Un invento casual

Desde el Blog “Café Hypatia” el reto de este mes de septiembre nos invita a escribir sobre ‘apariencias’

Aquella mañana me levanté decidido a concluir la elaboración de un jarabe que curase las náuseas y el dolor de cabeza. Llevaba días metido en el laboratorio y tenía la impresión de estar cerca de conseguirlo. Frank, el contable, se pasaba por allí y me servía de conejillo de indias pues padecía unas jaquecas horribles que, a menudo, lo dejaban caos, metido en cama y vomitando.

Me saludó y me preguntó que cómo iba todo. Yo andaba mezclando la coca y la cola en diferentes proporciones. Sabía que casi lo tenía pero que debía seguir probando hasta conseguir la mezcla exacta. No quería una medicina convencional sino una mixtura con una apariencia, sabor y presentación diferentes. Y como decía Frank, después todo sería coser y cantar. El producto se vendería en todas las farmacias, y quien sabe, incluso podría exportarse a Europa. Frank hablaba de la medicina de Pemberton a lo grande, «no se pueden tener sueños pequeños John, hay que ser ambiciosos» me decía con frecuencia.

No obstante, aquella mezcla primitiva marrón oscura, resultaba un poco densa, sabía un poco raro y se pegaba al paladar dejando un punto de amargor en la garganta. Aun así, se la di a probar a mi contable. Tosió un par de veces al tiempo que hacía una mueca extraña con la cara. Luego, nos sentamos relajados a leer la prensa. Debíamos esperar un rato a ver si surtía efecto y mejoraba la sensación de pesadez que padecía desde hacía semanas. Después de una media hora escuché sus risotadas:

−¡Esto parece que funciona! ¡Me siento aliviado! –afirmó sonriendo.

−¿Eso es todo? ¿No vas a hacer ninguna crítica? –pregunté algo irritado.

−Pues te diré que deberías licuarlo un poco más y aligerar su intenso sabor y densidad. Así no se la tomará nadie –contestó.  

−Tal vez si lo mezclo con agua carbonatada y algunos excipientes, aligere su aspecto y aclare su color. Pero ¿mantendrá sus propiedades? –pregunté con tono dubitativo.

Al día siguiente me levanté antes del amanecer. Estaba inquieto, deseoso de probar la formula tal y como la había pensado el día anterior. Mezclé el compuesto con agua carbonatada. Lo agité. Quedó demasiado líquido tal vez. Lo guardé en la nevera para que Frank lo probara más tarde.

Ya casi a la hora de comer Frank llamó a la puerta de mi laboratorio dando voces eufórico.

−¡Me bebí tu mejunje y me parece que lo has conseguido John! Pero creo que ha perdido la apariencia de jarabe. He probado el compuesto y está muy bueno. Refresca y despeja. Creo que se comercializará bien. ¿Cómo lo llamaremos?

Estuvimos pensando durante días y no se nos ocurría nada hasta que de buenas a primeras, Frank gritó con media sonrisa «¡Eureka!» Y al cabo de una hora apareció con un logo pintado con lápiz rojo:

−¿Qué te parece si lo llamamos “coca-cola”?

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La apuesta

Desde el Blog ‘Varietes’, Ginebra nos propone escribir un relato sobre ‘un verano de fotografía’ inspirado en una serie de imágenes de conocidos fotógrafos. 

Llevaba días sin salir de aquella casa. Las vacaciones no estaban resultando como había previsto. Mis captores lo habían planeado bien. Me sacaron a la fuerza de mi coche cuando estaba aparcada en aquel área de servicio. Recuerdo que Robert, mi novio, había salido a comprar unos refrescos mientras yo preparaba unos bocadillos. De repente dos hombres con careta del Pato Donald abrieron la puerta, me taparon la boca y me lanzaron al suelo de una furgoneta. Todo fue tan rápido que no pude gritar, ni pedir ayuda. Debieron inyectarme algún somnífero porque cuando desperté estaba en la habitación de un pequeño apartamento. Me sentía mareada. Todo me daba vueltas y no podía moverme. Tardé unos segundos en reaccionar y tomar conciencia de cuanto había sucedido.

Pasadas las primeras horas perdí la noción del tiempo. Los individuos se turnaban para darme de comer y esperar que fuera al baño. Me dejaban sentada en el suelo con las manos y los pies atados y una cinta de embalar tapándome la boca. Bajaban las persianas y aquella oscuridad me confundía. Pasaba horas durmiendo, o eso me parecía, y cuando me despertaba intentaba interpretar todos los ruidos que escuchaba, reteniendo en mi memoria cada olor, cada sonido, cada mueble de aquella habitación destartalada. Un cuartucho barato de un motel de carretera de tercera categoría sin duda. Sí, quería recordar todo para poder contarlo.

Cada cierto tiempo uno de los dos venía y me destapaba la boca, no sin antes advertirme de lo que sucedería si gritaba y yo no dejaba de preguntar «¿Qué queréis? ¿Por qué yo? No tengo nada que os interese». Pero nunca contestaban, solo me amenazaban con un gesto, pasando el dedo índice por la garganta. Después me callaba. Aceptaba lo que me daban de comer, iba al baño y vuelta a la misma posición.

Una vez les oí hablar delante de la puerta. Por la rendija vi la sombra de sus pies. Discutían. Uno de ellos comentaba que ya estaba bien, que habían pasado cinco días. Que aquello estaba perdiendo la gracia. Que la apuesta fue para retenerme como máximo un par de días. Que no contara más con él. Entonces el otro le dijo que de eso nada, que tendría que seguir adelante porque él no estaba dispuesto a perder la apuesta… Hubo un silencio y se fueron. Aquel día no comí, ni bebí, ni pude ir al baño…

Decidí averiguar quien era el más débil y al poco tiempo me di cuenta de que el que tenía los ojos claros resultaba menos brusco y más accesible. Le miraba fijamente para que se apiadara. Sus ojos me recordaron a Robert. Pensaba en él continuamente, estaba segura que estaría buscándome.

Cuando se marchó, noté que las bridas que me sujetaban las manos estaban más flojas de lo normal. Y aunque tenía heridas en las muñecas, comencé a tirar y a tirar hasta que conseguí zafarme. Tenía que ser rápida porque no siempre venían a la misma hora. Me despegué la cinta de la boca y me arranqué como pude las ataduras de los pies. Apenas podía enderezarme, había pasado mucho tiempo en la misma posición y aunque casi no podía caminar, casi sin fuerzas, abrí una ventana y salí. Efectivamente era un motel con apartamentos independientes. Casi cegada por la luz del sol, caminé agarrándome a la pared.

Miraba hacia todos lados y observé que una furgoneta se acercaba. No sabía hacia dónde huir hasta que vi una enorme piscina al fondo. Había mucha gente bañándose. Me dirigí hacia allí, me quité parte de la ropa y de un salto me lancé al agua. Primero dejé fuera la cabeza observándolos. Me sumergí para confundirme con los demás usuarios. Contuve la respiración mientras miraba a través de la superficie del agua. Primero vi sus pies, luego estuvieron de espaldas buscándome con la mirada. Y después, cuando se volvieron, comprobé con asombro, que uno de ellos era Robert. No podía dar crédito, él era uno de los que me habían raptado.

Me mantuve así, quieta bajo el agua, con los ojos abiertos, hasta que pasaron de largo y se fueron. Después ascendí y saqué rápidamente la cabeza para recobrar el aliento. Luego salí de la piscina y caí al suelo desvanecida. Cuando desperté me atendían en una ambulancia.

La noticia de mi desaparición llevaba días circulando en la prensa y la TV. Mi relato y el de otras tres chicas que corrieron la misma suerte, ayudó a que la policía atrapase a los raptores: se trataba de un grupo de jóvenes que realizan apuestas por un juego de rol…

Y una vez todo hubo pasado, pedí traslado y comencé de nuevo en otra ciudad. Nunca más me detuve en un área de servicio, ni me alojé en un hotel de carretera.

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El secreto de Tim

el blog ‘Alianzara’ invita a un nuevo reto de escritura a partir de una imagen de Benny andersson titulada Star Light.

No era la primera vez que Tim merodeaba por aquella zona. Llevaba tiempo deseoso de explorar los lugares prohibidos y aquel día se alejó hasta lo más recóndito del bosque. Caminó y caminó hasta que de repente se encontró frente a una larga escalinata que se prolongaba hasta el infinito, y entonces, las palabras de su madre sonaron en su cabeza insistiéndole y advirtiéndole que no llegara hasta allí. Y es que nadie había conseguido regresar para contar qué había más allá de aquellos frondosos árboles.

Durante el camino dos mariposas revoloteaban a su alrededor hasta que acabaron posándose en unas flores, mientras él, quieto cual estatua, se detuvo admirando perplejo aquel paisaje junto a Laia, su perra, que esperaba tranquila sentada a su lado, dispuesta a acompañarle allá dónde decidiera ir.

En más de una ocasión Tim se había aproximado a aquel lugar aunque nunca se había alejado tanto de su casa. Era un niño inteligente y curioso pero también un hijo obediente que no quería disgustar a su madre. Y sin embargo, aquella mañana cuando salió lo hizo con el firme propósito de desafiar su propia voluntad y comprobar por sí mismo qué había al final de aquella escalera, detrás de aquella inmensa arboleda. Y además él debería regresar para contarlo y desmentir las leyendas y bulos que vetaban el acceso a aquel sitio.

El niño se acercó despacio al primer escalón, miró hacia arriba, llenó los pulmones de aire y dijo: «Vamos Laia. Vamos a subir». Y comenzó el ascenso.

Tim subía y subía a buen ritmo. De vez en cuando miraba hacia atrás para darse ánimo. Miraba detrás y casi no veía el principio. Miraba delante y tampoco. Las mariposas lo perseguían sobrevolando su cabeza. Laia avanzaba a su lado, un poco asustada, con el rabo entre las patas. Y cuanto más ascendía más profundo era el silencio y los árboles parecían cada vez más grandes. Comprobó que había especies diferentes y que algunas águilas y buitres surcaban y planeaban bajo un trozo de cielo azul dibujado de nubes blancas que parecían figuras de algodón. 

El niño se detenía de vez en cuando a mirar los hongos, las lombrices o alguna de las plantas que llamaba su atención. De repente comprobó que se encontraba justo en la mitad del camino y a partir de ahí comenzaba un largo descenso: «Por lo menos será menos cansado seguir. ¡Vamos Laia!».

La bajada resultaba mucho más rápida y cómoda. Pronto pudo oír el sonido de agua de un río o de un arroyo. Aceleró el paso, casi corría mientras Laia le seguía animada. Por fin vislumbró el final, el último peldaño, y al fondo, un manto de flores de todos los colores, y qué raro, las dos mariposas lucían sus alas posadas sobre unos lirios silvestres…Un poco más allá, en la penumbra, un concurrido bosquecillo alumbrado por cientos y cientos de luciérnagas.

Tim se detuvo a contemplar la belleza del lugar. Él y Laia estaban sedientos y se refrescaron bebiendo el agua del río que atravesaba aquel paraje. Luego se echaron sobre la hierba. Aquello era un oasis, un paraíso para disfrutar de la naturaleza en su plenitud ¿por qué entonces contaban esas historias macabras que alejaban a la gente? Pensaba muy serio, frunciendo el ceño… 

Entonces, de entre los árboles, surgió la figura de un pequeño elfo de cabellos dorados, orejas puntiagudas y ojos almendrados: «Las mariposas alertaron de tu llegada y ya que estás aquí daré respuesta a tus preguntas. No queremos que nadie venga a perturbar este lugar y gracias a las leyendas que corren nadie viene. Tu presencia aquí pone en peligro esta reserva natural, por eso tienes que prometer que no contarás a nadie lo que has visto ni desmentirás los mitos que circulan para salvaguardarlo».

Tim se quedó pensativo mientras miraba a su alrededor y entonces puso la mano derecha sobre su corazón y dijo: «Guardaré tu secreto. Lo prometo» y el elfo desapareció.

De repente el niño sintió un enorme zarandeo en su cuerpo y los lametones de Laia en la cara. Abrió los ojos y oyó la voz de su madre: «Despierta vamos, es el primer día de colegio, no llegues tarde. ¿Acabaste la redacción sobre las ‘aventuras del verano’ que debía entregar?…»

Tim se sintió desconcertado. Y pasados los primeros instantes de confusión, sonrió. Luego se levantó, se vistió, desayunó y salió dispuesto a afrontar satisfecho su primera jornada escolar. Por el camino dos mariposas le seguían volando a su lado, posándose en cada una de las flores que encontraban mientras él sonreía satisfecho y feliz: el secreto del elfo estaba a salvo.

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El examen

Para el relato de este jueves, el blog de Neogeminis propone un sencillo tema: escribir sobre lo que surja’.

La propuesta era sencilla y clara: escribir 350 palabras sobre ‘lo que surja’. Lo recuerdo como si fuera ayer. Se trataba de la asignatura ‘Redacción periodística’ y aprobarla suponía acabar en junio y promocionar sin ninguna pendiente para el siguiente curso. Y por medio todo un verano sin preocupaciones académicas, dedicándome sólo a los quehaceres propios del periodo vacacional o sea playa, cenas, salidas nocturnas…

El profesor nos convocó un jueves a las nueve en punto de una mañana de finales de junio. Hacía calor. Demasiada para la fecha. Aquel día me levanté malhumorada porque no había descansado. Encima, lo poco que dormí, tuve pesadillas. Un desastre. Y allí estaba yo, frente al edificio universitario, a pie de la escalinata, hablando con los compañeros sobre la temática que considerábamos nos iban a proponer en el examen.

El profesor Martínez sentía debilidad por los temas de actualidad, lo que nos obligaba a leer la prensa a diario y manejar periódicos de muy distintos signos para contrastar opiniones y analizar una misma noticia desde diferentes perspectivas ideológicas. Durante la espera comentábamos el panorama social y político e incluso apuntábamos algunas ideas por si acaso nos servían.

De pronto sonó el timbre y entramos en la Facultad. Nos dirigimos al aula. Éramos unos cuarenta alumnos. Nos sentamos siguiendo la manía del profesor de dejar libre una bancada y alternar. Tenía buena cara y parecía simpático. Bromeó. «Buena señal» −pensé. Y entonces se dispuso a proponer el tema y sonriendo se acercó al encerado, cogió una tiza y escribió: «Escribid sobre lo que surja en 350 palabras». Se volvió, se sentó en su mesa y cogió el periódico entre sus manos e inició su lectura.

En aquel momento nos miramos unos a otros encogiéndonos de hombros. Nadie escribía. La mente en blanco, la Musa desaparecida y el reloj que empezaba a correr…

Recuerdo no saber qué escribir. No se me ocurría nada y entonces casi sin darme cuenta y después de garabatear un rato comencé: “El tema propuesto en para el examen era sencillo y claro: escribir 350 palabras sobre ‘lo que surja’. Lo recuerdo como si fuera ayer…”

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‘Horror vacui’

En la convocatoria juevera de esta semana, Mag desde su blog ‘La Trastienda del Pecado’ nos invita a escribir sobre ‘el arte de no hacer nada’.

Nuestra cultura occidental ha difundido la pedagogía de la ocupación, de manera que suele asustar estar sin hacer nada, de ahí la tendencia a llenar todos los huecos y tener la agenda a tope, pasando de una actividad a otra, a veces, incluso a costa de padecer un tremendo estrés. Parece como si dejar algunos intervalos en blanco estableciera huecos o fisuras por donde nuestra vida puede escapar o nosotros mismos caer en una especie de sima o abismo. Esta sensación es conocida como ‘horror vacui’ o miedo al vacío: el terror a estar sin hacer nada. Una actitud que consideramos una pérdida de tiempo que acaba conduciendo al aburrimiento total y absoluto.

Nada más lejos.

Parece que la sapiencia oriental descubrió la necesidad de esos espacios en blanco y sus culturas contemplan el ‘no hacer’ como la capacidad de tomar conciencia y abandonar ‘el piloto automático’ que permanentemente nos induce a actuar. Algo así como cuando conducimos abstraídos y perdemos la conciencia del camino recorrido hasta llegar a casa.

Uno de los versos de un poema taoísta escrito por Lao Tse, es una preciosa metáfora que ayuda a comprender mejor este concepto: Se moldea la arcilla para hacer la vasija, / pero de su vacío depende el uso de la vasija.

No obstante no hay norma sin excepción y en Europa Occidental hay algunos países que han avanzado en esta reflexión, como por ejemplo los italianos que utilizan la expresión dolce far niente (lo dulce de no hacer nada) para aludir al arte de no hacer nada y en Holanda que han experimentado el método niksen (literalmente ‘no hacer nada’) para referirse a ese tiempo en el que nos recuperamos físicamente, pensamos con serenidad en un problema o simplemente tomamos una decisión.

En cualquier caso, ‘no hacer nada’ no siempre es una invitación a la pasividad o la pereza. Por el contrario a veces supone tomar conciencia sobre cuando actuar o cuando no. Del ‘arte de no hacer nada’ se obtienen muchos beneficios para la salud mental y física además de representar una oportunidad para disfrutar del único tiempo real que poseemos: aquí y ahora.

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Pasa la vida

Este mes de agosto, desde el blog ‘Acervo de letras’ , en Vadereto, es nos anima a escribir sobre la playa en cualquier época del año.

La vida en sí misma es un relato, y a veces, acontece sin que sucedan hechos extraordinarios. Esta es una de esas historias. Es real, como la vida misma, pero calma, serena, sin estridencias ni sobresaltos. Sucedió un día cualquiera de un mes de agosto de hace ya algunos años, en una playa cercana a mí casa. Por entonces no había tanto turismo, ni conciertos de verano, ni vigilantes ni nada. Apenas un par de chiringuitos y poco más. Es una playa pequeña, que entonces se mantenía casi salvaje y natural y se llenaba de familias extensas de esas que reúnen a dos o tres generaciones bajo sus sombrillas. Llegaban en tropel a media mañana, se instalaban y se marchaban al anochecer con los niños cansados de jugar y todos con la tripa llena de comer y picar todo el día.

Recuerdo que me distraía observando cómo se divertían unos y otros. Sobre todo me acuerdo de los niños y niñas que jugaban sin parar incluso cuando comían unos bocadillos enormes de tortilla de patatas. Sacaban el cubo y las palas, recogían conchas, se enterraban, hacían agujeros en la arena, un castillo y una muralla delante de su espacio para que las olas no pasaran. Tenían todos la piel tostada, horas y horas de sol en su haber. Y en esa quietud de juegos, comidas y baños, de vez en cuando sonaba la voz de Mohamed anunciando vestidos playeros de mujer.

Mohamed era un musulmán que venía de Marruecos cada verano para vender vestidos en la playa. Estaba negro como un tizón y sus brazos eran dos percheros de los que colgaban numerosos vestidos de diferentes estampados, colores y modelos «para la madre, la hija, la nuera, la suegra o la abuela» según pregonaba conforme caminaba de arriba abajo, una y otra vez. Así pasó unos cuantos años durante los cuales le hice alguna que otra compra siempre mediante la técnica del regateo, claro.

Después de varias temporadas y unos cuantos paseos Mohamed se paraba y charlaba con casi todos, aunque algunos se hacían los dormidos para evitar la cháchara. Él contaba su vida, preguntaba y para convencer y hacer clientes no dudaba en ejercer de modelo probándose algún que otro vestido sin el más mínimo pudor.

Poco después solía aparecer un señor mayor, de baja estatura y complexión fuerte. Vestía de blanco y llevaba una gorra. Siempre pensé que no tenía edad para trabajar pero a veces, cuando se vive con determinadas estrecheces, esta decisión no puede tomarse. En el brazo enganchaba una cesta de mimbre que rebozaba camarones frescos. De vez en cuando, cada cierto número de pasos, un hilo de voz le salía del cuerpo y gritaba: «¡Camarones! ¡Camarones!». Y mucha gente lo paraba para comprarle.

Llegados hasta aquí, puede que alguien se pregunte cuál es la historia, qué le pasó a Mohamed o al señor de los camarones si es que les ocurrió algo. Ya lo dije al comenzar, esto que narro es la vida que pasa y ese es el relato: Un día de playa en el que el tiempo transcurre sin interferencias, sin estridencias. Un día dónde lo natural era ver a Mohamed, escuchar su voz vendiendo vestidos y a continuación al vendedor de camarones mientras los niños jugaban en la arena y los mayores al parchís o a las cartas, fumando y tomando café al caer la tarde.

Y así el tiempo se esfumaba hasta que de repente todos observábamos el ocaso y sentíamos los pies sobre la arena fresca. Entonces Mohamed recogía sus bártulos y se despedía saludando, mientras calculaba el jornal ganado con el ‘sudor’ de su frente.

Y mientras él se marcha, las demás familias pliegan las sombrillas y recogen mesas, sillas y neveras. Los niños con ropa seca enjuagan sus palas, cubos y demás juguetes. El sol se despide, cada vez más cerca del horizonte, cada vez más bajo. Y todos caminamos despacio, alumbrados por una tenue luz azul: mañana será otro día.  

Playa Sancti Petri. Fotografía: mp_dc

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La turista

Desde el Blog ‘Varietés’, Ginebra nos propone escribir un relato sobre ‘un verano de fotografía’ inspirado en una serie de imágenes de conocidos fotógrafos.  

De Úrsula se decía que era una mujer rara, o sea, diferente, singular. Y es que vivía según sus propias reglas, a su modo y manera. La opinión de los demás poco le importaba porque según sus propias palabras «sólo se vive una vez».

Hacía muchísimo tiempo estuvo casada con el que fue el único amor de su vida. Por desgracia ella y su marido sufrieron un grave accidente poco tiempo después de casarse. Él murió en el acto y ella se quedó sola. Nunca más volvió a casarse. Su historia era vox populi y se contaba a los recién llegados como una leyenda o anécdota que todos habían asumido como propia. Por lo demás, Úrsula era muy querida y todos aceptaban con discreción una peculiar forma de vida que inspiraba grandes dosis de respeto y tolerancia.

Según cuentan los vecinos, tras padecer aquel enorme revés se aisló demasiado, se volvió callada e introvertida y poco a poco se fue quedando sola y así ha vivido durante los últimos treinta años. Da la impresión de haberse quedado atrapada en el tiempo pues ni su atuendo, ni su peinado, ni sus costumbres, guardan consonancia con los tiempos que corren.

Úrsula es metódica y asienta su vida sobre una rutina que no entiende de festivos, ni distingue los fines de semana, con la única excepción de que los sábados, inviernos y veranos, pasa la mañana en la playa, leyendo y escuchando la radio en un viejo transistor, con el volumen un poco alto porque le falla el oído.

El caso es que hace unos días salió su foto en un periódico local. En la imagen aparece en primer plano vestida con una chaqueta, un pañuelo fino cubriéndole el pelo porque hacía corría un poco de aire. Calza unas sandalias negras que dejan ver un apósito en el tobillo derecho, y porta en las manos su bolso y su hamaca a rayas. De la actitud del resto de personas parece desprenderse que no llama la atención a pesar de su extravagante apariencia. La noticia la encabezaba un titular: «Los turistas invaden nuestras playas».

El artículo resaltaba la fuerte presencia del turismo extranjero en las playas de la localidad y subrayaba el contraste que los foráneos representan por su forma de vida y sus costumbres, respecto al resto de autóctonos. El texto señalaba las peculiaridades de esta señora, erigida como modelo, frente a los demás usuarios a los que calificaba de ‘normales’, tanto en cuanto llevaban una indumentaria más acorde y apropiada al contexto playero. Sin embargo a nadie se le escapó que lo verdaderamente curioso era el periodista, recién incorporado a la plantilla del periódico, una de las pocas personas que ignoraba que Úrsula no es extranjera sino natural y vecina conocida del pueblo, a partir de ahora inmortalizada en una foto gracias a la ignorante curiosidad de un joven reportero.

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‘Cerrado por defunción’

Esta semana en ‘Relatos Jueveros’, el blog ‘El vici solitari’ nos invita a escribir una historia  que suceda en  una tienda y en la que intervengan una viuda y su hija adolescente, un cazador (sin arma), un ciclista y un tendero. Al final todos deben morir por diferentes causas.

Tras más de veinte años de actividad, ‘Ultramarinos Merino’ anunciaba su cierre. Con este motivo y para deshacerse del stock, había rebajado todos sus productos. Por eso, en la calle, una enorme cola se prolongaba a lo largo de la acera e incluso doblaba la esquina. Aquella fila, semejante a una hilera de hormigas, estaba preparada con carritos y bolsas, dispuestos a arrasar con todo.

Unos días antes del cierre apenas quedaban conservas, algo de fiambre y jamones, poca cosa o eso pensaron los últimos en entrar: una señora viuda, conocida en el barrio, con su hija adolescente; un señor con traje de cazador y un ciclista que se había apartado del pelotón para comprar un bocata.

El tendero les explicó que apenas quedaban productos porque los vecinos casi habían agotado las existencias, pero que como quería cerrar lo antes posible, les vendía los jamones a un precio risorio. Eso sí, tendrían que repartirse todo lo demás. Mientras, para aliviar la espera, les ofreció un plato para que lo probasen. El tendero, cuchillo jamonero en mano, preparó un generoso plato que todos comenzaron a degustar al tiempo que repartía el resto de productos en lotes.

Pero apenas comido el último bocado la niña comenzó a vomitar sangre, no podía respirar. A continuación el cazador comentó que sentía mareos y dolor de cabeza. El ciclista directamente se desmayó y a la viuda le salió un sarpullido por todo el cuerpo. El tendero cerró inmediatamente la puerta para que no entrara nadie más. Entonces la viuda le comentó que si el jamón estaba caducado porque era mucha casualidad que los cinco estuvieran indispuestos. El tendero miró el envoltorio, comprobó que el producto era fresco e incluso comió los trocitos que quedaban para dar fe de su palabra.

A continuación se produjo un fuerte ruido en la trastienda. La viuda y el tendero se asomaron enseguida y vieron a un chaval que intentaba sortear grandes cajas para escapar por la puerta trasera. El tendero, un hombretón de cerca de dos metros, lo detuvo agarrándole por la camiseta y lo sentó sobre una de las cajas. Y así, enfadado y con cara de pocos amigos, llamó a la policía y después interrogó al joven, preguntándole qué hacía allí. El muchacho temblaba de miedo y cuando el tendero levantó el puño para pegarle, se vino abajo y confesó que todo había sido idea del dueño del supermercado, que envidioso por las ventas de los últimos días, le había pagado para envenenar inyectando arsénico en los productos que quedaban, así le culparían e iría a la cárcel. Y entretanto escuchaban la confesión, la viuda primero sintió náuseas, luego un sudor frío le recorrió el cuerpo hasta que se desplomó.

Ante semejante panorama y con el sonido de las sirenas de la policía de fondo, el tendero llamó a urgencias para avisar de lo sucedido. Les comentó los síntomas y les suplicó que fuesen a toda velocidad.

Los agentes recién llegados informaron de la grave situación e insistieron al hospital que ya había enviado al equipo médico que se retrasada porque había ocurrido un accidente, pues era 25 de julio y mucha gente se desplazaba a la playa para ver la marea de Santiago, por eso la carretera estaba colapsada y cuando llegaron los sanitarios era ya demasiado tarde. Los cadáveres yacían repartidos por el suelo: la niña que era alérgica tuvo un shock anafiláctico. El cazador, de más más edad, padeció una fuerte subida de tensión. El ciclista sufrió una extraña reacción alérgica a consecuencia de la intoxicación. Y la viuda, que padecía del corazón, tuvo un paro cardíaco. Finalmente, el tendero, que se sentía responsable de todo lo sucedido y temía que el peso de la justicia cayera sobre él, sufrió un ictus que le paralizó medio cuerpo y al no ser atendido a tiempo, también falleció…

Al día siguiente el caso ocupaba las primeras páginas de los periódicos y era la comidilla del barrio. El dueño del supermercado fue arrestado y enviado a prisión y ‘Ultramarinos Merino’ clausuraba sus puertas colgando en el escaparate un cártel que decía: ‘cerrado por defunción’.

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Una clase de historia…

Desde el blog ‘Acervo de letras’ el Vadereto de este mes de julio nos invita a escribir sobre una ‘receta’ de cocina que sirva de contexto a un relato.

Los alumnos apenas prestan atención en clase de historia. A la mayoría les parece aburrida y desfasada. No entienden el tópico de ‘mirar el pasado para comprender el presente’ porque su presente resulta demasiado inmediato y transcurre en un día a día atendiendo a los aspectos más recurrentes de sus vidas, centrados sobre todo, en los amigos y en pasarlo bien.

Puede que tenga algún efecto hacer una comparativa entre las vidas en el pasado y las suyas propias. Esa doble imagen les hace pararse a pensar en lo costoso que resultaba vivir entonces, el reto que representaba, los peligros que se padecían, la fragilidad de la propia vida y las escasas expectativas que los chicos de su edad tenían, sin ir más lejos, y por poner un ejemplo, en la antigua Roma.

Justo en aquel momento de la explicación, Pablo, sin cortarse un pelo, saca un bocata de tortilla adquirida en la cantina del instituto, recién hecha. Le pega un buen mordisco y habla con la boca llena para preguntar: «¿Y qué se comía entonces? ¿Ya existían las tortillas de patatas?». Le contesto que en la antigua Roma no. Pero que circulan varias teorías sobre sus orígenes, naturalmente siempre posteriores al descubrimiento del Nuevo Mundo, de donde los españoles importaron la patata.

Durante muchos años se consideró que este manjar había sido un invento impulsado por un general guipuzcoano en tiempos de guerra, quien preocupado por alimentar a sus tropas con un alimento contundente y barato, encargó a una campesina que ideara algún plato con estas características y que fue a ella a quien se le ocurrió esta mezcla de huevos y patatas, cosa que sucedió a finales del siglo XVIII.

Pablo insiste: «Entonces ¿Cuál era el plato más exquisito para los romanos?» Les explico que curiosamente, a escasa distancia de dónde vivimos, se elaboraba una de las recetas más deliciosas y conocidas en la Roma Imperial: el ‘garum’. Un alimento tan apetitoso como codiciado entre las élites romanas, comparable a cualquiera de los platos actualmente premiados con una Estrella Michelin y elaborado a partir de los restos del pescado capturado en aguas del Estrecho de Cádiz. Hoy en día sería considerado un menú de ‘cocina inteligente’ que pretende aprovechar todos los recursos.

A continuación les explico cuáles son los ingredientes: vísceras de pescado (sardinas, boquerones, pescado de roca…); sal gruesa; aceite de oliva  e hierbas aromáticas. Les comento la receta. Y aunque la elaboración en casa es complicada (pero no imposible), algunos se comprometen a intentarlo como proyecto de recuperación durante el verano.

De repente suena el timbre para ir al recreo. Todos comentan animados y enseguida sacan sus bocatas de las mochilas dejando en el aula un rastro de aromas diversos que hacen salivar e incitan el apetito: la clase ha terminado. 

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Quién bien empieza…

Este jueves desde el Blog ‘La trastienda del pecado’ Mag nos invita a escribir un relato utilizando algunas locuciones a elegir entre las propuestas.

Julián Preset gozaba de una fama y reputación intachables, a lo que sumaba que la suerte siempre estaba de su parte. Por eso consideró que era una fuente inagotable que jamás llegaría a su fin. Y a punto estuvo fe perderla aquella noche que entró en un casino por primera vez después de una cena con socios y amigos. Lo hizo dejándose llevar, para divertirse y fardar de que perder dinero no le importaba ni le hacía meya. Tener ‘pasta’ era una condición sine que non en su vida y una razón para no dormirse en los laureles y trabajar a destajo para ganarlo. Pero aquel día, cuando se sentó frente a la ruleta, algo diabólico se apoderó de él. Sintió cómo la adrenalina le subía y mil sensaciones extraordinarias lo inundaban. Se supo ganador, ni más ni menos, y se lamentó de no haberlo descubierto antes.

Y mirando la ruleta girar y girar, después de haber perdido varias apuestas, medio bebido y atontado por el soniquete de la bola dando vueltas, sobrevolando cada número, Julián soñó despierto con una especie de genio surgido del cuerpo del crupier que se plantó a su lado y comenzó a hablarle al oído: «Seguramente ganarás esta partida. Hay mucho dinero en juego pero querrás ganar más y más». El geniecillo hablaba con seguridad y conocimiento de causa, con experiencia y le fue relatando casos y ejemplos varios de personas que tentaban la suerte dejándose llevar por la ambición y lo perdían todo, absolutamente todo. Luego apareció una especie de pantalla donde pudo verse a sí mismo vagando por las calles con otros mendigos, durmiendo en portales abandonados. Finalmente el holograma le mostró su imagen saliendo triunfador del casino con un fajo de billetes en las manos: «Este eres tú si abandonas el juego después de esta partida».

Apenas un instante después volvió a la realidad. La bola se detuvo sobre su apuesta y una torre de fichas amarillas se deslizó sobre el tapete hasta acabar delante de sus narices. Y entonces fiat lux. Julián recordó con absoluta nitidez la visión que había tenido y cuando el crupier preguntó en alto: «¿alguna apuesta más?» él se levantó de la mesa añadiendo: «gracias estoy servido».

Y aunque los amigos le animaban a continuar, soplándole al oído que no lo dejara, que estaba en racha, él les contestó convencido: «la avaricia rompe el saco». Y se marchó satisfecho y con los bolsillos llenos.

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