Estábamos tan inmersos en un presente continuo, en un día a día sin más, que no sé muy bien cómo pasó para él aunque casi seguro demasiado largo. Recuerdo que aquel año pasamos puentes y Navidades entre ingresos y tratamientos y que pasó el otoño, el invierno, la primavera, y que llegando el verano siguiente todo se había acabado. Ahora tocaba esperar que la cirugía y los tratamientos tuvieran el efecto deseado, cosa que sabríamos mediante las sucesivas revisiones.

Charly desprendía vitalidad y energía, se revelaba contra los efectos secundarios, tal vez por eso todos le daban por ganador y yo también, hasta que un día, a mediados del verano siguiente, volvió a quejarse de un ligero dolor en el abdomen y un pequeño bulto a la altura de uno de los pulmones, asomó por la espalda. Una gammagrafía, una ecografía y un TAC revelaron el regreso de la enfermedad, la metástasis. Algo que los médicos llaman ‘recidiva’. Desgraciadamente no había marcha atrás. Unas sesiones de quimio y radioterapia para prolongar un poco el fatídico final y tratamientos paliativos, esas fueron las únicas alternativas.

Nunca hablamos del final. Charly lo sabía o lo intuía pero no preguntaba, no quería saber, no quería poner palabras… Yo temía que me preguntara. Todos callábamos pero todos sabíamos…

Para octubre ya había perdido mucho peso aunque seguía lo suficientemente fuerte como para celebrar una barbacoa con toda la familia. Fue un anticipo de la Navidad. Recuerdo que hubo risas, comida abundante, cantos alrededor de una hoguera, brindis por la vida y un halo de nostalgia que lo impregnaba todo. A veces las imágenes se pierden en mi cabeza y aunque quiero recordar qué sentía, el dolor me impide recordar todo aquello que no fuera dolor o un amargo sabor a despedida.

Después de aquella celebración el deterioro se precipitó y para la siguiente Navidad Charly apenas podía tragar así que no hubo cena, sólo estuvimos con él viendo la película que dieron por la TV: ‘Mary Poppins’. Al día siguiente ingresamos en el hospital donde pasamos fin de año y el día de Reyes.

Ya sé que sobre la noche de Reyes corren muchas historias inventadas para alimentar la fantasía de los niños y que Charly, aunque muy joven, tenía suficiente edad como para distinguir realidad y ficción. Yo sólo voy a contar lo que ocurrió sin pretender convencer pero sin negar lo sucedido.

Aquella noche ninguno de los dos podía dormir. Estuvimos hablando hasta muy tarde. Sentada en la butaca frente a él recordaba cómo era esta fecha cuando él y sus hermanos eran pequeños. Charly y yo fantaseábamos sobre deseos cuando de repente una luz brillante entró directa desde la ventana y un Rey Mago, que dijo llamarse Melchor, apareció ante nosotros. Charly se sentó en la cama de un salto y yo me puse de pie a su lado y le tomé de la mano:

−Hola Charly, este año te ha tocado a ti el ‘trébol de cuatro hojas’. No te asustes. Estas cosas pasan lo que ocurre es que nadie las cuenta porque son increíbles. A ver ¿Qué sueño quieres hacer realidad esta noche? No puedo obrar milagros pero sí conceder sueños.

Charly y yo nos miramos sin dar crédito a lo que sucedía:

−Pide algo hijo ¿Qué desearías soñar? –le dije animándolo.

Entonces Charly se levantó y susurró algo al oído de Melchor que lo escuchaba muy atentamente.

−Si eso es lo que quieres, concedido. Vuelve a la cama e intenta dormir…

La luz se apagó y el Rey Mago desapareció. Unos instantes después Charly dormía plácidamente mientras su rostro dibujaba una amplia sonrisa. Yo me acomodé en la butaca hasta que el sueño, poco a poco, se fue apoderando de mí.

Cuando desperté pensé que nada había sido real. Miré a Charly que aún dormía con las manos apoyadas bajo su regazo. Me acerqué para llamarle pero no respondía. Su rostro estaba lívido y su cuerpo tibio. Entonces comprendí que todo se había terminado. Le tomé de la mano y un trébol de cuatro hojas, salpicado de rocío, se deslizó sobre las sábanas. Entonces, sólo entonces, comprendí el motivo de su sueño y el deseo que le concedió Melchor.

Puede que la muerte no sea un final sino un nuevo comienzo o eso quiero creer. Y a pesar de los años transcurridos  desde entonces, cada Noche de Reyes espero que me toque en suerte el trébol de cuatro hojas para poder hacer realidad un sueño: volver a ver a Charly.

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El viaje a ninguna parte

Este mes Vadereto y Alianzara proponen un desafío conjunto y nos invitan a escribir tomando como referencia el ‘espacio’ donde acontece y se desarrolla la trama, la historia.

Paul se sube al autobús en dirección al aeropuerto. Está cansado así que se desploma sobre el asiento y pega la cabeza al cristal de la ventanilla. El frio en la sien le hace sentir un ligero alivio. La cabeza le bulle. Demasiadas emociones contenidas en los dos últimos días. En aquel instante recuerda que no ha dormido nada las últimas 48 horas y se siente roto. Se acomoda. Echa la cabeza hacia atrás y mira el reloj: aún le quedan cuarenta minutos de trayecto. Cierra los ojos y el sueño le atrapa…

De repente el fuerte traqueteo le sacude de un lado a otro y la cabeza cae y golpea el respaldar del asiento de delante ¿Dónde está? No reconoce el lugar. Se incorpora y mira de nuevo el reloj: ¡ha pasado más de una hora! ¿Y el aeropuerto? ¡Hace veinte minutos que quedó atrás! Sale al pasillo, camina entre los asientos vacíos y se acerca al conductor que al verle por el retrovisor le grita furioso:

−¿Qué hace usted aquí?

−Iba al aeropuerto y me quedé dormido –comentó Paul balbuceando.  

−¡Siéntese por el amor de dios!–le ordenó el conductor−. Es usted un imbécil. Permanezca callado y no me cree más problemas.

Paul no comprende lo que ocurre pero intuye que no es una situación normal. El autobús va demasiado rápido por un camino de tierra y campos a ambos lados. Suenan las sirenas y se divisan dos coches patrullas de la policía que pretenden darles alcance aunque el autobús zigzaguea para evitarlo. El conductor habla por el móvil:

−Ha surgido un imprevisto y llevo un paquete. No, no habrá problema, seguro. Me desharé de él en cuanto llegue.

El camino se estrecha y los coches patrullas tienen que hacer cola detrás hasta que inesperadamente el conductor frena en seco y los coches se estrellan uno contra otro y ambos contra el autobús. Y en una experta maniobra y con la parte trasera deshecha, el vehículo continua su camino dejando a la policía fuera de juego.

El chofer se ríe a carcajadas:

−¿Has visto eso? –presume sonriendo a Paul.

−Sí, sí que lo he visto…Muy inteligente por tu parte –afirmó algo asustado.

Apenas unos minutos después se desvía por un carril a la izquierda hasta desembocar en un antiguo hangar con un viejo cobertizo abierto de par en par donde el autobús aparca.

Paul respira hondo, aliviado, aunque con gran incertidumbre al no comprender que estaba pasando, y sobre todo, qué sería de él… Y entonces el chófer se levanta de su asiento, se dirige hacia él y apuntándole con una pistola en la frente dice muy serio:

−Esto no estaba previsto pero mi causa no me permite dejarte con vida…

Paul cierra los ojos y escucha el sonido de un disparo al tiempo que oye una voz :

−Lástima que te pasaras la parada del aeropuerto…Aeropuerto…Aeropuerto…

Alguien le zarandea una y otra vez. Abre los ojos y ve el rostro del conductor frente a él:

−Señor, hemos llegado al aeropuerto, despierte o perderá su vuelo…

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El aniversario

El Blog ‘Acervo de letras’ cumple cinco años. Y con tal motivo, el reto de este mes nos invita a celebrarlo con un relato sobre el ‘Aniversario’ y con final feliz.

En la librería estaba todo preparado para celebrar el quinto aniversario desde su nueva apertura. Con anterioridad había pertenecido a Pascual, el único en el pueblo que vendía algunos libros y sobre todo la prensa diaria, las revistas del corazón, los cromos de futbol, chucherías y material de papelería, aunque al final también tenía agua y tabaco. Martina recuerda que de niña iba a comprar con sus amigos y él siempre les regalaba algo. Hasta que un año a Pascual le tocó la lotería de Navidad y decidió traspasarla y marcharse del pueblo. Nunca más supimos de él. Pasaron algunos años hasta que Martina acabó de estudiar, se hizo cargo del local y montó una auténtica librería. La mejor de toda la comarca. Y como está en una zona muy transitada y ahora el turismo rural está de moda, el negocio va viento en popa.

Con motivo de la celebración Martina lo ha invitado. Ella cree que se lo debe todo, y que gracias a él tiene un futuro. Después de mucho indagar lo ha localizado a través del amigo de un amigo. Vamos, que no tiene certeza de que le haya llegado la invitación. Pero todos le esperan porque, a pesar de ser un tipo un poco raro, solitario y un tanto antisocial, en el pueblo todo el mundo le aprecia.

Martina ha pasado la semana dedicada a los preparativos. Incluso ha invitado a un conocido escritor de la zona que ha aceptado ir y aprovechar para presentar su último libro. También asistirán las autoridades, el alcalde y la concejala de cultura. Y después de los discursos oficiales y una copa de cava mientras ojean los libros, ha organizado una cena con los amigos más íntimos en el único restaurante de la localidad: ‘El Paraíso’, un nombre por cierto muy apropiado para la ocasión. De vez en cuando Martina mira hacia la puerta con la esperanza de que Pascual llegue, pero parece que no: «Igual no le ha llegado la invitación» murmulla entre dientes…

Y a punto de clausurar el acto, cuando el alcalde dedicaba unos halagos a la función cultural de la librería, un señor encorbatado, con barba blanca y de buen ver, ha abierto la puerta que a su vez ha rozado el móvil que colgaba del techo dejando sonar unas campanitas, convirtiéndose así en el centro de todas las miradas. Todas las cabezas se giraron hacia él, y de paso, hacia una señora guapa y elegante que colgaba de su brazo. Él se disculpó pidiendo perdón por interrumpir, se paró en el primer hueco que vio libre, mientras el alcalde proseguía con el discurso, alabando las bondades de la librería y de la dueña.

Tras el alcalde, Martina tomó la palabra para agradecer la presencia de todos y mostrar su gratitud a Pascual -al que creía ausente- desvelando lo bien que se había portado con ella cuando se hizo el traspaso permitiéndole pagar en cómodos plazos, porque de no haber sido así, el negocio no habría salido adelante. Habló de Pascual con cariño, recordando algunas anécdotas de la infancia y lo disculpó por no haber podido asistir, pues aunque lo había intentado, no había podido localizado. Y cuando pronunció esas palabras, el señor encorbatado de barba blanca, levantó la mano y dijo: «estoy aquí Martina, soy yo, Pascual». Había pasado tanto tiempo que nadie lo había reconocido. Y de nuevo todas las miradas se posaron en él. Martina se acercó emocionada y ambos se fundieron en un fuerte abrazo: «ahora si estamos todos». Y levantando las copas brindaron por la buena salud de todos y de la librería claro…

La celebración del quinto aniversario había sido todo un éxito y la anfitriona prometió más y mejor dentro de otros cinco años. ¡Enhorabuena!

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El abuelo Matías

Este mes de septiembre, desde el blog ‘Acervo de letras’ en Vadereto nos invita a escribir sobre ‘la soledad’ en cualquiera de sus formas.

El abuelo Matías se había quedado completamente sordo. Llevaba años sin oír nada a no ser que le hablaran alto al oído. Se acostumbró a leer los labios, aunque no es lo mismo. Él sabe que necesita unos audífonos pero su exigua pensión no le da para más porque además ayuda a su hija que también anda un poco escasa.

Cada sábado va a comer con su ella, con su yerno y sus nietos. Piensa -está seguro- que le quieren mucho y él procura no faltar a esa cita para que no le echen de menos. Su amigo de toda la vida, Tomás, quiere que vaya algún fin de semana con él a su pueblo, pero él rehúsa toda invitación porque quiere estar con su familia. Siempre dice que le reciben con cariño, que todos le sonríen, que su hija hace las comidas que a él le gusta y que sus nietos se desviven por él.

Pero la verdad es que Matías, como no oye, se siente solo y aislado, por eso lleva años ahorrando de las pagas extraordinarias para comprarse unos audífonos y darle la sorpresa de la escucha a todos.

Un día Tomás le dijo muy serio: «como me toque la lotería te regalo unos audífonos». Y sucedió. ¡Le tocaron nada más y nada menos que seis mil euros! Tomás estaba pletórico, y aunque Matías pensaba que ya no se acordaría de la promesa que le hizo, nada más salir del casino, después de celebrarlo con los amigos, se le acercó al oído y le dijo: «ahora vamos a por tus audífonos». Y se encaminaron al Centro de Audición que había en el barrio. Allí le hicieron las pruebas pertinentes y al cabo de unos días el tema estaba resuelto.

El día que se lo pusieron, nada más salir del establecimiento, a Matías se le cayeron dos lágrimas. Podía escuchar el murmullo de la gente, los coches, los pasos y la voz de su amigo emocionado como él. A continuación Matías le contó que daría una sorpresa a su familia cuando el próximo sábado fuera a comer con ellos.

Así fue. Llegó el sábado, se acicaló con sus mejores galas y con una amplia sonrisa se dirigió a casa de su hija. Le recibieron como siempre sólo que Matías escuchaba por primera vez sus voces y la TV que estaba muy alta. Nadie notó nada porque los audífonos eran de última generación, tan pequeños que resultaba imposible verlos a simple vista. Llegó la hora de comer y se sentaron a la mesa. Matías esperaba seguir la conversación e intervenir en el momento oportuno. Primero habló su yerno recordándole a su mujer que le pidiera dinero al ‘viejo’ para el abono del futbol. El nieto se quejó diciendo que ya estaba harto de tener que comer todos los sábados con el abuelo, que si no tenía casa propia. La niña por su parte, dijo que ella le dedicaría un cariño porque quería que le comprara un vestido que había visto en Zara y su hija se dirigió a todos diciendo: «sonreíd, disimulad no sea que se dé cuenta de todo…».

A Matías poco a poco se le fue borrando la sonrisa y la comida no le bajaba de la garganta. Carraspeó un poco conteniendo las lágrimas y se excusó diciendo que no se sentía bien desde hacía unos días, que mejor se marchaba a echarse un rato.

Cabizbajo, decepcionado y triste marchó a su casa al tiempo que recordaba cuanto había oído. Comprendió que seguía tan solo como siempre, más aún si cabe. Llegó a su casa y se desplomó sobre la butaca hasta que la luz del día desapareció. Luego se levantó, fue a la mesita de noche y guardó en la caja los audífonos… Dicen quienes le conocieron que nunca más los usó.

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Pasa la vida

Este mes de agosto, desde el blog ‘Acervo de letras’ , en Vadereto, es nos anima a escribir sobre la playa en cualquier época del año.

La vida en sí misma es un relato, y a veces, acontece sin que sucedan hechos extraordinarios. Esta es una de esas historias. Es real, como la vida misma, pero calma, serena, sin estridencias ni sobresaltos. Sucedió un día cualquiera de un mes de agosto de hace ya algunos años, en una playa cercana a mí casa. Por entonces no había tanto turismo, ni conciertos de verano, ni vigilantes ni nada. Apenas un par de chiringuitos y poco más. Es una playa pequeña, que entonces se mantenía casi salvaje y natural y se llenaba de familias extensas de esas que reúnen a dos o tres generaciones bajo sus sombrillas. Llegaban en tropel a media mañana, se instalaban y se marchaban al anochecer con los niños cansados de jugar y todos con la tripa llena de comer y picar todo el día.

Recuerdo que me distraía observando cómo se divertían unos y otros. Sobre todo me acuerdo de los niños y niñas que jugaban sin parar incluso cuando comían unos bocadillos enormes de tortilla de patatas. Sacaban el cubo y las palas, recogían conchas, se enterraban, hacían agujeros en la arena, un castillo y una muralla delante de su espacio para que las olas no pasaran. Tenían todos la piel tostada, horas y horas de sol en su haber. Y en esa quietud de juegos, comidas y baños, de vez en cuando sonaba la voz de Mohamed anunciando vestidos playeros de mujer.

Mohamed era un musulmán que venía de Marruecos cada verano para vender vestidos en la playa. Estaba negro como un tizón y sus brazos eran dos percheros de los que colgaban numerosos vestidos de diferentes estampados, colores y modelos «para la madre, la hija, la nuera, la suegra o la abuela» según pregonaba conforme caminaba de arriba abajo, una y otra vez. Así pasó unos cuantos años durante los cuales le hice alguna que otra compra siempre mediante la técnica del regateo, claro.

Después de varias temporadas y unos cuantos paseos Mohamed se paraba y charlaba con casi todos, aunque algunos se hacían los dormidos para evitar la cháchara. Él contaba su vida, preguntaba y para convencer y hacer clientes no dudaba en ejercer de modelo probándose algún que otro vestido sin el más mínimo pudor.

Poco después solía aparecer un señor mayor, de baja estatura y complexión fuerte. Vestía de blanco y llevaba una gorra. Siempre pensé que no tenía edad para trabajar pero a veces, cuando se vive con determinadas estrecheces, esta decisión no puede tomarse. En el brazo enganchaba una cesta de mimbre que rebozaba camarones frescos. De vez en cuando, cada cierto número de pasos, un hilo de voz le salía del cuerpo y gritaba: «¡Camarones! ¡Camarones!». Y mucha gente lo paraba para comprarle.

Llegados hasta aquí, puede que alguien se pregunte cuál es la historia, qué le pasó a Mohamed o al señor de los camarones si es que les ocurrió algo. Ya lo dije al comenzar, esto que narro es la vida que pasa y ese es el relato: Un día de playa en el que el tiempo transcurre sin interferencias, sin estridencias. Un día dónde lo natural era ver a Mohamed, escuchar su voz vendiendo vestidos y a continuación al vendedor de camarones mientras los niños jugaban en la arena y los mayores al parchís o a las cartas, fumando y tomando café al caer la tarde.

Y así el tiempo se esfumaba hasta que de repente todos observábamos el ocaso y sentíamos los pies sobre la arena fresca. Entonces Mohamed recogía sus bártulos y se despedía saludando, mientras calculaba el jornal ganado con el ‘sudor’ de su frente.

Y mientras él se marcha, las demás familias pliegan las sombrillas y recogen mesas, sillas y neveras. Los niños con ropa seca enjuagan sus palas, cubos y demás juguetes. El sol se despide, cada vez más cerca del horizonte, cada vez más bajo. Y todos caminamos despacio, alumbrados por una tenue luz azul: mañana será otro día.  

Playa Sancti Petri. Fotografía: mp_dc

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