Inventario

Esta primera semana desde el Blog de Neogeminis, nos invita a un nuevo reto juevero inspirado en un ‘collage de palabras’.  

Cada final de año me gusta hacer una especie de balance, de inventario, con la seguridad de que mi clima interior está sujeto a las normas de una ética que sin duda me permitirá una autocrítica perfecta. En este acto introspectivo corro el riesgo de pasarme de frenada y ser demasiado crítica conmigo misma, pararme en demasiados detalles y acabar fustigándome por lo que no hice.

Nadie me conoce como yo. Por eso me siento libre cuando realizo estos análisis. Desconozco si la gente hace algo así. Si se plantea haber superado ciertos obstáculos o si necesita que algún aliado le aconseje. En cualquier caso el último día de año suelo ir al cuaderno donde escribí con detalle, hace 365 días, tres objetivos a conseguir a lo largo del año que hoy acaba.

Esta mañana soplaba un aire frío. El mundo aún dormía cuando desperté y recordé que el día del ajuste de cuentas había llegado. Así que preparé una buena taza de café, cogí mi cuaderno y repasé uno a uno cada propósito. Sólo son tres pero cada uno presenta diversas ramificaciones que dan solidez a cada uno de ellos, por eso con frecuencia debo ser meticulosa para ser justa y valorar el grado de cumplimiento de cada uno. A veces se gana, a veces se pierde…

Después de un buen rato, siempre utilizando una técnica basada en porcentajes, saboreé el último sorbo de café. Miré con una compasión infinita los resultados y me dije a mí misma «paciencia», lo importante es perseverar e intentarlo. Después de este momento mágico, comencé una nueva hoja en blanco, un lienzo impoluto, virgen, y volví a escribir tres deseos que habitarán dentro de mí a lo largo de este nuevo año que comienza. Lo hice  con cierta incredulidad sí, pero con buen ánimo y con mis mejores deseos. Y recordé aquella cita que dice que ‘rendirse no es una opción, que no hay peor fracaso que no haberlo intentado’. Bienvenido seas 2025…

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Uno más para la cena de Navidad

El reto de esta semana en ‘Relatos jueveros’, nos invita a escribir  desde el ‘Blog de Campirela’,  sobre la ‘una cena espacial’.

Recuerdo que los días previos a la cena de Navidad estuve preparando la casa con algunos adornos. Fui al desván donde guardo las cajas y pasé toda la tarde entretenida. Quería que todo estuviera listo cuando llegaran mis hijos y nietos. Dejé el árbol para que lo decorasen ellos, los más pequeños, porque así disfrutamos todos: ellos colgando estrellas, bolas y luces. los demás viéndolos mientras lo hacen. Mientras les miro intento reconocer en sus gestos y en sus rostros el recuerdo de mis hijos años atrás, cuando ellos hacían lo mismo por estas mismas fechas…

Por otro lado, la cocina es sin duda el escenario donde se efectúa la alquimia, la magia de preparar platos sabrosos que hagan la noche inolvidable. El menú de este año consistió en unos aperitivos a base de bombones crocantes de foie y almendras, bocados enrollados de pizza, -los favoritos de los niños- y unos langostinos. Como plato principal una lubina a la sal. Todos estábamos de acuerdo en cenar pescado porque es más ligero. Y de postre hojaldre con Nutella, turrones y demás dulces típicos a elegir. Como siempre sobró de todo y lo comimos al siguiente día.

Cuando todo estuvo a punto nos sentamos en torno a la mesa, dispuestos a degustar todas las exquisiteces, hasta que de repente, escuchamos unos sonidos tras la puerta. No eran muy fuertes por eso tuvimos que hacer unos segundos de silencio para oírlos con atención. Carlitos, mi nieto, saltó de la silla directo a abrir la puerta. Y allí estaba él, un setter canela con las orejas gachas, golpeando tímidamente la puerta con su pata. Pedigüeño, con cara triste, parecía abandonado o perdido. En cualquier caso necesitado de cariño y un hogar. Carlitos, amante de los animales, enseguida se encargó de él. Le dio agua, lo acarició, le pudo pienso de nuestra perra, le llamó Trufa y hasta durmió junto a su cama. Todos lo acogimos aquella noche a condición de llevarlo al día siguiente al veterinario para que buscara en el chip a su dueño.

Al día siguiente la veterinaria no fue capaz de localizar a su amo, así que lo acogimos. Desde entonces, hace ya algunos años, Trufa es un invitado más en la cena de Navidad y uno más en la familia.

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El último baile

Desde el Blog ‘Alianzara’ Cristina Rubio nos invita a escribir sobre la Navidad a partir de las emociones y sentimientos que estas fiestas suscitan.

Había nevado tanto que casi no podía abrir la puerta. Héctor salió por detrás de la casa con una pala y abrió un pequeño sendero para tener acceso. Luego apiló algo de leña junto a la chimenea y encendió el fuego para calentarse.

Aunque faltaban unas horas para la cena de Navidad, en el pueblo las calles y plazas lucían el alumbrado y los villancicos sonaban animando a los vecinos a pasear y hacer las compras.

Fuera se escuchaban las voces y gritos de los niños que aprovechaban la nevada para coger el trineo y deslizarse ladera abajo. Héctor recordaba cuando él era niño y hacía lo mismo con su hermano. Pasaban horas jugando con la nieve y nunca tenían frío porque no paraban quieto ni un segundo.

Casi sin darse cuenta habían transcurrido tantos años que a Héctor le costaba recordar. El caso es que en estas fechas se ponía triste y melancólico. Se aislaba. Dejaba de ir al pueblo. No iba al casino a jugar la partida de Mus. Ni al bar de Benito a tomarse un carajillo o una copa. En fin, estos días no eran muy propicios para él desde que su mujer falleció hacía ya cinco años.

Pero lo que Héctor no sabía es que aquella Navidad le aguardaba una sorpresa y podría hacer realidad uno de sus más grandes deseos y dejaría de sentir esa pena tremenda que se le cruzaba en el corazón. Y ya con la nieve recogida y el hogar encendido, se sentó en su butaca dispuesto a leer un rato, cuando de repente alguien aporreó la puerta: «¡Ya voy! ¡Ya voy!» Gritó desde el otro extremo de la habitación.

Cuando abrió tuvo que inclinar la cabeza hacia abajo para tropezarse con un pequeño gnomo de caperuza roja:

−Hola me llamo Riquelme y he venido para alegrarte la Navidad. Mis hermanos y yo estamos cansados de ver que pasas estas fiestas enfurruñado y quejoso a pesar de la buena vida que has llevado…

−!No me comas la moral¡–contestó Héctor contrariado-. No me quejo de vicio. Llevo cinco años solo desde que mi mujer murió y mi único hijo vive muy lejos y no viene a verme.

−Él no viene y tú no quieres ir a verle a él y a tu nieto. Eres muy cabezota –insistió el gnomo.

−¿Y se puede saber que vas a hacer tú para alegrarme la Fiesta? -dijo Héctor mirándolo fijamente.   

Riquelme se sacudió la nieve de sus diminutas botas y entró en la casa a pesar de no haber sido invitado. Luego se acercó a la chimenea y se frotó las manos. Echó una ojeada a la habitación y miro a los ojos de Héctor:

−A ver grandullón ¿Qué te gustaría hacer para sentirte feliz?.

−Fácil. Bailar con mi esposa un último baile. A ella le encantaba bailar y todas las Navidades lo hacíamos aquí en casa, pero la última vez yo me enfadé y perdí, sin saberlo, esa última oportunidad…

−¡Sea pues! –afirmó Riquelme mientras abría los brazos y los ojos complaciente, al tiempo que Héctor fruncía el ceño totalmente escéptico.

Y con la voz de Riquelme aún sonando en sus oídos Héctor entreabrió los ojos y oyó de nuevo los gritos infantiles fuera de la casa. Movió varias veces la cabeza y pensó que todo había sido un sueño, aunque se extrañó al ver montoncitos de nieve por el suelo junto a la chimenea…

−¡Vaya¡ ¡Sólo ha sido un sueño…!

Y llegó la noche. Héctor no había preparado nada especial para la cena. Abrió el frigorífico y sacó un poco de jamón, un trozo de queso y una botella de vino. Y ya se disponía sentarse cuando llamaron de nuevo a la puerta.

Héctor se levantó refunfuñando y cuando abrió allí estaba de nuevo Riquelme, el gnomo del sueño, que sonriente le dijo:

−¿Dispuesto a hacer realidad tu sueño?

El anciano se rascó la cabeza e hizo una mueca como de no entender nada. No tenía palabras pero Riquelme continuó hablando:

−Venga hombre. Tienes que contestar ‘sí’ para que se haga realidad.

−Sí…-contestó Héctor dubitativo.

Y entonces comenzó a sonar su música favorita. Se abrió la puerta del dormitorio y salió su mujer. Él la recibió con los brazos abiertos y bailaron sin parar toda la noche, abrazados, mirándose a los ojos, sin que mediara una palabra porque no era necesario.

A la mañana siguiente Héctor despertó sonriente, feliz. Pensó que lo había soñado pero cuando salió al salón los muebles aún estaban separados formando una pequeña pista de baile.

Abrió la ventana de par en par y se llenó de aire los pulmones. Se sentía en paz consigo mismo y comprendió que no merecía la pena vivir enfadado y apartado de aquellos que le querían. Entonces se prometió a sí mismo volver a sonreír, contactar con su hijo, conocer a su nieto y vivir lo que le quedara de vida con otra actitud. Luego se vistió y fue al pueblo, al bar de Benito, a encontrarse con sus amigos.

Héctor pasó el resto de las Fiestas con su hijo y su nieto. Y aunque él entonces no lo sabía, aquella fue su última Navidad.

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‘Toda una vida…’

Desde el Blog ‘Artesanos de la palabra’ el reto juevero de esta semana está dedicado al tema: ‘lluvia de fotos’

Recién llegado a la ciudad, me propuse conocerla a fondo. Así que elegía cada día un barrio para caminar. Recorría sus calles, me paraba en sus tiendas, en el mercado y me sentaba a tomar a café en una de las cafeterías mientras leía tranquilamente el periódico.

El barrio de Las Lagunas se llama así por en época antigua  había en esa zona dos o tres pequeños lagos que con el tiempo se secaron y desaparecieron. Es un barrio de clase media, muy cuidado y limpio. Sus casas no suben de los tres pisos y hoy por hoy adquirir aquí una vivienda es complicado y caro a pesar de la fuerte demanda.

Después de una larga caminata me senté en el ‘Café Olmedo’, un local situado en los bajos de un edifico. En la terraza apenas había clientes y ya me había pedido el café cuando una lluvia de fotos, procedentes de la ventana del tercer piso, cayó sobre mi cabeza. Eran fotos la mayoría en blanco y negro. Me quedé sorprendido y enseguida me levanté y comencé a recogerlas con cuidado. Tuve que hacer varios montones porque eran muchas. Supuse que alguien bajaría a recogerlas así esperé a que las reclamara.

Mientras tanto decidí verlas. Algunas eran muy divertidas. Chicos y chicas posando en la playa y ante monumentos célebres como la Torre Eiffel, la Fontana de Trevi o el Partenón. Pensé que aquella pandilla había viajado mucho y había vivido momentos muy felices a juzgar por la expresión de sus caras.

Aproximadamente una hora después y viendo que no aparecía nadie, las metí en una bolsa y le conté lo ocurrido al dueño por si alguien las reclamaba. Añadí que la semana siguiente pasaría a preguntar.

Y así lo hice. Y ocurrió que nadie había preguntado por ellas. Entonces a mi amigo Pascual, que es fotógrafo, se le ocurrió la brillante idea preparar una exposición ya que algunas fotos eran muy buenas. Él mismo se encargó de promocionar el evento bajo el epígrafe ‘Toda una vida’.

El día de la inauguración la mitad del barrio asistió interesado. Algunos se reconocían y comentaban anécdotas y todos hablaban en pasado de una tal Esther, la fotógrafa recientemente fallecida. Todos hablaban de la trastada de su nieto que había tirado las fotos por la ventana y la vergüenza de los padres que no se atrevieron a reclamarlas, sobre todo cuando supieron de la exposición…

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Abulcasis: Marcando tendencia…

Desde elBlog ‘Café Hypatia’el reto para este mes de diciembre se nos invita a escribir sobre el tema ‘herencias’

El valor semántico del término herencia según la RAE, es múltiple y afectan tanto al ámbito de la ciencia como al del derecho. En cualquier caso hablar de herencia es hablar de ‘transmisión’, de ‘patrimonio’ o de ‘legado’ que circula a través de los tiempos, que pertenece a alguien concreto, o de manera genérica, a todos.

Desde tiempos remotos las diferentes culturas han ido dejando legados gracias a los cuales la ciencia ha podido avanzar hasta el momento actual, y sin lugar a dudas, la Edad Media representa la etapa en la que se forjaron los cimientos que sustentan los avances conseguidos en la era moderna.

En aquel tiempo la Península estaba ocupada por los musulmanes, que conformaban el espacio de Al-Ándalus, y los Reinos Cristianos. Fue precisamente durante el Califato de Córdoba que Al-Ándalus conoció su momento de mayor esplendor pues en la capital andaluza se reunieron los sabios e intelectuales más importantes de su tiempo. Fue ésta una etapa de prosperidad en el marco político y artístico refrendado por una gran expansión y estabilidad económica. La ciudad aún conserva vestigios del apogeo de esta época. Y es en este contexto donde nos  encontramos con la figura de Abulcasis (s. X-XI), nacido en Medina Azahara y fallecido en Córdoba. Médico, cirujano, farmacéutico y filósofo es considerado el ‘padre de la cirugía moderna’ al que debemos contribuciones pioneras en el campo de la medicina como la creación de los ‘forceps’ y el uso del ‘catgut’ -o hilo quirúrgico absorbible- para las suturas. Herencias que sin duda han resultado determinantes para el posterior desarrollo de nuevas técnicas en el terreno de la cirugía.

Como colofón final Abulcasis identificó la ‘hemofilia’, descubrió el embarazo abdominal e inventó también aparatos quirúrgicos para la cesárea y las cataratas. Sus conocimientos fueron recopilados en una obra de gran magnitud, una enciclopedia médica conocida como Kitab al-Tasrif, escrita hacia el año 1000.

Todas estas aportaciones de gran trascendencia y repercusión tanto en Oriente como en Occidente, permitieron el posterior desarrollo de la cirugía moderna en el campo de la ginecología y la oftalmología, innovaciones que han tenido como referencia los trabajos pioneros de Abulcasis.

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El trébol de cuatro hojas

Desde el Blog ‘Acervo de letras’ el Vadereto de  este mes de diciembre está dedicado a la Navidad.

Cuando Charly enfermó todo se desmoronó a mi alrededor. Al shock del diagnóstico se unió el miedo al tabú en que siempre ha venido envuelta una enfermedad como el cáncer. Pero enseguida nos encontramos con un personal sanitario experto, con un largo recorrido y una enorme calidad humana que nos asesoró y nos inyectó un buen chute de esperanza. Poco a poco percibimos que estábamos en marcha, sin bajar la guardia, pero con buen ánimo o así lo viví yo que conjugué la enfermedad en segunda persona.  

Casi sin darnos cuenta nuestras vidas ya habían entrado en una nueva dinámica. Sesiones de quimio, ingresos, pequeñas estancias que alternaban el hospital y la casa…Sin querer habíamos normalizado algo tan anormal como padecer una enfermedad. Y a pesar del miedo y la incertidumbre, despojamos la situación de cualquier dramatismo. Animar a Charly, acompañarle en este inesperado viaje, era nuestra máxima preocupación ¿Por qué no podía ser él uno de los llamados a salvarse? ¿Por qué no iba a sobrevivir? Las estadísticas señalaban un margen de supervivencia pequeño, pero a fin de cuentas, a alguno le tenía que tocar ¿por qué no a él?

El tiempo transcurrió ahora no sé si demasiado lento o más o menos rápido. Estábamos tan inmersos en un presente continuo, en un día a día sin más, que no sé muy bien cómo pasó para él aunque casi seguro demasiado largo. Recuerdo que aquel año pasamos puentes y Navidades entre ingresos y tratamientos y que pasó el otoño, el invierno, la primavera, y que llegando el verano siguiente todo se había acabado. Ahora tocaba esperar que la cirugía y los tratamientos tuvieran el efecto deseado, cosa que sabríamos mediante las sucesivas revisiones.

Charly desprendía vitalidad y energía, se revelaba contra los efectos secundarios, tal vez por eso todos le daban por ganador y yo también, hasta que un día, a mediados del verano siguiente, volvió a quejarse de un ligero dolor en el abdomen y un pequeño bulto a la altura de uno de los pulmones, asomó por la espalda. Una gammagrafía, una ecografía y un TAC revelaron el regreso de la enfermedad, la metástasis. Algo que los médicos llaman ‘recidiva’. Desgraciadamente no había marcha atrás. Unas sesiones de quimio y radioterapia para prolongar un poco el fatídico final y tratamientos paliativos, esas fueron las únicas alternativas.

Nunca hablamos del final. Charly lo sabía o lo intuía pero no preguntaba, no quería saber, no quería poner palabras… Yo temía que me preguntara. Todos callábamos pero todos sabíamos…

Para octubre ya había perdido mucho peso aunque seguía lo suficientemente fuerte como para celebrar una barbacoa con toda la familia. Fue un anticipo de la Navidad. Recuerdo que hubo risas, comida abundante, cantos alrededor de una hoguera, brindis por la vida y un halo de nostalgia que lo impregnaba todo. A veces las imágenes se pierden en mi cabeza y aunque quiero recordar qué sentía, el dolor me impide recordar todo aquello que no fuera dolor o un amargo sabor a despedida.

Después de aquella celebración el deterioro se precipitó y para la siguiente Navidad Charly apenas podía tragar así que no hubo cena, sólo estuvimos con él viendo la película que dieron por la TV: ‘Mary Poppins’. Al día siguiente ingresamos en el hospital donde pasamos fin de año y el día de Reyes.

Ya sé que sobre la noche de Reyes corren muchas historias inventadas para alimentar la fantasía de los niños y que Charly, aunque muy joven, tenía suficiente edad como para distinguir realidad y ficción. Yo sólo voy a contar lo que ocurrió sin pretender convencer pero sin negar lo sucedido.

Aquella noche ninguno de los dos podía dormir. Estuvimos hablando hasta muy tarde. Sentada en la butaca frente a él recordaba cómo era esta fecha cuando él y sus hermanos eran pequeños. Charly y yo fantaseábamos sobre deseos cuando de repente una luz brillante entró directa desde la ventana y un Rey Mago, que dijo llamarse Melchor, apareció ante nosotros. Charly se sentó en la cama de un salto y yo me puse de pie a su lado y le tomé de la mano:

−Hola Charly, este año te ha tocado a ti el ‘trébol de cuatro hojas’. No te asustes. Estas cosas pasan lo que ocurre es que nadie las cuenta porque son increíbles. A ver ¿Qué sueño quieres hacer realidad esta noche? No puedo obrar milagros pero sí conceder sueños.

Charly y yo nos miramos sin dar crédito a lo que sucedía:

−Pide algo hijo ¿Qué desearías soñar? –le dije animándolo.

Entonces Charly se levantó y susurró algo al oído de Melchor que lo escuchaba muy atentamente.

−Si eso es lo que quieres, concedido. Vuelve a la cama e intenta dormir…

La luz se apagó y el Rey Mago desapareció. Unos instantes después Charly dormía plácidamente mientras su rostro dibujaba una amplia sonrisa. Yo me acomodé en la butaca hasta que el sueño, poco a poco, se fue apoderando de mí.

Cuando desperté pensé que nada había sido real. Miré a Charly que aún dormía con las manos apoyadas bajo su regazo. Me acerqué para llamarle pero no respondía. Su rostro estaba lívido y su cuerpo tibio. Entonces comprendí que todo se había terminado. Le tomé de la mano y un trébol de cuatro hojas, salpicado de rocío, se deslizó sobre las sábanas. Entonces, sólo entonces, comprendí el motivo de su sueño y el deseo que le concedió Melchor.

Puede que la muerte no sea un final sino un nuevo comienzo o eso quiero creer. Y a pesar de los años transcurridos  desde entonces, cada Noche de Reyes espero que me toque en suerte el trébol de cuatro hojas para poder hacer realidad un sueño: volver a ver a Charly.

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Con la ‘@’ de arroba…

Desde elBlog ‘Café Hypatia’el reto para este mes de noviembre nos invita a escribir sobre el tema ‘símbolos’

Desde 1971 la ‘arroba’ se ha convertido un símbolo de comunicación escrita imprescindible en el correo electrónico, estratégicamente colocada entre el destinatario y su dirección, tal y como estableció Ray Tomlinson, su inventor.

Ese minúsculo símbolo, heredado de los teclados de las antiguas máquinas de escribir, se ha vuelto cotidiano y un elemento indispensable para la comunicación escrita en sustitución de la correspondencia epistolar o cartas manuscritas incapaces de sobrevivir ante avance imparable de internet y que los nostálgicos tanto añoran.

La palabra ‘arroba’ hunde sus raíces en la lengua árabe –ruba– que significa ‘cuarta parte’. En algunas regiones de Europa y Oriente representaba una unidad de peso, el quintal, de donde proviene el conocido dicho que hace referencia a un peso exagerado (‘pesa un quintal’), cuya grafía se creó durante la Edad Media tal y como corroboran algunos documentos.

Por otro lado, en la antigua Roma representaba una medida, el ‘ánfora’, vasija en la que cabían unos 26 litros. Lo que me hace recordar aquellos barcos cargados de ánforas de aceite, vino o garum que partían desde Bolonia, en Cádiz, hasta Roma capital. Entonces nadie hubiera pensado que aquella medida pasaría a tener un lugar en la posteridad. Siglos después, un documento de carácter comercial fechado en 1536 entre Sevilla y Roma, evidencia el uso de la ‘arroba’ tal y como la representamos ahora, o sea, como una ‘@’ encerrada en un círculo, pues la escritura de la época contiene numerosas abreviatura dada la ingente cantidad de documentos escritos que se generaban, pues no podemos obviar la importancia que adquiere el protocolo notarial a partir del siglo XVI.

Además, concretamente en Francia, España y Portugal, la arroba aparece en transacciones económicas que señalan cantidades de peso o volumen. Dichas cantidades vienen acompañadas del símbolo, que se mantuvo durante años en las máquinas de escribir y que después aparecerá también en los primeros teclados de las computadoras. Tomlinson observó que en el ordenador tenía poca utilidad y decidió adoptarlo y universalizarlo incorporándolo, como ya se ha señalado, a la dirección de correos.

Hoy en día la ‘arroba’ tiene otras utilidades como por ejemplo en matemáticas, en programas de diseño gráfico o en el marco del lenguaje de programación. Además en medios rurales se sigue usando como medida de capacidad y cada vez es más frecuente usarlo en el lenguaje inclusivo a pesar del desacuerdo de la RAE.

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El viaje a ninguna parte

Este mes Vadereto y Alianzara proponen un desafío conjunto y nos invitan a escribir tomando como referencia el ‘espacio’ donde acontece y se desarrolla la trama, la historia.

Paul se sube al autobús en dirección al aeropuerto. Está cansado así que se desploma sobre el asiento y pega la cabeza al cristal de la ventanilla. El frio en la sien le hace sentir un ligero alivio. La cabeza le bulle. Demasiadas emociones contenidas en los dos últimos días. En aquel instante recuerda que no ha dormido nada las últimas 48 horas y se siente roto. Se acomoda. Echa la cabeza hacia atrás y mira el reloj: aún le quedan cuarenta minutos de trayecto. Cierra los ojos y el sueño le atrapa…

De repente el fuerte traqueteo le sacude de un lado a otro y la cabeza cae y golpea el respaldar del asiento de delante ¿Dónde está? No reconoce el lugar. Se incorpora y mira de nuevo el reloj: ¡ha pasado más de una hora! ¿Y el aeropuerto? ¡Hace veinte minutos que quedó atrás! Sale al pasillo, camina entre los asientos vacíos y se acerca al conductor que al verle por el retrovisor le grita furioso:

−¿Qué hace usted aquí?

−Iba al aeropuerto y me quedé dormido –comentó Paul balbuceando.  

−¡Siéntese por el amor de dios!–le ordenó el conductor−. Es usted un imbécil. Permanezca callado y no me cree más problemas.

Paul no comprende lo que ocurre pero intuye que no es una situación normal. El autobús va demasiado rápido por un camino de tierra y campos a ambos lados. Suenan las sirenas y se divisan dos coches patrullas de la policía que pretenden darles alcance aunque el autobús zigzaguea para evitarlo. El conductor habla por el móvil:

−Ha surgido un imprevisto y llevo un paquete. No, no habrá problema, seguro. Me desharé de él en cuanto llegue.

El camino se estrecha y los coches patrullas tienen que hacer cola detrás hasta que inesperadamente el conductor frena en seco y los coches se estrellan uno contra otro y ambos contra el autobús. Y en una experta maniobra y con la parte trasera deshecha, el vehículo continua su camino dejando a la policía fuera de juego.

El chofer se ríe a carcajadas:

−¿Has visto eso? –presume sonriendo a Paul.

−Sí, sí que lo he visto…Muy inteligente por tu parte –afirmó algo asustado.

Apenas unos minutos después se desvía por un carril a la izquierda hasta desembocar en un antiguo hangar con un viejo cobertizo abierto de par en par donde el autobús aparca.

Paul respira hondo, aliviado, aunque con gran incertidumbre al no comprender que estaba pasando, y sobre todo, qué sería de él… Y entonces el chófer se levanta de su asiento, se dirige hacia él y apuntándole con una pistola en la frente dice muy serio:

−Esto no estaba previsto pero mi causa no me permite dejarte con vida…

Paul cierra los ojos y escucha el sonido de un disparo al tiempo que oye una voz :

−Lástima que te pasaras la parada del aeropuerto…Aeropuerto…Aeropuerto…

Alguien le zarandea una y otra vez. Abre los ojos y ve el rostro del conductor frente a él:

−Señor, hemos llegado al aeropuerto, despierte o perderá su vuelo…

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El discurso

Desde el Blog ‘Café Hypatia’ el reto para este mes de octubre nos invita a escribir sobre el tema ‘rebeldía’.  

Reconozco que cuando conocí a María Skłodowska me impresionó. Éramos sólo veintisiete mujeres entre los más de setecientos hombres que conformaban el campus de la Universidad de París. Veintisiete insurrectas que caminábamos contracorriente y nos negábamos a asumir las funciones asignadas a nuestro rol de género. Veintisiete incomprendidas no sólo por los hombres sino por las propias mujeres, quienes, como dijera más adelante Marie, con frecuencia se cuestionaban, “sobre cómo podríamos conciliar la vida familiar con una carrera científica”.

Me acerqué. Tenía la tez pálida y ojerosa. Lucía un vestido oscuro, algo pardo y raído, el pelo recogido y llevaba un cuaderno en las manos. Como no conocía a nadie me presenté con la idea de entrar y sentarnos juntas en clase. Ella me pareció algo tímida e introvertida, y yo que acostumbro a ponerme nerviosa en estas situaciones, no paraba de hablar, cosa de lo que era consciente aunque no pudiera evitarlo. Afortunadamente el murmullo grave de las voces masculinas me hizo callar. Entramos en el aula y nos sentamos en la tercera fila. De repente entró solemne el profesor y al instante se hizo un silencio de ultratumba.

María, al contrario que yo, apenas tomó apuntes y permaneció rígida, cual estatua, atendiendo sin pestañear. Cuando acabó la clase le pregunté y ella me contestó que tendría que esforzarse en matemáticas y física, además de mejorar su francés que dejaba mucho que desear. Entonces comprendí el porqué de su actitud. Y a este respecto la tranquilicé y le dije que la ayudaría con el idioma. Ella sonrió y me dio las gracias.

Al parecer estaba recién llegada de Polonia. Ella y su hermana se acababan de trasladar a una buhardilla del Barrio Latino, cerca de la Facultad. Me contó que como su país había sido ocupado por los rusos, había tenido que estudiar primero en escuelas clandestinas y después en la ‘universidad flotante’. No entendía muy bien a qué se refería y debió notármelo en la cara porque enseguida se dispuso a explicarme de qué iba todo aquello. Y dicho muy sucintamente se trataba de una institución ilegal que educaba en la cultura polaca y no siguiendo los nuevos supuestos que los rusos pretendían implantar tras la ocupación. María hablaba desde la pasión, la resistencia y la rebeldía. No se había resignado a que sus escasos recursos, ni su condición de mujer, le impidieran estudiar o ir a la universidad o ser una científica, y aunque todo se le resistió, ella lo afrontó con determinación y aplomo.

Aquel año fue muy duro. En más de una ocasión se desmayó porque apenas comía. ¡Los ingresos eran tan exiguos! Y ella prefería pagar por unos libros en lugar de comer. En más de una ocasión la socorrí pues mis padres me enviaban ayuda y alimentos.

Al acabar el curso (era el año 1893) nos licenciamos, y al año siguiente María comenzó a investigar sobre ‘las propiedades magnéticas de los aceros’ por encargo de la Sociedad para el Fomento de la Industria Nacional. Fue entonces cuando conoció a Pierre Curie y el interés por la ciencia les unió. A partir de aquí nuestras vidas se separaron y siguieron caminos diferentes. Pero nos seguimos escribiendo durante años.

La trayectoria de Marie Curie o Madame Curie, que así pasará a la historia, fue imparable a pesar de los obstáculos que sufría una y otra vez por el simple hecho de ser mujer, hecho contra el que se revolvía aunque siempre contó con el apoyo incondicional de su marido que consideraba cada descubrimiento como un éxito de ambos. Pero la sociedad de finales del XIX y principio del XX era poco tolerante e invisibilizó a las mujeres, sólo las más fuertes y rebeldes subsistieron y vencieron.

Los avances de Marie eran incuestionables y constituyeron un aval para su efectivo reconocimiento a nivel mundial, reconocimiento que llegó de muchas formas, sobre todo de la mano del máximo galardón: el Premio Novel en Física que Pierre se negó a recibir solo.   

Todas estas cosas pasaban por mi cabeza mientras la radio retransmitía la entrega de Premios de la Academia Sueca. Corría el año 1911 y en esta ocasión Marie Curie recibía su segundo Premio Novel, esta vez en Química y en solitario, pues en aquella fecha Pierre ya había muerto. Y entonces, en directo desde Estocolmo, la voz de Marie Curie sonaba entonando su discurso “La  belleza de la ciencia”: «Podría decir muchas cosas sobre el radio y la radioactividad pero me tomaría demasiado tiempo. Y como no podemos hacerlo, déjenme solamente darles una pequeña muestra de mi trabajo con el radio…».

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Una pastelería en Tokio

Desde el blog ‘Alianzara’ se nos invita a un nuevo reto de escritura desarrollado a partir de una película, en este caso ‘Una pastelería en Tokio’, estrenada en Canne en 2015.

Desde que vi la película (por lo menos tres veces) había soñado con viajar a Japón y conocer in situ la pastelería. Cuando se estrenó yo pasaba por una etapa muy particular de mi vida y me recuerdo con la sensibilidad a flor de piel. Tal vez por eso me atrapó. Pero pasaron algunos años hasta que realicé aquel viaje.

Cuando llegué al aeropuerto de Tokio me sentí minúscula, una especie de molécula que formaba parte de una gran masa de gente que se movía indecisa de un lado para otro. La terminal ofrecía todo lo que un viajero puede desear para pasar numerosas horas de espera entretenido con todo tipo de tiendas para comprar, cafeterías, restaurantes, peluquerías y todo cuanto se nos pueda ocurrir necesitar. Pero yo estaba deseando salir de aquel enjambre para sumergirme en el corazón de la gran urbe.

A la salida, me esperaba un coche facilitado por la agencia de viajes que me llevó directamente al hotel.

A la mañana siguiente la aventura comenzaba. Un taxi me recogió para llevarme justamente al local dónde se había rodado la película. Llegamos hasta una calle jalonada por almendros en plena floración. Un viento suave agitaba las ramas y las pequeñas hojas blancas y rosadas ululaban creando una especie de música de fondo que me paralizó el alma. Cerré los ojos y me dejé anestesiar por aquellos maravillosos sonidos de la naturaleza. Y apenas avancé unos pasos, enseguida divisé la pastelería y al ‘doble de Sentarö’ , el dueño, (en mi cabeza me refería a él con el nombre del protagonista) vestido con una camisa blanca y un pañuelo al estilo pirata en la cabeza, sirviendo a unos clientes.

Tal y como había visto en el cine, el local era bastante pequeño. Me preguntaba cómo habían podido rodar las escenas interiores con Sentarö y la anciana cocinando. Comprobé el éxito de los pasteles preferidos de Doraemon que se vendían como rosquillas. En general la gente los compraba y los comía mientras caminaban. Y como en la película muchos chicos y chicas, escolares de uniforme, se acercaban en grupos de dos o de tres. Era imposible que pasaran desapercibidos. Hablaban y reían a pleno pulmón.

Aguardé una pequeña cola hasta que un cliente -un señor mayor con sombrero- dejó un asiento libre junto a la barra. Me senté. Pedí un té y durayakis. Observé a Sentarö moverse lentamente por aquel pequeño cubículo un tanto desordenado. Preparó el té en una taza y me sirvió el durayaki envuelto en una servilleta. Comí despacio, mientras en mi cabeza proyectaba la escena en la que la anciana, con sus manos retorcidas por la lepra, movía y removía con paciencia y cariño aquella pasta de ‘anko’ en la que, al parecer, reside el verdadero secreto de los famosos dulces. Y conforme cocina, enseña a Sentarö a escuchar a las alubias rojas, una metáfora de la vida. Y poco a poco, suavemente, le va transmitiendo sus conocimientos en un ambiente amenizado sólo por las voces y el sonido de los cacharros. ¡Pobre hombre! –pensé. Cargaba con una culpa demasiado grande que le corroía el ánimo y cuando conoció Tokue, la anciana, se impregnó de su sabiduría. Los sabios consejos que le daba para cocinar el anko, eran aplicables a la vida y en ellos Sentarö encontró la paz.

Recordé que en la película constantemente se oyen los sonidos cotidianos tanto del exterior como los ruidos amplificados en aquella diminuta cocina. Y es ese ambiente el que te hace conectar con la vida misma, sin artificios, tal cual. Ahí radica la belleza de este film, en su sinceridad y en la delicadeza con la que trata una historia en dos vertientes: los dulces y una enfermedad como la lepra que estigmatiza a quienes la padecen.

Al cabo de un buen rato, pagué y me despedí. Sin ganas de marchar paseé por los alrededores del local observando a las gentes, las casas, los bares, las tiendas y una librería. Y de nuevo el mismo taxi me llevó de vuelta al hotel.

A partir de aquí, el viaje continuó por otras zonas y barrios de la urbe. Degusté otras comidas, paseé junto a edificios emblemáticos y conocí otras ciudades. Pero lo verdaderamente inolvidable de aquel periplo fue aquella taza de té y aquel delicioso durayaki, sentada en el pequeño local de ‘Sentarö’, acompañada del ulular de los almendros.

©lady_p