Lorenzo’s oil…

Desde ‘café hypatia’ este mes de octibre se nos invita a escribir sobre un tema relacionacionado con el cine: ‘De películña…’

“No estamos pidiendo milagros. Estamos pidiendo que piensen”. Esta fue la respuesta de Micaela Odone ante  el diagnóstico que los médicos sentenciaron para su hijo Alexandre que sufría ALD, con escasas perspectivas de vida. Resignarse ante semejante perspectiva, para algunos padres se reduce a un amargo trago que apenas consiguen digerir, mientras un puñado de ellos se empeñan en encontrar una alternativa e inician un largo viacrucis a clínicas y especialistas que no hacen sino corroborar el mismo veredicto una y otra vez. Finalmente unos pocos, muy pocos, no cejan en su tenacidad, empeñándose en una lucha incansable, personificada en este caso, en Michaela en la película (Lorenzo’s oil) ‘El aceite de la vida’.

El argumento, para quienes no la hayan visto, narra la historia de Lorenzo Odone, un niño de tres años, que comienza a mostrar síntomas de una rara enfermedad genética llamada adrenoleucodistrofia (ALD), que afecta el sistema nervioso y para la cual no existe tratamiento conocido. Los médicos le dan un pronóstico sombrío: deterioro progresivo y muerte en unos pocos años.

Sus padres, Augusto y Michaela Odone (interpretados por Nick Nolte y Susan Sarandon), se niegan a aceptar ese destino: “La ciencia no avanza por consenso, sino por evidencia” aseguran los padres en el diálogo con uno de los médicos.  Por eso, y aunque no tienen formación médica, se sumergen en el estudio de la genética, la neurología y la bioquímica, desafiando a la comunidad científica. Su tenacidad los lleva a desarrollar un tratamiento experimental —el famoso “aceite de Lorenzo”— que logra frenar el avance de la enfermedad.

La película, aparte del amor, la perseverancia y la resiliencia, pone de relieve y pasa a primer plano el sistema médico-científico cuestionándolo y la ética en la investigación médica. Se trata de un film con un gran contenido humano que impactó sobre la comunidad médico-científica y la sociedad de su tiempo.

Respecto a lo primero visibilizando una enfermedad rara prácticamente desconocida, impulsando tratamientos alternativos y criticando la lentitud y rigidez de las instituciones médicas. Y en segundo lugar, el ejemplo de la familia Odone movió el ánimo de otras familias para implicarse más activamente en la búsqueda de soluciones a las enfermedades raras, apoyando la creación de fundaciones para el fomento de la investigación y promoviendo un cambio de mentalidad, mostrando a la par que la pasión y el estudio autodidacta también pueden contribuir.

La película, basada en hechos reales, estuvo nominada a los Oscar y abrió el debate sobre la validación científica de tratamientos impulsados sobre los propios pacientes. Y aunque el aceite de Lorenzo (mezcla de ácido oleico y ácido erúcico) no logró revertir la enfermedad en pacientes sintomáticos, estudios posteriores demostraron que podía retrasar su aparición en niños presintomáticos.

Nota: para quienes tengan interés en ver la película o recordarla, actualmente y según me informa Googie, está en la plataforma Filmin y en YouTube.

Un verano sobre ruedas

Este mes de octubre, desde el blog ‘Acervo de letras’, en vadereto se nos invita a escribir un relato sobre ‘El Bazar’.

Recuerdo que la casa de mi abuela era muy grande o al menos así la conservo en mi memoria. Se trataba de la primera planta de una finca con sólo dos viviendas. Hasta cinco balcones daban a la calle. Me acuerdo de su disposición circular: si girabas a la izquierda podías atravesar todas las habitaciones para acabar en el punto de partida. Las estancias eran grandes, con techos muy altos y suelos con losas blancas y negras como un tablero de ajedrez. Una escalera empinada daba acceso a una azotea con dos cuartos y un lavadero donde de pequeña jugaba con mi prima Ani. Ella y sus padres vivían con la abuela y nosotros, o sea, mis padres, mis hermanos y yo, vivíamos no muy lejos de allí. Tendría unos doce años y me había aprendido el camino, por eso mi madre me dejaba ir sola a visitar a la abuela y quedarme los fines de semana a jugar con mi prima.

Ani y yo nos llevábamos apenas dos meses porque yo soy sietemesina. Todo el mundo creía que éramos hermanas y, a decir verdad, nosotras así nos sentíamos e incluso cuando conocíamos a otros niños, nos presentábamos como tales. Estábamos muy unidas y aquel verano resultó ser muy especial porque nos divertimos muchísimo.  

Nuestro lugar de juego eran las dos habitaciones altas que también funcionaban a modo de trastero. A mi abuela no le importaba que sacáramos los tiestos siempre y cuando los volviéramos a guardar. Ani tenía una imaginación desbordante y a todo le daba utilidad cuando montaba el escenario de juego y ponía en marcha sus fantasías.

Un buen día, cuando iba de camino para verla, me paré en el escaparate de un Bazar. Me llamaba la atención que vendieran tantas cosas que se parecía un poco al trastero donde jugábamos. Había muebles, cuadros y toda clase de objetos grandes y pequeños. El señor que lo regentaba era un hombre mayor que permanecía de pie, firme, en la puerta. Iba muy arreglado y se tocaba el bigote cada dos por tres mientras fumaba un puro. De repente me di cuenta de que me miraba fijamente y con una media sonrisa me preguntó: «¿Buscas algo?». Yo le contesté que no, que me había parado allí porque me recordaba al trastero de mi abuela. Entonces le conté que ella conservaba el reclinatorio que su madre  llevaba a la iglesia. Por aquel entonces muchas señoras tenían su propio reclinatorio y eso significaba que era alguien «de bien’». «Y eso ¿qué significa?» me preguntó riendo. «No sé-contesté- es lo que dice mi abuela». Y ya iba a echar a andar cuando el señor se acercó y me dijo: «Pareces una niña muy espabilada. Dile a tu abuela que si quiere vender los tiestos yo se los compro».

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Cuando llegué a casa le conté a mi abuela lo que había pasado. Ella se quedó pensativa y al cabo de un buen rato se acercó para decirnos que no le parecía mala idea deshacerse de todo aquello y dejar libres los dos cuartos. Así tendríamos sitio para jugar y colocar nuestros juguetes. Todo aquello no era sino un «nido de polvo y de bichos» decía. Pero a mi prima y a mí no nos hizo gracia porque a nosotras nos encantaba fantasear y jugar con todo aquello. Ani me comentó al oído que no tenía que haberle dicho nada y hasta se enfadó conmigo. Estuvimos todo el día de morros, sin cruzar palabra, aunque yo le pedí perdón varias veces.

El caso es que la abuela nos sugirió clasificar los tiestos y separar los muebles y cuadros de otros objetos. Nos llevó todo un fin de semana ordenar aquel batiburrillo. «Ya de paso –dijo la abuela- le limpiáis el polvo y barréis el suelo». Acabamos exhaustas, pero todo quedó perfecto. Algunos muebles solo estaban arañados, y aunque no tenían muy buen aspecto aún servían. Los colocamos todos alrededor de la habitación unos al lado de otros, bien visibles para cuando viniera el señor del Bazar.

En menos de una semana fue a ver los muebles y llegó a un acuerdo con mi abuela. Al día siguiente un camión paró en la puerta. Ani y yo comprobamos cómo dos jóvenes bajaban la cómoda, las mesitas de noche, varias sillas, una mesa, una lámpara de pie, un revistero, el reclinatorio y cosas varias. Nos quedamos algo tristes cuando se marcharon pero mi abuela, por la tarde, nos invitó a salir a merendar para celebrarlo. Nos dijo que nos laváramos las manos, la cara, nos peináramos y nos arregláramos bien. Salimos y cuando pasamos por delante del Bazar, don Rogelio -que así se llamaba el dueño- nos invitó a entrar. Mi abuela aceptó encantada. Nosotras nos miramos muy serias porque aquel señor era poco más o menos nuestro enemigo.

Ya llevábamos un buen rato cuando don Rogelio le dijo a mi abuela: «No las hagamos esperar más». Descorrió una cortina y dejó visibles dos bicicletas nuevas: «Elegid una cada una. Son vuestras». Ani pilló la roja y yo la azul, mi color favorito.

Entonces lo comprendimos. La abuela había vendido todos aquellos muebles y en lugar de aceptar dinero, nos compró unas bicicletas…

El resto del verano lo pasamos de un lado a otro con las bicis. La abuela bajaba de vez en cuando a tomar un té con don Rogelio y mientras ellos hablaban nosotras jugábamos en el almacén, donde permanecían alojados nuestros antiguos muebles y el viejo reclinatorio. Y durante unos años aquel Bazar formó parte de nuestras vidas…

El abuelo Lucas

En ‘relatos jueveros’ desde el blog de Campirela se nos invita a escribir un relato sobre el tema, ‘el cuerpo como territotio’. Aproximadamente una extensión de 350 palabras

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El abuelo Lucas nos contaba muchas historias. Casi todas las mañanas paseaba hasta la huerta junto a Baby, un labrador negro como el carbón y tan leal como un faro al navegante. Allí, después de vigilar los tomates, pimientos, berenjenas, patatas y algunos frutales, el abuelo se sentaba mientras se liaba un cigarrillo que fumaba a escondidas de la abuela.

Algunos días, a la salida del colegio, mi hermana y yo íbamos a verle. Él nos recibía con un gran abrazo y un plato con unas peras y ciruelas recién cogidas del árbol. Mientras la mordíamos, nos sentábamos con él. Primero nosotras le hablábamos del colegio y luego él nos preguntaba: «bueno, ¿ qué queréis que os cuente hoy?».

A nosotras nos gustaba deambular por el mapa de sus cicatrices. Le habíamos contado hasta diez. Algunas eran de la infancia porque el abuelo había sido muy travieso de pequeño. Otras accidentes de trabajo en el campo y el resto de la guerra. Así que mi hermana comenzaba cogiendo su mano derecha mientras señalaba una pequeña línea marcada sobre la piel alrededor del pulgar y él decía: «esa me la hice en el campo, cogiendo setas con mi padre». Enseguida yo le señalaba una en la ceja izquierda: «Esa tiene una historia más larga». Y yo la contaba; «Sí. Bajabas corriendo la escalera perseguido por tu hermano y al llegar al último escalón te caíste y tropezaste con el pedal de una moto. La bisabuela, o sea tu madre, partió un huevo y pegó la membrana fina jugosa en tu ceja. La herida se taponó y no te pusieron puntos…» A continuación mi hermana, puso el dedo sobre el muslo «aquí está la de la guerra ¿verdad abuelo?». Él asentía con la cabeza y mi hermana contaba cómo había permanecido oculto en una cueva durante tres días sin agua ni comida hasta que pudo escapar. Pero unos soldados que andaban cerca y le dispararon. Su amigo Luis lo cargó al hombro y lo puso a salvo…

El cuerpo del abuelo es como un gran atlas. Cada cicatriz es un frontera, una huella de las diversas vivencias que atraviesan su vida. Recorrer todo este territorio es conocer su historia y rastrear su memoria.  

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Un buen comienzo de curso…

Desde el blog ‘Acervo de letras’ el Vadereto de esta semana nos invita a escribir sobre ‘bendita paciencia…’.

Esta es una historia real. O sea, cualquier parecido con la realidad no es pura coincidencia…

A lo largo de años de enseñanza una se ha tropezado con todo tipo de alumnos. Para mí es, sin lugar a dudas, una de las mejores profesiones aunque por desgracia, ni está suficientemente valorada ni goza del reconocimiento y  prestigio social que merece. Yo me atrevería a decir que más que una profesión se trata de una vocación, porque requiere de ciertas cualidades, paciencia y valores, que no cualquiera posee.

Si todo marcha bien los alumnos son un portento y si sale mal el profesor es un matraca… Algunos padres se muestran colaboradores y comprensivos, facilitan la labor y forman un tándem necesario para la tarea educativa.  Otros en cambio, se alinean unilateral e incondicionalmente del lado de su hijo, para bien o para mal, y la labor del profesor se ve entorpecida.

Conservo en mi memoria muchas anécdotas divertidas, otras no tanto claro, hay de todo. Pero a propósito del tema en cuestión, recuerdo esta que narro a continuación.

Aquel curso fue especialmente complicado. Estrenábamos centro. Todo estaba nuevo, impoluto. Pero a falta de alumnos de la zona llegaron otros de diversa procedencia. Estábamos de acuerdo que debíamos ser pacientes y armarnos de valor para que no se nos fueran de las manos. Y aunque nos hicimos una idea a priori, la realidad fue un gran choque porque aquellos niños venidos del campo, acostumbrados a trabajar mucho y leer poco casi, no sólo no pronunciaban con claridad y costaba entenderlos sino que carecían de la más mínima disciplina.

Yo había organizado el aula con las mesas dispuestas de dos en dos, formando tres filas. Les dejé sentarse libremente, dónde cada uno quiso. Nada más comenzar la clase, lo primero de todo fue presentarme y pasar lista para conocerlos. Cada cual aportaba unos pocos datos sobre sí mismo y contaba de dónde venía a la par que expresaba sus expectativas. Fue muy interesante hasta que nombré a Vicente, Vicente de la Calle Ruíz para más señas. Era muy bajito para su edad. Delgado y con unos ojos muy expresivos. Venía de una escuela rural. Era tímido y casi no le salía la voz de cuerpo. Con un hilo de voz contó que sus padres trabajaban en el campo y que como él les tenía que ayudar, había faltado mucho a la escuela el curso anterior y que por eso repetía. Dijo que era el mayor de cuatro hermanos, dos niñas y dos niños. Que era culé y que esperaba hacer amigos. Iba a nombrar al alumno siguiente cuando levantó la mano y dijo:

−Maestra, me se…

Y yo de inmediato le corregí…

−No se dice ‘me se’ Vicente, la semana siempre antes que el mes. Se dice ‘se me…’

−Ya maestra –contestó insistente- yo lo que quiero decir es que si ‘me se…’

−A ver hijo, ¿ qué es lo que no entiendes?. Te repito, se dice ‘se me’ no ‘me se…’

−Lo he entendido, pero es que le quiero preguntar si ‘me se…’

−Mal empezamos Vicente –le dije en tono cariñoso y paciente. A mí no me importa repetir las cosas tantas veces como sea necesario, para eso estoy aquí. Pero te estás empeñando tontamente. ¿Necesitas que te ponga un ejemplo?. A ver: “ ‘se me’ cayó el libro no ‘se me’ cayó el libro”. ¿Está más claro ahora?

−Si maestra, pero ¿me deja poner a mí otro ejemplo? A ver: «maestra ¿’me se-paro’ de mi compañero? Es que no la veo…»

La carcajada fue monumental y mi cara un poema. Desde aquel día Vicente cayó en gracia. Hizo amigos y hasta aprobó el curso.

Respecto a mí, disfruté muchísimo aquel primer encuentro y me reí hasta que me dolieron las mandíbulas. No obstante el curso fue muy duro y tuvimos ciertos desencuentros, pero Vicente resultó ser mejor alumno de lo esperado y sorprendentemente la ‘bendita paciencia’ y el cariño funcionó a las mil maravillas con él. Por eso y por mucho más, se quedó en mi memoria para siempre.  

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Un encuentro de lo más incómodo

Desde el blog de ‘Neogéminis’, el encuentro juevero de esta semana se nos invita a escribir sobre un ‘personaje descontextualizado’. Esta es mi aportación.

A veces –como en este caso- no es necesario imaginar personajes ficticios que protagonicen una historia inventada porque la propia vida, cuando empieza a ser larga, contiene todo tipo de situaciones que pueden ayudar a ilustrar el ‘tema juevero’ de la semana. Así que echo mano de la memoria para contar una historia real, vivida en primera persona acorde al tema propuesto por Mónica.

Para empezar debo aclarar que me he dedicado a la enseñanza. Por mis manos han pasado muchos alumnos a una media de ciento veinte por año. Ha habido de todo, buenas y malas cosechas. Todos se han abierto camino y hoy son hombres y mujeres profesionales en muchos campos.

Durante los primeros años viví en la misma localidad donde trabajaba. Les veía hacerse mayores y no les perdía la pista. Pero luego me mudé a otra localidad y ese contacto más cercano se limitó al círculo del instituto, a las clases, al aula. Y una vez acaban no sabía nada más de ellos.

Es fácil comprender que ellos se quedaran con una imagen mía petrificada y con pocos cambios en el tiempo. Ellos, en cambio, pasaban de adolescentes a hombres y mujeres. Cambiaban el peinado, el cuerpo se estilizaba, crecían y algunos se dejaba crecer la barba. Imposible recordarlos a todos. Resultaba fácil retener los extremos: los brillantes y los más traviesos o conflictivos. Por eso ellos me han seguido saludando y yo muchas veces he respondido sin saber quiénes eran…

Y esta fue la situación incómoda que viví, cuando al cabo de los años se me acercó un antiguo alumno, que dio por hecho que lo reconocía.

Recuerdo que estaba de compras en un centro comercial local y de repente se me plantó un chico delante con una inmensa sonrisa…

−Hola ¿no te acuerdas de mí? Soy David, tu alumno favorito…−dijo con un tono de sorna.

En mi cabeza se fueron abriendo archivos y carpetas de antiguos alumnos: «A ver…David…David… ¿Bueno o malo?»

−Espera que te localice, has cambiado mucho…

−Sí mujer, ¿no te acuerdas? Claro, llevaba el pelo muy largo y ahora rapado…¿Te acuerdas que me suspendiste pero me diste otra oportunidad…?

«Madre mía…Carpeta de ‘pelos largos y segundas oportunidades…’ Pero quien es este…Y piensa que sé en qué centro estuvo y no tengo ni idea…»

−Sí, David, David Fernández Pérez. Luego le diste clases a mi hermana Azucena, dos años después. Tenemos muy buen recuerdo de ti, sobre todo cuando fuimos de excursión a Port Aventura y me perdí…Bueno, dije que me perdí pero estuve todo el rato subido en la ‘Montaña Rusa’…

« David, pelo largo, segunda oportunidad, hermana Azucena…Nada. Mente en blanco. Eso sí, recordé que ‘alguien’ se perdió en un viaje y nos llevamos un gran disgusto». Y sin poder soportar más aquel tormento dije sonriendo:

−¡Ah claro, David!¡Ahora caigo! Vaya susto que nos diste −dije no muy − estuvimos a punto de llamar a la policía. Y ¡qué es de tu vida…?  

¿Quieren saber la verdad? Nunca recordé con claridad, a David…Su imagen acudía borrosa a mi mente y me sentía mal por ello. Pero a pesar de mi olvido el encuentro fue muy agradable, porque siempre es un placer y una satisfacción que te recuerden con cariño…

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Un insignificante detalle…

Desde el blog ‘Acervo de leytras’ el Vadereto de este mes de agostó nos invita a contar una historia inspirada en una imagen de las varias propuestas, Esta es la mía…

A propósito de las muchas series que actualmente circulan en las diferentes plataformas, recordaba con unas amigas una de ciencia ficción que estrenaron en TV cuando éramos adolescentes y que iba de extraterrestres. Se llamaba ‘Los Invasores’. En cada episodio, el protagonista, David Vincent,  se afanaba por denunciar una conspiración de estos seres venidos desde otro planeta, dispuestos a apropiarse de la Tierra. Él los denunciaba aunque siempre se quedaba a punto de descubrirlos porque tenían una apariencia humana y normal, como la nuestra, a excepción de un insignificante detalle: no podían flexionar el dedo meñique.

Con esta remembranza reciente en la cabeza, quedé con ellas para ver una exposición de pintura, aprovechando la buena temperatura después de la terrible ola de calor que nos asoló la primera quincena de agosto. Y así, con esta buena disposición, salimos lista y preparadas para embriagarnos con las magníficas obras de algunos artistas de la tierra.

Todo iba bien. ‘Horizontes paralelos’ mostraba obras muy variadas y de estilos diferentes. Nos paramos delante de cada cuadro para comentar. La sala estaba tranquila, apenas se escuchaba el leve murmullo de una pareja. Todo normal hasta que apareció un señor que llamó nuestra atención por su aspecto, pues era excesivamente alto y delgado. Vestía traje y chaqueta de lino blanco, sin corbata, y portaba un sombrero panamá en la mano. Todas nos volvimos para mirarlo. No le quitamos la vista de encima debido a una excesiva delgadez repartida a lo largo de un cuerpo de al menos dos metros. El caso es que este señor comenzó a ver la exposición por el lado contrario al nuestro y claro, nos encontramos hacia la mitad de la muestra. Entonces sucedió. Primero le vimos inmóvil, con la mirada fija en un cuadro. Luego se alejó para contemplarlo detenidamente, y a continuación se acercó para leer la tarjeta lateral que contenía el título y al señalarlo levantó el dedo índice y el meñique a la vez… En aquel momento nos miramos y gritamos muy bajito: «¡Es un invasor!»

A partir de aquel momento, comenzó una persecución en toda regla, aunque con el mayor disimulo posible. Acabamos de ver la exposición sin perderlo de vista. Después salió a la calle y nosotras tras él. Cruzamos la plaza, enfilamos la calle principal y unos metros más adelante el supuesto ‘invasor’ se detuvo en una cafetería. Pillamos una mesa. Todos pedimos café. Cuando le sirvieron, tomó la taza por el asa y comenzó a beber despacio, sorbo a sorbo, saboreándolo, pero con el meñique levantado… Nosotras nos miramos y asentimos. De nuevo percibimos la señal inequívoca de los ‘invasores’.

Al cabo de un rato, se acercó un señor con un maletín. Saludó y ambos se fueron caminando hacia el portal de la casa situada frente al establecimiento en el que estábamos. Ambos subieron la escalera. Nosotras seguíamos observando sin mediar palabra. Y pasada una media hora, vimos bajando la escalera al señor alto y enjuto. Y al salir a la calle una de nosotras dijo: «le falta la mano izquierda, la del dedo meñique estirado…» Y entonces, levantamos la cabeza y vimos un cartel colgado en el balcón del segundo piso: ‘Taller de reparaciones ortopédicas’. Atónitas nos echamos a reír al descubrir que el brazo era ortopédico . No sólo eso, además estaba estropeado, por eso no doblaba el dedo pequeño… Con razón decía Santa Teresa que la imaginación es la ‘loca de la casa’…

Y sin parar de reír hasta que nos dolieron las mandíbulas alguien comentó: «Si estuviera aquí David Vincent, también se habría dado cuenta de ese insignificante detalle…»

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Falsa noticia

En ‘Vadereto’ de este mes de julio se nos invita a escribir sobre una ‘ crónica peridística’ o una ‘noticia’.

Fermín llevaba días preparando el viaje. Por fin ahorró lo suficiente para viajar en el lujoso tren Al-Ándalus. Siete días que le llevarían desde la metrópolis andaluza a la capital de España, parando en ciudades cargadas de arte y de historia…Fermín se había prometido este regalo tras la jubilación, y aunque habían pasado algunos años, el sueño estaba a punto de cumplirse.

Llegó a la estación con algo de tiempo. Todo el mundo se mostraba especialmente amable, solo que algo no le encajaba pues todos le llamaban Míster y el corregía: no, Sr. García, Fermín García. Entonces el botones o la azafata de turno le giñaba un ojo y repetía: claro, claro, como usted desee Sr. García…

El camarote era más espacioso de lo que pensaba. Tapizado en madera oscura ofrecía diferentes espacios para dormir, para el aseo y para descansar o pasar un rato leyendo. El colchón resultó confortable y cómodo. Durmió del tirón hasta que los primeros rayos se colaron por las rendijas de la ventanilla. Los nervios del viaje y el suave traqueteo, sumieron a Fermín en un agradable y reparador descanso.

Tras el aseo se dirigió al vagón restaurante. De nuevo comprobó una amabilidad desmedida, además de despertar a su paso las miradas curiosas de todos, particularmente de las señoras que cuchicheaban al pasar. Por un momento llegó a considerar que tuviese alguna mancha, o se hubiera dejado la bragueta abierta -cosa que comprobó de inmediato con disimulo- pero no, todo estaba bien, ¿por qué entonces despertaba tanta curiosidad su persona? La respuesta llegó unos días después de la mano de una dama con quien amablemente compartió mesa en un comedor abarrotado de pasajeros:

−¿Le importaría compartir mesa? Viajar solo también tiene desventajas y hoy parece que todos hemos querido comer en el primer turno…

−No, por favor, siéntese. Será un placer almorzar acompañada. Soy Amanda Orozco y usted es…

−Fermín, Fermín García.

La comida transcurrió entretenida y amable. Ambos rieron y despertaron las miradas del resto de pasajeros.

Al día siguiente Amanda se dirigió de nuevo a la mesa de Fermín:

−¿Puedo? –dijo señalando el asiento.

−Claro Amanda, somos dos alamas solitarias… 

−Ya que tenemos cierta confianza –dijo Amanda bajando el tono de voz- ¿me permite una pregunta? ¿nunca le han dicho que es clavadito a Liam Neeson, el actor? 

−Pues no la verdad. Pero ahora que lo menciona, ¿de verdad me parezco tanto?

Amanda sacó el móvil, buscó una foto del actor y se la enseñó:

−Juzgue usted mismo…

Fermín abrió la boca y balbuceó diciendo: «no puede ser, si soy yo…! Claro, por eso tanta atención y amabilidad… Ahora lo comprendo…»

Amanda sonrió mientras colocaba una revista sobre la mesa:

−Y no queda ahí la cosa. Mire la noticia −afirmó sonriente mostrando uno de los principales periódicos nacionales:  

«Sevilla, 1 de mayo de 2025. El famoso actor Liam Neeson cazado en la Estación de Santa Justa, en la capital andaluza, cuando se disponía a coger el tren Al-Ándalus para efectuar recorrido por diversas ciudades españolas. A tenor de las declaraciones de los pasajeros, el actor británico viaja de incógnito bajo el seudónimo de Fermín García. Fuentes de primera mano también aseguran que le han visto en compañía femenina y que el actor domina nuestro idioma a la perfección ¿Habrá elegido el cineasta nuestra ciudad para un nuevo romance?». La noticia iba acompañada de una foto del ‘supuesto actor’ junto a Amanda, brindando en el vagón comedor del tren.

Amanda y Fermín rieron a carcajadas y desde entonces no se han separado dando pábulo a la prensa que siguió alimentando el bulo hasta que el verdadero actor envió una nota de prensa desmintiendo la falsa noticia.

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La ‘momia’

El reto Alianzara de este mes nos invita a ‘escribir desde la realidad’, a partir de una noticia. En este caso se trata de una compañía de gas, que instalando unas tuberías cerca de Lima, perú, encontraron una fosa con una momia del año 1000-1200.

Despertaban las primeras luces del amanecer cuando los obreros de la compañía del gas llegaron hasta el lugar indicado por los ingenieros para acabar de instalar las tuberías de conducción que surtiría a la ciudad de Lima y alrededores. Era tan temprano que la tierra se notaba fría y el motor de la perforadora se mostraba perezoso. Muy pronto el campamento cobró vida y las máquinas comenzaron a rugir a un tiempo. Y en esta especie de ruidosa calma estábamos, con cada obrero en su puesto, cuando de repente la perforadora tropezó con algo contundente que trocó el sonido habitual por otro más bronco, alertando de que algo extraño sucedía.

Enseguida el capataz dio la orden de parar. Se colocó un arnés y descendió para comprobar in situ el problema: efectivamente la enorme broca tropezaba con algo, tal vez una roca. Enseguida ordenó a un par de obreros que descendiesen con una palas para despejar el terreno y poder comprobar qué podía ser. Así lo hicieron y enseguida comprobaron que debajo de una pesada roca se encontraba un cráneo humano.  A partir de aquí, el trabajo se paralizó. Enseguida llamaron al equipo de prospección del Museo Arqueológico de Lima para que enviara a un equipo de arqueólogos a extraer lo que a primera vista podría resultar un gran descubrimiento.  

La fosa se blindó hasta que llegaron los expertos que trabajaron durante varios días, al cabo de los cuales, extrajeron un cuerpo momificado, sedente, que podría datarse entre los años 1000-1200. Un poco más tarde supimos que se trataba de una mujer pues junto al cuerpo se encontró un fardo con lo que sería el ajuar funerario compuesto por objetos de cerámica: cuencos, platos, cántaros y un pequeño códice que mencionaba a una “guardiana del equilibrio entre el sol y la sombra”. Al parecer, y en opinión de los arqueólogos, aquella zona se correspondía con una primitiva necrópolis por lo que podrían encontrarse más restos.  

Entonces fue cuando el capataz ordenó que montara guardia junto a otro compañero, mientras el Museo preparaba los medios para transportarla. Cuando nos quedamos solos no pude evitar fijarme en el medallón colgaba del cuello de aquella mujer. Tenía forma ovalada y lucía una piedra verde en el centro. Se me pasó por la cabeza una esmeralda pero no podía ser a tenor de los útiles de su ajuar. Nada parecía indicar que se tratada de una dama noble sino más bien de una campesina. Al menos esas eran las primeras conclusiones. Mi compañero se durmió enseguida. Yo permanecí en vela dándole vueltas en la cabeza al significado de aquel medallón e imaginando mil historias.

Y en esas estaba cuando sentí el impulso de acercarme a tocarlo. La noche estaba oscura como boca de lobo. Acerqué mi mano temblorosa y justo cuando sentí el frío tacto de la piedra en la yema de mis dedos, una especie de rayo me hizo salir disparado hacia atrás y una luz cegadora me iluminó: «¿Quién osa despertarme y poner fin a esta larga noche?» Apenas podía balbucear para pronunciar mi nombre. Tenía la boca seca y la voz no me salía del cuerpo. «Lo preguntaré por segunda vez ¿Quién ha osado despertarme y romper el equilibrio entre el sol y la sombra?»

Permanecí en silencio, petrificado, mientras mi amigo dormía a pierna suelta, con la mandíbula desencajada, roncando. A continuación un gran estrépito removió los cimientos de la tierra y los cadáveres de la necrópolis comenzaron a brotar y a caminar. Todo un ejército de zombies se dirigía hacia la mujer que brillaba bajo la luz verde del amuleto. Cada vez les veía más cerca y yo era incapaz de realizar el más mínimo movimiento. Cuando ya les tenía encima, uno de ellos de acercó a mi cara gritando:

−¡Levantaos inútiles! Ya acabó la guardia. Los del Museo están aquí para llevarse a la momia.

Entonces desperté. Sonreí creyendo que todo había sido una pesadilla, un mal sueño, hasta que observé una quemadura en el centro del pecho y comprobé la tierra removida alrededor de la fosa… Entonces comprendí que había despertado a la momia…

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Anécdotas de una portería…

Desde el blog ‘Acervo de letras’, este mes de junio  Vadereto nos invita a escribir un relato sobre el ‘optimismo’

Mateo Linares Pérez, hijo de Mateo Linares López, había sucedido a su padre en la portería del edificio. En aquel pisito -un bajo izquierda de apenas 60 metros cuadrados- había nacido, y allí mismo, tal y como hiciera su padre, tenía intención de jubilarse. Mateo reunía gran parte de las cualidades que suelen identificar a todo conserje que se precie, pues a la agudeza y habilidades sociales heredadas de su padre, sumaba la curiosidad y cierta tendencia al cotilleo, recibida por línea materna. Eso sí, todo aderezado con grandes dosis de optimismo y discreción.

A sus 55 años tenía porte digno -estaba en plena forma- e iba siempre vestido impecablemente con su uniforme. Gozaba de un carácter jovial, conversador, amable y servicial con el que atendía tanto a vecinos como a  extraños, a cualquier hora del día, y en más de una ocasión, incluso de la noche… Educado bajo la atenta mirada de su padre había cultivado las virtudes necesarias para desempeñar su trabajo de manera eficaz: prudencia, sagacidad y tacto. Señas de identidad con las que había conseguido que aquella comunidad se le rindiera y dejara de tener secretos para él.

De los 12 vecinos, sólo cuatro residían desde tiempos de su padre. Los demás se habían ido incorporando conforme los más antiguos fallecían o se mudaban.

El día que apareció muerto don Antonio, Mateo estuvo al tanto de todo: recibió a la policía, al médico y al juez, a quienes acompañó en el ascensor hasta la quinta planta izquierda donde vivía. De su propia cosecha y mientras subían, comentó sus bondades, describiéndolo como un hombre educado y formal, que jamás había alzado la voz, alegre y dicharachero, aunque -a su parecer- algo cabizbajo desde que enviudó.

Aquella misma mañana cuando bajó doña Eulalia, la del segundo derecha, como siempre a primera hora, ya se comentaba en la puerta de la calle lo sucedido, a lo que Mateo, con cara de circunstancia, añadió:

−Todos tenemos que morir, mejor hacerlo mientras dormimos felices en nuestra propia cama ¿No es verdad doña Eulalia?

A lo que ella, como mujer de pocas palabras, asentía con la cabeza y la mirada baja mientras repetía: “Pues sí. Y que Dios lo tenga en su gloria”.

Y es que Mateo tenía calado al personal. Conocía bien los entresijos de tan variopinta comunidad, y siguiendo la política aprendida de su predecesor, contaba o decía a cada uno lo que quería oír, y así -parafraseando a su maestro y padre-” Hay que ser positivos y ver el lado bueno de las cosas”.

−Ha visto usted don Luis –el del tercero izquierda- cuánto jaleo esta mañana…−preguntó Mateo con algo de sorna

−Ya me he dado cuenta. He oído murmullos desde muy temprano, ¿Qué sucede?

−Pues que ha muerto don Antonio. Yo digo que feliz en su cama, ¿usted qué cree? Ha venido la policía y un juez. Ya sabe, para el levantamiento del cadáver.

−Vaya hombre, ya me fastidió usted el día, con lo supersticioso que soy. ¿No se da cuenta que es martes y trece? Me vuelvo a casa. No pienso ir a ningún sitio que ya lo dice el refrán: ‘trece y martes, ni te cases, ni te embarques ni vayas a ninguna parte…’

−Pero don Luis no hay que creer en esas cosas, ¿se va a quedar en casa sólo por un antiguo dicho?

En cuanto se fue, Mateo se rio a sus anchas. Y riendo estaba cuando doña Asunción -la del tercero derecha- salía para hacer la compra. No tuvo más que mirarlo para olerse la jugada:

−¿Qué? Otra vez bromeando con don Luis ¿no? Me acabo de tropezar con él al salir del ascensor. Iba farfullando no sé qué de martes y trece. Pobre don Antonio ¿verdad? Y lo chistoso que era. Pero ya quisiera yo morirme durante el sueño. Una suerte vamos.

−Eso es, una suerte. Yo pienso lo mismo. Que pase un buen día.

Pero si había alguien a quien Mateo apreciaba y admiraba de verdad, ese era don Enrique, el del ático. Un solterón empedernido de su misma edad. Se conocían desde niños y habían jugado juntos. Enrique siempre había sido un don Juan y despertaba la envidia de Mateo que alimentaba su narcisismo a cambio de obtener el relato de alguna anécdota o episodio de sus múltiples conquistas. Entre ambos existía una complicidad masculina y una inquebrantable barrera de estatus de la que ambos eran conscientes. 

Don Enrique asomó por la portería con aire misterioso, levantando la cabeza, buscando al conserje con la mirada…

−Ah! Estas aquí Mateo. Tengo un problema. Anoche vine acompañado… Y no sé cómo hacer que la señora que vino conmigo pase desapercibida entre tanta gente. Parece que don Antonio la palmó esta noche ¿no? Qué suerte la suya, irse a los 80 años y sin  sufrir. ¿Dónde hay que firmar?

−No se preocupe usted don Enrique. En media hora dejo esto despejado para que pueda salir por la puerta de atrás. Usted tranquilo. Déjelo todo en mis manos…

−Eres un amigo Mateo. Te debo una. Cuando se aclare el ambiente sube, tengo unas entradas de futbol para ti. ¡Gracias!

Mateo orgulloso, se apretó el nudo de la corbata, se ajustó la chaqueta, y con una amplia sonrisa se dijo en voz alta: “Otra buena obra Mateo. Otra vez le salvaste el culo. ¡Qué harían sin mí! Ay Dios, ¡cuántas almas felices gracias a mí!”.

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‘Las Libertarias…’ Porque las mujeres no debemos olvidar…

Desde el Blog de Marifelita, relatos jueves nos invita ésta semana a participar en el reto ‘Mujeres en Guerra’.

El anarcosindicalismo fue un movimiento que nació en 1936 en España y persistió durante los años de guerra hasta 1939. Aunque su ideario reivindicaba la igualdad de las mujeres, fueron ellas quienes pensaron que debían crear su propia organización, protagonizar, liderar y desarrollar sus capacidades y correr sus riesgos. Las mujeres venían de una situación de opresión, de una falta total de libertad ante el matrimonio, sin poder salir solas de sus casas sino era acompañada por algún varón. Por otro lado, en el ámbito laboral, eran explotadas y percibían la mitad de salario que los hombres. También fueron discriminadas entre sus iguales por su estatus económico pues a las de clase media se les permitieron ciertos derechos que para nada se hicieron extensivos a las clases trabajadoras.

En este clima nacieron las ‘libertarias’, cuyas fundadoras fueron todas activistas y estuvieron involucradas en los sindicatos, participando en las acciones de protesta. Muchas, casadas con sindicalistas, descubrieron muy pronto que la pretendida igualdad que sus maridos proclamaban en reuniones y en las calles a voz en grito, no eran sino consignas defendidas teóricamente, con la boca pequeña y de puertas afuera, porque de puertas adentro esa igualdad estaba bien vista para las esposas de los demás pero no para la propia… No era sino un feminismo de boquilla. Así que los hombres se tomaban en serio a las mujeres en los espacios donde se debatía. Ahí les dieron voz, sí, pero al llegar a casa enmudecían. El enfoque de las Mujeres Libres aspiraba a tomar conciencia de que su situación y sus problemas eran inseparables de los problemas sociales de la época y presionaron con su movimiento para que se les reconocieran sus capacidades, organizando para ello, dicho movimiento.

En 1934 fundaron la revista Mujeres libres utilizada como altavoz para la difusión de sus ideas. El movimiento creció y creció y para 1936 contaba con 25.000 integrantes. Se trataba de una revista para mujeres, escrita por mujeres que vetó la participación de los hombres (aunque hubo alguna excepción) Todo un logro. En mayo del 36 (poco antes de estallar la guerra) se publicó el primer número, de cuya primera página extraigo lo siguiente:

Sin que pretendamos ser infalibles, tenemos la certeza de llegar en el momento oportuno. Ayer hubiera sido demasiado pronto; mañana demasiado tarde. Henos pues, aquí, en plena hora nuestra, dispuestas a seguir hasta sus consecuencias últimas el camino que nos hemos trazado; encauzar la acción social de la mujer, dándola una visión nueva de las cosas, evitando que su sensibilidad y su cerebro se contaminen de los errores masculinos. Y entendemos por errores masculinos todos los conceptos actuales de relación y convivencia: errores masculinos, porque rechazamos enérgicamente toda responsabilidad en el devenir histórico, en el que la mujer no ha sido nunca actora [sic], sino testigo obligado e inerme…

Además de su activismo político y sindical, las mujeres libertarias participaron en el frente de batalla, en hospitales y en la educación, desafiando los roles tradicionales de género y demostrando su capacidad para contribuir a la causa revolucionaria. Su legado sigue siendo un referente en la historia del feminismo y el anarquismo en España.

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