Un verano sobre ruedas

Este mes de octubre, desde el blog ‘Acervo de letras’, en vadereto se nos invita a escribir un relato sobre ‘El Bazar’.

Recuerdo que la casa de mi abuela era muy grande o al menos así la conservo en mi memoria. Se trataba de la primera planta de una finca con sólo dos viviendas. Hasta cinco balcones daban a la calle. Me acuerdo de su disposición circular: si girabas a la izquierda podías atravesar todas las habitaciones para acabar en el punto de partida. Las estancias eran grandes, con techos muy altos y suelos con losas blancas y negras como un tablero de ajedrez. Una escalera empinada daba acceso a una azotea con dos cuartos y un lavadero donde de pequeña jugaba con mi prima Ani. Ella y sus padres vivían con la abuela y nosotros, o sea, mis padres, mis hermanos y yo, vivíamos no muy lejos de allí. Tendría unos doce años y me había aprendido el camino, por eso mi madre me dejaba ir sola a visitar a la abuela y quedarme los fines de semana a jugar con mi prima.

Ani y yo nos llevábamos apenas dos meses porque yo soy sietemesina. Todo el mundo creía que éramos hermanas y, a decir verdad, nosotras así nos sentíamos e incluso cuando conocíamos a otros niños, nos presentábamos como tales. Estábamos muy unidas y aquel verano resultó ser muy especial porque nos divertimos muchísimo.  

Nuestro lugar de juego eran las dos habitaciones altas que también funcionaban a modo de trastero. A mi abuela no le importaba que sacáramos los tiestos siempre y cuando los volviéramos a guardar. Ani tenía una imaginación desbordante y a todo le daba utilidad cuando montaba el escenario de juego y ponía en marcha sus fantasías.

Un buen día, cuando iba de camino para verla, me paré en el escaparate de un Bazar. Me llamaba la atención que vendieran tantas cosas que se parecía un poco al trastero donde jugábamos. Había muebles, cuadros y toda clase de objetos grandes y pequeños. El señor que lo regentaba era un hombre mayor que permanecía de pie, firme, en la puerta. Iba muy arreglado y se tocaba el bigote cada dos por tres mientras fumaba un puro. De repente me di cuenta de que me miraba fijamente y con una media sonrisa me preguntó: «¿Buscas algo?». Yo le contesté que no, que me había parado allí porque me recordaba al trastero de mi abuela. Entonces le conté que ella conservaba el reclinatorio que su madre  llevaba a la iglesia. Por aquel entonces muchas señoras tenían su propio reclinatorio y eso significaba que era alguien «de bien’». «Y eso ¿qué significa?» me preguntó riendo. «No sé-contesté- es lo que dice mi abuela». Y ya iba a echar a andar cuando el señor se acercó y me dijo: «Pareces una niña muy espabilada. Dile a tu abuela que si quiere vender los tiestos yo se los compro».

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Cuando llegué a casa le conté a mi abuela lo que había pasado. Ella se quedó pensativa y al cabo de un buen rato se acercó para decirnos que no le parecía mala idea deshacerse de todo aquello y dejar libres los dos cuartos. Así tendríamos sitio para jugar y colocar nuestros juguetes. Todo aquello no era sino un «nido de polvo y de bichos» decía. Pero a mi prima y a mí no nos hizo gracia porque a nosotras nos encantaba fantasear y jugar con todo aquello. Ani me comentó al oído que no tenía que haberle dicho nada y hasta se enfadó conmigo. Estuvimos todo el día de morros, sin cruzar palabra, aunque yo le pedí perdón varias veces.

El caso es que la abuela nos sugirió clasificar los tiestos y separar los muebles y cuadros de otros objetos. Nos llevó todo un fin de semana ordenar aquel batiburrillo. «Ya de paso –dijo la abuela- le limpiáis el polvo y barréis el suelo». Acabamos exhaustas, pero todo quedó perfecto. Algunos muebles solo estaban arañados, y aunque no tenían muy buen aspecto aún servían. Los colocamos todos alrededor de la habitación unos al lado de otros, bien visibles para cuando viniera el señor del Bazar.

En menos de una semana fue a ver los muebles y llegó a un acuerdo con mi abuela. Al día siguiente un camión paró en la puerta. Ani y yo comprobamos cómo dos jóvenes bajaban la cómoda, las mesitas de noche, varias sillas, una mesa, una lámpara de pie, un revistero, el reclinatorio y cosas varias. Nos quedamos algo tristes cuando se marcharon pero mi abuela, por la tarde, nos invitó a salir a merendar para celebrarlo. Nos dijo que nos laváramos las manos, la cara, nos peináramos y nos arregláramos bien. Salimos y cuando pasamos por delante del Bazar, don Rogelio -que así se llamaba el dueño- nos invitó a entrar. Mi abuela aceptó encantada. Nosotras nos miramos muy serias porque aquel señor era poco más o menos nuestro enemigo.

Ya llevábamos un buen rato cuando don Rogelio le dijo a mi abuela: «No las hagamos esperar más». Descorrió una cortina y dejó visibles dos bicicletas nuevas: «Elegid una cada una. Son vuestras». Ani pilló la roja y yo la azul, mi color favorito.

Entonces lo comprendimos. La abuela había vendido todos aquellos muebles y en lugar de aceptar dinero, nos compró unas bicicletas…

El resto del verano lo pasamos de un lado a otro con las bicis. La abuela bajaba de vez en cuando a tomar un té con don Rogelio y mientras ellos hablaban nosotras jugábamos en el almacén, donde permanecían alojados nuestros antiguos muebles y el viejo reclinatorio. Y durante unos años aquel Bazar formó parte de nuestras vidas…

Un buen comienzo de curso…

Desde el blog ‘Acervo de letras’ el Vadereto de esta semana nos invita a escribir sobre ‘bendita paciencia…’.

Esta es una historia real. O sea, cualquier parecido con la realidad no es pura coincidencia…

A lo largo de años de enseñanza una se ha tropezado con todo tipo de alumnos. Para mí es, sin lugar a dudas, una de las mejores profesiones aunque por desgracia, ni está suficientemente valorada ni goza del reconocimiento y  prestigio social que merece. Yo me atrevería a decir que más que una profesión se trata de una vocación, porque requiere de ciertas cualidades, paciencia y valores, que no cualquiera posee.

Si todo marcha bien los alumnos son un portento y si sale mal el profesor es un matraca… Algunos padres se muestran colaboradores y comprensivos, facilitan la labor y forman un tándem necesario para la tarea educativa.  Otros en cambio, se alinean unilateral e incondicionalmente del lado de su hijo, para bien o para mal, y la labor del profesor se ve entorpecida.

Conservo en mi memoria muchas anécdotas divertidas, otras no tanto claro, hay de todo. Pero a propósito del tema en cuestión, recuerdo esta que narro a continuación.

Aquel curso fue especialmente complicado. Estrenábamos centro. Todo estaba nuevo, impoluto. Pero a falta de alumnos de la zona llegaron otros de diversa procedencia. Estábamos de acuerdo que debíamos ser pacientes y armarnos de valor para que no se nos fueran de las manos. Y aunque nos hicimos una idea a priori, la realidad fue un gran choque porque aquellos niños venidos del campo, acostumbrados a trabajar mucho y leer poco casi, no sólo no pronunciaban con claridad y costaba entenderlos sino que carecían de la más mínima disciplina.

Yo había organizado el aula con las mesas dispuestas de dos en dos, formando tres filas. Les dejé sentarse libremente, dónde cada uno quiso. Nada más comenzar la clase, lo primero de todo fue presentarme y pasar lista para conocerlos. Cada cual aportaba unos pocos datos sobre sí mismo y contaba de dónde venía a la par que expresaba sus expectativas. Fue muy interesante hasta que nombré a Vicente, Vicente de la Calle Ruíz para más señas. Era muy bajito para su edad. Delgado y con unos ojos muy expresivos. Venía de una escuela rural. Era tímido y casi no le salía la voz de cuerpo. Con un hilo de voz contó que sus padres trabajaban en el campo y que como él les tenía que ayudar, había faltado mucho a la escuela el curso anterior y que por eso repetía. Dijo que era el mayor de cuatro hermanos, dos niñas y dos niños. Que era culé y que esperaba hacer amigos. Iba a nombrar al alumno siguiente cuando levantó la mano y dijo:

−Maestra, me se…

Y yo de inmediato le corregí…

−No se dice ‘me se’ Vicente, la semana siempre antes que el mes. Se dice ‘se me…’

−Ya maestra –contestó insistente- yo lo que quiero decir es que si ‘me se…’

−A ver hijo, ¿ qué es lo que no entiendes?. Te repito, se dice ‘se me’ no ‘me se…’

−Lo he entendido, pero es que le quiero preguntar si ‘me se…’

−Mal empezamos Vicente –le dije en tono cariñoso y paciente. A mí no me importa repetir las cosas tantas veces como sea necesario, para eso estoy aquí. Pero te estás empeñando tontamente. ¿Necesitas que te ponga un ejemplo?. A ver: “ ‘se me’ cayó el libro no ‘se me’ cayó el libro”. ¿Está más claro ahora?

−Si maestra, pero ¿me deja poner a mí otro ejemplo? A ver: «maestra ¿’me se-paro’ de mi compañero? Es que no la veo…»

La carcajada fue monumental y mi cara un poema. Desde aquel día Vicente cayó en gracia. Hizo amigos y hasta aprobó el curso.

Respecto a mí, disfruté muchísimo aquel primer encuentro y me reí hasta que me dolieron las mandíbulas. No obstante el curso fue muy duro y tuvimos ciertos desencuentros, pero Vicente resultó ser mejor alumno de lo esperado y sorprendentemente la ‘bendita paciencia’ y el cariño funcionó a las mil maravillas con él. Por eso y por mucho más, se quedó en mi memoria para siempre.  

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Un encuentro de lo más incómodo

Desde el blog de ‘Neogéminis’, el encuentro juevero de esta semana se nos invita a escribir sobre un ‘personaje descontextualizado’. Esta es mi aportación.

A veces –como en este caso- no es necesario imaginar personajes ficticios que protagonicen una historia inventada porque la propia vida, cuando empieza a ser larga, contiene todo tipo de situaciones que pueden ayudar a ilustrar el ‘tema juevero’ de la semana. Así que echo mano de la memoria para contar una historia real, vivida en primera persona acorde al tema propuesto por Mónica.

Para empezar debo aclarar que me he dedicado a la enseñanza. Por mis manos han pasado muchos alumnos a una media de ciento veinte por año. Ha habido de todo, buenas y malas cosechas. Todos se han abierto camino y hoy son hombres y mujeres profesionales en muchos campos.

Durante los primeros años viví en la misma localidad donde trabajaba. Les veía hacerse mayores y no les perdía la pista. Pero luego me mudé a otra localidad y ese contacto más cercano se limitó al círculo del instituto, a las clases, al aula. Y una vez acaban no sabía nada más de ellos.

Es fácil comprender que ellos se quedaran con una imagen mía petrificada y con pocos cambios en el tiempo. Ellos, en cambio, pasaban de adolescentes a hombres y mujeres. Cambiaban el peinado, el cuerpo se estilizaba, crecían y algunos se dejaba crecer la barba. Imposible recordarlos a todos. Resultaba fácil retener los extremos: los brillantes y los más traviesos o conflictivos. Por eso ellos me han seguido saludando y yo muchas veces he respondido sin saber quiénes eran…

Y esta fue la situación incómoda que viví, cuando al cabo de los años se me acercó un antiguo alumno, que dio por hecho que lo reconocía.

Recuerdo que estaba de compras en un centro comercial local y de repente se me plantó un chico delante con una inmensa sonrisa…

−Hola ¿no te acuerdas de mí? Soy David, tu alumno favorito…−dijo con un tono de sorna.

En mi cabeza se fueron abriendo archivos y carpetas de antiguos alumnos: «A ver…David…David… ¿Bueno o malo?»

−Espera que te localice, has cambiado mucho…

−Sí mujer, ¿no te acuerdas? Claro, llevaba el pelo muy largo y ahora rapado…¿Te acuerdas que me suspendiste pero me diste otra oportunidad…?

«Madre mía…Carpeta de ‘pelos largos y segundas oportunidades…’ Pero quien es este…Y piensa que sé en qué centro estuvo y no tengo ni idea…»

−Sí, David, David Fernández Pérez. Luego le diste clases a mi hermana Azucena, dos años después. Tenemos muy buen recuerdo de ti, sobre todo cuando fuimos de excursión a Port Aventura y me perdí…Bueno, dije que me perdí pero estuve todo el rato subido en la ‘Montaña Rusa’…

« David, pelo largo, segunda oportunidad, hermana Azucena…Nada. Mente en blanco. Eso sí, recordé que ‘alguien’ se perdió en un viaje y nos llevamos un gran disgusto». Y sin poder soportar más aquel tormento dije sonriendo:

−¡Ah claro, David!¡Ahora caigo! Vaya susto que nos diste −dije no muy − estuvimos a punto de llamar a la policía. Y ¡qué es de tu vida…?  

¿Quieren saber la verdad? Nunca recordé con claridad, a David…Su imagen acudía borrosa a mi mente y me sentía mal por ello. Pero a pesar de mi olvido el encuentro fue muy agradable, porque siempre es un placer y una satisfacción que te recuerden con cariño…

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Un insignificante detalle…

Desde el blog ‘Acervo de leytras’ el Vadereto de este mes de agostó nos invita a contar una historia inspirada en una imagen de las varias propuestas, Esta es la mía…

A propósito de las muchas series que actualmente circulan en las diferentes plataformas, recordaba con unas amigas una de ciencia ficción que estrenaron en TV cuando éramos adolescentes y que iba de extraterrestres. Se llamaba ‘Los Invasores’. En cada episodio, el protagonista, David Vincent,  se afanaba por denunciar una conspiración de estos seres venidos desde otro planeta, dispuestos a apropiarse de la Tierra. Él los denunciaba aunque siempre se quedaba a punto de descubrirlos porque tenían una apariencia humana y normal, como la nuestra, a excepción de un insignificante detalle: no podían flexionar el dedo meñique.

Con esta remembranza reciente en la cabeza, quedé con ellas para ver una exposición de pintura, aprovechando la buena temperatura después de la terrible ola de calor que nos asoló la primera quincena de agosto. Y así, con esta buena disposición, salimos lista y preparadas para embriagarnos con las magníficas obras de algunos artistas de la tierra.

Todo iba bien. ‘Horizontes paralelos’ mostraba obras muy variadas y de estilos diferentes. Nos paramos delante de cada cuadro para comentar. La sala estaba tranquila, apenas se escuchaba el leve murmullo de una pareja. Todo normal hasta que apareció un señor que llamó nuestra atención por su aspecto, pues era excesivamente alto y delgado. Vestía traje y chaqueta de lino blanco, sin corbata, y portaba un sombrero panamá en la mano. Todas nos volvimos para mirarlo. No le quitamos la vista de encima debido a una excesiva delgadez repartida a lo largo de un cuerpo de al menos dos metros. El caso es que este señor comenzó a ver la exposición por el lado contrario al nuestro y claro, nos encontramos hacia la mitad de la muestra. Entonces sucedió. Primero le vimos inmóvil, con la mirada fija en un cuadro. Luego se alejó para contemplarlo detenidamente, y a continuación se acercó para leer la tarjeta lateral que contenía el título y al señalarlo levantó el dedo índice y el meñique a la vez… En aquel momento nos miramos y gritamos muy bajito: «¡Es un invasor!»

A partir de aquel momento, comenzó una persecución en toda regla, aunque con el mayor disimulo posible. Acabamos de ver la exposición sin perderlo de vista. Después salió a la calle y nosotras tras él. Cruzamos la plaza, enfilamos la calle principal y unos metros más adelante el supuesto ‘invasor’ se detuvo en una cafetería. Pillamos una mesa. Todos pedimos café. Cuando le sirvieron, tomó la taza por el asa y comenzó a beber despacio, sorbo a sorbo, saboreándolo, pero con el meñique levantado… Nosotras nos miramos y asentimos. De nuevo percibimos la señal inequívoca de los ‘invasores’.

Al cabo de un rato, se acercó un señor con un maletín. Saludó y ambos se fueron caminando hacia el portal de la casa situada frente al establecimiento en el que estábamos. Ambos subieron la escalera. Nosotras seguíamos observando sin mediar palabra. Y pasada una media hora, vimos bajando la escalera al señor alto y enjuto. Y al salir a la calle una de nosotras dijo: «le falta la mano izquierda, la del dedo meñique estirado…» Y entonces, levantamos la cabeza y vimos un cartel colgado en el balcón del segundo piso: ‘Taller de reparaciones ortopédicas’. Atónitas nos echamos a reír al descubrir que el brazo era ortopédico . No sólo eso, además estaba estropeado, por eso no doblaba el dedo pequeño… Con razón decía Santa Teresa que la imaginación es la ‘loca de la casa’…

Y sin parar de reír hasta que nos dolieron las mandíbulas alguien comentó: «Si estuviera aquí David Vincent, también se habría dado cuenta de ese insignificante detalle…»

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El trébol de cuatro hojas 82): Renacimiento

desde el blog ‘Acerbo de letras’ el Vadereto de este mes de enero se inspirará en la idea del ‘renacimiento

Algunas historias merecen una segunda parte que las completen, las cierren y le den cierto sentido. El relato ‘El trébol de cuatro hojas’ la merece…

Cuando Charly murió una parte de mí murió con él. El mayor acto de amor fue dejarle ir, desprenderme de su mano y despedirme. Luego, sostuve entre mis dedos el trébol de cuatro hojas y lo guardé en un libro y en aquel mismo instante el mundo se detuvo. Esa fue mi percepción. La tierra giraba y giraba y a mí alrededor todo seguía el curso natural de la vida y sin embargo yo vivía ajena, ensimismada, apartada de todo y de todos. Durante mucho tiempo quedé atrapada en una espiral de desconsuelo, de negación, de rechazo y transité por todas las estaciones del duelo en un vía crucis de dolor que intenté sobrellevar con la mayor dignidad posible.

Con el tiempo he conservado el trébol seco entre las páginas de una novela que jamás acabé. Cuando miro la estantería compruebo que sigue ahí, y de vez en cuando lo abro, acaricio cada pétalo con la yema de mi dedo y recuerdo aquel tiempo pasado, aquella noche que se obró el milagro. Entonces me estremezco y siento que un ligero temblor me recorre el cuerpo. 

Recuerdo que cuando todo acabó sentí la necesidad de reclamar para mí grandes dosis de soledad, de estar a solas conmigo misma. Sentía una necesidad imperiosa de recordar constantemente a Charly porque me aterraba la idea de olvidarlo, así que revivía una y otra vez muchos momentos de nuestra vida juntos. De vez en cuando lloraba con desesperación hasta quedar exhausta y después dormida. Y al despertar experimentaba una gran frustración por continuar viva. Durante mucho tiempo confié mi vida al sueño, deseando quedarme en él eternamente. De vez en cuando me refugiaba en los abrazos de los seres queridos que me reconfortaron, y más tarde, me ayudaron a sanar las heridas de un alma hecha trizas que parecía imposible de recomponer.

De la negación a la ira, para pasar a la negociación, la depresión y por fin a la aceptación. Y en cada tramo imprescindible la resiliencia, el esfuerzo, el deseo de superación para alcanzar el renacimiento, la catarsis, el resurgir cual Ave Fénix de las propias cenizas, dejando atrás a Sísifo arrastrando la enorme piedra de la culpa y alzar el vuelo renovada, dispuesta a afrontar la vida con todas las incertidumbres, los miedos, las alegrías y las demás penas y pesares que me tuviera reservada.

Aprendí. Aprendí que se aprende en la dificultad, que valoramos más lo que nos cuesta, que lo peor es todo aquello que pudimos hacer y no hicimos aún más que los propios errores. Y que renacer es darnos una segunda oportunidad para encarar la vida renovada y reinventada aunque llena de heridas y cicatrices. Y algo más: aprendí que mientras lo recordara, Charly permanecería conmigo para siempre.

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El trébol de cuatro hojas

Desde el Blog ‘Acervo de letras’ el Vadereto de  este mes de diciembre está dedicado a la Navidad.

Cuando Charly enfermó todo se desmoronó a mi alrededor. Al shock del diagnóstico se unió el miedo al tabú en que siempre ha venido envuelta una enfermedad como el cáncer. Pero enseguida nos encontramos con un personal sanitario experto, con un largo recorrido y una enorme calidad humana que nos asesoró y nos inyectó un buen chute de esperanza. Poco a poco percibimos que estábamos en marcha, sin bajar la guardia, pero con buen ánimo o así lo viví yo que conjugué la enfermedad en segunda persona.  

Casi sin darnos cuenta nuestras vidas ya habían entrado en una nueva dinámica. Sesiones de quimio, ingresos, pequeñas estancias que alternaban el hospital y la casa…Sin querer habíamos normalizado algo tan anormal como padecer una enfermedad. Y a pesar del miedo y la incertidumbre, despojamos la situación de cualquier dramatismo. Animar a Charly, acompañarle en este inesperado viaje, era nuestra máxima preocupación ¿Por qué no podía ser él uno de los llamados a salvarse? ¿Por qué no iba a sobrevivir? Las estadísticas señalaban un margen de supervivencia pequeño, pero a fin de cuentas, a alguno le tenía que tocar ¿por qué no a él?

El tiempo transcurrió ahora no sé si demasiado lento o más o menos rápido. Estábamos tan inmersos en un presente continuo, en un día a día sin más, que no sé muy bien cómo pasó para él aunque casi seguro demasiado largo. Recuerdo que aquel año pasamos puentes y Navidades entre ingresos y tratamientos y que pasó el otoño, el invierno, la primavera, y que llegando el verano siguiente todo se había acabado. Ahora tocaba esperar que la cirugía y los tratamientos tuvieran el efecto deseado, cosa que sabríamos mediante las sucesivas revisiones.

Charly desprendía vitalidad y energía, se revelaba contra los efectos secundarios, tal vez por eso todos le daban por ganador y yo también, hasta que un día, a mediados del verano siguiente, volvió a quejarse de un ligero dolor en el abdomen y un pequeño bulto a la altura de uno de los pulmones, asomó por la espalda. Una gammagrafía, una ecografía y un TAC revelaron el regreso de la enfermedad, la metástasis. Algo que los médicos llaman ‘recidiva’. Desgraciadamente no había marcha atrás. Unas sesiones de quimio y radioterapia para prolongar un poco el fatídico final y tratamientos paliativos, esas fueron las únicas alternativas.

Nunca hablamos del final. Charly lo sabía o lo intuía pero no preguntaba, no quería saber, no quería poner palabras… Yo temía que me preguntara. Todos callábamos pero todos sabíamos…

Para octubre ya había perdido mucho peso aunque seguía lo suficientemente fuerte como para celebrar una barbacoa con toda la familia. Fue un anticipo de la Navidad. Recuerdo que hubo risas, comida abundante, cantos alrededor de una hoguera, brindis por la vida y un halo de nostalgia que lo impregnaba todo. A veces las imágenes se pierden en mi cabeza y aunque quiero recordar qué sentía, el dolor me impide recordar todo aquello que no fuera dolor o un amargo sabor a despedida.

Después de aquella celebración el deterioro se precipitó y para la siguiente Navidad Charly apenas podía tragar así que no hubo cena, sólo estuvimos con él viendo la película que dieron por la TV: ‘Mary Poppins’. Al día siguiente ingresamos en el hospital donde pasamos fin de año y el día de Reyes.

Ya sé que sobre la noche de Reyes corren muchas historias inventadas para alimentar la fantasía de los niños y que Charly, aunque muy joven, tenía suficiente edad como para distinguir realidad y ficción. Yo sólo voy a contar lo que ocurrió sin pretender convencer pero sin negar lo sucedido.

Aquella noche ninguno de los dos podía dormir. Estuvimos hablando hasta muy tarde. Sentada en la butaca frente a él recordaba cómo era esta fecha cuando él y sus hermanos eran pequeños. Charly y yo fantaseábamos sobre deseos cuando de repente una luz brillante entró directa desde la ventana y un Rey Mago, que dijo llamarse Melchor, apareció ante nosotros. Charly se sentó en la cama de un salto y yo me puse de pie a su lado y le tomé de la mano:

−Hola Charly, este año te ha tocado a ti el ‘trébol de cuatro hojas’. No te asustes. Estas cosas pasan lo que ocurre es que nadie las cuenta porque son increíbles. A ver ¿Qué sueño quieres hacer realidad esta noche? No puedo obrar milagros pero sí conceder sueños.

Charly y yo nos miramos sin dar crédito a lo que sucedía:

−Pide algo hijo ¿Qué desearías soñar? –le dije animándolo.

Entonces Charly se levantó y susurró algo al oído de Melchor que lo escuchaba muy atentamente.

−Si eso es lo que quieres, concedido. Vuelve a la cama e intenta dormir…

La luz se apagó y el Rey Mago desapareció. Unos instantes después Charly dormía plácidamente mientras su rostro dibujaba una amplia sonrisa. Yo me acomodé en la butaca hasta que el sueño, poco a poco, se fue apoderando de mí.

Cuando desperté pensé que nada había sido real. Miré a Charly que aún dormía con las manos apoyadas bajo su regazo. Me acerqué para llamarle pero no respondía. Su rostro estaba lívido y su cuerpo tibio. Entonces comprendí que todo se había terminado. Le tomé de la mano y un trébol de cuatro hojas, salpicado de rocío, se deslizó sobre las sábanas. Entonces, sólo entonces, comprendí el motivo de su sueño y el deseo que le concedió Melchor.

Puede que la muerte no sea un final sino un nuevo comienzo o eso quiero creer. Y a pesar de los años transcurridos  desde entonces, cada Noche de Reyes espero que me toque en suerte el trébol de cuatro hojas para poder hacer realidad un sueño: volver a ver a Charly.

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El tomtom

Dede el Blog ‘El bic naranja’, la convocatoria ‘un viernes creativo’ nos invita a escribir sobre el tema missing. 

Siempre he sentido envidia de quienes poseen un buen sentido de la orientación, quizá porque el mío deja mucho que desear. No obstante, esta carencia nunca ha sido un obstáculo para viajar o para ir a cualquier sitio. Tal vez sea por eso que nunca he sentido el menor pudor en preguntar cuántas veces haya sido necesario hasta dar con el lugar exacto. Así ha sido siempre, desde que tengo memoria, hasta que hace ya unos cuantos años se inventó el GPS y me regalaron un tomtom, al que programé con voz de mujer y bauticé con el nombre de ‘Marta’.

Recuerdo que lo estrené un verano, cuando una amiga y yo hicimos un viaje a la Costa Brava y nada más llegar al primer destino fijamos la dirección del hotel para nos guiase hasta la puerta. Al principio todo iba bien. Marta nos indicaba las rotondas y el orden de los ramales. Luego atravesamos una gran avenida y varias calles que salían a derecha e izquierda. Pero claro, lo que Marta ignoraba y nosotras también, era una gran plaza en obras donde se desviaba la circulación en sentido contrario al indicado. Y ahí llegó el lío… El tomtom se redirigía una y otra vez y nosotras parábamos el coche hasta que se aclaraba. Así que entramos en bucle y pasamos varias veces por el mismo sitio. Reglón seguido se me ocurrió probar con el callejero. Lo desplegué e intenté indicar a la conductora sin éxito en la operación, mientras de fondo Marta seguía a lo suyo, dando sus propias instrucciones…

Pasamos un buen rato perdidas, dando vueltas por la ciudad, hasta que finalmente vimos un guardia municipal y recurrimos al método tradicional: paramos, abrimos la ventanilla y le preguntamos. El guardia amablemente nos indicó: «cojan la avenida recta, la primera calle que sale a la derecha y luego la tercera a la izquierda…» Así lo hicimos y en diez minutos ya habíamos llegado a la puerta del hotel. Entonces se oyó alto y claro la voz de Marta: «ha llegado a su destino…».

Sin comentarios…

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Marea solidaria

El reto de  ‘Cinco Líneas de Adella Brac’, este mes de octubre nos invita a escribir con las palabras: Derroche, estado y atención.

El pueblo se volcó en un derroche de solidaridad. Jóvenes y mayores caminaban silenciosos, en estado de alerta y de atención a cuanto salía a su paso. Palas, escobas y rastrillos eran las únicas armas para luchar contra el  enemigo número uno que lo impregnaba todo: el barro. Y una pátina de esperanza envolvió aquella marea de anónimos hermanos que paso a paso atravesaba el puente hacia el barrizal.

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El sueño

Desde el blog “La trastienda del pecado”, en la convocatoria de ‘relatos jueveros, se nos invita a escribir un relato que tenga como telón de fondo algún fenómeno atmosférico: tormenta eléctrica, nieve. granizo, vendaval, ciclón, arcoíris…

Recuerdo que aquella noche nos habíamos acostado a la hora siempre. Mi hermano y yo nos quedábamos charlando un rato de una cama a otra mientras mis padres recogían el salón. Yo les veía deambular por el pasillo hasta que me dormía. De repente un estruendo me despertó. Escuché silbidos a través de las ventanas al tiempo que los rayos iluminaban la habitación y la lluvia golpeaban fuertemente los cristales. Cuando abrí los ojos las luces de casa estaban encendidas y todos levantados. Les escuchaba susurrar. Habían ido al balcón del salón y luchaban contra dos grandes persianas que colgaban inclinadas sobre la barandilla, intentando recogerlas y atarlas para que no se movieran. Entonces observé que a una de ella le faltaba la mitad que había caído a la calle y era arrastrada por el agua y viento.

Mi hermano se puso algo de ropa y un impermeable y bajó las escaleras dispuesto a capturar el trozo de persiana. Desde arriba le veíamos luchar contra ‘Eolo’. Casi no podía andar y avanzaba y retrocedía luchando contra la lluvia y aquel fuerte viento de levante que soplaba a rachas hacía ambos lados. De vez en cuando algunos rayos se dibujaban en un cielo oscuro y negro como boca de lobo. Poco a poco llegó hasta la persiana que se había detenido contra el borde de la acera. La enrolló, la cargó y la subió a casa mientras mantenía un nuevo combate contra los céfiros responsables de aquel vendaval.

Mis padres y yo lo recibimos como a un héroe. Y después de asegurar el resto de las ventanas, mi madre preparó chocolate para templarnos. Luego nos volvimos a la cama, aunque el viento seguía soplando, no tenía sentido pasar la noche en pie.

Cuando desperté, la cama de mi hermano ya estaba vacía y el día parecía calmo. Me levanté y les vi desayunando como si nada hubiera pasado: «Y la persiana ¿ya la habéis arreglado?». Todos me miraron con gesto de extrañeza: «¿Persiana? ¿Arreglado? ¿Qué has soñado esta vez…?».

©lady_p 

Del azul al verde

Recuerdo que aquella mañana el cielo amaneció despejado, de un azul intenso, raso, despejado de nubes. Hacía frío pero el sol pegaba y nos reconfortó. El día se presentaba triste y aciago, lleno de emociones. Es curioso porque en enero no suele hacer tan buen tiempo, es más, se había anunciado lluvia y viento e incluso nieve, aunque todo se retrasó. Nos dieron una pausa para templar nuestros cuerpos fríos y demacrados. Días después el sol desapareció, el cielo se cubrió de nubes y soplaron ráfagas de un viento huracanado que precipitó las lluvias. Y luego un manto de nieve espesa lo cubrió todo y nos separó definitivamente.

Sé bien, aunque no lo dijeras con palabras, que no querías marcharte. Y créeme yo tampoco quería dejarte ir. Pero todo se volvió tan complicado que quedarte dejó de ser una opción y marcharte la única salida. Imposible luchar contra el destino. Inútil negarse. El final se aceleró como suele suceder en estos casos y no fue posible retenerte. El tiempo se agotó. Y para despedirme me dirigí al azul del sur, atravesando el verde norte. Dejé a mi paso campos y prados, montañas y bosques. De norte a sur, del verde al azul, sembré dolor y olvido.

Llegué a casa desolada, doliente y añorante, preparada para recordarte, lista para llorarte. Y entonces recordé un detalle insignificante: que del azul al verde sólo media un color, el amarillo, justamente el tuyo.

©lady_p

Participación en reto del Blog ‘El tintero de Oro’, convocatoria bajo el tema: escribir sobre un color.  

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