La estación de la esperanza

Desde el blog ‘Literautas’ este mes de marzo se nos invita a escribir sobre la escena siguiente: ‘En la estación de tren hay un teléfono público que casi nadie usa. Es un modelo antiguo, de esos de metal y con el auricular pesado. La mayoría de los viajeros pasan de largo, con sus móviles en la mano. Pero un día, suena…’

Junto a la nueva estación, sofisticada y adaptada a las últimas tecnologías, convive la vieja estación. Lleva años cerrada y abandonada y en los andenes y dependencias muchos sin techos dormitan y se refugian de las inclemencias del tiempo. Y a pesar de que las autoridades hacen redadas, obligándoles a marchar a refugios y albergues, la vieja estación siempre acoge a quienes no los conocen o simplemente se sienten allí libres, seguros y a salvo.

Apenas quedan en pie unos cuantos bancos de madera muy atractivos para dormir aislados de la humedad y la suciedad del suelo, unos servicios mugrientos y algunas estancias destartaladas que funcionaron como oficinas. Al fondo, en una esquina junto a la entrada, muy cerca de uno de los bancos, una vieja cabina de monedas recuerda la forma de vida de la época anterior a los móviles. Aquel recodo era el dominio de Mateo, un indigente que llevaba meses apostado en aquel lugar y que todos respetaban siguiendo las leyes de la convivencia callejera.

Mateo no siempre fue pobre. Tuvo su propia familia y vivió con ella y con su madre hasta que hacía tres años el juego le llevó por mal camino y lo perdió todo. Poco después su madre falleció de pena y de vergüenza. Su mujer y su único hijo lo abandonaron y desde entonces vive en la calle, en la más absoluta miseria.

Pues bien. Como cada día Mateo compró una hamburguesa y se la comió sentado en su banco. Come despacio, saboreando cada bocado como le enseñó su madre. Luego entró en los baños y se aseó un poco antes de dormir. Pero aquella noche, recostado y tapado con una buena manta que le entregaron en cáritas, a punto de coger el sueño, el teléfono de la vieja cabina comenzó a sonar insistentemente. Al principio hizo caso omiso ¿Quién podría ser? Se dio media vuelta con la intención de intentar dormir pero el dichoso teléfono no paraba de sonar y el personal se quejaba y le gritaba que contestara de una vez por todas…

Mateo se destapó, se calzó, dio tres o cuatro pasos y levantó el auricular:

−Diga, ¿Quién es y qué quiere a estas horas? –dijo enfadado.

−Mateo soy yo, mamá…

−¿Mamá? ¡Déjese de bromas y no moleste más! Esta cabina está fuera de servicio…

Luego, se volvió de nuevo al banco, se tapó y dio varias vueltas pensando a quién se le podría ocurrir semejante broma. El caso era que aquella voz verdaderamente le recordó a la de su madre, cosa que era imposible, ella estaba muerta. No dejaba de preguntarse cómo es que estaba activo aquel teléfono y entonces ocurrió que de nuevo comenzó a sonar. Y esta vez Mateo se levantó de muy mala leche, cogió el teléfono con malos modos, dispuesto a gritar a quien fuera y a dejarlo descolgado si hacía falta, cuando de nuevo escuchó la voz que repetía:

−No cuelgues Mateo, no cuelgues, soy tu madre. Deja que te lo demuestre ¿recuerdas dónde escondías tus canicas? En un bote de cristal en el armario de tu habitación…

−Pero ¡cómo es posible si estás muerta! –comentó balbuceante y asustado…

−No intentes comprender nada hijo, sólo prométeme que harás todo lo posible por rescatar tu vida y reunir a tu familia. Prométemelo y descansaré en paz…

−Te lo prometo mamá −dijo con voz temblorosa y los ojos empapados en lágrimas,

Pasaron meses hasta que Mateo encontró un trabajo y años hasta que pudo localizar a su familia y reunirse con ella.

Entretanto, en la vieja estación, el teléfono sonaba cada noche , y alguien que dormía en el antiguo banco de Mateo lo cogía y contactaba con algún ser querido fallecido. El mensaje siempre implicaba una misión, un nuevo cometido que implicaba la mejora de cada persona.

Poco a poco la noticia corrió por la ciudad aunque casi nadie la creía… Y entre los sin techos aquel lugar comenzó a ser conocido como ‘la estación de la esperanza’.

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Uno más para la cena de Navidad

El reto de esta semana en ‘Relatos jueveros’, nos invita a escribir  desde el ‘Blog de Campirela’,  sobre la ‘una cena espacial’.

Recuerdo que los días previos a la cena de Navidad estuve preparando la casa con algunos adornos. Fui al desván donde guardo las cajas y pasé toda la tarde entretenida. Quería que todo estuviera listo cuando llegaran mis hijos y nietos. Dejé el árbol para que lo decorasen ellos, los más pequeños, porque así disfrutamos todos: ellos colgando estrellas, bolas y luces. los demás viéndolos mientras lo hacen. Mientras les miro intento reconocer en sus gestos y en sus rostros el recuerdo de mis hijos años atrás, cuando ellos hacían lo mismo por estas mismas fechas…

Por otro lado, la cocina es sin duda el escenario donde se efectúa la alquimia, la magia de preparar platos sabrosos que hagan la noche inolvidable. El menú de este año consistió en unos aperitivos a base de bombones crocantes de foie y almendras, bocados enrollados de pizza, -los favoritos de los niños- y unos langostinos. Como plato principal una lubina a la sal. Todos estábamos de acuerdo en cenar pescado porque es más ligero. Y de postre hojaldre con Nutella, turrones y demás dulces típicos a elegir. Como siempre sobró de todo y lo comimos al siguiente día.

Cuando todo estuvo a punto nos sentamos en torno a la mesa, dispuestos a degustar todas las exquisiteces, hasta que de repente, escuchamos unos sonidos tras la puerta. No eran muy fuertes por eso tuvimos que hacer unos segundos de silencio para oírlos con atención. Carlitos, mi nieto, saltó de la silla directo a abrir la puerta. Y allí estaba él, un setter canela con las orejas gachas, golpeando tímidamente la puerta con su pata. Pedigüeño, con cara triste, parecía abandonado o perdido. En cualquier caso necesitado de cariño y un hogar. Carlitos, amante de los animales, enseguida se encargó de él. Le dio agua, lo acarició, le pudo pienso de nuestra perra, le llamó Trufa y hasta durmió junto a su cama. Todos lo acogimos aquella noche a condición de llevarlo al día siguiente al veterinario para que buscara en el chip a su dueño.

Al día siguiente la veterinaria no fue capaz de localizar a su amo, así que lo acogimos. Desde entonces, hace ya algunos años, Trufa es un invitado más en la cena de Navidad y uno más en la familia.

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El último baile

Desde el Blog ‘Alianzara’ Cristina Rubio nos invita a escribir sobre la Navidad a partir de las emociones y sentimientos que estas fiestas suscitan.

Había nevado tanto que casi no podía abrir la puerta. Héctor salió por detrás de la casa con una pala y abrió un pequeño sendero para tener acceso. Luego apiló algo de leña junto a la chimenea y encendió el fuego para calentarse.

Aunque faltaban unas horas para la cena de Navidad, en el pueblo las calles y plazas lucían el alumbrado y los villancicos sonaban animando a los vecinos a pasear y hacer las compras.

Fuera se escuchaban las voces y gritos de los niños que aprovechaban la nevada para coger el trineo y deslizarse ladera abajo. Héctor recordaba cuando él era niño y hacía lo mismo con su hermano. Pasaban horas jugando con la nieve y nunca tenían frío porque no paraban quieto ni un segundo.

Casi sin darse cuenta habían transcurrido tantos años que a Héctor le costaba recordar. El caso es que en estas fechas se ponía triste y melancólico. Se aislaba. Dejaba de ir al pueblo. No iba al casino a jugar la partida de Mus. Ni al bar de Benito a tomarse un carajillo o una copa. En fin, estos días no eran muy propicios para él desde que su mujer falleció hacía ya cinco años.

Pero lo que Héctor no sabía es que aquella Navidad le aguardaba una sorpresa y podría hacer realidad uno de sus más grandes deseos y dejaría de sentir esa pena tremenda que se le cruzaba en el corazón. Y ya con la nieve recogida y el hogar encendido, se sentó en su butaca dispuesto a leer un rato, cuando de repente alguien aporreó la puerta: «¡Ya voy! ¡Ya voy!» Gritó desde el otro extremo de la habitación.

Cuando abrió tuvo que inclinar la cabeza hacia abajo para tropezarse con un pequeño gnomo de caperuza roja:

−Hola me llamo Riquelme y he venido para alegrarte la Navidad. Mis hermanos y yo estamos cansados de ver que pasas estas fiestas enfurruñado y quejoso a pesar de la buena vida que has llevado…

−!No me comas la moral¡–contestó Héctor contrariado-. No me quejo de vicio. Llevo cinco años solo desde que mi mujer murió y mi único hijo vive muy lejos y no viene a verme.

−Él no viene y tú no quieres ir a verle a él y a tu nieto. Eres muy cabezota –insistió el gnomo.

−¿Y se puede saber que vas a hacer tú para alegrarme la Fiesta? -dijo Héctor mirándolo fijamente.   

Riquelme se sacudió la nieve de sus diminutas botas y entró en la casa a pesar de no haber sido invitado. Luego se acercó a la chimenea y se frotó las manos. Echó una ojeada a la habitación y miro a los ojos de Héctor:

−A ver grandullón ¿Qué te gustaría hacer para sentirte feliz?.

−Fácil. Bailar con mi esposa un último baile. A ella le encantaba bailar y todas las Navidades lo hacíamos aquí en casa, pero la última vez yo me enfadé y perdí, sin saberlo, esa última oportunidad…

−¡Sea pues! –afirmó Riquelme mientras abría los brazos y los ojos complaciente, al tiempo que Héctor fruncía el ceño totalmente escéptico.

Y con la voz de Riquelme aún sonando en sus oídos Héctor entreabrió los ojos y oyó de nuevo los gritos infantiles fuera de la casa. Movió varias veces la cabeza y pensó que todo había sido un sueño, aunque se extrañó al ver montoncitos de nieve por el suelo junto a la chimenea…

−¡Vaya¡ ¡Sólo ha sido un sueño…!

Y llegó la noche. Héctor no había preparado nada especial para la cena. Abrió el frigorífico y sacó un poco de jamón, un trozo de queso y una botella de vino. Y ya se disponía sentarse cuando llamaron de nuevo a la puerta.

Héctor se levantó refunfuñando y cuando abrió allí estaba de nuevo Riquelme, el gnomo del sueño, que sonriente le dijo:

−¿Dispuesto a hacer realidad tu sueño?

El anciano se rascó la cabeza e hizo una mueca como de no entender nada. No tenía palabras pero Riquelme continuó hablando:

−Venga hombre. Tienes que contestar ‘sí’ para que se haga realidad.

−Sí…-contestó Héctor dubitativo.

Y entonces comenzó a sonar su música favorita. Se abrió la puerta del dormitorio y salió su mujer. Él la recibió con los brazos abiertos y bailaron sin parar toda la noche, abrazados, mirándose a los ojos, sin que mediara una palabra porque no era necesario.

A la mañana siguiente Héctor despertó sonriente, feliz. Pensó que lo había soñado pero cuando salió al salón los muebles aún estaban separados formando una pequeña pista de baile.

Abrió la ventana de par en par y se llenó de aire los pulmones. Se sentía en paz consigo mismo y comprendió que no merecía la pena vivir enfadado y apartado de aquellos que le querían. Entonces se prometió a sí mismo volver a sonreír, contactar con su hijo, conocer a su nieto y vivir lo que le quedara de vida con otra actitud. Luego se vistió y fue al pueblo, al bar de Benito, a encontrarse con sus amigos.

Héctor pasó el resto de las Fiestas con su hijo y su nieto. Y aunque él entonces no lo sabía, aquella fue su última Navidad.

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El trébol de cuatro hojas

Desde el Blog ‘Acervo de letras’ el Vadereto de  este mes de diciembre está dedicado a la Navidad.

Cuando Charly enfermó todo se desmoronó a mi alrededor. Al shock del diagnóstico se unió el miedo al tabú en que siempre ha venido envuelta una enfermedad como el cáncer. Pero enseguida nos encontramos con un personal sanitario experto, con un largo recorrido y una enorme calidad humana que nos asesoró y nos inyectó un buen chute de esperanza. Poco a poco percibimos que estábamos en marcha, sin bajar la guardia, pero con buen ánimo o así lo viví yo que conjugué la enfermedad en segunda persona.  

Casi sin darnos cuenta nuestras vidas ya habían entrado en una nueva dinámica. Sesiones de quimio, ingresos, pequeñas estancias que alternaban el hospital y la casa…Sin querer habíamos normalizado algo tan anormal como padecer una enfermedad. Y a pesar del miedo y la incertidumbre, despojamos la situación de cualquier dramatismo. Animar a Charly, acompañarle en este inesperado viaje, era nuestra máxima preocupación ¿Por qué no podía ser él uno de los llamados a salvarse? ¿Por qué no iba a sobrevivir? Las estadísticas señalaban un margen de supervivencia pequeño, pero a fin de cuentas, a alguno le tenía que tocar ¿por qué no a él?

El tiempo transcurrió ahora no sé si demasiado lento o más o menos rápido. Estábamos tan inmersos en un presente continuo, en un día a día sin más, que no sé muy bien cómo pasó para él aunque casi seguro demasiado largo. Recuerdo que aquel año pasamos puentes y Navidades entre ingresos y tratamientos y que pasó el otoño, el invierno, la primavera, y que llegando el verano siguiente todo se había acabado. Ahora tocaba esperar que la cirugía y los tratamientos tuvieran el efecto deseado, cosa que sabríamos mediante las sucesivas revisiones.

Charly desprendía vitalidad y energía, se revelaba contra los efectos secundarios, tal vez por eso todos le daban por ganador y yo también, hasta que un día, a mediados del verano siguiente, volvió a quejarse de un ligero dolor en el abdomen y un pequeño bulto a la altura de uno de los pulmones, asomó por la espalda. Una gammagrafía, una ecografía y un TAC revelaron el regreso de la enfermedad, la metástasis. Algo que los médicos llaman ‘recidiva’. Desgraciadamente no había marcha atrás. Unas sesiones de quimio y radioterapia para prolongar un poco el fatídico final y tratamientos paliativos, esas fueron las únicas alternativas.

Nunca hablamos del final. Charly lo sabía o lo intuía pero no preguntaba, no quería saber, no quería poner palabras… Yo temía que me preguntara. Todos callábamos pero todos sabíamos…

Para octubre ya había perdido mucho peso aunque seguía lo suficientemente fuerte como para celebrar una barbacoa con toda la familia. Fue un anticipo de la Navidad. Recuerdo que hubo risas, comida abundante, cantos alrededor de una hoguera, brindis por la vida y un halo de nostalgia que lo impregnaba todo. A veces las imágenes se pierden en mi cabeza y aunque quiero recordar qué sentía, el dolor me impide recordar todo aquello que no fuera dolor o un amargo sabor a despedida.

Después de aquella celebración el deterioro se precipitó y para la siguiente Navidad Charly apenas podía tragar así que no hubo cena, sólo estuvimos con él viendo la película que dieron por la TV: ‘Mary Poppins’. Al día siguiente ingresamos en el hospital donde pasamos fin de año y el día de Reyes.

Ya sé que sobre la noche de Reyes corren muchas historias inventadas para alimentar la fantasía de los niños y que Charly, aunque muy joven, tenía suficiente edad como para distinguir realidad y ficción. Yo sólo voy a contar lo que ocurrió sin pretender convencer pero sin negar lo sucedido.

Aquella noche ninguno de los dos podía dormir. Estuvimos hablando hasta muy tarde. Sentada en la butaca frente a él recordaba cómo era esta fecha cuando él y sus hermanos eran pequeños. Charly y yo fantaseábamos sobre deseos cuando de repente una luz brillante entró directa desde la ventana y un Rey Mago, que dijo llamarse Melchor, apareció ante nosotros. Charly se sentó en la cama de un salto y yo me puse de pie a su lado y le tomé de la mano:

−Hola Charly, este año te ha tocado a ti el ‘trébol de cuatro hojas’. No te asustes. Estas cosas pasan lo que ocurre es que nadie las cuenta porque son increíbles. A ver ¿Qué sueño quieres hacer realidad esta noche? No puedo obrar milagros pero sí conceder sueños.

Charly y yo nos miramos sin dar crédito a lo que sucedía:

−Pide algo hijo ¿Qué desearías soñar? –le dije animándolo.

Entonces Charly se levantó y susurró algo al oído de Melchor que lo escuchaba muy atentamente.

−Si eso es lo que quieres, concedido. Vuelve a la cama e intenta dormir…

La luz se apagó y el Rey Mago desapareció. Unos instantes después Charly dormía plácidamente mientras su rostro dibujaba una amplia sonrisa. Yo me acomodé en la butaca hasta que el sueño, poco a poco, se fue apoderando de mí.

Cuando desperté pensé que nada había sido real. Miré a Charly que aún dormía con las manos apoyadas bajo su regazo. Me acerqué para llamarle pero no respondía. Su rostro estaba lívido y su cuerpo tibio. Entonces comprendí que todo se había terminado. Le tomé de la mano y un trébol de cuatro hojas, salpicado de rocío, se deslizó sobre las sábanas. Entonces, sólo entonces, comprendí el motivo de su sueño y el deseo que le concedió Melchor.

Puede que la muerte no sea un final sino un nuevo comienzo o eso quiero creer. Y a pesar de los años transcurridos  desde entonces, cada Noche de Reyes espero que me toque en suerte el trébol de cuatro hojas para poder hacer realidad un sueño: volver a ver a Charly.

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‘El Faro’

Desde el blog ‘Divagacionistas’ la convocatoria de este mes invita a participar escribiendo un relato sobre el tema ‘FARO’.

Todo comenzó aquella madrugada de radio cuando llamé al programa ‘El Faro’ para participar en la sección ‘Suena la vida’. Después de unos minutos de amable conversación Mara Torres, la conductora del programa, me invitó al estudio para una entrevista en directo, pues aunque suele llevar a personajes públicos conocidos y famosos, consideró que yo podría simbolizar a esa ciudadanía que sólo se representa a sí misma. Y acepté a condición de mantener el anonimato y ser la voz del pueblo, una de tantas oyentes que escuchan la radio durante las largas madrugadas de insomnio o trabajo.

Las preguntas tenían que ver con cada una de las etapas de la vida, con las personas que sucesivamente fueron confluyendo en ella, incidiendo de manera particular en aquellas que mayor influencia haya podido ejercer o hayan sido determinantes a la hora de forjar la identidad, y sobre aquellas otras que hayan arrojado luz en los momentos más confusos o hayan inspirado respuestas en situaciones difíciles, es decir, aquellos seres de luz o faros-guías cuya presencia nos hayan marcado. Como colofón final, la entrevista concluye con una pregunta que gira en torno a un ‘faro’, animando al invitado o invitada –yo en este caso- a que se visualice en él junto a otra persona mientras suena de fondo su música favorita. Y porque no hay faro sin mar, acabamos hablamos de la influencia, la importancia o la impronta que éste haya podido dejarnos así como su mayor o menor presencia y protagonismo en el momento actual.

Recuerdo que la conversación transcurrió serena, tirando de recuerdos, mencionando a todos aquellos que han sido relevantes en mi vida porque en algún momento han servido de guía, empezando por mi padre hasta llegar a mi hijo, los dos faros que más han iluminado mi camino.

Un faro es metáfora de estabilidad, firmeza, perseverancia, orientación, iluminación…Y entonces la periodista me preguntó: «¿Quién es el faro de tu vida?» Después de pensarlo unos segundos no supe qué contestar. Y es que en esta etapa no hay un faro que me conduzca porque sobre todo yo me he transformado en el faro que ilumina otros caminos desde la distancia. Una luz encendida en la oscuridad, un refugio, un hogar, una mano amiga… Y esta es la misión que a estas alturas me toca desempeñar.

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El milagro de cada día

Esa semana en Relatos Jueveros, desde el Blog de ‘Mariana Pussó’ se nos invita a escribir sobre el vino. El enlace conecta con un artículo del periódico El País, muy interesante, dedicado a las Bodegas De Müller que oficialmente surten de vino de misa a la Santa Sede.

El sacristán preparaba los ornamentos sagrados para la liturgia. Abría una de las cajoneras de la sacristía y desplegaba sobre ella las vestiduras sagradas para la misa. Luego se acercó a una de las vitrinas y cogió el cáliz y la patena de plata y se dispuso a rellenar las vinagreras de agua y vino. Después, de dirigió a una pequeña despensa donde se guardaba la botella de vino, importada desde las bodegas De Müller, situadas en Reus, Tarragona (España), encargadas desde 1883 de elaborar el vino de misa.

Benigno, el sacristán, acostumbraba a tomarse una copita a escondidas del párroco, y en veinte años que llevaba en el oficio, jamás lo habían descubierto. Así que, como cada día sacó una copa y la llenó de aquel néctar de los dioses para después saborearlo plácidamente antes que llegara el sacerdote a la hora de la misa.

Aquellos viñedos catalanes se habían ganado a pulso el privilegio de ser los primeros del mundo el convertirse en Proveedores de la Santa Sede y él daba fe de ese delicioso sabor protagonista del misterio de la eucaristía que cada día, don Anselmo realizaba a la vista de todos.

El acólito se sentaba en un magnífico sillón del siglo XIX, tapizado en terciopelo encarnado, y echaba la cabeza para atrás mientras cerraba los ojos y dejaba embriagar su ‘espíritu’ por los sueños que acudían ‘sin palabras’ a su cabeza mientras se calentaba el estómago con pequeños sorbos. Tan abstraído estaba que aquel día, ante la tardanza del párroco, bebió varias copas seguidas y cuando quiso incorporarse experimentó cierto desequilibrio que le advirtió del posible lío en el que se había metido. Más aún, observó que en la botella apenas quedaba vino para la misa y no podía disponer de otra pues el resto se guardaban bajo llave en la vivienda parroquial. Alegre como estaba, a Benigno no se le ocurrió sino rellenar lo que faltaba con agua y disimular como si nada hubiera pasado.

Finalmente el párroco llegó y al finalizar la misa le dijo al sacristán:

−Benigno, hoy he notado el vino un poco más flojo de lo habitual, ¿será que no obró el milagro de la eucaristía?

A lo que el Benigno respondió:

−Hay que ser humildes señor, no siempre se pueden obrar milagros…

-Jaque mate Benigno, jaque mate…-respondió el cura condescendiente.

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El viaje a ninguna parte

Este mes Vadereto y Alianzara proponen un desafío conjunto y nos invitan a escribir tomando como referencia el ‘espacio’ donde acontece y se desarrolla la trama, la historia.

Paul se sube al autobús en dirección al aeropuerto. Está cansado así que se desploma sobre el asiento y pega la cabeza al cristal de la ventanilla. El frio en la sien le hace sentir un ligero alivio. La cabeza le bulle. Demasiadas emociones contenidas en los dos últimos días. En aquel instante recuerda que no ha dormido nada las últimas 48 horas y se siente roto. Se acomoda. Echa la cabeza hacia atrás y mira el reloj: aún le quedan cuarenta minutos de trayecto. Cierra los ojos y el sueño le atrapa…

De repente el fuerte traqueteo le sacude de un lado a otro y la cabeza cae y golpea el respaldar del asiento de delante ¿Dónde está? No reconoce el lugar. Se incorpora y mira de nuevo el reloj: ¡ha pasado más de una hora! ¿Y el aeropuerto? ¡Hace veinte minutos que quedó atrás! Sale al pasillo, camina entre los asientos vacíos y se acerca al conductor que al verle por el retrovisor le grita furioso:

−¿Qué hace usted aquí?

−Iba al aeropuerto y me quedé dormido –comentó Paul balbuceando.  

−¡Siéntese por el amor de dios!–le ordenó el conductor−. Es usted un imbécil. Permanezca callado y no me cree más problemas.

Paul no comprende lo que ocurre pero intuye que no es una situación normal. El autobús va demasiado rápido por un camino de tierra y campos a ambos lados. Suenan las sirenas y se divisan dos coches patrullas de la policía que pretenden darles alcance aunque el autobús zigzaguea para evitarlo. El conductor habla por el móvil:

−Ha surgido un imprevisto y llevo un paquete. No, no habrá problema, seguro. Me desharé de él en cuanto llegue.

El camino se estrecha y los coches patrullas tienen que hacer cola detrás hasta que inesperadamente el conductor frena en seco y los coches se estrellan uno contra otro y ambos contra el autobús. Y en una experta maniobra y con la parte trasera deshecha, el vehículo continua su camino dejando a la policía fuera de juego.

El chofer se ríe a carcajadas:

−¿Has visto eso? –presume sonriendo a Paul.

−Sí, sí que lo he visto…Muy inteligente por tu parte –afirmó algo asustado.

Apenas unos minutos después se desvía por un carril a la izquierda hasta desembocar en un antiguo hangar con un viejo cobertizo abierto de par en par donde el autobús aparca.

Paul respira hondo, aliviado, aunque con gran incertidumbre al no comprender que estaba pasando, y sobre todo, qué sería de él… Y entonces el chófer se levanta de su asiento, se dirige hacia él y apuntándole con una pistola en la frente dice muy serio:

−Esto no estaba previsto pero mi causa no me permite dejarte con vida…

Paul cierra los ojos y escucha el sonido de un disparo al tiempo que oye una voz :

−Lástima que te pasaras la parada del aeropuerto…Aeropuerto…Aeropuerto…

Alguien le zarandea una y otra vez. Abre los ojos y ve el rostro del conductor frente a él:

−Señor, hemos llegado al aeropuerto, despierte o perderá su vuelo…

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El último viaje

Esta semana desde el blog ‘El Demiurgo de Hurligham’, el reto juevero nos invita a escribir sobre ‘una caja misteriosa’

Nada más despegar el avión, Emma sintió un pellizco en el estómago y pitidos en oído izquierdo. No lo dudó. Aquellas señales no vaticinaban nada bueno. Lo sabía. Sabía desde pequeña que aquellas sensaciones en su cuerpo presagiaban alguna calamidad. Lo presintió a los 12 años cuando sucedió el accidente en el que murió su madre. Aquel día ella se anticipó y experimentó los mismos indicios. Años después sucedió otro tanto con su abuela, el día que murió de un infarto de miocardio después de saber por la TV que había ganado la primitiva, aunque resultó ser una discreta cantidad. O cuando se prendió fuego en la cocina, según ella por dejarse encendido un tostador, según los bomberos por un cortocircuito. O cuando subió a la noria con sus amigos y se quedaron toda la noche parados en el punto más alto… En fin, a Emma la precedía una larga lista de desgracias e infortunios, por lo que se consideraba a sí misma un poco gafe. Y siempre, a tales acontecimientos, le precedían aquellos síntomas corporales.

El vuelo parecía transcurrir con total normalidad aunque Emma no dejaba de sentir cierta inquietud y rezaba para que todo fuera bien. No se perdonaría otra desgracia. Se sentía responsable de las numerosas vidas de quienes la acompañaban en aquel viaje y que conste que nunca habría volado si no fuera necesario.

Y en esas estaba, cuando el capitán avisó que el aeropuerto ya estaba cerca. A continuación hizo las correspondientes advertencias y todos se colocaron en sus asientos para preparar el aterrizaje. Entonces, de repente, se escucharon sonidos extraños y el avión comenzó a descender en picado. Emma no dejaba de repetirse: «Lo sabía. Sabía que algo iba a suceder». Una azafata advirtió que nadie se moviera del asiento y que estuvieran alerta, que si saltaban las mascarillas siguieran el protocolo. Por la ventanilla se podía ver como el avión descendía rápido y se acercaba a la pista, hasta que el tren de aterrizaje tocó el suelo a tanta velocidad que el capitán no pudo frenar y el avión se salió de la pista para estrellarse contra unos matorrales. Afortunadamente no hubo víctimas mortales pero sí numerosos heridos y grandes destrozos en el fuselaje.

La investigación de la ‘caja negra’, testigo mudo de toda la actividad del vuelo, no desveló fallos humanos ni del motor, concluyendo que el accidente se había producido por causas ‘desconocidas’. Una vez conocido el informe, Emma decidió no viajar nunca más en avión.

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El lobito bueno

Esta semana desde el Blog de Nuria, ‘Relatos jueveros’ nos invita a escribir sobre la figura del lobo feroz. Este relato está inspirado en la poesía de Goytisolo “El mundo al revés”: Érase una vez/ un lobito bueno/ al que maltrataban/todos los corderos…

Mikel vivía con su abuelo en el monte y cada día salía a pastar con sus ovejas pues el abuelo era muy mayor y de aquel rebaño dependía su subsistencia.

Por las noches se sentaban junto a la chimenea y el abuelo contaba historias y enseñaba a Mikel los secretos de la naturaleza para aprender del cielo, del viento, de las plantas y sobre todo a defender el rebaño del asedio de su mayor enemigo: el lobo. «Como sabes -le explicaba el abuelo- los lobos sienten debilidad por las ovejas. Son sus presas favoritas. Por eso cuando pases la noche fuera debes encender una hoguera y el fuego los espantará».

Cuando llegó el invierno y Mikel llevó el rebaño a pastar al valle, como debía hacer noche, el abuelo le preparó comida y le instruyó sobre dónde debía quedarse. Así, Mikel emprendió el camino mientras Canelo, el perro, pastoreaba y dirigía a las ovejas ladera abajo.

Justo cuando el sol se ponía encontró el refugio. Estiró la manta en el suelo y se dispuso a recoger leña para encender la hoguera. Luego sacó un trozo de queso y comió hasta saciarse. La noche estaba fría pero calma. No se movía una hoja. Y bajo aquel cielo estrellado, cansado como estaba, se durmió.

De repente escuchó los ladridos de Canelo. Las ovejas balaban sin parar y un enorme aullido lo sacó del sueño. Se levantó y vio que el rebaño hacía un corrillo. Corrió y corrió. Vio sangre en el sueño y cuando se acercó comprobó a varias ovejas atacando a un lobezno que apenas le dada la vida para intentar defenderse. Las ovejas habían perdido su candor y docilidad y parecían fieras enfurecidas mientras el lobito, indefenso, era maltratado por todas…

Mikel y Canelo consiguieron separarlas. El joven pastor  cogió entre sus brazos al pobre lobito. Lo curó, le dio algo de comer y el lobito lo siguió de vuelta a casa.

Dicen que el lobezno se hizo mayor acompañando a Mikel y a Canelo a pastorear las ovejas y ningún otro lobo volvió a acercarse al rebaño nunca más.

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«La ridícula idea de no volver a verte…»

Desde el Blog de Critina ‘Alianzara’ el reto de este mes nos invita a escribir a partir del título de un libro. En mi caso he elegido el de Rosa Montero “La ridícula idea de no volver a verte”.

Esta es la crónica de un absurdo, que comenzó una mañana cualquiera de un tibio día de febrero. Recuerdo que dijiste que te dolía la espalda y yo no quise hacerte caso. Eras un quejica, un exagerado y un miedoso. Tus constantes augurios derrotistas me hacían verte como un pájaro de mal agüero. Por eso pasó casi un mes antes que te hiciera caso, y después de poner en práctica varios remedios caseros, decidimos ir al médico. Y delante de mí, haciéndote el valiente, dijiste que casi no sentías dolor, cuando yo sabía que no podías dormir.

Salimos de la consulta con varias peticiones para diversas pruebas: tac, resonancia, radiografía… «¿Y para un dolor de espaldas tantas pruebas?» «Esto no va a ser nada bueno». Dijiste enfurruñado, con el ceño fruncido y el optimismo que te caracterizaba… Yo comenté que no te preocuparas, que las pruebas eran indoloras, que tuvieras paciencia: «todo va a salir bien…» dije positiva. Aunque, la verdad, en mi interior tenía mis miedos y dudas.

Al cabo de varios días estábamos de nuevo en consulta, sentados en el despacho frente al médico, mientras él miraba las imágenes y leía los informes atentamente. Aquellos escasos dos o tres minutos pasaron como una eternidad y aquel silencio me producía un gran recelo. Mi temor aumentaba por momentos. Hasta que finalmente el doctor sentenció: «es un tumor maligno y es inoperable».

En aquel instante dejé de escuchar. Sólo podía oír la repetición constante de aquella frase en el interior de mi cabeza: «es un tumor maligno, es inoperable, inoperable…».

Después, en casa, estuvimos hablando. Los dos teníamos claro que en semejante circunstancia, mejor ‘poco y bueno que mucho y malo’. El pronóstico era de unos siete meses así que nos liamos la manta a la cabeza y tiramos la casa por la ventana. Vendimos todo menos nuestro piso: la moto, el terrenito en el campo, mis joyas… Reunimos una suma importante junto con los ahorros y el dinero de la herencia de tu padre que teníamos reservado para la vejez. Y a la vista de los acontecimientos y con un tratamiento paliativo para el dolor, decidimos viajar. Compramos un globo terráqueo, de esos escolares que giran. Le dábamos una vuelta y poníamos el dedo para elegir destino. Hicimos una lista por orden de preferencia y nos fuimos a una agencia de viajes para que nos ajustara el presupuesto de vuelos y hoteles.

La ridícula idea de no volver a verte’ me pasaba por la cabeza una y otra vez. No concebía la vida sin ti y no queríamos esperar la muerte sin más. Queríamos vivir a tope mientras la enfermedad lo permitiera y luego, para el trayecto final, alquilamos una preciosa casa en la costa, junto a una pequeña cala donde habías decidido descansar para siempre.  

Asistimos a la ópera en Sídney, al Carnaval de Venecia, al Moulin Rouge de París y la Scala de Milán… Visitamos algunos países de Europa y Asia. Cuatro meses inolvidables hasta que se nos acabó el dinero y llegó el momento de iniciar el camino de vuelta.

Durante el trayecto, como era un viaje largo, no paramos de recordar anécdotas, lugares, comidas, amaneceres, puestas de sol… Yo te veía mejor aspecto, más animado y fuerte. Tanto es así que de vez en cuando pensaba si el Altísimo no habría obrado un milagro y te habría curado… Y en esas estábamos cuando sonó tu móvil. Te pregunté con un gesto que quien era, me hiciste una señal con la mano para que esperase. Sólo te oía afirmar muy serio: «sí, sí, sí». Me preocupé. Cuando acabó la conversación tu cara estaba blanca como una pared. Apenas pudiste balbucear: «Era de la clínica, creo ha habido un error. Tengo que hacerme otra vez las pruebas». Y luego, lleno de ira, repetiste varias veces: «¿Un error?» «¿He abandonado mi trabajo y nos hemos gastados los ahorros de toda una vida por un error?» Yo te dije que te calmaras, que no te precipitaras, que fueras positivo, que en el mejor de los casos yo sólo había pedido una excedencia y con mi sueldo podíamos vivir. Pero tú te agobiaste y te enfadaste muchísimo. Golpeaste la mesa. Dijiste que los demandarías, que había sido injusto hacernos pasar por todo esto para nada… Y entonces sucedió. De repente te costaba respirar. Te tocabas el brazo izquierdo, te llevaste la mano al pecho y antes de darme cuenta te derrumbaste.

Llamé a urgencias. Vinieron enseguida. Estuvieron treinta minutos reanimándote pero no pudieron hacer nada. Habías sufrido un infarto agudo de miocardio. Y unos segundos después habías muerto.

A pesar del tiempo transcurrido, ‘la ridícula idea de no volver a verte’ me sigue rondando continuamente la cabeza. Todo me parece ridículo e insensato y no puedo dejar de pensar en la absurda circunstancia de tu muerte. Y aunque ha pasado casi un año, no he dejado de extrañarte y mitigo mi soledad recordándote y recordándonos.

©lady_p