Regreso inesperado

El reto de este mes de marzo desde el blog Divagacionistas nos invita a escribir sobre el tema ‘lluvia’.

Llovió insistentemente durante días. Pensé que había limpiado los cristales para nada porque miles de gotas se deslizaban sin parar hasta el punto de no dejar ver la calle.

De vez en cuando clareaba un poco, el tiempo justo para sacar a Cara que volvía con el morro y las patitas mojadas y el rabo entre las piernas, asustada por la tormenta.

Aunque me encanta el invierno y la lluvia, después de tantos días hasta yo empezaba a necesitar un poco de sol. Me sentía algo abatida, echaba en falta mis paseos por la playa y sentarme a leer un rato en el porche. Por eso de vez en cuando consultaba el pronóstico del tiempo a ver si por casualidad prometía cambios para el siguiente día…Pero no. Las borrascas entraron una a una pero seguidas y entonces, no sé por qué, recordé otro tiempo con la casa llena de gente. Recordé a Diego cuando llegaba del trabajo calado hasta los huesos porque se negaba a usar el paraguas. Me acuerdo que dejaba el suelo de la entrada perdido y yo tenía que colgar su ropa en el baño mientras le oía repetir que para otra vez se lo llevaría… Y a los niños cuando volvían del colegio caminando, hundiendo las botas de agua en cada charco, con los paraguas de colores tropezando y los flequillos mojados…

La lluvia suena a melancolía, a nostalgia que me lleva a tiempos pasados que repaso mentalmente mientras no dejo de oír cómo golpea los cristales y la luz de los relámpagos ilumina la oscuridad del salón… Pienso en Diego y en el vacío de su ausencia. Cara, asustada, se echa a mi lado e inesperadamente suena el motor de un coche que para justo en la puerta. Casi no puedo ver quien llega. No espero a nadie…

De repente la puerta se abre: Diego ha regresado. No trae paraguas y pone el suelo perdido de agua, pero está de nuevo en casa y eso es lo único que importa.

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Helene Mayer: esgrimista alemana y judía

Esta semana en ‘relatos jueveros’ desde el blog de Marifelita se nos invita a escribir un relato o un texto sobre alguna mujer pionera en deporte.

Las Olimpíadas de 1936 celebradas en Berlín no estuvieron exentas de cierta polémica y entre ellas pulula la imagen de Helene Mayer entre luces y sombras, pues Mayer, una judía afincada en EE.UU, resultó momentáneamente indultada por Hitler para representar a Alemania en aquellos Juegos.

Nacida en Alemania en 1910 era hija de una luterana y un médico judío. Desde muy joven comenzó a practicar esgrima y con sólo trece años ya obtuvo su primer triunfo en un campeonato nacional que a los veinte había ganado seis veces.

En 1928 obtuvo el oro en las Olimpiadas de Amsterdam, medalla que no revalidó cuatro años después en Los Ángeles debido a la coyuntura emocional familiar difícil tras las muertes de su padre y su novio.

En 1936 llegaba la oportunidad para la Alemania nazi. La situación de Hitler era comprometida pues con el problema judío la imagen que mostraba al mundo no era muy amable por lo que se decidió abrir un poco la mano y hacer la vista gorda. Así se permitieron el regreso de algunos libros prohibidos a las librerías, de la música de jazz a algunos clubs y a mirar hacia otro lado frente a algunas manifestaciones consideradas homosexuales. Y respecto a los Juegos, el gobierno de Hitler pactó con el COI una cuota de participación judía que permitió a Helene, afincada en EE.UU desde su expulsión de Alemania, participar en esgrima.

Helene Mayer, representó a Alemania en las Olimpiadas de Berlín de 1936, una participación  simbólica puesto que tenía ascendencia judía. Con ello el régimen nazi buscó proyectar una imagen de inclusión internacional, pese a sus políticas discriminatorias. Mayer ganó la medalla de plata en esgrima, una destacada actuación en un evento envuelto en tensiones políticas. Helene murió en 1953 y su historia sigue siendo un tema de análisis y reflexión sobre los Juegos Olímpicos y su relación con la política.

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La memoria del barrio

Esta semana en ‘relatos jueveros’ el Blog de Dafne nos invita a participar con un relato que hable del ‘amor de barrio’.

El barrio es la delimitación territorial en que la ciudad se subdivide. Pero más allá del territorio y sus fronteras ciudadanas, perimetrado por calles y edificios, el barrio  es un microcosmos con vida propia, una unidad emocional en la que compartimos la vida quienes lo habitamos. Es un espacio de pertenencia y resistencia. Es el lugar donde quienes vivimos encontramos nuestra identidad más próxima, donde entrelazamos nuestras experiencias cotidianas y nuestras vidas que se entrecruzan en lugares comunes de socialización: el mercado, el parque, los bares…

Por otro lado los barrios son células vivas de características sociales y económicas semejantes, que articulan la vida de su moradores, que están en constante movimiento y reproducción y reúnen a gentes que proyectan una historia común. Es por eso que tienen una personalidad y una diversidad cultural que da sentido de pertenencia a sus habitantes.

Así mismo suelen albergar servicios esenciales como centros de salud, colegios, transporte, bares… al tiempo que son motores económicos a través de los pequeños comercios, supermercados y tiendas en general.

Yo nací en el barrio del Castillo. Se llama así porque está ubicado en la zona alta y más antigua de la ciudad. Hace un par de años quisieron cambiarle el nombre por el de un conocido poeta. Pero resultó imposible. Nadie asumió el cambio y decidieron dar vuelta atrás y otorgarle al afamado escritor una pequeña calle peatonal.

Si damos un paseo observamos varios establecimientos con su nombre: una cafetería, un supermercado, una mercería y una cristalería…

Cuando camino por mi barrio muchas imágenes vuelven a mi cabeza y me veo a mí misma en las distintas etapas de mi vida: jugando de pequeña en el parque, tomando mi primera cerveza en el bar de Julián, la esquina donde di mi primer beso, las manifestaciones y revueltas estudiantiles…Y ya de mayor, un poco la historia se repite a través de mis hijos.

La verdad es que fuera de estas calles mi memoria se pierde y se diluye, porque el barrio representa casi todo cuanto he sido y he vivido hasta ahora.

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Un cadáver junto al río

Desde el blog ‘Acervo de letras’ en la convocatoria Vadereto de este mes de marzo, se nos invita a escribir un texto en el que uno de los protagonistas sea un ‘río’.

El río serpenteaba ladera abajo hasta llegar al valle. Los primeros rayos del amanecer despuntaban en el pueblo. Todo estaba en calma y nada parecía presagiar una jornada anormal hasta que Aquilino apareció cerca del bar jadeando y repitiendo una y otra vez: «¡Un cadáver, un cadáver!».

Enseguida salieron a su encuentro el alcalde y unos cuantos vecinos que desayunaban tranquilos antes de comenzar la jornada.

−A ver Aquilino, tranquilízate y cuéntanos. ¿Qué ha pasado? –aseveró el alcalde apurando la humeante taza de café.

−Paseaba por la orilla del río con el perro como cada mañana, cuando de repente salió corriendo, le seguí y me llevó hasta encontrar un cuerpo. Es un hombre de mediana edad. Pero no lo he reconocido.

−Avisaremos a la guardia civil y al juez para que haga el levantamiento del cadáver –ordenó el alcalde mientras comenzaba a caminar en dirección al río.

Al cabo de una hora se encontraban todos en el lugar de los hechos. Efectivamente el muerto era un hombre de mediana edad. Iba vestido como un pescador y no le faltaba detalle. Sin embargo no portaba cartera ni documento alguno que le identificara, sólo una pequeña llave que escapó de su bolsillo cuya existencia advirtió un periodista con fama de ser demasiado curioso. Excepto para él, la llave pasó desapercibida para todos.

El periodista, obsesionado con el caso, examinó la llave con detenimiento. Parecía de latón y llevaba incrustado un número del que sólo se leían los dos últimos dígitos, ‘05’.

A la mañana siguiente visitó el archivo y la biblioteca, dejándose guiar por su instinto que le decía que en ellos encontraría algunas respuestas. No encontró nada hasta que revisó unos registros y observó una finca identificada con un número que acababa en 05. Y siguiendo su sabueso olfato se dirigió a la propiedad situada en las afueras del pueblo.

Una vez allí comprobó que la casa estaba abandonada. Entró y recorrió las habitaciones. No había nada que le llevara a una pista hasta que dentro de un dormitorio encontró una puerta cerrada. Miró la cerradura y el corazón le dio un vuelco. Probó la llave y la puerta se abrió. Encontró numerosas cajas con documentos, fotos y  algunas armas. Una ver revisados algunas cartas y vistas algunas fotos, el periodista dio por hecho que el pescador formaba parte de aquella red a la que también estaba vinculado alguien del pueblo.

Y a punto estaba de irse cuando advirtió una presencia tras él:

−¡Qué casualidad! Precisamente iba a salir a llamar…

No le dio tiempo a concluir la frase cuando un disparo atravesó su cabeza justo en el entrecejo. Luego la puerta se cerró de nuevo con llave. Y del periodista nunca más se supo.

Pasaron varios años hasta que unos niños jugando descubrieron la habitación secreta con los restos del cadáver. Esta vez nadie pudo impedir que la policía investigara a fondo y enseguida corrió la voz sobre aquella posible red secreta y sus implicados…

Aquel mismo día, al anochecer, sonó un disparo en casa del alcalde. Dos vecinos se acercaron a ver qué pasaba y lo encontraron muerto sobre su escritorio, con un disparo en la sien y una confesión escrita en la mano. Finalmente el caso se había resulto.    

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La estación de la esperanza

Desde el blog ‘Literautas’ este mes de marzo se nos invita a escribir sobre la escena siguiente: ‘En la estación de tren hay un teléfono público que casi nadie usa. Es un modelo antiguo, de esos de metal y con el auricular pesado. La mayoría de los viajeros pasan de largo, con sus móviles en la mano. Pero un día, suena…’

Junto a la nueva estación, sofisticada y adaptada a las últimas tecnologías, convive la vieja estación. Lleva años cerrada y abandonada y en los andenes y dependencias muchos sin techos dormitan y se refugian de las inclemencias del tiempo. Y a pesar de que las autoridades hacen redadas, obligándoles a marchar a refugios y albergues, la vieja estación siempre acoge a quienes no los conocen o simplemente se sienten allí libres, seguros y a salvo.

Apenas quedan en pie unos cuantos bancos de madera muy atractivos para dormir aislados de la humedad y la suciedad del suelo, unos servicios mugrientos y algunas estancias destartaladas que funcionaron como oficinas. Al fondo, en una esquina junto a la entrada, muy cerca de uno de los bancos, una vieja cabina de monedas recuerda la forma de vida de la época anterior a los móviles. Aquel recodo era el dominio de Mateo, un indigente que llevaba meses apostado en aquel lugar y que todos respetaban siguiendo las leyes de la convivencia callejera.

Mateo no siempre fue pobre. Tuvo su propia familia y vivió con ella y con su madre hasta que hacía tres años el juego le llevó por mal camino y lo perdió todo. Poco después su madre falleció de pena y de vergüenza. Su mujer y su único hijo lo abandonaron y desde entonces vive en la calle, en la más absoluta miseria.

Pues bien. Como cada día Mateo compró una hamburguesa y se la comió sentado en su banco. Come despacio, saboreando cada bocado como le enseñó su madre. Luego entró en los baños y se aseó un poco antes de dormir. Pero aquella noche, recostado y tapado con una buena manta que le entregaron en cáritas, a punto de coger el sueño, el teléfono de la vieja cabina comenzó a sonar insistentemente. Al principio hizo caso omiso ¿Quién podría ser? Se dio media vuelta con la intención de intentar dormir pero el dichoso teléfono no paraba de sonar y el personal se quejaba y le gritaba que contestara de una vez por todas…

Mateo se destapó, se calzó, dio tres o cuatro pasos y levantó el auricular:

−Diga, ¿Quién es y qué quiere a estas horas? –dijo enfadado.

−Mateo soy yo, mamá…

−¿Mamá? ¡Déjese de bromas y no moleste más! Esta cabina está fuera de servicio…

Luego, se volvió de nuevo al banco, se tapó y dio varias vueltas pensando a quién se le podría ocurrir semejante broma. El caso era que aquella voz verdaderamente le recordó a la de su madre, cosa que era imposible, ella estaba muerta. No dejaba de preguntarse cómo es que estaba activo aquel teléfono y entonces ocurrió que de nuevo comenzó a sonar. Y esta vez Mateo se levantó de muy mala leche, cogió el teléfono con malos modos, dispuesto a gritar a quien fuera y a dejarlo descolgado si hacía falta, cuando de nuevo escuchó la voz que repetía:

−No cuelgues Mateo, no cuelgues, soy tu madre. Deja que te lo demuestre ¿recuerdas dónde escondías tus canicas? En un bote de cristal en el armario de tu habitación…

−Pero ¡cómo es posible si estás muerta! –comentó balbuceante y asustado…

−No intentes comprender nada hijo, sólo prométeme que harás todo lo posible por rescatar tu vida y reunir a tu familia. Prométemelo y descansaré en paz…

−Te lo prometo mamá −dijo con voz temblorosa y los ojos empapados en lágrimas,

Pasaron meses hasta que Mateo encontró un trabajo y años hasta que pudo localizar a su familia y reunirse con ella.

Entretanto, en la vieja estación, el teléfono sonaba cada noche , y alguien que dormía en el antiguo banco de Mateo lo cogía y contactaba con algún ser querido fallecido. El mensaje siempre implicaba una misión, un nuevo cometido que implicaba la mejora de cada persona.

Poco a poco la noticia corrió por la ciudad aunque casi nadie la creía… Y entre los sin techos aquel lugar comenzó a ser conocido como ‘la estación de la esperanza’.

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Una bibliotecaria astuta

Desde el blog de Neogéminis para este jueves 13 de marzo, se nos invita a escribir un relato basado en ‘la escena de un crimen’.

La biblioteca municipal del pueblo llevaba muchos años en manos de doña Herminia. Apenas le faltaba un año para jubilarse y conocía al dedillo todos los títulos y hasta su localización en los estantes. Herminia comenzó siendo una fiel usuaria cuando la biblioteca abrió por primera vez sus puertas hacía más de sesenta años. Es más, el primer carnet que emitió fue el suyo.

Lectora empedernida se licenció en Lengua y Literatura,  luego estudió biblioteconomía y en cuanto se jubiló el anterior bibliotecario ella accedió a la plaza y la sacó por méritos.

Sus fondos apenas despertaban interés salvo por un incunable y una colección de unos cien libros procedente de la donación desinteresada de un aristócrata inglés, afincado en el pueblo, quien a su muerte donó esta pequeña pero valiosa biblioteca que era el orgullo de doña Herminia. Dicha librería estaba ubicada en unos anaqueles con puertas y llaves a los que sólo se accedía en su presencia y bajo autorización especial.

Cada día Herminia abría las puertas del edificio a las 10.00 en punto de la mañana y cerraba a las 14.00 de la tarde, pero aquel día a las 14.15 horas aún permanecía abierta lo que alertó a Matías, el panadero, que tenía su local justo en la acera de enfrente.

A Matías le parecía muy raro que doña Herminia no hubiera cerrado para comer, así que ni corto ni perezoso cruzó la calle y entró a mirar.  Llamó a voces a Herminia dos o tres veces. Nadie contestó. Recorrió la sala hasta llegar a la sección donde guardaban los libros más valiosos y encontró a la bibliotecaria en el suelo y a su alrededor algunos libros deshojados y desparramados. Enseguida se acercó e intentó espabilar a Herminia que yacía inconsciente sobre la alfombra pero un hilillo rojo de sangre corría desde la comisura de los labios hacia el cuello…

−¡Doña Herminia, doña Herminia, diga algo por Dios! –gritaba acelerado Matías dándole palmaditas en la cara.

Al fin Herminia entreabrió los ojos y señalando una ventana musitó:

−La vuelta al mundo en 80 días… Estantería 25, tercera balda a la izquierda…

Matías siguió las instrucciones y enseguida localizó el libro solo que al abrirlo comprobó que se trataba del incunable disfrazado de libro infantil.  

Cuando la policía llegó reconstruyó los hechos: Al parecer y según testimonio de algunos testigos, Herminia tenía en mente a un sospechoso que había solicitado varias veces consultar el incunable y otros títulos de la valiosa colección. Aquella misma mañana había estado allí, y desconfiando de sus intenciones, cambió la portada del libro, protegiendo el incunable con la tapa del famoso libro de Julio Verne, colocándolo después en el estante de literatura juvenil, de manera que el ladrón a la hora de robar no se llevara el auténtico.

Así fue como la astuta bibliotecaria salvó del robo el volumen más preciado y valioso, orgullo de la biblioteca, una heroicidad que le costó la vida a doña Herminia. De la noticia se hizo eco la prensa local y nacional alabando una proeza que pasó a la posteridad en toda la comarca.

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El pequeño girasol

Desde el blog de Mercedes, ‘Mil y una historias’, este viernes nos invita a escribir un relato con la palabra ‘girasol’.

No debí quedarme solo en aquel barrio. El ambiente era peligroso pero cuando me di cuenta ya era tarde y me habían desvalijado. Me quitaron el dinero, las zapatillas nike último modelo y la chupa…Luego me arrojaron en medio de un campo de girasoles. En menos de una hora salió el sol. Los girasoles altos y esbeltos se giraron hacia el astro rey. Me levanté y caminé entre ellos. Tenía la planta de los pies llena de heridas y tardé mucho en atravesar aquel lugar que a mí me pareció inmenso…

Sin saberlo, había estado dando vueltas en círculo, desorientado y a ratos desmayado, hasta que de nuevo se hizo de noche. Entonces los girasoles se giraron hacia el este para descansar y hacer la fotosíntesis. Me acurruqué entre ellos y observé junto a mi cara a un pequeño girasol que, en contra de toda lógica, permanecía erecto y firme mirando la luna. Me dormí junto a él.

Al día siguiente, cuando desperté, el pequeño girasol permanecía mirando al oeste, en sentido contrario a todos los demás… Escarbé la tierra, lo saqué con todas sus raíces y lo llevé conmigo. Dolorido y hambriento me levanté, caminé rápido en la dirección indicada y encontré una salida en la dirección indicada. Enseguida me socorrieron.

Al llegar a casa lo planté en una maceta y desde entonces cuido de él como él cuidó de mí.

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‘Tempus fugit…’

Desde el blog ‘Alianzara’ este mes de marzo se nos invita a escribir un relato basado en la ‘percepción del tiempo’

Dicen los, filósofos, los físicos y los eruditos que el tiempo en realidad no existe, aunque a la par formulan diversas teorías sobre su percepción. Yo sólo sé que cuando me siento bien o estoy a gusto, quiero que el tiempo pase con mayor lentitud y cuando sufro o lo paso mal, tengo la impresión de que los minutos se ralentizan, aunque yo quisiera acelerarlo…

Esa es la experiencia cotidiana del paso del tiempo, no obstante, lo que voy a contar es un suceso extraordinario ocurrido durante mi adolescencia, un verano que pasé en el pueblo de mis abuelos, un lugar idílico en medio de un bosque en el que tuve una insólita experiencia.

Como cada mañana salí a dar un paseo con Dana, una galga de cuatro años adoptada por mis abuelos. A la pobre la iban a sacrificar y ellos la salvaron. Es lista, agradecida y veloz. Como decía, salimos al amanecer. Dana corría de un lado a otro curioseando y oliendo sin parar cuando de repente la vi detenida y escarbando la tierra.  La llamé y como no hacía caso me acerqué, comprobando que entre la tierra removida había un objeto: Dana había encontrado un reloj de bolsillo, dorado, desgastado y con una inscripción en latín: «Tempus fugit». Yo no sabía qué significaba. Me gustó. Le di las gracias a Dana por encontrarlo. Lo guardé en el bolsillo y seguimos caminando.

Al llegar de vuelta a casa se lo enseñé a mi abuelo. Él me dijo que aquella frase significaba «El tiempo vuela». Lo limpiamos y lo abrimos. La esfera era blanca. Tenía minutero y segundero. El abuelo le dio cuerda y dijo que era muy extraño que aún funcionara, sobre todo porque el suelo del bosque es muy húmedo. Sin embargo, milagrosamente, el reloj funcionaba.

Por la noche, ya en la cama, me entretuve mirándolo y comprobé que había adelantado cinco minutos así que volví a ponerlo en hora y entonces ocurrió. La habitación comenzó a girar. Primero despacio y luego rápido. Hasta que paró de nuevo. Estaba mareado y no podía ponerme de pie. Cuando por fin abrí los ojos, la habitación había cambiado, la decoración era otra. Las pareces tenían papel pintado, los muebles no eran los mismos. No sabía qué pensar, así que decidí buscar al abuelo. Salí de mi cuarto, todo estaba distinto. Miré por los barrotes del pasamano de la escalera y vi a una pareja joven con un bebé entre los brazos: eran mis abuelos y aquella criatura sin duda era mi madre.

De repente comprendí que aquello tenía que ver con el reloj, con el tiempo. Por alguna razón que yo desconocía al atrasar el reloj también retrasé el tiempo. Y allí estaba yo, perdido en una época que no era la mía pues faltaban muchos años para que yo naciera.

Curioseé la planta de arriba, miré un buen rato a los abuelos y me volví a mi habitación. No sabía qué hacer ¿Y si ya no volvía a mi tiempo? ¿Cómo lo explicaría? ¿Me criaría junto a mi madre como si yo fuera su hermano mayor? ¡No podía creerlo! ¡Estaba asustado!

Pasé gran parte de la noche en vela, escuchando el llanto de mi madre en la cuna. Asustado, sin encontrar respuestas. Hasta que me dormí…

Al despertar observé que la habitación había cambiado de nuevo. Escuché a la abuela llamarme para el desayuno y comprendí que el tiempo se había acoplado de nuevo: el reloj había vuelto a adelantar cinco minutos.

Me vestí y bajé corriendo. Escuché a la abuela refunfuñar detrás de mí: «dónde irá este chico con tanta prisa». Corrí y corrí hasta adentrarme en el bosque. Entré hasta el fondo de una gruta. Cavé un agujero profundo y escondí el reloj, asegurándome de que nadie lo encontrara. Luego regresé agitado y nunca jamás comenté a nadie lo ocurrido…

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Campoamor Vs. Kent

Desde el blog de Nuria, ‘Bitácora Literaria’, esta semana en ‘relatos jueveros’ se nos invita a escribir un relato o un texto en homenaje al 8 de marzo, Día Internacional de la Mujer.

Corría el mes de junio de 1931. La II República se había instaurado en España y por primera vez se celebraban unas elecciones generales en las que fueron votadas dos mujeres, que hoy por hoy, representan un referente en la lucha feminista por la igualdad de derechos: Clara Campoamor y Victoria Kent. Ambas se enfrentaron en el Congreso en representación de dos visiones diferentes y contrapuestas respecto al reconocimiento del voto femenino, pues mientras Campoamor lo reclamaba abiertamente y sin fisuras, Kent argumentaba que las féminas de entonces no estaban preparadas aún, debido a la influencia negativa que la Iglesia había ejercido sobre ellas, influencia que podría perjudicar a la República.

Las diferencias ideológicas y el intenso debate sostenido entre ambas no permitieron el acercamiento personal, por lo que su relación no tuvo proyección más allá del ámbito político.

La diputada Clara Campoamor luchó incansablemente por el sufragio universal femenino afrontando acaloradas sesiones en las que confrontó con su oponente. Para ella el voto femenino era un derecho inalienable, defendiendo que las mujeres tenían las mismas capacidades que los hombres por lo que podían participar en la política de pleno derecho, desmontando así la idea de sus contrincantes, quienes las consideraban manipulables basándose  en su educación.

Por su parte Victoria Kent, igualmente feminista, defendía que había que esperar, que no era el momento adecuado porque el voto femenino, según su criterio, podía acabar beneficiando a los conservadores perjudicando así los posibles avances republicanos.

El impacto de dicha controversia acabó inclinando la balanza a favor de las premisas defendidas por Campoamor, y el sufragio universal para las mujeres fue incluido en la Constitución de 1931. Un logro que marcó un hito en la lucha por la igualdad de género en España.

En 1833 se celebraron nuevas elecciones. Por primera vez las mujeres españolas acudían a las urnas. La participación total de la población fue del 67%. No contamos con datos exactos desglosados por sexos pero se dice que hubo una nutrida intervención femenina. Y es que, parafraseando a Clara Campoamor: «La libertad se aprende ejerciéndola».

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Sucedió en invierno…

Desde el blog ‘Mil y una historias’, en ‘las palabras de los viernes’, Mercedes nos invita a escribir sobre ‘el invierno’.

Sucedió en invierno. Cuando los caminos de desdibujan bajo la nieve y los árboles esconden sus hojas bajo pesados copos mecidos en sus ramas. Los coches permanecen sepultados y la ciudad entera se oculta tras un manto espeso de silencio roto por un laberinto de caminos abiertos de huellas y pisadas.

La noticia de su cercana muerte me sacó de casa y anduve perdida, deambulando de un lado a otro, sin saber a dónde ir o dónde refugiarme. En mi cabeza sonaba la sentencia firme de los médicos que negaban toda posibilidad de salvación y veía la cara desencajada de Marcos intentando asumir su condena. Luego, en el taxi, durante el trayecto de vuelta, ambos permanecimos callados, con las manos entrelazadas y la mirada al frente. Hasta que llegamos a casa. Marcos se acomodó en una esquina del sofá. Yo entré en el cuarto de baño y me miré al espejo. Me fijé en mis facciones envejecidas, en las ojeras moradas bajo los párpados y en las sienes tan nevadas como día. No quería llorar. O sí, pero sin que nadie me viera. Y entonces inventé la tonta excusa de salir a comprar unas cervezas y algo para picar. Y escapé a la ciudad para perderme entre la gente y sentirme por un instante una más, alguien anónimo, ausente, extraño, desconocido…

Y sucedió aquel invierno. Cuando la espesa nieve intentó ocultar el dolor. Mientras la tierra aguardaba la primavera para poder germinar de nuevo su recuerdo …

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