La ‘momia’

El reto Alianzara de este mes nos invita a ‘escribir desde la realidad’, a partir de una noticia. En este caso se trata de una compañía de gas, que instalando unas tuberías cerca de Lima, perú, encontraron una fosa con una momia del año 1000-1200.

Despertaban las primeras luces del amanecer cuando los obreros de la compañía del gas llegaron hasta el lugar indicado por los ingenieros para acabar de instalar las tuberías de conducción que surtiría a la ciudad de Lima y alrededores. Era tan temprano que la tierra se notaba fría y el motor de la perforadora se mostraba perezoso. Muy pronto el campamento cobró vida y las máquinas comenzaron a rugir a un tiempo. Y en esta especie de ruidosa calma estábamos, con cada obrero en su puesto, cuando de repente la perforadora tropezó con algo contundente que trocó el sonido habitual por otro más bronco, alertando de que algo extraño sucedía.

Enseguida el capataz dio la orden de parar. Se colocó un arnés y descendió para comprobar in situ el problema: efectivamente la enorme broca tropezaba con algo, tal vez una roca. Enseguida ordenó a un par de obreros que descendiesen con una palas para despejar el terreno y poder comprobar qué podía ser. Así lo hicieron y enseguida comprobaron que debajo de una pesada roca se encontraba un cráneo humano.  A partir de aquí, el trabajo se paralizó. Enseguida llamaron al equipo de prospección del Museo Arqueológico de Lima para que enviara a un equipo de arqueólogos a extraer lo que a primera vista podría resultar un gran descubrimiento.  

La fosa se blindó hasta que llegaron los expertos que trabajaron durante varios días, al cabo de los cuales, extrajeron un cuerpo momificado, sedente, que podría datarse entre los años 1000-1200. Un poco más tarde supimos que se trataba de una mujer pues junto al cuerpo se encontró un fardo con lo que sería el ajuar funerario compuesto por objetos de cerámica: cuencos, platos, cántaros y un pequeño códice que mencionaba a una “guardiana del equilibrio entre el sol y la sombra”. Al parecer, y en opinión de los arqueólogos, aquella zona se correspondía con una primitiva necrópolis por lo que podrían encontrarse más restos.  

Entonces fue cuando el capataz ordenó que montara guardia junto a otro compañero, mientras el Museo preparaba los medios para transportarla. Cuando nos quedamos solos no pude evitar fijarme en el medallón colgaba del cuello de aquella mujer. Tenía forma ovalada y lucía una piedra verde en el centro. Se me pasó por la cabeza una esmeralda pero no podía ser a tenor de los útiles de su ajuar. Nada parecía indicar que se tratada de una dama noble sino más bien de una campesina. Al menos esas eran las primeras conclusiones. Mi compañero se durmió enseguida. Yo permanecí en vela dándole vueltas en la cabeza al significado de aquel medallón e imaginando mil historias.

Y en esas estaba cuando sentí el impulso de acercarme a tocarlo. La noche estaba oscura como boca de lobo. Acerqué mi mano temblorosa y justo cuando sentí el frío tacto de la piedra en la yema de mis dedos, una especie de rayo me hizo salir disparado hacia atrás y una luz cegadora me iluminó: «¿Quién osa despertarme y poner fin a esta larga noche?» Apenas podía balbucear para pronunciar mi nombre. Tenía la boca seca y la voz no me salía del cuerpo. «Lo preguntaré por segunda vez ¿Quién ha osado despertarme y romper el equilibrio entre el sol y la sombra?»

Permanecí en silencio, petrificado, mientras mi amigo dormía a pierna suelta, con la mandíbula desencajada, roncando. A continuación un gran estrépito removió los cimientos de la tierra y los cadáveres de la necrópolis comenzaron a brotar y a caminar. Todo un ejército de zombies se dirigía hacia la mujer que brillaba bajo la luz verde del amuleto. Cada vez les veía más cerca y yo era incapaz de realizar el más mínimo movimiento. Cuando ya les tenía encima, uno de ellos de acercó a mi cara gritando:

−¡Levantaos inútiles! Ya acabó la guardia. Los del Museo están aquí para llevarse a la momia.

Entonces desperté. Sonreí creyendo que todo había sido una pesadilla, un mal sueño, hasta que observé una quemadura en el centro del pecho y comprobé la tierra removida alrededor de la fosa… Entonces comprendí que había despertado a la momia…

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Dudas y temores

Desde el blog ‘Alianzara’, el reto de escritura de este mes de abril nos invita a escribir un relato siguiendo la técnica del ‘flujo de la conciencia’.

La policía sigue en casa. Dos guardias, apostados uno a cada lado de la puerta, continúan custodiando tu dormitorio. No me atrevo a entrar. Oigo a mi hermana Emma concretar los detalles de tu entierro. Necesito estar sola y pensar. Tu despacho me parece el lugar perfecto. Cuando era pequeña solía entrar cuando no me veían. Me sentaba en la silla giratoria y ponía los pies cruzados sobre la mesa tal y como veía en las películas. Luego daba unas vueltas ayudándome de la mesa y me quedaba mirando por la ventana. No sé por qué, al final siempre me descubrían y me reñían, advirtiéndome de que no podía tocar nada porque era tu ‘oficina’. Los resultados de los análisis tardarán todavía. Ojalá no tengan que hacerte la autopsia. Ojalá se trate de una muerte natural.  ¿Qué has hecho papá? ¿Has pensado en las consecuencias legales? ¡Seríamos cómplices por el amor de Dios! Me prometiste esperar y volver a hablarlo. Te vi decidido pero tal vez, si hubiera podido explicarte que te necesitaba conmigo te lo hubieras pensado. Sé bien que Emma es tu apoyo, tu persona de confianza, entre otras cosas porque está físicamente cerca. Ella quiso quedarse aquí, en esta ciudad. Quiso cuidar de mamá y de ti. A mí todos me animasteis a marcharme porque sabíais que aquí me sentía asfixiada, que este lugar se me quedaba pequeño y que aquí no tenía futuro como traductora. Y me marché a estudiar a Madrid y luego fuera. No fue fácil papá. Me hice mayor lejos de casa mientras Emma seguía a vuestro lado, lidiando con la enfermedad de mamá, haciéndose cargo de tu clientela, de tu despacho. Luego, para colmo, mi matrimonio fallido acrecentó aún más la distancia entre tú y yo. La oveja negra, eso he sido para ti. No he tenido tiempo ni intimidad para preguntar a mi hermana sobre tu muerte. No sé qué sabe, qué piensa, qué te dijo. Si le dijiste lo mismo que a mí ahora tendrá sus dudas, como yo. Tal vez por eso, mientras el forense te examinaba, no dejaba de mirarme invitándome a observar la mesilla de noche y ese vaso de plástico ¿desde cuándo usas vasos de plástico papá? Tú los odiabas. Te quejabas de casi todo lo que venía envasado con este dichoso material. ¿Cuándo tomaste tu decisión y por qué? ¿Cómo supiste sobre los efectos del tejo? ¿Quién te informó? He pensado en Anselmo, tu amigo aficionado a la botánica. Sería el único capaz de proporcionártelo… El ‘árbol de la muerte, así lo llaman. Al parecer es frecuente encontrarlos en las iglesias y monasterios. Y ahora que lo pienso en el pueblo está el viejo monasterio de los Jerónimos que tiene un gran huerto… No puede ser. ¿El padre Pedro seguirá allí? Él, Anselmo y tú sois de la misma quinta y él no te lo facilitaría pero Anselmo sí. La toxina se libera una vez trituradas y cocidas las hojas. He leído que la intoxicación produce vómitos y luego somnolencia, ¿lo hiciste solo o te ayudó alguien? ¿Anselmo tal vez? Te acompañó y se marchó. Porque la puerta estaba cerrada con llaves. De ser así en el cajón de la mesa de la entrada, donde guardamos la copia que utiliza Amparito, la asistenta, y los invitados, no estaría. Efectivamente. Aquí no está. ¿Así lo hiciste papá? Emma me pregunta si esparcimos tus cenizas en tu lugar favorito o las depositamos en el columbario del cementerio. Me encojo de hombros. No sé, le digo. ¿Qué querrías tú?  Emma pone cara de resignación y me dice que mi actitud no ayuda, que ella decidirá. Como siempre. La verdad es que no puedo pensar con claridad. La hipótesis del suicidio cobra cuerpo en mi cabeza y me rebelo. Eras un hombre de honor, de palabra. Y yo te creí cuando me dijiste que esperarías, que volveríamos a hablar. Debí seguir mi intuición y llamar a mi hermana para comentarlo pero quise ser obediente y guardar el secreto, al menos, hasta volver a vernos. ¿Cómo podía imaginar que faltarías a tu palabra?: «Amanda, la palabra dada es sagrada hija, nunca ha de darse en vano. Si pierdes credibilidad te resultará muy difícil recuperarla» me decías convencido. ¿Y ahora qué? ¿Dónde quedó la tuya? Cuando conocí a Leo, mi marido, no te gustó un pelo. Me advertiste. Me avisaste de que era un tarambana, que no me fiara, que no tenía palabra y que no se comprometería de verdad. Eso me dijiste cuando te anuncié mi boda. Fuiste duro conmigo y no viniste a verme. Te enfadaste y pasamos más de un año sin hablarnos hasta la enfermedad de mamá. Aquel día me esperaste a la salida del trabajo. No te reconocí. Fue la primera vez que te noté envejecido. Parecía que hubiera transcurrido diez años o más. Me miraste a los ojos y sin mediar palabras fuiste directo al grano: «Mamá tiene cáncer. Está muy avanzado». Esas fueron tus palabras. No soy tan fuerte papá. Fui yo quien se echó a tus brazos y aún tardaste en abrazarme contra ti. ¡Por qué lo has hecho papá, por qué lo has hecho…!

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‘Tempus fugit…’

Desde el blog ‘Alianzara’ este mes de marzo se nos invita a escribir un relato basado en la ‘percepción del tiempo’

Dicen los, filósofos, los físicos y los eruditos que el tiempo en realidad no existe, aunque a la par formulan diversas teorías sobre su percepción. Yo sólo sé que cuando me siento bien o estoy a gusto, quiero que el tiempo pase con mayor lentitud y cuando sufro o lo paso mal, tengo la impresión de que los minutos se ralentizan, aunque yo quisiera acelerarlo…

Esa es la experiencia cotidiana del paso del tiempo, no obstante, lo que voy a contar es un suceso extraordinario ocurrido durante mi adolescencia, un verano que pasé en el pueblo de mis abuelos, un lugar idílico en medio de un bosque en el que tuve una insólita experiencia.

Como cada mañana salí a dar un paseo con Dana, una galga de cuatro años adoptada por mis abuelos. A la pobre la iban a sacrificar y ellos la salvaron. Es lista, agradecida y veloz. Como decía, salimos al amanecer. Dana corría de un lado a otro curioseando y oliendo sin parar cuando de repente la vi detenida y escarbando la tierra.  La llamé y como no hacía caso me acerqué, comprobando que entre la tierra removida había un objeto: Dana había encontrado un reloj de bolsillo, dorado, desgastado y con una inscripción en latín: «Tempus fugit». Yo no sabía qué significaba. Me gustó. Le di las gracias a Dana por encontrarlo. Lo guardé en el bolsillo y seguimos caminando.

Al llegar de vuelta a casa se lo enseñé a mi abuelo. Él me dijo que aquella frase significaba «El tiempo vuela». Lo limpiamos y lo abrimos. La esfera era blanca. Tenía minutero y segundero. El abuelo le dio cuerda y dijo que era muy extraño que aún funcionara, sobre todo porque el suelo del bosque es muy húmedo. Sin embargo, milagrosamente, el reloj funcionaba.

Por la noche, ya en la cama, me entretuve mirándolo y comprobé que había adelantado cinco minutos así que volví a ponerlo en hora y entonces ocurrió. La habitación comenzó a girar. Primero despacio y luego rápido. Hasta que paró de nuevo. Estaba mareado y no podía ponerme de pie. Cuando por fin abrí los ojos, la habitación había cambiado, la decoración era otra. Las pareces tenían papel pintado, los muebles no eran los mismos. No sabía qué pensar, así que decidí buscar al abuelo. Salí de mi cuarto, todo estaba distinto. Miré por los barrotes del pasamano de la escalera y vi a una pareja joven con un bebé entre los brazos: eran mis abuelos y aquella criatura sin duda era mi madre.

De repente comprendí que aquello tenía que ver con el reloj, con el tiempo. Por alguna razón que yo desconocía al atrasar el reloj también retrasé el tiempo. Y allí estaba yo, perdido en una época que no era la mía pues faltaban muchos años para que yo naciera.

Curioseé la planta de arriba, miré un buen rato a los abuelos y me volví a mi habitación. No sabía qué hacer ¿Y si ya no volvía a mi tiempo? ¿Cómo lo explicaría? ¿Me criaría junto a mi madre como si yo fuera su hermano mayor? ¡No podía creerlo! ¡Estaba asustado!

Pasé gran parte de la noche en vela, escuchando el llanto de mi madre en la cuna. Asustado, sin encontrar respuestas. Hasta que me dormí…

Al despertar observé que la habitación había cambiado de nuevo. Escuché a la abuela llamarme para el desayuno y comprendí que el tiempo se había acoplado de nuevo: el reloj había vuelto a adelantar cinco minutos.

Me vestí y bajé corriendo. Escuché a la abuela refunfuñar detrás de mí: «dónde irá este chico con tanta prisa». Corrí y corrí hasta adentrarme en el bosque. Entré hasta el fondo de una gruta. Cavé un agujero profundo y escondí el reloj, asegurándome de que nadie lo encontrara. Luego regresé agitado y nunca jamás comenté a nadie lo ocurrido…

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Despedida

Desde el ‘Blog Alianzara’, Cristina nos invita este mes de febrero, a escribir un texto a partir de la ‘Teoría del Iceberg’ de Ernest Hemingway.

La ciudad dormitaba bajo el tórrido calor de una tarde de agosto. El ventilador agitaba sus aspas sin cesar sobre la cama. Había quedado con Javier a las ocho de la tarde e intentaba descansar un rato y poner en orden mis ideas. Sabía que sería difícil. O puede que no. Ambos salíamos que todo estaba perdido, que no valían más intentos, que nada de lo que dijéramos arreglaría la situación. No obstante, en aquel momento pensaba que él insistiría, que no querría que me marchara, que suplicaría y me lo pondría difícil: me equivoqué.

Casi sin darme cuenta el sonido de las aspas se fue perdiendo en mi cabeza y me quedé dormida. Dormí profundamente más de dos horas y desperté un poco apurada, con el tiempo casi justo para ducharme y salir.

Habíamos quedado en el ‘Café Quirós’, junto a la fuente de la plaza. Una cafetería con solera que se prolongaba a lo largo de los soportales y se había estirado ocupando un buen trozo del solar público, frente a una enorme fuente que refrescaba el ambiente. Al doblar la esquina lo vi sentado, exhalando una bocanada de humo procedente de un cigarrillo fumado con ansia. Lo observé mientras me acercaba. Había envejecido y lucía un pelo cano ondulado y peinado hacia atrás que comenzaba a escasear. La verdad, me pareció atractivo, aunque reconozco que ya ni me impresiona ni me provocaba sensación alguna.

−Hola ¿llevas mucho tiempo esperando? He dormido una siesta demasiado larga, perdona –dije excusándome.

−No te preocupes. Apenas hace un par de minutos que llegué –contestó mirándome, mientras apagaba el cigarro.

El camarero se acercó. Javier me miró y pidió dos gin tonics. Yo asentí con la cabeza. Él encendió de nuevo un cigarrillo y comenzó a fumar dando enormes caladas.

−¿Has pensado en nosotros? –preguntó a media voz mientras intentaba acercar su mano a la mía.

−Sí, claro que sí. ¡Como no hacerlo…! No puedo más Javier, no quiero seguir… –contesté casi sin mirarle mientras retiraba bruscamente mi mano.

Él acercó su cara a mi oído, dispuesto a susurrar que me quedara como solía hacer, cuando de repente, movida por un impulso, me levanté, tiré un billete sobre la mesa y afirmé con rotundidad: «Se acabó…»

Y me marché…

Atravesé la plaza lentamente, acompañada por el sonido de mis tacones, al tiempo que sonreía satisfecha: Por primera vez desde hacía años me sentí libre…

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Una conversación ajena

Desde el ‘Blog Alianzara’ Cristina nos invita a escribir este mes de enero a partir de una conversación ajena.

Resguardadas bajo una marquesina, la abuela y yo hacíamos cola en una parada de autobús. Delante de nosotras una pandilla de chicos y chicas de entre 16-18 años, estudiantes, charlaban entretenidos de sus cosas. Subimos y nos sentamos. Ellos ocupaban un par de filas de asientos delante de nosotras. Y una vez que nos colocamos todos, ellos continuaron su conversación:

−Pues yo la primera vez que lo hice fue en unos baños públicos –comentó una chica de pelo rubio rizado.

−Y yo en una casa abandonada. Éramos unos cuantos y lo compartimos −dijo un chico con aire despreocupado. 

−Eva y yo lo hicimos juntas en los baños del instituto ¿te acuerdas? –se apresuró a decir otra dirigiéndose a su compañera.

Y todos se echaron a reír comentando «¡Qué tiempos aquellos!» «Pues no ha pasado tanto» añadió el chico de pelo largo.

La abuela contemplaba atónita la escena, con los ojos muy abiertos, y aunque parecía que no prestaba atención, no perdía puntada de la conversación. Yo la miraba de reojo con una media sonrisa y enseguida me di cuenta de que estaba un poco sorprendida, incluso escandalizada, y le susurré al oído que eran muy jóvenes y que las cosas habían cambiado mucho.

−Ahora la gente joven es más libre abuela. Tiene menos prejuicio y habla más claro, sin tapujos.

−Yo no le hubiera contado a nadie mis cosas con esa frescura y menos en un autobús –comentó mi abuela un poco molesta.  

Los chicos siguieron hablando de otros temas hasta que de nuevo una de las chicas dijo:

−Jo, estoy que no me aguanto pero como en el autobús no se puede. ¡Vaya rollo!

−Tendrás que esperar hasta que bajemos, aunque a mí en la calle no me gusta mucho. Lo disfruto más sentada. Pero ya queda poco, creo que es en la siguiente parada –aclaró la chica de pelo rubio.

Mi abuela abrió de nuevo los ojos y me comentó entre dientes:

−¡Qué poca vergüenza! ¡Por Dios estamos en un sitio público para esas intimidades!

Y efectivamente en la siguiente parada bajamos todos y enseguida una de las chicas encendió un cigarro, pegó una enorme calada y exhalando un buen chorro de humo afirmó:

−Qué ganas tenía de fumar, es que no podía esperar más…

Entonces miré a mi abuela y entre risas le dije: sí abuela, hablaban de fumar no de sexo… Ese es el peligro de escuchar las conversaciones ajenas…Y las dos nos marchamos caminando y riendo.

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El último baile

Desde el Blog ‘Alianzara’ Cristina Rubio nos invita a escribir sobre la Navidad a partir de las emociones y sentimientos que estas fiestas suscitan.

Había nevado tanto que casi no podía abrir la puerta. Héctor salió por detrás de la casa con una pala y abrió un pequeño sendero para tener acceso. Luego apiló algo de leña junto a la chimenea y encendió el fuego para calentarse.

Aunque faltaban unas horas para la cena de Navidad, en el pueblo las calles y plazas lucían el alumbrado y los villancicos sonaban animando a los vecinos a pasear y hacer las compras.

Fuera se escuchaban las voces y gritos de los niños que aprovechaban la nevada para coger el trineo y deslizarse ladera abajo. Héctor recordaba cuando él era niño y hacía lo mismo con su hermano. Pasaban horas jugando con la nieve y nunca tenían frío porque no paraban quieto ni un segundo.

Casi sin darse cuenta habían transcurrido tantos años que a Héctor le costaba recordar. El caso es que en estas fechas se ponía triste y melancólico. Se aislaba. Dejaba de ir al pueblo. No iba al casino a jugar la partida de Mus. Ni al bar de Benito a tomarse un carajillo o una copa. En fin, estos días no eran muy propicios para él desde que su mujer falleció hacía ya cinco años.

Pero lo que Héctor no sabía es que aquella Navidad le aguardaba una sorpresa y podría hacer realidad uno de sus más grandes deseos y dejaría de sentir esa pena tremenda que se le cruzaba en el corazón. Y ya con la nieve recogida y el hogar encendido, se sentó en su butaca dispuesto a leer un rato, cuando de repente alguien aporreó la puerta: «¡Ya voy! ¡Ya voy!» Gritó desde el otro extremo de la habitación.

Cuando abrió tuvo que inclinar la cabeza hacia abajo para tropezarse con un pequeño gnomo de caperuza roja:

−Hola me llamo Riquelme y he venido para alegrarte la Navidad. Mis hermanos y yo estamos cansados de ver que pasas estas fiestas enfurruñado y quejoso a pesar de la buena vida que has llevado…

−!No me comas la moral¡–contestó Héctor contrariado-. No me quejo de vicio. Llevo cinco años solo desde que mi mujer murió y mi único hijo vive muy lejos y no viene a verme.

−Él no viene y tú no quieres ir a verle a él y a tu nieto. Eres muy cabezota –insistió el gnomo.

−¿Y se puede saber que vas a hacer tú para alegrarme la Fiesta? -dijo Héctor mirándolo fijamente.   

Riquelme se sacudió la nieve de sus diminutas botas y entró en la casa a pesar de no haber sido invitado. Luego se acercó a la chimenea y se frotó las manos. Echó una ojeada a la habitación y miro a los ojos de Héctor:

−A ver grandullón ¿Qué te gustaría hacer para sentirte feliz?.

−Fácil. Bailar con mi esposa un último baile. A ella le encantaba bailar y todas las Navidades lo hacíamos aquí en casa, pero la última vez yo me enfadé y perdí, sin saberlo, esa última oportunidad…

−¡Sea pues! –afirmó Riquelme mientras abría los brazos y los ojos complaciente, al tiempo que Héctor fruncía el ceño totalmente escéptico.

Y con la voz de Riquelme aún sonando en sus oídos Héctor entreabrió los ojos y oyó de nuevo los gritos infantiles fuera de la casa. Movió varias veces la cabeza y pensó que todo había sido un sueño, aunque se extrañó al ver montoncitos de nieve por el suelo junto a la chimenea…

−¡Vaya¡ ¡Sólo ha sido un sueño…!

Y llegó la noche. Héctor no había preparado nada especial para la cena. Abrió el frigorífico y sacó un poco de jamón, un trozo de queso y una botella de vino. Y ya se disponía sentarse cuando llamaron de nuevo a la puerta.

Héctor se levantó refunfuñando y cuando abrió allí estaba de nuevo Riquelme, el gnomo del sueño, que sonriente le dijo:

−¿Dispuesto a hacer realidad tu sueño?

El anciano se rascó la cabeza e hizo una mueca como de no entender nada. No tenía palabras pero Riquelme continuó hablando:

−Venga hombre. Tienes que contestar ‘sí’ para que se haga realidad.

−Sí…-contestó Héctor dubitativo.

Y entonces comenzó a sonar su música favorita. Se abrió la puerta del dormitorio y salió su mujer. Él la recibió con los brazos abiertos y bailaron sin parar toda la noche, abrazados, mirándose a los ojos, sin que mediara una palabra porque no era necesario.

A la mañana siguiente Héctor despertó sonriente, feliz. Pensó que lo había soñado pero cuando salió al salón los muebles aún estaban separados formando una pequeña pista de baile.

Abrió la ventana de par en par y se llenó de aire los pulmones. Se sentía en paz consigo mismo y comprendió que no merecía la pena vivir enfadado y apartado de aquellos que le querían. Entonces se prometió a sí mismo volver a sonreír, contactar con su hijo, conocer a su nieto y vivir lo que le quedara de vida con otra actitud. Luego se vistió y fue al pueblo, al bar de Benito, a encontrarse con sus amigos.

Héctor pasó el resto de las Fiestas con su hijo y su nieto. Y aunque él entonces no lo sabía, aquella fue su última Navidad.

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El viaje a ninguna parte

Este mes Vadereto y Alianzara proponen un desafío conjunto y nos invitan a escribir tomando como referencia el ‘espacio’ donde acontece y se desarrolla la trama, la historia.

Paul se sube al autobús en dirección al aeropuerto. Está cansado así que se desploma sobre el asiento y pega la cabeza al cristal de la ventanilla. El frio en la sien le hace sentir un ligero alivio. La cabeza le bulle. Demasiadas emociones contenidas en los dos últimos días. En aquel instante recuerda que no ha dormido nada las últimas 48 horas y se siente roto. Se acomoda. Echa la cabeza hacia atrás y mira el reloj: aún le quedan cuarenta minutos de trayecto. Cierra los ojos y el sueño le atrapa…

De repente el fuerte traqueteo le sacude de un lado a otro y la cabeza cae y golpea el respaldar del asiento de delante ¿Dónde está? No reconoce el lugar. Se incorpora y mira de nuevo el reloj: ¡ha pasado más de una hora! ¿Y el aeropuerto? ¡Hace veinte minutos que quedó atrás! Sale al pasillo, camina entre los asientos vacíos y se acerca al conductor que al verle por el retrovisor le grita furioso:

−¿Qué hace usted aquí?

−Iba al aeropuerto y me quedé dormido –comentó Paul balbuceando.  

−¡Siéntese por el amor de dios!–le ordenó el conductor−. Es usted un imbécil. Permanezca callado y no me cree más problemas.

Paul no comprende lo que ocurre pero intuye que no es una situación normal. El autobús va demasiado rápido por un camino de tierra y campos a ambos lados. Suenan las sirenas y se divisan dos coches patrullas de la policía que pretenden darles alcance aunque el autobús zigzaguea para evitarlo. El conductor habla por el móvil:

−Ha surgido un imprevisto y llevo un paquete. No, no habrá problema, seguro. Me desharé de él en cuanto llegue.

El camino se estrecha y los coches patrullas tienen que hacer cola detrás hasta que inesperadamente el conductor frena en seco y los coches se estrellan uno contra otro y ambos contra el autobús. Y en una experta maniobra y con la parte trasera deshecha, el vehículo continua su camino dejando a la policía fuera de juego.

El chofer se ríe a carcajadas:

−¿Has visto eso? –presume sonriendo a Paul.

−Sí, sí que lo he visto…Muy inteligente por tu parte –afirmó algo asustado.

Apenas unos minutos después se desvía por un carril a la izquierda hasta desembocar en un antiguo hangar con un viejo cobertizo abierto de par en par donde el autobús aparca.

Paul respira hondo, aliviado, aunque con gran incertidumbre al no comprender que estaba pasando, y sobre todo, qué sería de él… Y entonces el chófer se levanta de su asiento, se dirige hacia él y apuntándole con una pistola en la frente dice muy serio:

−Esto no estaba previsto pero mi causa no me permite dejarte con vida…

Paul cierra los ojos y escucha el sonido de un disparo al tiempo que oye una voz :

−Lástima que te pasaras la parada del aeropuerto…Aeropuerto…Aeropuerto…

Alguien le zarandea una y otra vez. Abre los ojos y ve el rostro del conductor frente a él:

−Señor, hemos llegado al aeropuerto, despierte o perderá su vuelo…

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«La ridícula idea de no volver a verte…»

Desde el Blog de Critina ‘Alianzara’ el reto de este mes nos invita a escribir a partir del título de un libro. En mi caso he elegido el de Rosa Montero “La ridícula idea de no volver a verte”.

Esta es la crónica de un absurdo, que comenzó una mañana cualquiera de un tibio día de febrero. Recuerdo que dijiste que te dolía la espalda y yo no quise hacerte caso. Eras un quejica, un exagerado y un miedoso. Tus constantes augurios derrotistas me hacían verte como un pájaro de mal agüero. Por eso pasó casi un mes antes que te hiciera caso, y después de poner en práctica varios remedios caseros, decidimos ir al médico. Y delante de mí, haciéndote el valiente, dijiste que casi no sentías dolor, cuando yo sabía que no podías dormir.

Salimos de la consulta con varias peticiones para diversas pruebas: tac, resonancia, radiografía… «¿Y para un dolor de espaldas tantas pruebas?» «Esto no va a ser nada bueno». Dijiste enfurruñado, con el ceño fruncido y el optimismo que te caracterizaba… Yo comenté que no te preocuparas, que las pruebas eran indoloras, que tuvieras paciencia: «todo va a salir bien…» dije positiva. Aunque, la verdad, en mi interior tenía mis miedos y dudas.

Al cabo de varios días estábamos de nuevo en consulta, sentados en el despacho frente al médico, mientras él miraba las imágenes y leía los informes atentamente. Aquellos escasos dos o tres minutos pasaron como una eternidad y aquel silencio me producía un gran recelo. Mi temor aumentaba por momentos. Hasta que finalmente el doctor sentenció: «es un tumor maligno y es inoperable».

En aquel instante dejé de escuchar. Sólo podía oír la repetición constante de aquella frase en el interior de mi cabeza: «es un tumor maligno, es inoperable, inoperable…».

Después, en casa, estuvimos hablando. Los dos teníamos claro que en semejante circunstancia, mejor ‘poco y bueno que mucho y malo’. El pronóstico era de unos siete meses así que nos liamos la manta a la cabeza y tiramos la casa por la ventana. Vendimos todo menos nuestro piso: la moto, el terrenito en el campo, mis joyas… Reunimos una suma importante junto con los ahorros y el dinero de la herencia de tu padre que teníamos reservado para la vejez. Y a la vista de los acontecimientos y con un tratamiento paliativo para el dolor, decidimos viajar. Compramos un globo terráqueo, de esos escolares que giran. Le dábamos una vuelta y poníamos el dedo para elegir destino. Hicimos una lista por orden de preferencia y nos fuimos a una agencia de viajes para que nos ajustara el presupuesto de vuelos y hoteles.

La ridícula idea de no volver a verte’ me pasaba por la cabeza una y otra vez. No concebía la vida sin ti y no queríamos esperar la muerte sin más. Queríamos vivir a tope mientras la enfermedad lo permitiera y luego, para el trayecto final, alquilamos una preciosa casa en la costa, junto a una pequeña cala donde habías decidido descansar para siempre.  

Asistimos a la ópera en Sídney, al Carnaval de Venecia, al Moulin Rouge de París y la Scala de Milán… Visitamos algunos países de Europa y Asia. Cuatro meses inolvidables hasta que se nos acabó el dinero y llegó el momento de iniciar el camino de vuelta.

Durante el trayecto, como era un viaje largo, no paramos de recordar anécdotas, lugares, comidas, amaneceres, puestas de sol… Yo te veía mejor aspecto, más animado y fuerte. Tanto es así que de vez en cuando pensaba si el Altísimo no habría obrado un milagro y te habría curado… Y en esas estábamos cuando sonó tu móvil. Te pregunté con un gesto que quien era, me hiciste una señal con la mano para que esperase. Sólo te oía afirmar muy serio: «sí, sí, sí». Me preocupé. Cuando acabó la conversación tu cara estaba blanca como una pared. Apenas pudiste balbucear: «Era de la clínica, creo ha habido un error. Tengo que hacerme otra vez las pruebas». Y luego, lleno de ira, repetiste varias veces: «¿Un error?» «¿He abandonado mi trabajo y nos hemos gastados los ahorros de toda una vida por un error?» Yo te dije que te calmaras, que no te precipitaras, que fueras positivo, que en el mejor de los casos yo sólo había pedido una excedencia y con mi sueldo podíamos vivir. Pero tú te agobiaste y te enfadaste muchísimo. Golpeaste la mesa. Dijiste que los demandarías, que había sido injusto hacernos pasar por todo esto para nada… Y entonces sucedió. De repente te costaba respirar. Te tocabas el brazo izquierdo, te llevaste la mano al pecho y antes de darme cuenta te derrumbaste.

Llamé a urgencias. Vinieron enseguida. Estuvieron treinta minutos reanimándote pero no pudieron hacer nada. Habías sufrido un infarto agudo de miocardio. Y unos segundos después habías muerto.

A pesar del tiempo transcurrido, ‘la ridícula idea de no volver a verte’ me sigue rondando continuamente la cabeza. Todo me parece ridículo e insensato y no puedo dejar de pensar en la absurda circunstancia de tu muerte. Y aunque ha pasado casi un año, no he dejado de extrañarte y mitigo mi soledad recordándote y recordándonos.

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Una pastelería en Tokio

Desde el blog ‘Alianzara’ se nos invita a un nuevo reto de escritura desarrollado a partir de una película, en este caso ‘Una pastelería en Tokio’, estrenada en Canne en 2015.

Desde que vi la película (por lo menos tres veces) había soñado con viajar a Japón y conocer in situ la pastelería. Cuando se estrenó yo pasaba por una etapa muy particular de mi vida y me recuerdo con la sensibilidad a flor de piel. Tal vez por eso me atrapó. Pero pasaron algunos años hasta que realicé aquel viaje.

Cuando llegué al aeropuerto de Tokio me sentí minúscula, una especie de molécula que formaba parte de una gran masa de gente que se movía indecisa de un lado para otro. La terminal ofrecía todo lo que un viajero puede desear para pasar numerosas horas de espera entretenido con todo tipo de tiendas para comprar, cafeterías, restaurantes, peluquerías y todo cuanto se nos pueda ocurrir necesitar. Pero yo estaba deseando salir de aquel enjambre para sumergirme en el corazón de la gran urbe.

A la salida, me esperaba un coche facilitado por la agencia de viajes que me llevó directamente al hotel.

A la mañana siguiente la aventura comenzaba. Un taxi me recogió para llevarme justamente al local dónde se había rodado la película. Llegamos hasta una calle jalonada por almendros en plena floración. Un viento suave agitaba las ramas y las pequeñas hojas blancas y rosadas ululaban creando una especie de música de fondo que me paralizó el alma. Cerré los ojos y me dejé anestesiar por aquellos maravillosos sonidos de la naturaleza. Y apenas avancé unos pasos, enseguida divisé la pastelería y al ‘doble de Sentarö’ , el dueño, (en mi cabeza me refería a él con el nombre del protagonista) vestido con una camisa blanca y un pañuelo al estilo pirata en la cabeza, sirviendo a unos clientes.

Tal y como había visto en el cine, el local era bastante pequeño. Me preguntaba cómo habían podido rodar las escenas interiores con Sentarö y la anciana cocinando. Comprobé el éxito de los pasteles preferidos de Doraemon que se vendían como rosquillas. En general la gente los compraba y los comía mientras caminaban. Y como en la película muchos chicos y chicas, escolares de uniforme, se acercaban en grupos de dos o de tres. Era imposible que pasaran desapercibidos. Hablaban y reían a pleno pulmón.

Aguardé una pequeña cola hasta que un cliente -un señor mayor con sombrero- dejó un asiento libre junto a la barra. Me senté. Pedí un té y durayakis. Observé a Sentarö moverse lentamente por aquel pequeño cubículo un tanto desordenado. Preparó el té en una taza y me sirvió el durayaki envuelto en una servilleta. Comí despacio, mientras en mi cabeza proyectaba la escena en la que la anciana, con sus manos retorcidas por la lepra, movía y removía con paciencia y cariño aquella pasta de ‘anko’ en la que, al parecer, reside el verdadero secreto de los famosos dulces. Y conforme cocina, enseña a Sentarö a escuchar a las alubias rojas, una metáfora de la vida. Y poco a poco, suavemente, le va transmitiendo sus conocimientos en un ambiente amenizado sólo por las voces y el sonido de los cacharros. ¡Pobre hombre! –pensé. Cargaba con una culpa demasiado grande que le corroía el ánimo y cuando conoció Tokue, la anciana, se impregnó de su sabiduría. Los sabios consejos que le daba para cocinar el anko, eran aplicables a la vida y en ellos Sentarö encontró la paz.

Recordé que en la película constantemente se oyen los sonidos cotidianos tanto del exterior como los ruidos amplificados en aquella diminuta cocina. Y es ese ambiente el que te hace conectar con la vida misma, sin artificios, tal cual. Ahí radica la belleza de este film, en su sinceridad y en la delicadeza con la que trata una historia en dos vertientes: los dulces y una enfermedad como la lepra que estigmatiza a quienes la padecen.

Al cabo de un buen rato, pagué y me despedí. Sin ganas de marchar paseé por los alrededores del local observando a las gentes, las casas, los bares, las tiendas y una librería. Y de nuevo el mismo taxi me llevó de vuelta al hotel.

A partir de aquí, el viaje continuó por otras zonas y barrios de la urbe. Degusté otras comidas, paseé junto a edificios emblemáticos y conocí otras ciudades. Pero lo verdaderamente inolvidable de aquel periplo fue aquella taza de té y aquel delicioso durayaki, sentada en el pequeño local de ‘Sentarö’, acompañada del ulular de los almendros.

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El secreto de Tim

el blog ‘Alianzara’ invita a un nuevo reto de escritura a partir de una imagen de Benny andersson titulada Star Light.

No era la primera vez que Tim merodeaba por aquella zona. Llevaba tiempo deseoso de explorar los lugares prohibidos y aquel día se alejó hasta lo más recóndito del bosque. Caminó y caminó hasta que de repente se encontró frente a una larga escalinata que se prolongaba hasta el infinito, y entonces, las palabras de su madre sonaron en su cabeza insistiéndole y advirtiéndole que no llegara hasta allí. Y es que nadie había conseguido regresar para contar qué había más allá de aquellos frondosos árboles.

Durante el camino dos mariposas revoloteaban a su alrededor hasta que acabaron posándose en unas flores, mientras él, quieto cual estatua, se detuvo admirando perplejo aquel paisaje junto a Laia, su perra, que esperaba tranquila sentada a su lado, dispuesta a acompañarle allá dónde decidiera ir.

En más de una ocasión Tim se había aproximado a aquel lugar aunque nunca se había alejado tanto de su casa. Era un niño inteligente y curioso pero también un hijo obediente que no quería disgustar a su madre. Y sin embargo, aquella mañana cuando salió lo hizo con el firme propósito de desafiar su propia voluntad y comprobar por sí mismo qué había al final de aquella escalera, detrás de aquella inmensa arboleda. Y además él debería regresar para contarlo y desmentir las leyendas y bulos que vetaban el acceso a aquel sitio.

El niño se acercó despacio al primer escalón, miró hacia arriba, llenó los pulmones de aire y dijo: «Vamos Laia. Vamos a subir». Y comenzó el ascenso.

Tim subía y subía a buen ritmo. De vez en cuando miraba hacia atrás para darse ánimo. Miraba detrás y casi no veía el principio. Miraba delante y tampoco. Las mariposas lo perseguían sobrevolando su cabeza. Laia avanzaba a su lado, un poco asustada, con el rabo entre las patas. Y cuanto más ascendía más profundo era el silencio y los árboles parecían cada vez más grandes. Comprobó que había especies diferentes y que algunas águilas y buitres surcaban y planeaban bajo un trozo de cielo azul dibujado de nubes blancas que parecían figuras de algodón. 

El niño se detenía de vez en cuando a mirar los hongos, las lombrices o alguna de las plantas que llamaba su atención. De repente comprobó que se encontraba justo en la mitad del camino y a partir de ahí comenzaba un largo descenso: «Por lo menos será menos cansado seguir. ¡Vamos Laia!».

La bajada resultaba mucho más rápida y cómoda. Pronto pudo oír el sonido de agua de un río o de un arroyo. Aceleró el paso, casi corría mientras Laia le seguía animada. Por fin vislumbró el final, el último peldaño, y al fondo, un manto de flores de todos los colores, y qué raro, las dos mariposas lucían sus alas posadas sobre unos lirios silvestres…Un poco más allá, en la penumbra, un concurrido bosquecillo alumbrado por cientos y cientos de luciérnagas.

Tim se detuvo a contemplar la belleza del lugar. Él y Laia estaban sedientos y se refrescaron bebiendo el agua del río que atravesaba aquel paraje. Luego se echaron sobre la hierba. Aquello era un oasis, un paraíso para disfrutar de la naturaleza en su plenitud ¿por qué entonces contaban esas historias macabras que alejaban a la gente? Pensaba muy serio, frunciendo el ceño… 

Entonces, de entre los árboles, surgió la figura de un pequeño elfo de cabellos dorados, orejas puntiagudas y ojos almendrados: «Las mariposas alertaron de tu llegada y ya que estás aquí daré respuesta a tus preguntas. No queremos que nadie venga a perturbar este lugar y gracias a las leyendas que corren nadie viene. Tu presencia aquí pone en peligro esta reserva natural, por eso tienes que prometer que no contarás a nadie lo que has visto ni desmentirás los mitos que circulan para salvaguardarlo».

Tim se quedó pensativo mientras miraba a su alrededor y entonces puso la mano derecha sobre su corazón y dijo: «Guardaré tu secreto. Lo prometo» y el elfo desapareció.

De repente el niño sintió un enorme zarandeo en su cuerpo y los lametones de Laia en la cara. Abrió los ojos y oyó la voz de su madre: «Despierta vamos, es el primer día de colegio, no llegues tarde. ¿Acabaste la redacción sobre las ‘aventuras del verano’ que debía entregar?…»

Tim se sintió desconcertado. Y pasados los primeros instantes de confusión, sonrió. Luego se levantó, se vistió, desayunó y salió dispuesto a afrontar satisfecho su primera jornada escolar. Por el camino dos mariposas le seguían volando a su lado, posándose en cada una de las flores que encontraban mientras él sonreía satisfecho y feliz: el secreto del elfo estaba a salvo.

©lady_p