
Recuerdo que en aquel barrio todo resultaba divertido. Viví allí hasta que cumplí trece años. Pasé mi infancia en aquellas calles, en las que por entonces jugábamos desde que salíamos del colegio hasta la hora de cenar. Pablo y Raúl eran mis mejores amigos, aún lo son. Además también éramos vecinos y andábamos siempre de una casa a otra cuando no nos dejaban salir o hacía mal tiempo. Formábamos un trío inseparable.
Me acuerdo de mil aventuras y cientos de anécdotas. De risas, de planes, de proyectos y travesuras, pero sobre todo no puedo evitar que me asalte la memoria aquel día en particular, tan nítido y claro como si fuera hoy.
Aquella tarde, como tantas otras, cogimos la merienda y nos marchamos a jugar las escaleras que había frente a nuestro edificio. Pablo y Raúl eran unos picados tirándose desde arriba por las barandillas, a ver quién tardaba menos. Yo los cronometraba subido a una farola. Desde allí la visión era perfecta. Ellos subían y bajaban los diferentes tramos y a continuación me preguntaban: «¿Cuánto tiempo?» Yo les decía mientras miraba el reloj que tenía desde mi primera comunión y ellos añadían: «Vamos a mejorar la marca» Y así se pasaban todo el tiempo. Ellos subiendo y bajando y yo encaramado a una u otra farola, balanceándome con una o dos manos, cronometrando el tiempo de aquella monótona competición. No teníamos prisa. Nuestras madres nos miraban de vez en cuando desde las ventanas.
Pero un día las cosas no salieron bien. Raúl, más competitivo, utilizó un trozo de cuero colocado bajo su trasero para aumentar la velocidad. Y en el último tramo se descontroló y cayó de cabeza al suelo. Allí quedó inconsciente mientras Pablo y yo avisábamos a sus padres que salieron asustados y lo llevaron corriendo al hospital…
Por suerte todo quedó en una anécdota y una enorme cicatriz en la cabeza. Nunca más repitieron semejante concurso o torneo, y durante una buena temporada nos dedicamos a jugar al monopoli, a las cartas, al parchís, a cualquier juego de mesa. Todo menos salir afuera… Lástima que por aquel entonces no existieran las consolas ni los videojuegos, aunque si así hubiera sido, probablemente yo no tendría en mi haber esta fascinante historia ni aquella lección aprendida.
©lady_p
Convocatoria ‘Viernes creativos’ a iniciativa del Blog ‘Elbicnaranja.Escribefino’.
Suele pasar, siempre hay alguno que se lleva el coscorron, o se cae y se rompe algo, menos mal que fue solo una anécdota. Buen relato Lady, un abrazo
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Ay, aquellas locuras que se hacían en la niñez.
Sobre todo, en esos tiempos en dónde la calle priorizaba las pantallas.
Sí, había accidentes, pero solían dejar cicatrices que después se convertían en entrañables recuerdos.
Un magnífico relato que hace rememorar muchas historias, Felicidades, Lady.
Abrazoooo
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