El Faro de Asiram (V) La amistad

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Habíamos quedado en la esquina del Café Iraola. Desde allí iríamos paseando por el casco antiguo a tomar unos vinos. Acababa de llegar cuando le vi bajarse de un taxi. Llevaba el pelo engominado hacia atrás y una chaqueta negra que luego me contó, presumiendo, los años que tenía y la buena suerte que había dado llevarla. Caminamos mientras él hablaba de su último libro, del velero, de su recién estrenado título de patrón de barcos, de sus proyectos, del nombre que le pondría…Hablaba y hablaba pasando de un tema a otro, hasta que vimos una mesa libre en una pequeña terraza. Nos sentamos uno junto a otro y tras un breve silencio, me miró sonriente:

−Háblame de tidijo en tono algo serio.

Reímos a la vez. Siendo casi de la misma quinta, nos recordó el título de una vieja canción. Víctor, reía y reía y cuando lo hacía le desaparecían los ojos de la cara, dejando asomar su expresión de niño travieso… Y no sólo se acordó de la canción sino que la cantó…

La verdad es que yo jugaba con ventaja. Sabía bastante más de él que él de mí. Así que le conté sobre mi familia. Le dije que era hija de un cántabro casado con una catalana de ascendencia andaluza…Una mezcla perfecta que me aportaba una cierta ambigüedad en mis rasgos y un acento difícil de identificar. Apenas llevaba un año  en la ciudad. La editorial había abierto una delegación y en cuanto lo supe pedí el traslado. Había vivido algunos años en el sur pero amaba el norte. Así que no me lo pensé y, contra todo pronóstico, nada me costó transitar desde el azul del sur al verde norte pues, además del trabajo, este cambio representaba la posibilidad de comenzar de cero. Borrón y cuenta nueva. Punto y aparte…

Unos vinos más tarde nos levantamos para continuar hasta un pequeño restaurante que Víctor había elegido con la pretensión de sorprenderme. Me incorporé. Él estiró sus largos brazos para coger amablemente mi bolso, comentando cuánto pesaba. Siempre llevaba conmigo una carpeta con notas, esquemas, mapas, documentos que me habían servido de soporte para la redacción del libro. y aunque tenía copia en el ordenador, no me separaba del manuscrito. Pero me apresuré a cogerlo y como la cremallera estaba abierta, el dossier resbaló y cayó al suelo, donde los folios y notas quedaron desperdigadas y frente a él la portada: El Faro de Asiram por Pau Pressell…

Recogimos y salimos de allí con gran rapidez. Echamos a andar en medio de un gran silencio, mientras yo me preguntaba cuál de los dos hablaría primero. Lo hizo él. Alto y claro:

¿Eres escritora?

No, no− me apresuré a contestar −Tú soñabas con un barco y yo con escribir un libro, eso es todo.

Tal y como me temía, no estaba frente a un hombre que se conformara con cualquier respuesta y tras una pequeña pausa continuó:

−El título es muy sugerente, ¿me dejarás leerlo?

Es una novela histórica. Y no, no te dejaré leerlo Contesté seca y cortante.

Llegamos a la puerta de casa antes de lo previsto. El incidente precipitó el final del encuentro. Primero me alegré, luego me pesó, pero como siempre no hice nada por evitarlo, ni tomé la iniciativa. Nos paramos ante el portal. Víctor estaba un poco serio. Me fijé por primera vez en su boca, en sus labios carnosos. Él parecía contrariado, algo decepcionado diría yo. Aun así, nos miramos callados mientras comencé a notar su mano estrechando suavemente la mía. Tenía la piel suave y un tacto cálido. Así como estábamos, inclinó levemente la cabeza dejándome percibir el olor fresco de su aliento para, un segundo después, sentir el dulce contacto de sus labios en un beso que se prolongó en mi boca más de lo que hubiera deseado. Luego, tomó mi cara entre sus grandes manos, sonrió y se marchó.

Me quedé mirando su espalda, su chaqueta negra, recordando lo orgulloso que se sentía por la suerte que le daba. Entonces lo supe. Comprendí que Víctor había encontrado la fisura para colarse en mi vida. Y apenas había avanzado unos pasos después, le llamé. Él se paró en seco y se volvió. Me apresuré hasta él, cogí su mano y le entregué un pendrive con el texto completo del libro:

−Sé sincero, confío en ti.

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Continuará…

El Faro de Asiram (IV) Abdul

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Cuenta la leyenda que años después de haber liberado a la muchacha cautiva, Asiram, siendo ya mayor, Abdul ben Alssur desapareció. Desde entonces, los habitantes de la antigua kora de la costa andalusí, por la noche podían divisar la luz que brillaba lejana en el litoral norteafricano sin que nadie supiera de donde provenía. Hasta que un día, un navegante que había surcado y explorado el Mediterráneo por esa zona, contó que la luz procedía de un  Faro conocido con el nombre de Asiram,  una torre enorme que se elevaba sobre el punto más alto del acantilado que había mandado construir Abdul ben Alssur, un viejo caudillo militar, ordenando que permaneciera encendido cada noche hasta el final de sus días, como señal de su amor por una joven cristiana a la que había llamado Asiram –ojos de tormenta- en árabe.

De repente, el sonido de la puerta me sobresaltó, ensimismada como estaba mientras tomaba unas notas para la sinopsis del libro. Me puse una sudadera sobre el pijama, me calcé las zapatillas y abrí la puerta…No había nadie, sólo un pequeño sobre encima de la alfombra, con mi nombre, sin remitente…Lo abrí. Contenía una foto en color de un precioso velero. En el dorso una nota escrita: «Gracias por tu acogida. Hubo acuerdo con la editorial y se publicará el libro. A punto de hacer realidad mi sueño, me gustaría celebrarlo contigo. Víctor». En ese mismo instante, un wassap entraba en mi móvil:

−¿Qué te parece? Aún no lo tengo, pero me gustaría contártelo. Llámame y quedamos.

Diez invitaciones más tarde accedí. No entendía su insistencia y aún menos por qué me resistía tanto…o sí… El recuerdo de Abdul se quedó plantado en mi cabeza.  Pensaba en él y en la joven Asiram, en sus ‘ojos de tormenta’ atravesados en el corazón de aquel hombre, en cuyo interior el amor y el deseo luchaban enfrentados en un respetuoso silencio. Pensaba también en la muchacha, preguntándome qué habría sentido contemplando el amor frustrado de aquel hombre al que era incapaz de corresponder y qué hilo extraño y misterioso los mantuvo unido a través de los tiempos. Aunque Abdul había desposado y tenido varios hijos, ni una sóla noche dejó de acercarse hasta el Faro para mirar  la otra orilla, la kora de Rayya. Y allí de pie, soñaba que aquel haz de luz, proyectado desde la inmensa torre, iluminaba los ojos de su amada, mientras una lágrima recorría lentamente su mejilla y esbozaba una leve sonrisa al tiempo que pronunciaba lentamente su nombre, apenas un íntimo susurro escapado entre los labios. Su corazón estaba en paz.

Me reconocía a mí misma en aquel texto. Recuerdo que cuando lo escribí, como en un juego de rol, a veces me sentía Abdul, a veces Asiram, y siempre un trozo de mí, de mis vivencias, se camuflaba y hablaba a través de ellos. Porque todos. alguna vez en la vida, hemos amado equivocadamente o no hemos sido correspondidos… Y en este momento, como Abdul, yo también estaba en paz. Por primera vez en mucho tiempo me sentía bien conmigo misma, había conseguido equilibrar los diferentes ámbitos de mi vida y en mi interior reinaba un orden añorado, signo evidente de una madurez llegada con los años, con la experiencia y después de una profunda reflexión.

Por eso sentí miedo. No quería que nada perturbara esa armonía y presentía que Víctor podía llegar a colarse por alguna fisura ¿quién no las tiene?.

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Continuará…

El Faro de Asiram (III) La novela

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Me desperté más tarde de lo habitual. Era sábado, así que podía permitírmelo. El día anterior había llegado de madrugada. El abrigo y el bolso permanecían de cualquier manera sobre el sofá, señales inequívocas de haber llegado absolutamente agotada.

Desayuné en la terraza. La imagen de Víctor Roquer acudió a mi cabeza. Aparte de la conversación que habíamos mantenido, sabía de él lo que se contaba en la oficina. Al parecer tenía un amargo pasado marcado por la muerte de su mujer, de quien estuvo profundamente enamorado. Luego, según se comentaba en la editorial, pasado el tiempo, había tenido algún que otro affaire, nada serio. Tenía fama de buena persona y de buen escritor, a quien la pérdida de su musa le había dejado roto y con la mente en blanco, lo que para un escritor representa otra forma de morir. En esto pensaba mientras pasaba mi mano inconscientemente por la mejilla, recordando el suave tacto de sus labios cuando me besó al despedirnos.

Miré el reloj y volví a la realidad. Dejé la taza del desayuno en el fregadero y fui al sofá para recoger mi abrigo. Me dirigí a la entrada para colgarlo en el perchero cuando algo cayó del bolsillo. Me agaché y le di la vuelta. Era una tarjeta: Víctor Roquér Vila…Su dirección y teléfono…¡No podía creérmelo! ¿Cómo había logrado introducirla en mi bolsillo? Sonreí, moviendo de un lado a otro la cabeza…

Sobre la mesa del salón descansaba mi viejo bolso y dentro el manuscrito, mi novela, mi sueño…Asiram, el Faro de Asiram. No era mal título. AsiramAsiram… Repetí varias veces en mi interior. Cuando se lo comenté a mi mejor amiga me preguntó ¿dónde está Asiram?, le contesté:

−Es un lugar conocido por su enorme Faro−afirmé−. Tú lee el manuscrito y luego hablamos…

Asiram es el nombre en árabe de una ciudad desaparecida, que estuvo situada en el norte de África. En el año 1009, finalizada la época de esplendor del Califato, los musulmanes se debatieron en una sangrienta guerra civil que enfrentó a los partidarios de Hixem II contra los del famoso Almanzor, cuyas razzias habían desbaratado y extorsionado a los ejércitos cristianos durante años. La unidad de Al-Ándalus se quebraba, dividiéndose por segunda vez en pequeños reinos o Taifas. La evidente debilidad que representaba esta ruptura fue aprovechada por los cristianos que avanzaron a buen ritmo sobre tierras andalusíes, lo que hizo necesario reclamar la ayuda de los almohades que llegaron a la Península allá por los siglos XI-XII de nuestra era.

Explico esto para contextualizar a uno de los personajes principales de mi novela, Abdul ben Alssur, caudillo almohade ligado a la kora de Rayya –actual provincia de Málaga- en la que desempeñó funciones de wadí  o gobernador durante algunos años. Cuenta la leyenda que conoció a una joven cristiana andalusí de la que se enamoró. Un amor imposible por no ser correspondido. Abdul ben Alssur raptó a la muchacha para hacerla suya y ya a punto de yacer con ella de manera violenta y en contra de sus deseos, la miró a los ojos y algo vio en ellos que lo detuvo, de manera que acabó el forcejeo y con los ojos encendidos por el deseo y la ira, se marchó. A su regreso, ordenó que la alojaran en las mejores dependencias y que le entregaran una o dos esclavas que la sirvieran. Así la retuvo unos años, protegiéndola, agasajándola con regalos: sedas de oriente, oro y joyas, perfumes y ungüentos… Cada noche iba a verla ordenando que preparasen suculentos platos con recetas llegadas desde Siria, Damasco, Turquía; comida andalusí aderezada con miel de caña, dátiles, carnes rociadas de romero y especias aromáticas y dulces: alfajores, arnadí, buñuelos…Y a la luz de un candil, recitaba los versos, que a escondidas, escribía descubriéndole su amor, alabando la hermosura de su rostro, el brillo de sus ojos, la calidez de sus manos, tan bellas como esquivas, que le rechazaban una y otra vez…

La paciencia de Abdul se tornó infinita. Deseaba un amor que no nacía en el corazón de la joven que, agradecida, solo mostraba cariño y ganaba  confianza tras tantas noches compartidas y el buen trato que de él recibía…

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Continuará…

«El Faro de Asiram» (II) El restaurante

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Víctor se sentó frente a mí e inconscientemente lo examiné: moreno, pelo castaño salpicado de canas, alto, de complexión delgada pero fuerte y unos ojos grandes de un azul intenso, que fácilmente, podían atraparte. Me pareció un tanto ingenuo, con un aire de inocencia impropia para su edad y con mucho desparpajo y soltura, a la par que rezumaba una cierta timidez que se rompía a trozos a medida que hablábamos, dejando entrever una personalidad llena de matices que a mí me pareció interesante.

A medida que transcurría el tiempo,  nos relajamos. De conversación fácil, reíamos y tomábamos pequeños sorbos de vino que provocaron una oleada de sopor en mi cara y que él percibió, mientras acercaba su mano para retirar suavemente un mechón de pelo que caía sobre mi frente. El suave tacto de sus largos dedos, un leve roce de apenas un segundo, me produjo un escalofrío que me desconcertó. Le miraba deambulando la vista de un lado a otro, intentando adivinar sus formas apenas insinuadas bajo una camisa blanca que le quedaba muy bien. Él, con las piernas cruzadas, reclinado sobre el respaldar del sillón, parecía dispuesto a relatarme sus actividades cotidianas: bloguero, reivindicativo, amante de la mar, soñaba con tener su propio barco para abandonarse a la deriva dejándose guiar sólo por las luces nocturnas de los faros…Hablaba y gesticulaba con una vehemencia que despertaba mi atención, cada vez que me abstraía en mis propios pensamientos y elucubraciones.

No sé cuánto tiempo había transcurrido. La luz de la ciudad me confundía y el vino dejaba sentir sus efectos. Es verdad que me resultaba atractivo e interesante, pero flirtear no formaba parte de mis planes…Y cuando esta idea acudía a mi cabeza, pasaba mi mano sobre mi bolso de ante marrón, suavizado por el aso del tiempo. Aquel bolso siempre me había traído suerte y ahora la necesitaba. Deslizaba mi mano, como una caricia, y me aseguraba de que dentro continuaba el manuscrito de mi primera novela: El Faro de Asiram

Ya había anochecido cuando salimos del café. Nos dirigimos a restaurante Goleta donde había reservado mesa, situado a escasos metros de allí. No es difícil imaginar, que al igual que el Café, era un restaurante elegante y coqueto al que acostumbrábamos a llevar a los clientes. Durante el trayecto continuamos hablando de la ciudad, de la oferta cultural que tenía, del clima. ¿Por qué no me preguntaba por mi jefa?

Finalmente llegamos. El comedor era pequeño y presentaba un ambiente tenue que provenía de las luces de que alumbraban las mesas perfectamente alineadas, vestidas con manteles blancos y una vajilla y cubertería colocadas simétricamente. Nos acompañaron hasta la mesa… Y allí estaba ella, Ana Torralba, la famosa editora, mentora y mecenas de conocidos escritores ya consagrados. Ambiciosa, inteligente, atractiva, una luchadora nata que se había hecho a sí misma. Ana era exquisita, no publicaba a cualquiera. El dinero no le importaba demasiado, amaba la escritura y la buena literatura, se escandalizaba de las bazofias que otras editoriales publicaban salidas de la pluma de algunos famosillos con faltas de ortografía… Tomé aire e hice las presentaciones:

−Aquí la tienes Víctor: ella es Ana, Ana Torraba.

Él sonrió nuevamente con aire de niño sorprendido y feliz. Luego se acomodaron en sus sillas, colocadas una frente a otra. Los dos me miraron y yo les hice un ademán con la mano mostrando mi mejor sonrisa. Luego me volví y me marché.

Ya fuera del restaurante, me volví hacia la ventada para mirarlos. Seguían el uno frente al otro. Él parecía pletórico, ella no dejaba de moverse el pelo −buena señal− pensé. Me abroché el abrigo, me crucé el bolso para sentir sobre mi cadera el peso de los 400 folios de mi recién escrita obra…Y con las manos en los bolsillos desanduve el camino de vuelta a casa.

Lady_p

Continuará…

«El Faro de Asiram» (I) El cliente

Caía la tarde cuando salí de casa. Volví a comprobar el wassap que le había enviado el día anterior: “A las seis en El Café Iraola”. Continué caminando. La editorial me enviaba a atender a un cliente –un reputado escritor- y era consciente de que mi promoción en la empresa estaba en juego. No sé por qué aquel encuentro me inquietaba. Llevaba más de una semana preparándolo todo. Había elegido una antigua cafetería donde encontrarnos e hice una reserva en el restaurante Goleta, el lugar preferido de mi jefa… A continuación pensé que cuando el cliente apareciera, esta incertidumbre se acabaría. Al fin y cabo, sólo debía recibirle, romper el hielo y acompañarlo al restaurante para presentarle a la Jefa. Ella se encargaría de todo lo demás. Yo no era más que una barrera de contención o de protección más bien. La finalidad era que el cliente fuera recibido por un rostro amable para que confiara en el buen hacer de la editorial.

El Café Iraola era el lugar adecuado para dar buena impresión. Limpio, discreto, entrañable. Ajeno al paso del tiempo, su mobiliario conservaba esa pátina de antigüedad que transportaba. Tal vez por eso acogía a escritores y bohemios que a veces parecían figurantes posando para un rodaje. El local, regentado por la cuarta generación de una familia de reputados hosteleros, apenas reformado en el exterior desde su apertura casi a principios del siglo pasado, estaba muy bien ubicado en el casco antiguo de la ciudad. Sus dueños se habían preocupado por conservar su clientela a la que sumaba un trasiego de turistas atraídos por una decoración que contrastaba con los locales modernos. Llamaban la atención sus camareros con pantalones negros, chaquetillas blancas con pajaritas y sus paredes cubiertas de fotos: de un lado las de la ciudad en tiempos de su apertura, en blanco y negro; de otro, las de escritores, cantantes, actores y personajes del papel couché fotografiados con los dueños, ordenadas cronológicamente. La gente se paraba delante intentando identificar los lugares, comparando cómo fueron y cómo son en la actualidad.

Sentada junto a una ventana, me entretenía mirando a la gente anónima que pasaba: una mamá con su hijo de la mano; una señora paseando a su perro, dos ancianos a paso lento, conversando pausadamente; un barrendero vaciando papeleras…Respiré hondo. Nadie parecía fijarse en mí, al fin y al cabo no era más que una mujer de mediana edad apurando una taza de café…

 Absorta como estaba, el sonido de un vaso contra la barra me sobresaltó y me devolvió a la realidad. Miré el reloj. El cliente podía aparecer en cualquier momento. Situada, como estaba, frente a la puerta, subía y bajaba la cabeza empeñada en que su entrada no me sorprendiera. Pero sí. Justo después de un segundo en el que me giré para ver la hora en el reloj que colgaba de la pared, al volverme para seguir observando la puerta, lo encontré frente a mí. Tenía un cierto aire desenfadado, acorde con el lugar. Vestía vaqueros, una chaqueta azul marino abrochada y una bufanda granate atada al cuello. Sujetaba un libro en las manos, cuya contraportada apenas dejaba ver, oculta tras unos largos dedos… Era él, sin duda. Sacó la mano del bolsillo de la chaqueta y la extendió:

−Hola. Soy Víctor Roquer−dijo sonriente y amable.

−Pau Presset. Encantada.

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Continuará…

La librería

Historia de la mujer semilla

Entré en la librería. No busco nada en particular. Solo miro. Toco los libros, los abro, los huelo. Luego observo la portada y la contraportada. Es un ritual que repito una y otra vez, cuando me encuentro en este sancta sanctorum, el templo sagrado de los libros. Y de repente miro hacia la parte baja de una estantería y compruebo que asoma el delgado lomo de un pequeño libro, que a primera vista parece un cuento, por el dibujo de su portada, titulado: Historia de la mujer semilla. Su autora, una joven ceutí, Gloria Lizano López, que estudió Bellas Artes en Sevilla, además de escribir el texto ha realizado las ilustraciones.

‘Una imagen vale más que mil palabras’, este fue lo primero que me vino a la cabeza tras ojearlo. Apenas veinticinco páginas, ocupadas al cien por cien por hermosos y originales dibujos, que tienen como protagonista a la mujer encarnando el mito de la fertilidad. Sobre cada uno de ellos, dos o tres líneas de texto, con un estilo sencillo y expresivo, que habla de mujeres recolectoras que compartían lo aprendido, mujeres rodadoras que se transforman a placer, mujeres que aprenden el significado de sí mismas, cuya capacidad de cambio les otorga el poder y control sobre ellas mismas. Unas pocas palabras bastan para expresar el continuo renacimiento de la vida. La semilla es la metáfora que sirve de hilo conductor y narra el poder femenino de la reproducción. Una historia que reivindica la necesidad de cambio, el renacer en las diferentes etapas de la vida en las que morimos para después renacer.

En la contraportada leo: «Érase una vez un libro que todos los hijos deberían leer a sus madres al menos una vez en la vida».  

Y pienso que tal vez yo habría añadido: absténganse de leer este libro quienes no sean capaces de mirar en su interior, ni llegar más allá de la literalidad de las palabras…

Al final lo compré, lo leí tomándome un café y reglón seguido lo regalé…Este es un libro que debía itinerar de una mujer a otra…

Jana

Lo que sucedió aquella noche fue un mal presagio. Como siempre Jana me seguía hasta el dormitorio. Mientras yo deshacía la cama y me ponía el pijama, ella me perseguía hasta que finalmente, ocupaba su sitio para disponerse a dormir. Hacía tiempo que subía las escaleras con dificultad y lentitud, pero aquel día la escuché llorar. Así que la cargué en brazos, la bajé, la acosté en su cojín junto al sofá y me eché a su lado, dispuesta a pasar juntas la noche en el salón.

A la mañana siguiente la llevé a la veterinaria. El diagnóstico no era otro que vejez. Jana había superado la media de vida de su raza en dos o tres años. Tenía 17, era una abuela centenaria y no existe tratamiento alguno para combatir este mal universal. Así que me aconsejó ‘dormirla para que no sufriera’. Lo acepté y acordamos que la llevaría por la tarde.

La acomodé en el coche y fuimos directas al refugio donde la adopté. Todos la trataron con cariño, le dieron chucherías y toda clase de mimos. Se despidieron. Luego volvimos a  casa. Le hice su comida favorita: albóndigas. Apenas las probó. Me quedé con ella un rato, en silencio, a solas. Preparé una bolsa con todos sus juguetes, trajes y enseres. La envolví en su mantita rosa de corazones y nos marchamos. Jana se durmió con su para entre mis manos…

Cuando llegué a casa, una sensación de vacío y tristeza se apoderó de mí…

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P.D. Este texto responde a una invitación realizada desde el blog ‘El Tintero de Oro’, a fin de participar en un encuentro dedicado al microrrelatos que giren en torno a las emociones. Gracias por esta iniciativa.

Cosplay…

Como cada mañana Pere se dirigió en metro hacia Las Ramblas. Primero iría a casa de su amigo en el Raval, que compartía piso junto con otros cuatro compañeros. Guillem le guardaba la ropa y el maquillaje. Ambos trabajaban en la calle, junto a otros actores, cosplayer y mimos. Pere no aguantaba quieto tanto tiempo, por eso se disfrazaba de algún personaje y paseaban de un lado a otro saludando: practicaba cosplay.

Cuando llegaba a casa de su amigo se tomaba un café. Luego encendía un cigarrillo, y mientras fumaba, se sentaba frente al espejo, desplegaba la caja de pinturas y se maquillaba. Primero extendía una capa de crema hidratante que le servía de base, sobre la cual comenzaba a cubrir la cara de un tono pálido, algo más intenso que el color carne. A continuación delineaba unas cejas negras arqueadas, se pintaba los labios de rojo y dos pequeños chapetones rosados a ambos lados, uno en cada pómulo. Después se engominaba el pelo que peinaba hacia atrás. Y finalmente se enfundaba un traje con colores brillantes, chillones, rematado por unos bordes negros, verdes y rojos, y cubría las manos con guantes blancos.

Aquel ritual duraba algo más de una hora. Guillem se impacientaba, pero él parecía no tener prisa, por el contrario, era tan lento como meticuloso, disfrutaba de aquel proceso que le permitía transformarse, cambiar su identidad. Y desde el mismísimo momento que aquel tratamiento concluía, Pere no comía, ni fumaba. Apenas bebía pequeños sorbos de agua si no aguantaba, para no estropear el maquillaje.

Después los dos amigos caminaban hacia Las Ramblas, donde cada uno tenía su lugar reservado. Ellos lo tenían justo enfrente del mercado, junto a uno de los kioscos atiborrados de recuerdos Guillem posaba cerca de cerca de Paul, un chico francés recién llegado.

Pere no necesitaba un sitio fijo. No podía ser mimo porque no aguantaba quieto. Caminaba, se acercaba a la gente y saludaba. Por eso había aprendido a hacerlo de diferentes maneras: inclinando medio cuerpo hacia adelante como los actores; juntando ambas manos con una breve inclinación como en Japón; levantando una mano; estrechando las manos de quienes pasaban, mientras golpeaba levemente la espalda con la otra; levantando el sombrero cuando lo llevaba o acercando los labios al dorso de las manos que las féminas de variadas etnias, confesiones y países, le ofrecían, simulando un beso y una leve inclinación de cabeza…

Al cabo de unos años, le enseñó a su amigo su propio balance, concluyendo que habría realizado unos 330.000 saludos en sus diferentes modalidades y habría simulado unos 264.000 besos simulados en las manos de chicas, jóvenes, de mediana edad y mayores…

Guillem se quedó asombrado y le preguntó:

−¿Cómo has podido hacer semejante cálculo?−Preguntó extrañado.

−Fácil –contestó Pere−.Llevo siempre un contador de mano en el bolsillo…

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La subasta

La pesadilla comenzó de nuevo, tras aquella inesperada llamada.

Aquella mañana me había levantado temprano para asistir a la puja. El mundo de las antigüedades es muy competitivo y conviene tener amigos para poder hacerse hueco en ese difícil mercado. Así que había planeado llegar pronto para saludar y conversar con los potenciales clientes antes que acto comenzara.

Me vestí. Paré donde siempre a tomar un café. Esta vez me atendió un chico joven al que veía por primera vez. Le vi llegar lento, algo torpe y tembloroso, alzando en la mano una bandeja demasiado cargada.

−Un café con leche  por favor.

El móvil no dejaba de sonar con insistencia. Era un número desconocido, y aunque no quería cogerlo, al final contesté por si acaso llamaban los de la subasta.

−Sí, dígame… dígame−Repetí insistente.

Solo pude escuchar el sonido de una respiración profunda. Colgué. Pedí la cuenta precipitadamente. Pagué con un billete, y sin esperar el cambio, me fui.

Un sabor amargo inundó mi boca mientras sentía cómo se formaba un nudo en mi estómago y destilaba sudor por las axilas y las manos. Eché a andar con paso firme, seguida por el eco de mis tacones contra el asfalto. Oí un chasquido. Inconscientemente me volví, comprobando que la cucharilla, el plato y la taza de café habían caído desde la bandeja al suelo. Y sin más, seguí mi camino. 

La llamada me había trastornado, convencida de que era Héctor quien estaba al otro lado. Hacía años que no sabia nada de él. Tras el episodio de acoso sufrido años atrás, a consecuencia de su manía obsesiva, había sido ingresado por su familia en una institución mental. Y allí debía continuar según se consideró en su día. Por eso la idea de que pudiera ser él, otra vez, me aterrorizaba.

Metida en aquellos pensamientos, me llevé la mano a la cabeza y pasé la yema de los dedos por la cicatriz, fruto de aquella agresión provocada por su psicosis delirante. Y no estaba dispuesta a pasar por todo ello una vez.

El salón donde se celebraba la subasta no quedaba lejos, pero había que cruzar una gran plaza y después recorrer un par de calles. La atravesé en diagonal, con la miraba fija en los soportales, animada, creyendo que lo conseguiría. Pero apenas a unos pocos metros comprobé una sombra proyectada desde detrás de una de las columnas.

−¿Será él?- Me pregunté asustada.

Aceleré el paso e intenté esquivarlo rodeando por detrás el kiosco de prensa. Y casi sin pensarlo me paré en seco, dispuesta a hacerle frente…Fue entonces cuando la mano de  Fabián, mi compañero de trabajo, me agarró por el codo:

−¿Estás bien? Vámonos o llegaremos tarde.