‘Saberes femeninos’

Desde el Blog ‘Café Hypatia’, el tema de escritura para este mes de febrero versará sobre ‘mujer y ciencia’.

A lo largo de la Historia y desde la más remota antigüedad, las mujeres han estado fuera del espacio público quedando relegadas a la esfera de lo privado. Y aunque siempre hubo díscolas, disidentes e inconformistas que alzaron la voz, se resistieron y rebelaron contra las normas impuestas en las sociedades patriarcales del pasado, ha sido en la privacidad donde ejercieron los denominados ‘saberes femeninos’, siempre relacionados con el cuidado  personal y familiar. Las mujeres se encargaron de la atención del  hogar y de sus miembros, tratando enfermedades comunes, curando heridas, asistiendo a los partos, a veces solas, sin médicos ni matronas. En definitiva las mujeres se ocuparon de todas aquellas tareas que ponían la vida en el centro y que requerían unos conocimientos ‘plenos de ciencia implícita’ aunque vacíos de formación previa legítima, y mucho menos, reglada.

La línea materna ha funcionado como vehículo de transmisión de saberes cuyos conocimientos eran eminentemente prácticos y se transmitían de madres a hijas, de generación en generación. Pócimas, ungüentos y emplastes unidos a recetas de caldos y comidas caseras ayudaban a aminorar y paliar los efectos y síntomas de catarros, enfriamientos, diarreas, de la menstruación o durante el puerperio. Y junto a estos saberes, también se hicieron cargo de la economía familiar, administrando los gastos cotidianos de la casa. Una contabilidad que exigía unos conocimientos de rudimentarios de lectura, escritura y cálculo. De ahí que con el devenir de los tiempos muchas profesiones quedaran asociadas a las féminas: enfermería, docencia, secretariado y muchos otros títulos de ‘ayudantes de…’, siempre bajo liderazgo masculino.

Fue en el siglo XVIII con la Ilustración, cuando surgieron y desarrollaron los famosos ‘Salones literarios’, liderados y promocionados por mujeres, en cuyo seno se conversaba sobre política, economía y ciencia, que emergieron figuras femeninas destacadas como Émile de Châtelet que tradujo una obra de Newton al francés de la que dedujo la conservación de la energía.

El XVIII marcó un antes y un después y comenzaron a  promocionarse estudios de carácter científico, de manera particular en el campo de la botánica, hecho que se vio favorecido por las múltiples expediciones fomentadas tras el descubrimiento del Nuevo Mundo.

Fue un siglo muy prolífero para las mujeres científicas que destacaron en el terreno de las matemáticas como María Gaetana Agnesi, de la medicina como Mary Montagu, de la astromonía con Caroline Herschel o con la científica Laura Bassi entre otras.

Aún tendríamos que esperar el paso del siglo XIX e incluso el XX para que ‘mujer y ciencia’ formaran un tándem reconocido y prestigioso, y aun así, el reto sigue estando ahí para muchas féminas cuyos logros, más que demostrados, a veces quedan difuminados o la sombra de considerados ilustres varones. La falta de modelos, el encasillamiento en los roles de género constreñidos al ámbito del hogar y de las tareas domésticas y las funciones asignadas como esposa y madre, han sido los principales escollos que las mujeres han tenido que afrontar en su lucha por abrirse paso en la ciencia.

Afortunadamente, hoy por hoy, la lista de mujeres destacadas en los diferentes campos de la ciencia es muy extensa y son muchísimos los logros aunque en cierto modo aún tengan que afrontar el desafío de estereotipos de género para fomentar la plena igualdad de participación.

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Piratas cibernéticos

Desde el blog ‘El Tintero de Oro’ se convoca un nuevo concurso de relatos en esta ocasión dedicado al tema: una de piratas.

En la oscuridad de la noche, Helen tecleaba a gran velocidad en su ordenador. Los dedos sobrevolaban las teclas y mil pensamientos atravesaban su cabeza. Llevaba meses planeando el golpe junto a un grupo de amigos, piratas informáticos que vigilaban desde la red oscura las aguas convulsas del ciberocéano. El objetivo no era otro que atacar a los poderosos mundiales que desde los márgenes del poder actuaban a través de terminales mediáticos, lobbies y múltiples colaboradores que disfrazan sus perfiles para mover los hilos con libertad desde reconocidas redes sociales y tabloides digitales, con el fin de manipular y trocar voluntades a su favor. Ellos son considerados por estos grupos marginales cibernéticos los principales responsables de convertir estos espacios en un vertedero donde vomitar sus mentiras, engaños y bulos, ayudados por un séquito de seguidores ignorantes, todos ellos amparados en la libertad y la democracia contra la que atentan continuamente. Helen y sus amigos querían paralizar la red durante 24 horas en señal de protesta y defensa de la verdad, la transparencia de la información y la veracidad de los hechos.

Mientras unos preparaban los hackings, ajustaban los monitores y teclados otros se disponían a lanzar el ataque, intentando asaltar el sistema, aprovechando cualquier fisura de vulnerabilidad para irrumpir en la red, asegurando a sus amigos que los firewalls o sistemas de seguridad, a pesar de su capacidad restrictiva, no serían un problema. El tráfico de datos a esas horas había disminuido y todo sería más fácil.

Tom, por su parte, había diseñado un virus que introducido en los sistemas de seguridad, facilitaría el ataque, mientras Marc, otro de los hackers, se infiltraba y comenzaba a bajar información de gran utilidad para la lucha.

La noche avanzaba y los piratas estaban resueltos a hacerse con la red y bloquearla, al tiempo que preparaban el texto de un comunicado que difundirían en varios idiomas al amanecer: «Usuarios todos, somos el GIPC (Grupo Internacional de Piratas Cibernéticos). Nos hemos apoderado temporalmente de la red para denunciar que estamos viviendo una era de contaminación y retroceso. Agentes infiltrados de todas partes del mundo, nos desafían con el fin de desestabilizar el orden mundial sembrando el caos informativo. Estos agentes, al paraguas del anonimato, atacan instituciones y gobiernos con el fin de imponer medidas extremistas y reaccionarias en un intento por devolvernos al pasado, derribando aquellas libertades conquistadas a lo largo de más de medio siglo de democracia. Somos conscientes de la intención por parte de ciertos líderes mundiales, movidos por intereses económicos y por quienes los representan, de imponer su ideología para hacerse con el control mundial. Os invitamos a reflexionar sobre sus consecuencias. A las 00:00 horas de mañana la red volverá a funcionar con normalidad».

Los homólogos informáticos asiáticos encabezados por Chuanli, lanzaron una invasión de ransomware para retener bajo control los dispositivos y capturar como rehenes datos suficientemente importantes como para que los poderosos se lo tomaran en serio y se supieran amenazados y vulnerables. Ese era el efecto deseado, que sintieran cómo su poder en la red se tambaleaba y en un solo instante podían ser descubiertos.

Tras la prórroga señalada, el ataque había sido todo un éxito. Las redes sociales multiplicaron exponencialmente sus visitas. El mensaje había recorrido la geografía mundial ciberespacial. Muchos usuarios comentaban que ya no se sentían seguros, ni tenían garantía sobre la verdad de la información y las abandonaron. Algunos poderosos sufrieron un enorme cataclismo…

Cumplido el plazo, los ciberpiratas retiraron sus naves a las aguas pacíficas de la red oscura, dejando tras de sí un ligero atisbo de esperanza. La operación había culminado positivamente. El GIPC en su lucha contra los grupos de presión y manipulación, tiranos y oligarcas, se preparaba para actuar de nuevo: la lucha continúa…

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Intento fallido

En relatos jueveros, esta semana desde el blog de Neogéminis, el reto consiste en escribir un relato que trata sobre el ‘paso del tiempo’

Apenas llegué cinco minutos tarde. Recuerdo que corría y corría pero no llegué a tiempo. Para empezar el despertador no sonó. A continuación el tráfico estaba imposible, y para colmo, iba tan cargada que no podía andar más deprisa, así que perdí el tren. Sin resuello me senté en un banco del andén para recuperarme. Solté el bolso, la maleta y la mochila. Intenté respirar hondo y poco a poco recobrar el aliento. Luego me fui a la ventanilla a preguntar a qué hora salía el próximo y era muy tarde, sería imposible estar en el aeropuerto a la hora convenida. El avión partiría sin mí y todos los esfuerzos de este último año habrían sido inútiles.

«¿Qué voy a hacer ahora?» me dije a mí misma. Había planeado esta escapada pensando darme una oportunidad para reconciliarme conmigo misma y dejar atrás una mala racha en el trabajo y en la vida en general. Había pedido un permiso especial pues no se suelen conceder vacaciones en estas fechas del año, estando tan cercana la Navidad. Lo había preparado todo y convencido a mi amiga para que se quedara con Katia, mi perra, y todo para finalmente perder el tren…

Vencida por todos estos pensamientos cogí un taxi de vuelta a casa. Cuando llegué deshice el equipaje y pasé la mañana vagando por la casa hasta que llegó la hora de comer. Decidí salir a picar algo. Frente a mi casa, en el bajo de un edificio, ante una tienda de electrónica, se agolpaba un grupo de personas que miraban la televisión a través del escaparate. Me acerqué por curiosidad y pregunté «¿Qué ha pasado?» Un chico joven se volvió y me dijo: «El tren que salió esta mañana para Marsella ha descarrilado y ha habido muchos muertos…»

¡No daba crédito, era mi tren! Sentí que me fallaban las piernas. Me eché a un lado y me apoyé en la pared. Pensé que yo podría ser uno de aquellos fallecidos. Me sentí muy afortunada. Por cierto, descubrí que mucha gente me quería y todos se alegraron de que apenas por unos minutos perdiera aquel tren. La vida me ofrecía una segunda oportunidad y había que aprovecharla…

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La grieta

Literautas propone un nuevo reto para este mes de febrero en su convocatoria mensual ‘móntame una escena’ y para participar hay que escribir un relato que contenga la frase había una grieta en la pared en algún lugar de un texto de 750 palabras máximo.

Cuando Amanda despertó, nada más levantarse de la cama, observó que había una grieta en la pared. Era una grieta delgada y fina que corría hacia abajo zigzagueando hasta morir en el zócalo. En aquel momento se preguntó cuántas más aparecerían y hasta cuándo podría aguantar viviendo bajo el techo de aquella casa que se caía a trozos.

Recorrió el piso comprobando los sellos de las otras grietas y los postes que sujetaban el techo de la cocina, colocados por gentileza de los arquitectos municipales. Todo parecía estar en orden, de momento el día comenzaba con la misma normalidad de siempre.

Pasaron un par de meses cuando una mañana Amanda advirtió que la grieta del dormitorio se había ensanchado. Se acercó y cabían un par de dedos. Luego, cogió la linterna y alumbró hasta el final, comprobando al fondo el borde de algo que parecía un papel de color morado. Intentó alcanzarlo con los dedos pero se le escapaba. Entonces fue por la pinza de depilar, y con paciencia, y después de varios intentos, consiguió extraerlo. No daba crédito. ¡Era un billete de 500 euros! Amanda jamás había tenido uno en sus manos. Comenzó a temblar. Miró de nuevo y le pareció que había algo más. Volvió a meter la pinza y de nuevo extrajo un billete idéntico al anterior. Se llevó las manos a la cabeza. No sabía si reír o llorar. ¿Y si había más dinero escondido en aquella pared? ¿Y si aquella grieta era como  la beta de una mina de oro?

Se tranquilizó. De momento aquello le daba para pagar la luz que debía y hasta dos meses de alquiler, aunque debía ser cauta para no despertar sospechas…

Pasaron semanas y cada día cuando se levantaba, cogía la pinza y sacaba de la grieta dos o tres billetes que gastaba con cautela para no levantar sospechas. Bajo el colchón comenzó a apilar montoncitos de billetes en fajos de seis mil euros. Y de momento, la grieta no paraba de dar a luz billetes y billetes que Amanda recogía con cierta pátina de avaricia.

La vida parecía sonreírle. Por primera vez vivía despreocupada y pagaba todas sus deudas. Algunas veces se alejaba del barrio para ir a comer donde no la conocieran. Se compró ropa nueva que fingió haber recogido de los contenedores de ropa usada. Aquella grieta le proporcionaba felicidad y la posibilidad de llevar una vida tranquila, hasta que una mañana Amanda no se levantó. Su amiga y vecina Herminia la echó de menos. Llamó a su casa y como no contestaba, cogió la llave que Amanda le había dado y entró. La llamó dos o tres veces hasta que llegó al dormitorio, donde la encontró desmayada sobre la cama. Llamó enseguida a la ambulancia y la llevaron al hospital más cercano: había sufrido un ictus.

La recuperación fue larga. Pasó dos meses en el hospital  hasta que por fin le dieron el alta.

Herminia fue a recogerla. Le dijo que tenía preparada una sorpresa. Amanda estaba deseando llegar para comprobar que la grieta seguía intacta. Y cuando entró en la casa observó que los postes ya no estaban en la cocina y las grietas estaban cubiertas y pintadas. Fue al dormitorio y no quedaba señal alguna de la grieta… Miró bajo el colchón y no había un solo euro. De repente sintió una punzada en el pecho, no podía articular palabra alguna, le faltaba el aire y cayó al suelo casi inconsciente.

De nuevo en el hospital le dijeron a Herminia que el ictus se había repetido y esta vez había dejado secuelas importantes. Amanda tenía medio cuerpo paralizado y no podía hablar. Herminia, dándole palmaditas en el hombro, le susurró al oído: no te preocupes por nada, tu secreto está a salvo. A partir de ahora yo me encargaré de cuidarte…

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El premio

En ‘relatos jueveros’ desde el blog de Marcos, se nos invita a escribir un relato inspirado en ‘el gran premio’

Una vez casi soy rico. Y digo casi porque tuve en mis manos un décimo premiado, nada más y nada menos, que con el primer premio, dotado con tantos millones que no soy capaz de imaginar.

Todo sucedió cuando me disponía a desayunar en el café de Matías, donde solemos ir los compañeros y compañeras de la oficina. Nada más entrar Matías nos mira y ya sabe qué queremos. Y a nosotros nos resulta cómodo y agradable que nos conozca así, porque ese gesto nos hace sentir como en casa.

Cuando llegué a la barra, alguien había estado haciendo limpieza en su cartera y había dejado un montón de pequeños restos amontonados en un cenicero y un décimo arrugado culminando aquella montaña de papeles.

Lo cogí y lo abrí. El sorteo había sido el día anterior así que comprobé el número. Y sí, no había duda, ¡el número coincidía con el primer premio!  

Llamé a Matías y le pregunté que quien había estado allí, en aquella zona de la barra, antes que yo y me comentó que un señor mayor de pelo blanco que había entrado con unos excursionistas, todos de la tercera edad. Salí a la calle, un grupo de mayores sería fácilmente reconocible. Anduve hasta la plaza y allí estaban a punto de subir a un autobús.

Hablé con el responsable y me comentó de un tan César que, al parecer, es muy despistado. El hombre se acercó y yo le entregué el décimo y le dije sonriendo: «Está premiado. Le han tocado muchos millones». Él me miró sin inmutarse y contestó:

−Lo sé. Pero no me interesa. A mis años tengo lo que necesito y lo que quiero tener no lo puedo comprar. Así que la suerte para usted, se la regalo…

Se subió de nuevo al autobús y me dejó allí con cara de memo mirando cómo se alejaba…

Pero yo no podía aceptar aquel dinero. Así que el caballero de pelo blanco lo cobró. Resultó que estaba muy enfermo y tenía la ilusión de hacer un último viaje al que yo me ofrecí para acompañarlo. A partir de aquí mi vida cambió para siempre.

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Un momento memorable

Este mes de enero en ‘Divagacionistas‘ se nos invita a escribir sobre el tema ‘Momentos’.

La entrega de premios requería etiqueta, así que alquilé un esmoquin. Mi actual salario no me daba para adquirir uno nuevo que seguramente aparcaría en el armario durante mucho tiempo, pues en aquellos días escribir no era mi auténtica profesión.

Todo comenzó con mi primera novela. Cuando mi hermana la leyó tuvo la osadía de presentarla a los premios ‘Cometas’. Mis relatos nunca habían ido más allá de concursos locales o provinciales, por eso al concluir la novela no supe qué hacer. El caso es que llegó la invitación para la ceremonia de la entrega de premios a la que Alicia, mi hermana, me acompañó. Sobra decir que iba nervioso pero sin la más mínima esperanza.

Entramos en el teatro y nos sentamos en la octava fila. El recinto estaba a rebosar. Los anfitriones salieron a la palestra. Un veterano del mundo de las letras disertó sobre la importancia y el papel de la literatura en la sociedad actual así como sobre el prestigio de los Premios, cuya trayectoria cumplía ya la vigésima edición. Y después de varios discursos y diferentes actuaciones de grupos musicales, por fin llegó la hora de anunciar a los nominados y hubo sorpresa pues entre los tres finalistas escuché mi nombre.

Y ahí comenzó el momento más memorable de mi vida, un punto de inflexión. Una famosa actriz era la encargada de nombrar al ganador. La chica salía desde el lado contrario al atril. Lucía un vestido fantástico y caminaba despacio mientras miraba sonriente al público. Los segundos se hicieron eternos hasta que llegó al atril. Saludó brevemente. Un niño se acercó a ella con una bandeja que portaba el sobre. Ella lo cogió y se volvió sin perder la sonrisa. Luego hizo una pausa para crear aún mayor expectación. El corazón me latía a gran velocidad. Mi hermana me estrechaba fuertemente la mano. La chica despegó la solapa del sobre y extrajo una tarjeta del interior. La miró e hizo el gesto pegándola un instante al pecho. Fueron los instantes más emocionantes y largos de toda mi vida, hasta que de repente se oyó alto y claro: «Y el ganador de la vigésima edición de los Premios Cometas es Víctor Presset por su novela ‘El Danubio no es azul’».

Y desde aquel instante mi vida cambió para siempre.     

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El trébol de cuatro hojas 82): Renacimiento

desde el blog ‘Acerbo de letras’ el Vadereto de este mes de enero se inspirará en la idea del ‘renacimiento

Algunas historias merecen una segunda parte que las completen, las cierren y le den cierto sentido. El relato ‘El trébol de cuatro hojas’ la merece…

Cuando Charly murió una parte de mí murió con él. El mayor acto de amor fue dejarle ir, desprenderme de su mano y despedirme. Luego, sostuve entre mis dedos el trébol de cuatro hojas y lo guardé en un libro y en aquel mismo instante el mundo se detuvo. Esa fue mi percepción. La tierra giraba y giraba y a mí alrededor todo seguía el curso natural de la vida y sin embargo yo vivía ajena, ensimismada, apartada de todo y de todos. Durante mucho tiempo quedé atrapada en una espiral de desconsuelo, de negación, de rechazo y transité por todas las estaciones del duelo en un vía crucis de dolor que intenté sobrellevar con la mayor dignidad posible.

Con el tiempo he conservado el trébol seco entre las páginas de una novela que jamás acabé. Cuando miro la estantería compruebo que sigue ahí, y de vez en cuando lo abro, acaricio cada pétalo con la yema de mi dedo y recuerdo aquel tiempo pasado, aquella noche que se obró el milagro. Entonces me estremezco y siento que un ligero temblor me recorre el cuerpo. 

Recuerdo que cuando todo acabó sentí la necesidad de reclamar para mí grandes dosis de soledad, de estar a solas conmigo misma. Sentía una necesidad imperiosa de recordar constantemente a Charly porque me aterraba la idea de olvidarlo, así que revivía una y otra vez muchos momentos de nuestra vida juntos. De vez en cuando lloraba con desesperación hasta quedar exhausta y después dormida. Y al despertar experimentaba una gran frustración por continuar viva. Durante mucho tiempo confié mi vida al sueño, deseando quedarme en él eternamente. De vez en cuando me refugiaba en los abrazos de los seres queridos que me reconfortaron, y más tarde, me ayudaron a sanar las heridas de un alma hecha trizas que parecía imposible de recomponer.

De la negación a la ira, para pasar a la negociación, la depresión y por fin a la aceptación. Y en cada tramo imprescindible la resiliencia, el esfuerzo, el deseo de superación para alcanzar el renacimiento, la catarsis, el resurgir cual Ave Fénix de las propias cenizas, dejando atrás a Sísifo arrastrando la enorme piedra de la culpa y alzar el vuelo renovada, dispuesta a afrontar la vida con todas las incertidumbres, los miedos, las alegrías y las demás penas y pesares que me tuviera reservada.

Aprendí. Aprendí que se aprende en la dificultad, que valoramos más lo que nos cuesta, que lo peor es todo aquello que pudimos hacer y no hicimos aún más que los propios errores. Y que renacer es darnos una segunda oportunidad para encarar la vida renovada y reinventada aunque llena de heridas y cicatrices. Y algo más: aprendí que mientras lo recordara, Charly permanecería conmigo para siempre.

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Miedo a la oscuridad

Esta semana desde el Blog ‘Bitácora Literaria’, Nuria nos invita a escribir un ‘relato juevero’ sobre el ‘miedo a la oscuridad’.

Mi hermano y yo compartimos dormitorio desde pequeños. A mí siempre me había asustado la oscuridad y con frecuencia, en mitad de la noche, me refugiaba en su cama. Aunque era dos años menor que yo, me tranquilizaba y me hacía razonar porque él sabía mucho sobre sombras. Por eso, dónde yo veía la silueta de las orejas de un monstruo él me insistía, «fíjate bien» y me animaba a usar la lógica, hasta que al final comprendía que no eran más que los picos de unos cojines. Cuando a la oscuridad se sumaba una noche de tormentas, la cosa empeoraba y cada vez que relampagueaba yo veía perfiles, garras, puñales y mil objetos infernales que me hacían temblar y taparme con las mantas hasta la cabeza…

Lucas, mi hermano, decía que yo tenía una imaginación muy traicionera. Que debía aprender a moverme e interpretar la oscuridad. Y una noche que mis padres salieron nos pusimos a ello. Me vendó los ojos con un pañuelo de mi madre, apagó las luces y me hizo recorrer cada habitación de la casa. Tocar los muebles, aprender a diferenciar los adornos, las puertas, las ventanas e incluso reconocer dónde estaban las sillas, la mesa, el sofá. En definitiva, aprendí a ‘ver’ en la oscuridad y a conocer los objetos para después reconocer las sombras que proyectaban.

Desde aquel día, cuando por la noche mi padre apagaba las luces, nosotros jugábamos un rato a recorrer la habitación hasta aprenderla de memoria. Poco a poco me fui acostumbrando. Mi hermano me ayudó a perder el miedo a la oscuridad porque él era ciego de nacimiento y vivió siempre entre sombras y penumbras…

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Una conversación ajena

Desde el ‘Blog Alianzara’ Cristina nos invita a escribir este mes de enero a partir de una conversación ajena.

Resguardadas bajo una marquesina, la abuela y yo hacíamos cola en una parada de autobús. Delante de nosotras una pandilla de chicos y chicas de entre 16-18 años, estudiantes, charlaban entretenidos de sus cosas. Subimos y nos sentamos. Ellos ocupaban un par de filas de asientos delante de nosotras. Y una vez que nos colocamos todos, ellos continuaron su conversación:

−Pues yo la primera vez que lo hice fue en unos baños públicos –comentó una chica de pelo rubio rizado.

−Y yo en una casa abandonada. Éramos unos cuantos y lo compartimos −dijo un chico con aire despreocupado. 

−Eva y yo lo hicimos juntas en los baños del instituto ¿te acuerdas? –se apresuró a decir otra dirigiéndose a su compañera.

Y todos se echaron a reír comentando «¡Qué tiempos aquellos!» «Pues no ha pasado tanto» añadió el chico de pelo largo.

La abuela contemplaba atónita la escena, con los ojos muy abiertos, y aunque parecía que no prestaba atención, no perdía puntada de la conversación. Yo la miraba de reojo con una media sonrisa y enseguida me di cuenta de que estaba un poco sorprendida, incluso escandalizada, y le susurré al oído que eran muy jóvenes y que las cosas habían cambiado mucho.

−Ahora la gente joven es más libre abuela. Tiene menos prejuicio y habla más claro, sin tapujos.

−Yo no le hubiera contado a nadie mis cosas con esa frescura y menos en un autobús –comentó mi abuela un poco molesta.  

Los chicos siguieron hablando de otros temas hasta que de nuevo una de las chicas dijo:

−Jo, estoy que no me aguanto pero como en el autobús no se puede. ¡Vaya rollo!

−Tendrás que esperar hasta que bajemos, aunque a mí en la calle no me gusta mucho. Lo disfruto más sentada. Pero ya queda poco, creo que es en la siguiente parada –aclaró la chica de pelo rubio.

Mi abuela abrió de nuevo los ojos y me comentó entre dientes:

−¡Qué poca vergüenza! ¡Por Dios estamos en un sitio público para esas intimidades!

Y efectivamente en la siguiente parada bajamos todos y enseguida una de las chicas encendió un cigarro, pegó una enorme calada y exhalando un buen chorro de humo afirmó:

−Qué ganas tenía de fumar, es que no podía esperar más…

Entonces miré a mi abuela y entre risas le dije: sí abuela, hablaban de fumar no de sexo… Ese es el peligro de escuchar las conversaciones ajenas…Y las dos nos marchamos caminando y riendo.

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Pimientos de Padrón

Esta semana desde el Blog de Mariana Pussó, ‘Hacia el último escalón de la magia’, relatos ‘jueveros’ nos invita a escribir un texto ‘un pimiento’ entre sus protagonistas.

Mi amigo Philip vino de EE.UU, concretamente de California, a pasar el verano. La idea era coger el coche y recorrer España. Parar donde se nos antojase aprovechando que en esta estación hay muchas ferias, festivales y verbenas. Empezar en San Juan y acabar con el Entierro de la Caballa que pone oficiosamente punto final al verano.

A Philip le pareció fantástico. Preparamos el coche y salimos después de descansar de la barbacoa en la playa  aquella noche del 24 de junio. En la radio daban un programa sobre los San Fermines y allá que fuimos. Queríamos comer chistorra y recorrer la calle Estafeta aunque después del encierro. Ni mi amigo ni yo nos atrevíamos a correr delante de los toros. Bebimos y comimos como si no hubiera un mañana y después de varios días de excesos dejamos Pamplona al amanecer y buscamos un hotel para reponernos.

A continuación, tras varios días de tranquilidad recorriendo algunos pueblos, marchamos a Galicia, a la Fiesta Gastronómica del Pimiento que se celebra en Padrón, (A Coruña). El pueblo estaba atestado de gente. En la plaza habían montado unas carpas donde comer marisco y otros productos de la tierra. Philip no conocía los ‘pimientos’ típicos de esta zona. Le explico que son unos pimientos verdes picantes, pequeños y sabrosos, originarios de México, que trajeron a España los Padres Franciscanos en el siglo XVI. Y tienen una peculiaridad y es que ‘unos pican y otros no’, a lo que él contestó: «Pues vamos a por ellos, me encanta el picante». Aunque le advertí sobre lo que podía pasar él no hizo ningún caso y comenzó a comer sin preocupación alguna. Uno, dos, tres, cuatro… Nada, pensaba que lo del picante era una broma. Y apenas quedaban dos en el plato, decidimos repartirlos y entonces sí. Philip comenzó a soplarse con la mano. La boca le ardía. Se bebió toda su cerveza y el resto de la mía, pidió un vaso de agua y otro más, hasta que pasó un buen rato y se fue calmando. ¡Nunca había comido nada tan picante!

Tras la aventura marchamos a Lugo, al Festival Romano y después iniciamos el regreso hacia el Sur realizando varias paradas, hasta que finalmente estuvimos de vuelta para el Entierro de la Caballa. Un verano estupendo, para recordar, aunque eso sí, Philip jamás volvió a probar un pimiento, ni verde ni rojo. Los aborreció…

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