Un cadáver junto al río

Desde el blog ‘Acervo de letras’ en la convocatoria Vadereto de este mes de marzo, se nos invita a escribir un texto en el que uno de los protagonistas sea un ‘río’.

El río serpenteaba ladera abajo hasta llegar al valle. Los primeros rayos del amanecer despuntaban en el pueblo. Todo estaba en calma y nada parecía presagiar una jornada anormal hasta que Aquilino apareció cerca del bar jadeando y repitiendo una y otra vez: «¡Un cadáver, un cadáver!».

Enseguida salieron a su encuentro el alcalde y unos cuantos vecinos que desayunaban tranquilos antes de comenzar la jornada.

−A ver Aquilino, tranquilízate y cuéntanos. ¿Qué ha pasado? –aseveró el alcalde apurando la humeante taza de café.

−Paseaba por la orilla del río con el perro como cada mañana, cuando de repente salió corriendo, le seguí y me llevó hasta encontrar un cuerpo. Es un hombre de mediana edad. Pero no lo he reconocido.

−Avisaremos a la guardia civil y al juez para que haga el levantamiento del cadáver –ordenó el alcalde mientras comenzaba a caminar en dirección al río.

Al cabo de una hora se encontraban todos en el lugar de los hechos. Efectivamente el muerto era un hombre de mediana edad. Iba vestido como un pescador y no le faltaba detalle. Sin embargo no portaba cartera ni documento alguno que le identificara, sólo una pequeña llave que escapó de su bolsillo cuya existencia advirtió un periodista con fama de ser demasiado curioso. Excepto para él, la llave pasó desapercibida para todos.

El periodista, obsesionado con el caso, examinó la llave con detenimiento. Parecía de latón y llevaba incrustado un número del que sólo se leían los dos últimos dígitos, ‘05’.

A la mañana siguiente visitó el archivo y la biblioteca, dejándose guiar por su instinto que le decía que en ellos encontraría algunas respuestas. No encontró nada hasta que revisó unos registros y observó una finca identificada con un número que acababa en 05. Y siguiendo su sabueso olfato se dirigió a la propiedad situada en las afueras del pueblo.

Una vez allí comprobó que la casa estaba abandonada. Entró y recorrió las habitaciones. No había nada que le llevara a una pista hasta que dentro de un dormitorio encontró una puerta cerrada. Miró la cerradura y el corazón le dio un vuelco. Probó la llave y la puerta se abrió. Encontró numerosas cajas con documentos, fotos y  algunas armas. Una ver revisados algunas cartas y vistas algunas fotos, el periodista dio por hecho que el pescador formaba parte de aquella red a la que también estaba vinculado alguien del pueblo.

Y a punto estaba de irse cuando advirtió una presencia tras él:

−¡Qué casualidad! Precisamente iba a salir a llamar…

No le dio tiempo a concluir la frase cuando un disparo atravesó su cabeza justo en el entrecejo. Luego la puerta se cerró de nuevo con llave. Y del periodista nunca más se supo.

Pasaron varios años hasta que unos niños jugando descubrieron la habitación secreta con los restos del cadáver. Esta vez nadie pudo impedir que la policía investigara a fondo y enseguida corrió la voz sobre aquella posible red secreta y sus implicados…

Aquel mismo día, al anochecer, sonó un disparo en casa del alcalde. Dos vecinos se acercaron a ver qué pasaba y lo encontraron muerto sobre su escritorio, con un disparo en la sien y una confesión escrita en la mano. Finalmente el caso se había resulto.    

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El anticuario

Esta semana en ‘Relatos Jueveros’ en Blog ‘La Trastienda del Pecado’ nos invita a escribir una historia alrededor de una objeto: ‘el espejo’.

Amanda estudiaba historia del arte en la universidad. Cada día, camino de la facultad, en lugar de cruzar el parque, callejeaba por avenidas y plazas sólo por el placer de deambular por la ciudad. Sin duda era una chica de asfalto, urbanita, a quien gustaba detenerse ante la librería o el anticuario que le cogían de paso. Y aquella mañana, en principio tan monótona como otra cualquiera, a Amanda le esperaba la gran aventura de su vida.

Todo comenzó cuando se paró ante la tienda de antigüedades y su vista se detuvo en un bonito espejo. Amanda contempló la moldura. Tenía incisiones. Las esquitas achaflanadas y un angelito tallado en cada una de ellas. Entró en tienda. Había un señor mayor, vestido con traje y pajarita, que limpiaba el polvo a unas figuras de porcelana con un plumero: «¿Puedo mirar?» preguntó. «¡Por supuesto!», contestó el dueño.

Amanda se colocó delante y lo observó detenidamente. Luego se miró en él comprobando con asombro que la imagen que reflejaba era el interior de una habitación que parecía tremendamente real, y dejándose llevar, estiró la mano para tocarla y en un instante el espejo la engulló. Una vez dentro Amanda comprobó que había otras muchas chicas jóvenes que llevaban años allí encerradas. Todas gritaban pidiendo ayuda y auxilio… Desde allí Amanda podía ver al anticuario deambulando por la tienda. Gritó y gritó hasta que el viejo se volvió, la miró sonriendo y limpió el cristal hasta dejarlo como una patena.

Pasaron días, meses, sin que nadie supiera nada más de ella. Los padres y amigos asumieron que habría desaparecido para siempre.

Al cabo del tiempo el anticuario llevó el espejo a casa de Marta explicándole que Amanda lo había comprado hacía tiempo y dejado aquella dirección. Marta lo recogió y lo colocó en su dormitorio.

A la mañana siguiente se miró en él y de repente observó que un rostro que no era el suyo la miraba desde el otro lado. Se acercó lo más que pudo, comprobando que era la cara de Amanda. Marta pegó las manos al espejo al tiempo que daba golpes y gritaba «¡Amanda1 ¡Amanda!» Y al instante el cristal la succionó…

Finalmente el espejo acabó arrinconado en un trastero de la casa de los padres de Marta, quienes después de un tiempo, apenados por la desaparición de su hija, se marcharon a otra ciudad y nunca más regresaron…O al menos eso es lo se cuenta…

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Un lamentable suceso…

Desde el ‘blog Acervo de letras’, este VadeReto, vamos a quedarnos con la excusa de la música y vamos a crear historias alrededor del: JAZZ

Desde pequeño Eric mostró gran interés y habilidad por la música. Apenas con cinco años pidió a los Reyes un saxo de juguete, y comprobando sus buenas aptitudes, sus padres se decidieron y lo matricularon en el conservatorio. El niño enseguida se decantó por el saxo, un instrumento que  dominó con gran facilidad. A sus padres les gustaba la voz de Billie Holliday, cuyos discos de vinilo sonaban frecuentemente en casa. Podría decirse Eric creció bajo los ecos del jazz, de ahí que muy pronto se convirtieran en sus sonidos favoritos, que inventara solos y dominara el instrumento magistralmente. Todos lo consideraban un prodigio y admiraban su talento.

Los conciertos comenzaron en la adolescencia. Aunque lo que él de verdad deseaba era integrarse en una banda y hacer un tour por Nueva Orleans, la cuna de jazz. Y apenas cumplidos los dieciocho hizo las maletas y se marchó en busca de aventuras. Comenzó a tocar en algunos pubs y entró en contacto con algunos grupos que lo invitaban a sumarse ocasionalmente. Pasó dos largos años malviviendo. Combinando la música con trabajos esporádicos de camarero o lavaplatos, viviendo en un apartamento inmundo, compartiendo baño y cocina. Pero a pesar de las duras circunstancias era feliz dedicándose a la música.

Y así iban las cosas cuando en una actuación en la que participó haciendo una sustitución, un representante de una célebre banda lo escuchó y lo fichó, haciéndole un contrato bastante bien remunerado que incluía una gira por el país. Así cambiaron las tornas. Eric comenzó a ganar dinero y fama. Grabó discos y actuó durante tres años sin parar. Se sentía agotado. Su fotografía circulaba por las revistas del corazón en las que aparecía con otras celebridades del momento. Lo invitaban a fiestas, a estrenos de teatro, de cine. Todo parecía un sueño hecho realidad.

Pero tanto éxito levantó alguna que otra ampolla entre bandas y saxofonistas rivales hambrientos y envidiosos de su éxito. Muy pronto aparecieron bulos y corrieron noticias falsas que lo incriminaban en el mundillo de las drogas y de la mala vida. Eric se afanaba por rescatar su prestigio pero tenía demasiados enemigos que lo veían como un intruso salido de la nada. Le acusaban de comprar voluntades, de hacer favores personales, de ser un tipo sin escrúpulos. Y a medida que toda esta falsedad salía a flote, su reputación se enfangaba y los contratos desaparecían. Aun así conseguía salir a flote, remontar y mantenerse en la cumbre como uno de los mejores saxofonistas del momento.

Un día fue invitado por The Club Playhause, un afamado club de Nueva Orleans, para tocar con una conocida banda local. Eric aceptó en recuerdo de aquellos años en los que era un desconocido e invitó a su mejor amiga la detective Chris Müller, a quien le unía una sólida amistad y un breve romance. Los cuatro integrantes ocuparon el escenario. Comenzaron a tocar. Eric cambiaba de vez en cuando la boquilla. Tocaba despertando largos aplausos entre el público asistente. Sudaba feliz bajo los focos, hasta que empezó a experimentar sofocos y a sentir cómo se aceleraban los latidos de su corazón, pero no quería parar. Puso toda su energía en los últimos compases y en medio de una fuerte ovación cayó desplomado al suelo. Chris Müller fue la primera en acercarse al cuerpo de su amigo y diagnosticar su muerte.

Los periódicos del día siguiente dieron la triste noticia: «Joven prodigio del saxo fallecido por un infarto fulminante». No obstante, Chris Müller sospechó que lejos de ser una muerte natural, cabía la posibilidad de que fuera un asesinato cuyo único móvil era la envidia. Nadie la creyó y tras meses de investigación, se cerró el caso.

Pasado el tiempo la detective Müller recibió un paquete anónimo. En su interior una boquilla de un saxo ponía a la detective sobre una posible pista…Resultó imposible abrir el caso y la muerte de Eric pasó a la historia como un lamentable suceso.

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El misterio de la Abadía

Imagen: Internet

La Abadía de San Martín, construida hace cinco siglos, está encaramada sobre una montaña. Con el tiempo y el trasiego de caminantes y senderistas, se ha abierto un camino, y más tarde, se creó un acceso y una explanada artificial para dejar los coches y poder visitarla.

A la entrada un cartel pegado con cinta adhesiva sobre la puerta de madera advertía: “Se ruega silencio”. La comunidad, conformada por doce monjes de clausura, había abierto sus puertas para compartir con el público el rezo de las vísperas a la 18.00h, y de paso, activar una pequeña tienda de verduras cultivadas en la huerta y pan elaborado en una tahona que poseían. Los asistentes podían disfrutar de los cantos sentados en los bancos de la capilla al tiempo que gozaban admirando su arquitectura, el retablo, las pinturas o la imaginería, mientras en el trascoro, se llevaba a cabo el rezo de las horas.  Al salir, muchos compraban los mencionados productos además de estampas, rosarios, medallas y postales, colaborando así a la manutención y sostenimiento de estos hermanos, que en pleno siglo XXI, continuaban viviendo bajo el lema de su fundador: ‘Ora et labora

Los visitantes ocupaban sus asientos y yo me senté en el último, el más cercano al trascoro, del que me separaba una reja. Según parece, en otro tiempo, la comunidad había sido muy numerosa, como se comprueba  por el número de sillones -al menos treinta- de madera noble tallada. El espacio tenia forma cuadrada y los sitios se repartían en forma de U con diez escabeles a cada lado. En medio un facistol o atril grande, hoy por hoy con una función más bien decorativa, donde se apoyaban los libros de liturgia y de canto.

Faltaban cinco minutos para que comenzara el rezo. Todos cuchicheábamos comentando en voz baja la belleza de las diferentes capillas laterales y el realismo de una escultura de San Esteban atravesado por las flechas. Enseguida se oyeron los pasos de los monjes colocándose cada uno en su lugar y escuchamos el leve crujido de las hojas de los libros de canto. Un instante después el silencio se llenó con las voces graves y melódicas de los frailes que el público asistente seguía por medio de unas hojas fotocopiadas.

De repente, un fuerte estruendo provino del fondo de la capilla, al tiempo que una sombra veloz cruzaba el altar mayor camino de la sacristía. Y al punto una voz gritó:

−¡Han matado al hermano Damián!¡Dios mío, está muerto!

El público, unas diez o doce personas, se quedó paralizado. El Abad, salió y cerró de inmediato las puertas de la capilla:

−Disculpen señores. Nadie podrá salir ni entrar hasta que llegue la policía –afirmó amable y sereno.

Todos nos quedamos en silencio, sentados en nuestros sitios, mientras el Abad tapaba el cadáver con una sábana. Unos veinte minutos más tarde, la policía llamaba a la puerta identificándose:

−¡Abran a la policía, por favor!.

La patrulla constaba de una comisaria, un subinspector y cuatro agentes. La mujer se presentó al Abad:

−Buenas tardes, soy la comisaria Morell y él es el subinspector Fuentes. Dígame qué ha ocurrido.

El Abad le contó cuando ellos habían visto y oído desde el trascoro. A lo que un señor, en nombre de todos los demás, añadió:

−Algunos de nosotros hemos escuchado el grito advirtiendo de la muerte del monje, y a continuación, hemos visto una sombra cruzar el altar mayor hacia la sacristía.

-A ver, vosotros dos, id a ver qué encontráis –ordenó el subinspector con cierto aire de superioridad.

Los policías inspeccionaron el lugar. Y al cabo de unos minutos volvieron con un muchacho asustado que repetía sin parar que él no había hecho nada, que sólo había robado el dinero del cepillo y algunos exvotos de plata. Lo registraron y efectivamente, llevaba calderilla y algunas medallas en los bolsillos. El Abad comentó que era inofensivo, ya lo conocían y sabían de sus pequeños hurtos. Que lo dejaran ir. Que no lo denunciaría. Los agentes abrieron la puerta y le pusieron de malas maneras en la calle.

A continuación nos reunieron en la sacristía y nos interrogaron uno a uno por separado. Luego el subinspector hizo lo propio con los monjes. Mientras tanto llegó el forense y examinó el cadáver:

−A simple vista podría tratarse de un infarto –comentó–. Habrá que hacer la autopsia.

Luego le abrió la boca y comprobó que la lengua estaba un tanto oscura, casi negra. Entonces miró con cierto aire de misterio al Abad y añadió:

−Es posible que haya sido envenenado. Veremos qué dicen los análisis.

En aquel mismo instante un sonido seco golpeó el suelo: el cuerpo del hermano Tomás, el boticario, había caído desde el coro. En el cíngulo con que sujetaba su hábito, llevaba una nota escrita:

Aconitum napellus –leyó dubitativo uno de los agentes.

−Es una planta venenosa –apostilló la comisaria Morell−. Contiene un potente alcaloide llamado aconitina. En determinadas dosis puede producir bradicardia y paro respiratorio, que a simple vista podría confundirse con un infarto. Es fácil que la encontremos en la botica porque se usa en homeopatía. Si comprobamos abundantes restos en los análisis y nos fiamos de su confesión –dijo señalando el cadáver del hermano Tomás− podríamos tener al autor de los hechos y el caso resuelto. Aunque, sinceramente, resultaría demasiado fácil…

−Me cuesta creer que el hermano Tomás fuera un asesino –afirmó el Abad−. Gracias a Dios se arrepintió, aunque no pudiera soportar su pecado y no viera otra salida.

Enseguida se dispusieron a retirar el cadáver cuando el hermano Benito, el más joven de la comunidad y aprendiz de boticario, vio la nota prendida de la mano del subinspector, dentro de la correspondiente bolsa de pruebas, y de inmediato aseveró rotundo:

−Esa letra inclinada no es la del hermano Tomás. Estoy seguro.

Y en aquel instante, de nuevo una sombra oculta, esta vez tras una de las columnas de la nave central, desaparecía por la puerta de la sacristía hacía la cripta. Nadie lo vio excepto el hermano Benito, que enseguida fue tras él sigiloso.

No encontró nada. Todo parecía en orden.

Los resultados de la autopsia no fueron concluyentes. La policía nunca encontró al culpable y los crímenes de la Abadía nunca se resolvieron. Analizados los cuerpo y agotadas todas las vías de investigación, la policía cerró el caso por falta de pruebas.

El hermano Benito continúa encontrándose de vez en cuando esa sombra  que desciende hasta la cripta y allí desaparece. Muerto, de muerte natural a los setenta años, se encontró en su celda un diario donde relataba todas las ideas y venidas a la cripta siguiendo a esa extraña sombra que, según su teoría, habitaba una de las tumbas, aunque nunca pudo demostrarlo.   

©lady_p

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Una chispa eléctrica

Recuerdo aquella noche de la avería eléctrica a causa de una chispa. Nos habíamos reunido en el pueblo, en casa de mi tío Horacio, un hermano de mi padre. Horacio era un hombre corpulento que había criado una enorme barriga, lucía un gran bigote y cejas pobladas. Todo en él parecía gigante. Según cuenta mi padre, cuando se cumplía el aniversario de la muerte del abuelo,  todos nos reuníamos a cenar y contar anécdotas. Una tradición que el abuelo mismo  se había encargado de perpetuar por su cumpleaños, pues precisamente durante aquellas celebraciones, había solicitado de manera explícita que tras su muerte se le rindiera homenaje todos los años con una copiosa cena en la que se le recordara. Y así, año tras año, cumplimos su deseo.

Pues bien, aquella vez estábamos reunidos y con las copas levantadas para brindar, cuando una chispa provocó un apagón en toda la casa. Enseguida mis tíos y mi padre fueron a comprobar los fusibles. Eran de los antiguos y se habían quemado. El tío Luis, el mayor de todos, repitió hasta la saciedad que ya había predicho él que sucedería, que los plomos eran muy viejos, pero que como nadie le hacía caso pues ahora tendríamos que cenar sin luz.

Las mujeres, más prácticas y menos dramáticas, restaron importancia al asunto: «Cenaremos con velas» dijeron convencidas. Los niños estábamos encantados y nos lo pasábamos bomba, pues en la penumbra, a los mayores se les escapaban algunas de nuestras travesuras bajo la mesa. Los perros se asustaron y tuvimos que calmarlos y dejarles estar cerca para que no ladrasen. Mi padre -que era un bromista- se levantó de la mesa y volvió haciendo el tonto con una sábana por encima, disfrazado de fantasma. Los más pequeños se asustaron y empezaron a llorar. Tuvo que quitarse la sábana frente a ellos para que comprobasen que era él y que todo era una broma.

Y en esas estábamos, todos riendo, cuando unos golpes secos sonaron en la pared. Pensamos que era otra chanza pero no. Alrededor de la mesa no faltaba nadie. Nos miramos sin pestañear, aguantando la respiración. Nuevamente sonaron tres golpes seguidos, esta vez, más fuertes. La tensión era máxima. Mis primos y yo estábamos a punto de gritar y salir corriendo. Pero entonces una voz sonó al fondo de la casa:

−¿Se puede? Es que no hay luz en esta santa casa…

La cabeza de Agapito, el alcalde, asomó entre las llamas de las velas.

−¿Qué? ¿Arreglamos lo fusibles? ¿Por qué me miráis todos así? Alguien me ha llamado hace un rato para que viniera a mirar los plomos y aquí estoy…

Entonces nos volvimos a mirar y nos echamos a reír todos a la vez…

©lady_p

Participación en el reto semanal del Grupo de Escritura Creativa Cuatro Hojas | Facebook. Disparador: chispa

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Una noche en High Tower

Imagen: Blog, «Elbicnaranja»

Acepté la invitación para conocer el Castillo de High Tower, situado al norte de Escocia. Los invitados fuimos recibidos por un comité organizador que no escatimó detalles. Un lacayo con librea abría las puertas de los coches conforme llegaban. Otro, apostado en la puerta, saludaba mientras daba paso con exquisita corrección. Y ya en el interior un señor de mediana edad con traje y corbata, encargado de la visita, nos entregaba una carpeta con informaciones varias: un mapa de la zona, posibles itinerarios en los alrededores, dónde comer y una breve historia del castillo que contenía fabulosas ilustraciones del interior y de las vistas desde las altas torres. A continuación nos entregaron las llaves de las habitaciones que no iban enumeradas sino que tenían nombre alusivos a las diferentes partes del castillo: El Homenaje; Las caballerizas; La despensa; El paso de ronda o ‘Las mazmorras’, la mía…

Nada más entrar en la habitación me llamó la atención una enorme cama de madera con dosel. Me gustó tanto que de un salto me eché en ella y estiré los brazos y las piernas. Entonces apareció frente a mí un cuadro de grandes dimensiones en el que posaba una muchacha sobre una cama coronada por un fantástico tigre que, cual gárgola, la custodiaba al tiempo que lamía su cabeza con ojos desafiantes. Al fondo, un espejo reflejaba los muebles de esta misma habitación. Entonces  sentí un ligero escalofrío cuando me vino a la cabeza la imagen de aquel enorme felino, siendo retratado en este mismo lugar, en esta cama. Y reaccioné rechazando esa idea enfrascándome en la lectura de los folletos, a fin de conocer los orígenes y leyendas de aquella fortaleza.

Tras la cena y después de dar algunas vueltas, agitada por el viaje, me dormí profundamente. Recuerdo que tuve una pesadilla de la que intentaba salir. Y en esas estaba cuando un extraño sonido me sacó del letargo. Miré hacia el balcón y sobre las cortinas observé la sombra de un grotesco animal, semejante al tigre del cuadro, que se arrastraba y aproximaba hacia mí. Me quedé inmóvil. Tapé mi boca con una mano intentando que no se oyera la respiración. Apreté un almohadón sobre mi pecho para calmar los latidos acelerados de mi corazón, mientras seguía con la mirada el lento desplazamiento del animal que se movía sigiloso hasta que de repente se paró para tomar impulso y saltó sobre la cama… Dos segundos después lo tenía acurrucado a mi lado dócil y cariñoso…No era más que un precioso gato, agrandado por el juego de las sombras, que buscaba calor y cariño…

Cuando desperté ya se había marchado. Los recuerdos estaban borrosos en mi cabeza…Pero… ¡Oh noo! En el cuadro el tigre había desaparecido y en su lugar aparecía un dulce gatito que lamía sumiso la cabeza de la joven…

©lady_p

P.D. Participación en el reto de los Viernes Creativos del blog “Elbicnaranja, Escribe fino”, esta vez bajo el título “Angustia”.