La ‘feliquidad’

Sugerencia de escritura del día
Describe un hábito que te aporte felicidad.

Con los años he descubierto -y lo que voy a decir no es ningún misterio- que la felicidad llega más por la vía de las cosas sencillas y pequeñas. Es más con el tiempo mi mayor aspiración no es la felicidad sino la ‘feliquidad’ o sea, ser feliz estando tranquila, porque eso significa que hay un orden, que todo está donde debe estar, que todo va bien a mi alrededor. Prácticamente no necesito más.

Pero hasta llegar a este sabio estado he tenido que transitar un largo camino. La ‘felicidad’ es una palabra muy larga, que tiene muchas letras y que procede del latín, felicítas-felicitátis que significa alegría, gozo o estado de satisfacción espiritual y físico. La felicítas a su vez se deriva de felix-felícis que significa fértil, fecundo. Y cuanto más vamos al origen, mayor grado de pureza nos muestra el término y más se explicita el significado del mismo.

Por otro lado la experiencia sobre el sentimiento o estado de felicidad bascula en función de las diferentes etapas de la vida, entendida ésta como un ciclo que comienza y acaba. Así de pequeños la felicidad adquiere formas simples pero materiales. Del resto no tenemos consciencia. Nos construimos con los años y será en el ámbito de las emociones en las que más tarde encontramos la fuente de auténtica felicidad. Durante la edad adulta se produce una mezcla de todo. La emociones importan -¡cómo no!- pero reunimos muchas aspiraciones a la vez: profesionales, materiales, afectivas, sensoriales. Cada una de ellas nos proporcionará un tipo de felicidad y todas nos conducirán al clímax. Esta es una etapa de grandes ambiciones, de enorme crecimiento profesional, de grandes metas y a veces, hasta de grandes éxitos. Sí, es una fase en la que pensamos a lo grande…

Pero la vida continúa y del crecimiento profesional pasamos al personal, y ambicionamos menos y a vivir conscientemente más: comenzamos a valorar el tiempo como ingrediente que aporta calidad de vida. Menos cantidad y más calidad, este será el lema. Y con los años, será precisamente el tiempo el capital que mejor querremos invertir y administrar. A partir de aquí la voz felicidad se tornará mucho más sencilla. Y si la vida nos regala ‘tiempo’, llegado el momento, daremos rienda suelta a nuestros intereses y aficiones: el placer de las fotografías, pasear con tu mascota y tu amiga, abrir un blog, escribir, contemplar amaneceres y atardeceres, leer un buen libro o cuidar las plantas por ejemplo…Es entonces cuando una comprende que la felicidad, es eso. Y esa palabra tan larga y de tanto recorrido, pasa a tener un significado muy simple que en mi caso, se reduce experimentar tranquilidad, como mucho, satisfacción. Digo yo que por eso me hace feliz contemplar la luna llena o ver como cae el sol, comer un arroz con leche, tener una buena conversación o simplemente, ver reír a mis hijos, estar con mi familia y con los amigos que quiero. Saber que están bien y ver en su felicidad el reflejo de aquella que también fue mía. Son ellos y sólo ellos quienes alimentan mi propio bienestar.

Básicamente eso es la ‘feliquidad’: ser feliz sintiéndome tranquila, estando bien por dentro… Lo demás vendrá por añadidura…

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Tú…

Fotografía: mp_dc

De vez en cuando tu ausencia se me antoja como un pesado manto depositado sobre mi espalda. Una capa de plomo me envuelve y me obliga caminar despacio y encorvada. Los movimientos se ralentizan. La mirada se pierde. La voz se calla. Los pensamientos bullen hacia un único objetivo: tú y tu recuerdo. Por alguna razón que desconozco, algunos días no resultan fáciles y duele pensarte como una vieja herida que se abre, como duelen los huesos con el frío invierno y después se pasa en cuanto asoma la primavera y templa el aire con el sol.

Los recuerdos se presentan transformados en un mar en calma. Te miro pero no te veo, solo te pienso. Tú y tus cosas. Tus gracias, tus expresiones, tus respuestas, tus ideas absurdas y acertadas, tu manera de comer, tu sonrisa con la ceja arqueada, tu mirada de niño que esconde una travesura a punto de ser descubierta. Tú y tus causas perdidas. Tú y tu pena por el pobre, el desvalido, el solitario, el indefenso, el débil. Tú y tu música vibrando a través de los auriculares. Tú y tus experimentos al sol. Tú y tus camisetas, tus gorros, tus deportivas. Tú y tus arreglos en casa. Tú invitándome a merendar contigo. Tú y tus amaneceres tardíos. Tú y tu enfermedad, los viajes al hospital, las intervenciones, el miedo, la espera, la desgana, la desesperanza. Tú y el final. El miedo de nuevo. La soledad. El agotamiento. El duelo.

Tú y siempre tú. Tan ausente, tan presente, tan aquí, tan allá…

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El acto de leer como ritual…

A mi entender, el acto de leer viene precedido por un minucioso ritual, sobre todo cuando llegan a nuestras manos determinados títulos que, como si de un vino gran reserva se tratara, requieren o necesitan ser degustados o saboreados, pero no devorados. Son libros tan especiales y su poder de seducción tan grande, que les reservamos un lugar de honor en nuestra casa y les dedicamos un momento particular del día. Por eso no nos sirve sentarnos en cualquier silla, ni en cualquier rincón, ni dedicarles un tiempo de relleno. No. La finalidad es recrearnos, disfrutarlos. Y así leer se transforma en un acto tan personal que requiere cierta intimidad, complicidad, comunión… Y es por todo esto, por lo que considero que la lectura goza en general de su propio rito, un rito que en ocasiones se torna casi sagrado, al menos para mí.

Y como toda ceremonia, se anticipan  una serie de acciones que conforman lo que yo denominaría liturgia previa, durante la cual una se acomoda en silencio –posiblemente en un espacio apropiado, con una buena butaca, bien iluminada- mientras se sucede un baile de sensaciones semejantes a las de cualquier cortejo: primero acaricio la portada, leo y releo el título -tal vez en voz baja- mientras siento su peso entre mis  manos. A continuación lo abro. Enseguida me invaden los efluvios que desprenden sus páginas: el olor inconfundible del papel me empapa. Luego deslizo suavemente la yema de los dedos por las hojas, como una caricia o un tibio roce sobre la piel. Con frecuencia echo la vista atrás, retrocedo algunos párrafos o líneas para recordar las últimas palabras leídas.

Luego la mirada se lanza sobre el todo y la vista resbala de una línea a otra desplazándose sobre un texto magistralmente escrito por quien conoce las palabras desde su concepción, desde su origen, y es capaz de ordenarlas milimétricamente, adornándolas de manera exquisita, salpicando el texto con numerosas alusiones y sinónimos, insinuando algunos recursos literarios y narrativos.  

Conforme avanzo, la lectura se vuelve más y más interesante hasta tal punto que me siento impelida por un deseo irrefrenable de seguir: la historia me ha atrapado, me mantiene enganchada. Soy incapaz de parar. Y el tiempo se diluye sumergida en una especie de dimensión paralela, en la que respiro a través de un hilo o cordón umbilical que me une a una única fuente de vida: el libro.

Finalmente, incondicionalmente entregada, me abandono y me dejo atrapar hasta convertirme en una parte la historia, una especie de testigo externo. Y así, abducida por una fuerza misteriosa, permanezco ajena a la realidad cotidiana, enajenada, abstraída en esa otra realidad irreal hasta que me tropiezo con la palabra FIN. Entonces, sólo entonces, cierro el libro y respiro, a veces, incluso con nostalgia…

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Alter ego…

Imagen Internet

Las razones que motivan a quienes ejercen el oficio de  escritor -profesional o amateur-, pueden ser muchas o sólo una. Personalmente creo que el motor que me impulsa a escribir es la necesidad de volcar emociones y trascender mi propia realidad creando, proyectando o trazando otras vidas ficticias pero verosímiles, y en ocasiones, similares a la mía, tanto en cuanto, los personajes son seres imperfectos, con necesidades semejantes, unidos por una idéntica naturaleza humana. Esos ‘seres imaginarios’, habitantes  de la imaginación, cobran vida a través de las palabras. Cada una de ella los define, les otorga una identidad, los dota de un rostro, de una manera de ser, de actuar e incluso de pensar. Y aunque quien piensa soy yo, quien escribe es mi alter ego, cuya existencia se remonta mucho tiempo atrás.   

Creo recordar que todo comenzó cuando aprendí a leer, porque como sabemos la lectura y la escritura se dan la mano. Entre mis recuerdos más remotos están mis primeros libros escolares –conocidos como ‘cartillas’- en los que aprendí a leer. Eran tres pequeños ejemplares –uno por trimestre-  cada uno en un color: rojo, verde y azul. Las portadas lucían sobre el color liso, una cenefa alrededor con el dibujo de unas campanitas y en el centro un título que no acierto a recordar con claridad, todo ello en letras blancas. Aquellas cartillas me enseñaron las letras sueltas que más tarde se unieron y combinaron para formar palabras, frases y párrafos, hasta que finalmente, conformaron textos más largos. Entonces comenzó una aventura que aún continúa: la lectura. Leer puso a mi alcance un nuevo universo que me permitía soñar, explorar lugares, tener aventuras, experimentar emociones, conocer nuevas palabras y configurar mis propias ideas, criterios y  pensamientos…

De cuando en cuando, me parece oír en mi interior el sonido de esas campanitas de las cartillas animándome a seguir, sobre todo cuando el folio en blanco constituye una amenaza, las ideas permanecen vagas y remolonas en mi cabeza o mi alter ego está de bajón. Y siento una gratitud inmensa hacia aquellas maestras -porque fueron mujeres las que me enseñaron- con las que aprendí el arte de combinar las letras, el lenguaje escrito, que me ha permitido estar aquí, instalada en esta testarudez, en este texto…

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El viaje

Imagen:Internet

Siempre me ha gustado viajar en tren y las estaciones me han parecido una digna metáfora de la vida: hay trenes que llegan, paran y te subes, otros que dejas pasar ante tus narices, cuestionándote si el destino será o no conveniente, y  a veces, alguno pasa de largo porque llegamos demasiado tarde…

Por otro lado, las estaciones conforman espacios de sentimientos y emociones encontradas. Lugares donde se producen encuentros deseados, esperados o añorados pero también despedidas amargas e inevitables. Si lo pienso, aún puedo sentir el suave tacto de otras manos que se entrecruzan con las mías en mi bolsillo para decirme hasta pronto, en realidad adiós…

Así que sí. Las estaciones me producen cierta nostalgia y despiertan en mi memoria el recuerdo de un amor imposible, de un encuentro deseado o de viajes inolvidables, como aquella primera vez que fui con mis padres a Madrid cuando apenas tenía doce años…

Corrían los primeros días del mes de enero. Pronto terminarían las vacaciones de Navidad, por eso mi padre había tenido que avisar al colegio que faltaría a clases. Recuerdo que los días previos estaba muy nerviosa, deseando que llegara la hora de partir. Mi madre daba vueltas de un lado a otro enfrascada en los preparativos o haciendo comida para mi otro hermano que se quedaba sólo en casa. Mi padre, en cambio, se encargaba de las cuestiones técnicas y daba instrucciones a mí hermano que lo miraba con atención, sin disimular su alegría por quedarse a solas. De vez en cuando aprovechaba para hacerme gestos por detrás y chincharme, cosa habitual en él.

Me acuerdo que la casa andaba algo revuelta con tanta actividad. Mi habitación se había convertido en el centro de control. Sobre la cama aparecían desplegadas tres tandas de ropas que, una vez revisadas, se guardaban en la maleta. Yo iba a mi rollo y fantaseaba sobre las expectativas del viaje.

Por fin llegó el día. El tren salía por la tarde y llegaba a la mañana siguiente muy temprano. Mis padres llamaron a un taxi para que nos acercara. Ya en el portal, nos cruzamos con una vecina de la que también nos despedimos. Mi padre se sentó delante, junto al conductor. Mi madre y yo nos acomodamos detrás.

Por aquel entonces la estación de mi ciudad era –para mi gusto- más bonita que la actual. Antigua, con cubierta a dos aguas y columnas de hierro típicas de entonces. Cuando llegamos el tren estaba parado en la primera línea del andén y extendía a lo largo una fila de vagones enumerados, con las puertas abiertas para que los viajeros se fueran incorporando. De vez en cuando se escuchaba la llamada del jefe de estación que anunciaba la salida del expreso con destino Madrid. Sonaba el bullicio de la gente. Algunos se apresuraban maleta en mano, dirigiéndose hacia la puerta correspondiente mientras comprobaban los billetes. Y aunque íbamos bien de tiempo, todos parecíamos tener prisa y caminábamos acelerados de un lado para otro. Abrazos apretados y besos a pie de los tres escalones de acceso al vagón, demasiado altos para mí. Tuve que alzar mucho la pierna e incluso me sujetaron para subir. Y una vez dentro, los viajeros se apelotonaban de pie en el pasillo, mirando por las ventanillas, despidiéndose con gestos y con palabras de aliento y cariño, manifestando las ganas de volver o la pena de tener que marcharse.

Los vagones mostraban un largo y estrecho pasillo iluminado por numerosas ventanas -que se podían abrir- frente a las cuales se disponían los diferentes compartimentos. El espacio interior se componía de cuatro asientos a ambos lados, y en la parte superior, un altillo con rejilla para las maletas. Los asientos, de color oscuro, se desplazaban un poco hacia adelante permitiendo mayor amplitud y comodidad. Entre ambas filas, ocupando la pared de fondo, un gran ventanal que se abría desde arriba, bajo el cual se desplegaban un par de minúsculos tableros cuadrados, de color crema con bordes de metal dorado, que hacían la función de pequeñas mesitas donde se apoyaban el bolso de mano o algún libro o revista.

De repente un ligero impulso acompañado en un sonido característico, y el tren comenzó a moverse lentamente, deslizándose despacio por las vías, hasta que poco a poco notábamos cómo aceleraba y las personas en la estación se iban haciendo diminutas y lejanas: el viaje comenzaba.

Entonces, me acomodé en mi asiento, desplegué la mesita, abrí mi cuaderno de notas y comencé a escribir este relato…

Desde Macondo…

Imagen: Internet

El desayuno es mi comida favorita. Hay quienes se conforman con un café, pero yo necesito algo más: unas buenas tostadas, una de pan de centeno, cereales o integral y otra de pan blanco; zumo o alguna pieza de fruta y una buena taza de café con leche. La preparación requiere una liturgia diferente al resto de las comidas, de manera que tanto el café como el pan estén calientes y en su punto. Luego coloco todo sobre una bandeja, con una servilleta de tela -intentando velar por los árboles del Amazonas- y me dispongo a disfrutar del pequeño festín… Tanto en verano como en invierno, si el tiempo lo permite, me gusta sentarme al aire libre. Por estas fechas el canto de los pájaros me acompaña. Todo un placer para los sentidos. Y después de este ritual ya estoy preparada para afrontar el día…

Alguna que otra vez se me ha ocurrido grabar con el móvil estos trinos matutinos para enviárselos a mi hija y hacerle llegar algunos sonidos que le recuerden a casa… Las mujeres -y también algunos hombres aunque menos- custodiamos y transmitimos la memoria familiar, por eso, desde hace tiempo, desvelo poco a poco, los ‘secretos culinarios’, las recetas caseras de algunos guisos y los remedios naturales de algunos males que, según tengo entendido, mi abuela ya practicaba. Recuerdo aquel día, cuando le curé a mi hija pequeña un corte en el dedo con la membrana fina de la cáscara de un huevo. ¡Alucinó!. Le expliqué que debía aplicar la cara jugosa sobre la piel para que después, al secarse, hiciera presión y cortara la hemorragia. Le comenté cómo las plaquetas de apelotonarían en torno a la herida, formando una barrera e impidiendo que la sangre fluyera. Finalmente le comenté que una vez seca la membrana, convenía meter el dedo en agua tibia y limpiarla de nuevo con algún desinfectante. Luego le conté como mi madre salvó a mi primo de unos puntos de sutura en una ceja con este método ancestral pero seguro.

Estos y otros relatos se los entrego a mis hijos como parte del legado familiar para que dispongan de esa porción de la herencia, que por su esencia emocional e inmaterial, constituye el más valioso cuerpo de bienes que se pueda traspasar… Ellos no quieren olvidar ni yo quiero que olviden…

No sé por qué me acordé del libro de García Márquez, Cien años de soledad. Recordé esa magnífica hipérbole llevada al extremo por el escritor colombiano, recreando hasta sus últimas consecuencias la ficción de Macondo con mapa incluido…Y pensé en aquel capítulo en el que José Arcadio Buendía explicaba a los vecinos las consecuencias de la epidemia -también llamada ‘peste del olvido’- y la fórmula que Aureliano, su hijo, encontró para combatirla etiquetando cada cosa con su nombre…

Yo creo que Macondo puede servir de metáfora que ayude a comprender la importancia de la memoria y el miedo al olvido. Todos queremos conservar esos territorios comunes donde reside nuestro pasado familiar. Un hilo de memoria por el que circulan los recuerdos, nos atraviesa y nos une. Y por eso cuando nos reunimos en mi casa nos contamos las viejas historias, las de nuestros mayores y las nuestras, todas las que acumuladas con el paso del tiempo. Porque nosotros, todos en realidad, como los habitantes de Macondo, nos negamos al olvido…

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La librería

Historia de la mujer semilla

Entré en la librería. No busco nada en particular. Solo miro. Toco los libros, los abro, los huelo. Luego observo la portada y la contraportada. Es un ritual que repito una y otra vez, cuando me encuentro en este sancta sanctorum, el templo sagrado de los libros. Y de repente miro hacia la parte baja de una estantería y compruebo que asoma el delgado lomo de un pequeño libro, que a primera vista parece un cuento, por el dibujo de su portada, titulado: Historia de la mujer semilla. Su autora, una joven ceutí, Gloria Lizano López, que estudió Bellas Artes en Sevilla, además de escribir el texto ha realizado las ilustraciones.

‘Una imagen vale más que mil palabras’, este fue lo primero que me vino a la cabeza tras ojearlo. Apenas veinticinco páginas, ocupadas al cien por cien por hermosos y originales dibujos, que tienen como protagonista a la mujer encarnando el mito de la fertilidad. Sobre cada uno de ellos, dos o tres líneas de texto, con un estilo sencillo y expresivo, que habla de mujeres recolectoras que compartían lo aprendido, mujeres rodadoras que se transforman a placer, mujeres que aprenden el significado de sí mismas, cuya capacidad de cambio les otorga el poder y control sobre ellas mismas. Unas pocas palabras bastan para expresar el continuo renacimiento de la vida. La semilla es la metáfora que sirve de hilo conductor y narra el poder femenino de la reproducción. Una historia que reivindica la necesidad de cambio, el renacer en las diferentes etapas de la vida en las que morimos para después renacer.

En la contraportada leo: «Érase una vez un libro que todos los hijos deberían leer a sus madres al menos una vez en la vida».  

Y pienso que tal vez yo habría añadido: absténganse de leer este libro quienes no sean capaces de mirar en su interior, ni llegar más allá de la literalidad de las palabras…

Al final lo compré, lo leí tomándome un café y reglón seguido lo regalé…Este es un libro que debía itinerar de una mujer a otra…