El abuelo Matías

Este mes de septiembre, desde el blog ‘Acervo de letras’ en Vadereto nos invita a escribir sobre ‘la soledad’ en cualquiera de sus formas.

El abuelo Matías se había quedado completamente sordo. Llevaba años sin oír nada a no ser que le hablaran alto al oído. Se acostumbró a leer los labios, aunque no es lo mismo. Él sabe que necesita unos audífonos pero su exigua pensión no le da para más porque además ayuda a su hija que también anda un poco escasa.

Cada sábado va a comer con su ella, con su yerno y sus nietos. Piensa -está seguro- que le quieren mucho y él procura no faltar a esa cita para que no le echen de menos. Su amigo de toda la vida, Tomás, quiere que vaya algún fin de semana con él a su pueblo, pero él rehúsa toda invitación porque quiere estar con su familia. Siempre dice que le reciben con cariño, que todos le sonríen, que su hija hace las comidas que a él le gusta y que sus nietos se desviven por él.

Pero la verdad es que Matías, como no oye, se siente solo y aislado, por eso lleva años ahorrando de las pagas extraordinarias para comprarse unos audífonos y darle la sorpresa de la escucha a todos.

Un día Tomás le dijo muy serio: «como me toque la lotería te regalo unos audífonos». Y sucedió. ¡Le tocaron nada más y nada menos que seis mil euros! Tomás estaba pletórico, y aunque Matías pensaba que ya no se acordaría de la promesa que le hizo, nada más salir del casino, después de celebrarlo con los amigos, se le acercó al oído y le dijo: «ahora vamos a por tus audífonos». Y se encaminaron al Centro de Audición que había en el barrio. Allí le hicieron las pruebas pertinentes y al cabo de unos días el tema estaba resuelto.

El día que se lo pusieron, nada más salir del establecimiento, a Matías se le cayeron dos lágrimas. Podía escuchar el murmullo de la gente, los coches, los pasos y la voz de su amigo emocionado como él. A continuación Matías le contó que daría una sorpresa a su familia cuando el próximo sábado fuera a comer con ellos.

Así fue. Llegó el sábado, se acicaló con sus mejores galas y con una amplia sonrisa se dirigió a casa de su hija. Le recibieron como siempre sólo que Matías escuchaba por primera vez sus voces y la TV que estaba muy alta. Nadie notó nada porque los audífonos eran de última generación, tan pequeños que resultaba imposible verlos a simple vista. Llegó la hora de comer y se sentaron a la mesa. Matías esperaba seguir la conversación e intervenir en el momento oportuno. Primero habló su yerno recordándole a su mujer que le pidiera dinero al ‘viejo’ para el abono del futbol. El nieto se quejó diciendo que ya estaba harto de tener que comer todos los sábados con el abuelo, que si no tenía casa propia. La niña por su parte, dijo que ella le dedicaría un cariño porque quería que le comprara un vestido que había visto en Zara y su hija se dirigió a todos diciendo: «sonreíd, disimulad no sea que se dé cuenta de todo…».

A Matías poco a poco se le fue borrando la sonrisa y la comida no le bajaba de la garganta. Carraspeó un poco conteniendo las lágrimas y se excusó diciendo que no se sentía bien desde hacía unos días, que mejor se marchaba a echarse un rato.

Cabizbajo, decepcionado y triste marchó a su casa al tiempo que recordaba cuanto había oído. Comprendió que seguía tan solo como siempre, más aún si cabe. Llegó a su casa y se desplomó sobre la butaca hasta que la luz del día desapareció. Luego se levantó, fue a la mesita de noche y guardó en la caja los audífonos… Dicen quienes le conocieron que nunca más los usó.

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Una pastelería en Tokio

Desde el blog ‘Alianzara’ se nos invita a un nuevo reto de escritura desarrollado a partir de una película, en este caso ‘Una pastelería en Tokio’, estrenada en Canne en 2015.

Desde que vi la película (por lo menos tres veces) había soñado con viajar a Japón y conocer in situ la pastelería. Cuando se estrenó yo pasaba por una etapa muy particular de mi vida y me recuerdo con la sensibilidad a flor de piel. Tal vez por eso me atrapó. Pero pasaron algunos años hasta que realicé aquel viaje.

Cuando llegué al aeropuerto de Tokio me sentí minúscula, una especie de molécula que formaba parte de una gran masa de gente que se movía indecisa de un lado para otro. La terminal ofrecía todo lo que un viajero puede desear para pasar numerosas horas de espera entretenido con todo tipo de tiendas para comprar, cafeterías, restaurantes, peluquerías y todo cuanto se nos pueda ocurrir necesitar. Pero yo estaba deseando salir de aquel enjambre para sumergirme en el corazón de la gran urbe.

A la salida, me esperaba un coche facilitado por la agencia de viajes que me llevó directamente al hotel.

A la mañana siguiente la aventura comenzaba. Un taxi me recogió para llevarme justamente al local dónde se había rodado la película. Llegamos hasta una calle jalonada por almendros en plena floración. Un viento suave agitaba las ramas y las pequeñas hojas blancas y rosadas ululaban creando una especie de música de fondo que me paralizó el alma. Cerré los ojos y me dejé anestesiar por aquellos maravillosos sonidos de la naturaleza. Y apenas avancé unos pasos, enseguida divisé la pastelería y al ‘doble de Sentarö’ , el dueño, (en mi cabeza me refería a él con el nombre del protagonista) vestido con una camisa blanca y un pañuelo al estilo pirata en la cabeza, sirviendo a unos clientes.

Tal y como había visto en el cine, el local era bastante pequeño. Me preguntaba cómo habían podido rodar las escenas interiores con Sentarö y la anciana cocinando. Comprobé el éxito de los pasteles preferidos de Doraemon que se vendían como rosquillas. En general la gente los compraba y los comía mientras caminaban. Y como en la película muchos chicos y chicas, escolares de uniforme, se acercaban en grupos de dos o de tres. Era imposible que pasaran desapercibidos. Hablaban y reían a pleno pulmón.

Aguardé una pequeña cola hasta que un cliente -un señor mayor con sombrero- dejó un asiento libre junto a la barra. Me senté. Pedí un té y durayakis. Observé a Sentarö moverse lentamente por aquel pequeño cubículo un tanto desordenado. Preparó el té en una taza y me sirvió el durayaki envuelto en una servilleta. Comí despacio, mientras en mi cabeza proyectaba la escena en la que la anciana, con sus manos retorcidas por la lepra, movía y removía con paciencia y cariño aquella pasta de ‘anko’ en la que, al parecer, reside el verdadero secreto de los famosos dulces. Y conforme cocina, enseña a Sentarö a escuchar a las alubias rojas, una metáfora de la vida. Y poco a poco, suavemente, le va transmitiendo sus conocimientos en un ambiente amenizado sólo por las voces y el sonido de los cacharros. ¡Pobre hombre! –pensé. Cargaba con una culpa demasiado grande que le corroía el ánimo y cuando conoció Tokue, la anciana, se impregnó de su sabiduría. Los sabios consejos que le daba para cocinar el anko, eran aplicables a la vida y en ellos Sentarö encontró la paz.

Recordé que en la película constantemente se oyen los sonidos cotidianos tanto del exterior como los ruidos amplificados en aquella diminuta cocina. Y es ese ambiente el que te hace conectar con la vida misma, sin artificios, tal cual. Ahí radica la belleza de este film, en su sinceridad y en la delicadeza con la que trata una historia en dos vertientes: los dulces y una enfermedad como la lepra que estigmatiza a quienes la padecen.

Al cabo de un buen rato, pagué y me despedí. Sin ganas de marchar paseé por los alrededores del local observando a las gentes, las casas, los bares, las tiendas y una librería. Y de nuevo el mismo taxi me llevó de vuelta al hotel.

A partir de aquí, el viaje continuó por otras zonas y barrios de la urbe. Degusté otras comidas, paseé junto a edificios emblemáticos y conocí otras ciudades. Pero lo verdaderamente inolvidable de aquel periplo fue aquella taza de té y aquel delicioso durayaki, sentada en el pequeño local de ‘Sentarö’, acompañada del ulular de los almendros.

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Un invento casual

Desde el Blog “Café Hypatia” el reto de este mes de septiembre nos invita a escribir sobre ‘apariencias’

Aquella mañana me levanté decidido a concluir la elaboración de un jarabe que curase las náuseas y el dolor de cabeza. Llevaba días metido en el laboratorio y tenía la impresión de estar cerca de conseguirlo. Frank, el contable, se pasaba por allí y me servía de conejillo de indias pues padecía unas jaquecas horribles que, a menudo, lo dejaban caos, metido en cama y vomitando.

Me saludó y me preguntó que cómo iba todo. Yo andaba mezclando la coca y la cola en diferentes proporciones. Sabía que casi lo tenía pero que debía seguir probando hasta conseguir la mezcla exacta. No quería una medicina convencional sino una mixtura con una apariencia, sabor y presentación diferentes. Y como decía Frank, después todo sería coser y cantar. El producto se vendería en todas las farmacias, y quien sabe, incluso podría exportarse a Europa. Frank hablaba de la medicina de Pemberton a lo grande, «no se pueden tener sueños pequeños John, hay que ser ambiciosos» me decía con frecuencia.

No obstante, aquella mezcla primitiva marrón oscura, resultaba un poco densa, sabía un poco raro y se pegaba al paladar dejando un punto de amargor en la garganta. Aun así, se la di a probar a mi contable. Tosió un par de veces al tiempo que hacía una mueca extraña con la cara. Luego, nos sentamos relajados a leer la prensa. Debíamos esperar un rato a ver si surtía efecto y mejoraba la sensación de pesadez que padecía desde hacía semanas. Después de una media hora escuché sus risotadas:

−¡Esto parece que funciona! ¡Me siento aliviado! –afirmó sonriendo.

−¿Eso es todo? ¿No vas a hacer ninguna crítica? –pregunté algo irritado.

−Pues te diré que deberías licuarlo un poco más y aligerar su intenso sabor y densidad. Así no se la tomará nadie –contestó.  

−Tal vez si lo mezclo con agua carbonatada y algunos excipientes, aligere su aspecto y aclare su color. Pero ¿mantendrá sus propiedades? –pregunté con tono dubitativo.

Al día siguiente me levanté antes del amanecer. Estaba inquieto, deseoso de probar la formula tal y como la había pensado el día anterior. Mezclé el compuesto con agua carbonatada. Lo agité. Quedó demasiado líquido tal vez. Lo guardé en la nevera para que Frank lo probara más tarde.

Ya casi a la hora de comer Frank llamó a la puerta de mi laboratorio dando voces eufórico.

−¡Me bebí tu mejunje y me parece que lo has conseguido John! Pero creo que ha perdido la apariencia de jarabe. He probado el compuesto y está muy bueno. Refresca y despeja. Creo que se comercializará bien. ¿Cómo lo llamaremos?

Estuvimos pensando durante días y no se nos ocurría nada hasta que de buenas a primeras, Frank gritó con media sonrisa «¡Eureka!» Y al cabo de una hora apareció con un logo pintado con lápiz rojo:

−¿Qué te parece si lo llamamos “coca-cola”?

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Carencias

Esta semana en ‘Relatos Jueveros’ desde el Blog de Nuria, ’Bitácora Literaria’, se nos invita a escribir un relato sobre ‘el vacío existencial’ en 350 palabras.

Hace ya mucho tiempo que te marchaste definitivamente de mi lado, dejándome un enorme vacío que no he sido capaz de llenar con nada ni nadie.

Desde aquel día que nos despedimos en la playa no ha habido un amanecer que no me haya enturbiado los ojos con tu recuerdo. Todo se tiñó de una pátina de desesperanza, de desilusión, de desidia, de apatía e indiferencia. Y siento que cada día que pasa me faltan fuerzas para seguir resistiendo.

Tengo demasiadas horas de soledad en mi haber. El camino que se abre ante mí es sinuoso y confío no demasiado largo. Detrás de cada curva no espero sorpresas. Ya no me creo expectativas. Nada me desilusiona porque no vivo en la ilusión ni en el espejismo de una existencia mejor. Carezco de sueños, de anhelos, de ambiciones que me definan y me animen a seguir.

Quiero pero no puedo. Sólo tolero y aguanto refugiada en mí trinchera, a veces distraída, a veces demasiado ocupada en simulacros de episodios de distracción y falso bienestar.

Solo permanezco, contemplo. Aguardo pacientemente el transcurrir monótono de los días abstraída en tareas y quehaceres tan prescindibles como innecesarios, deseando se prolonguen lo menos posible y que el sueño me atrape y me traiga definitivamente la paz.

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Parecidos razonables

Desde el Blog ‘El Tintero de Oro’ se convoca un nuevo reto: escribir 250 palabras sobre el tema ‘Redes Sociales’.

En la primera década del siglo XXI irrumpió Facebook en nuestras vidas. En aquel entonces era la red social por antonomasia y si no tenías una cuenta, no eras nadie en el universo de las relaciones sociales en el marco de internet.

Esta red conectaba a familiares y conocidos. Y recuerdo, que de buenas a primeras, alguien de quien no sabías nada desde hacía años, contactaba contigo y accedías y participabas d su vida a través del muro donde se colgaban fotos de la vida cotidiana: viajes, cumpleaños, fines de semana o incluso fotos del día a día en la casa.

Respecto a mí, hacía años que no sabía nada de Lena, una antigua compañera de colegio que con doce años se mudó de ciudad porque su padre era militar y le cambiaron de destino. Éramos muy buenas amigas, inseparables, incluso habíamos pensado estudiar lo mismo para vivir juntas.

Y un día se me ocurrió buscarla. Había muchas ‘Lenas’, con diferentes apellidos o sobrenombres. La empresa era difícil. Hasta que de repente -no lo podía creer- vi una foto de Lena tal y como la recordaba del colegio. Abrí su perfil y para mi sorpresa no era ella sino su hija, que se también se llamaba Lena y resultaba ser idéntica a ella. No acabó ahí la sorpresa porque entre los amigos de ‘Lena hija’ se encontraba la mía, que casualmente se llama como yo y es mi viva imagen.

Y pensé: «Lena y yo hemos estado unidas sin saberlo…».

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La apuesta

Desde el Blog ‘Varietes’, Ginebra nos propone escribir un relato sobre ‘un verano de fotografía’ inspirado en una serie de imágenes de conocidos fotógrafos. 

Llevaba días sin salir de aquella casa. Las vacaciones no estaban resultando como había previsto. Mis captores lo habían planeado bien. Me sacaron a la fuerza de mi coche cuando estaba aparcada en aquel área de servicio. Recuerdo que Robert, mi novio, había salido a comprar unos refrescos mientras yo preparaba unos bocadillos. De repente dos hombres con careta del Pato Donald abrieron la puerta, me taparon la boca y me lanzaron al suelo de una furgoneta. Todo fue tan rápido que no pude gritar, ni pedir ayuda. Debieron inyectarme algún somnífero porque cuando desperté estaba en la habitación de un pequeño apartamento. Me sentía mareada. Todo me daba vueltas y no podía moverme. Tardé unos segundos en reaccionar y tomar conciencia de cuanto había sucedido.

Pasadas las primeras horas perdí la noción del tiempo. Los individuos se turnaban para darme de comer y esperar que fuera al baño. Me dejaban sentada en el suelo con las manos y los pies atados y una cinta de embalar tapándome la boca. Bajaban las persianas y aquella oscuridad me confundía. Pasaba horas durmiendo, o eso me parecía, y cuando me despertaba intentaba interpretar todos los ruidos que escuchaba, reteniendo en mi memoria cada olor, cada sonido, cada mueble de aquella habitación destartalada. Un cuartucho barato de un motel de carretera de tercera categoría sin duda. Sí, quería recordar todo para poder contarlo.

Cada cierto tiempo uno de los dos venía y me destapaba la boca, no sin antes advertirme de lo que sucedería si gritaba y yo no dejaba de preguntar «¿Qué queréis? ¿Por qué yo? No tengo nada que os interese». Pero nunca contestaban, solo me amenazaban con un gesto, pasando el dedo índice por la garganta. Después me callaba. Aceptaba lo que me daban de comer, iba al baño y vuelta a la misma posición.

Una vez les oí hablar delante de la puerta. Por la rendija vi la sombra de sus pies. Discutían. Uno de ellos comentaba que ya estaba bien, que habían pasado cinco días. Que aquello estaba perdiendo la gracia. Que la apuesta fue para retenerme como máximo un par de días. Que no contara más con él. Entonces el otro le dijo que de eso nada, que tendría que seguir adelante porque él no estaba dispuesto a perder la apuesta… Hubo un silencio y se fueron. Aquel día no comí, ni bebí, ni pude ir al baño…

Decidí averiguar quien era el más débil y al poco tiempo me di cuenta de que el que tenía los ojos claros resultaba menos brusco y más accesible. Le miraba fijamente para que se apiadara. Sus ojos me recordaron a Robert. Pensaba en él continuamente, estaba segura que estaría buscándome.

Cuando se marchó, noté que las bridas que me sujetaban las manos estaban más flojas de lo normal. Y aunque tenía heridas en las muñecas, comencé a tirar y a tirar hasta que conseguí zafarme. Tenía que ser rápida porque no siempre venían a la misma hora. Me despegué la cinta de la boca y me arranqué como pude las ataduras de los pies. Apenas podía enderezarme, había pasado mucho tiempo en la misma posición y aunque casi no podía caminar, casi sin fuerzas, abrí una ventana y salí. Efectivamente era un motel con apartamentos independientes. Casi cegada por la luz del sol, caminé agarrándome a la pared.

Miraba hacia todos lados y observé que una furgoneta se acercaba. No sabía hacia dónde huir hasta que vi una enorme piscina al fondo. Había mucha gente bañándose. Me dirigí hacia allí, me quité parte de la ropa y de un salto me lancé al agua. Primero dejé fuera la cabeza observándolos. Me sumergí para confundirme con los demás usuarios. Contuve la respiración mientras miraba a través de la superficie del agua. Primero vi sus pies, luego estuvieron de espaldas buscándome con la mirada. Y después, cuando se volvieron, comprobé con asombro, que uno de ellos era Robert. No podía dar crédito, él era uno de los que me habían raptado.

Me mantuve así, quieta bajo el agua, con los ojos abiertos, hasta que pasaron de largo y se fueron. Después ascendí y saqué rápidamente la cabeza para recobrar el aliento. Luego salí de la piscina y caí al suelo desvanecida. Cuando desperté me atendían en una ambulancia.

La noticia de mi desaparición llevaba días circulando en la prensa y la TV. Mi relato y el de otras tres chicas que corrieron la misma suerte, ayudó a que la policía atrapase a los raptores: se trataba de un grupo de jóvenes que realizan apuestas por un juego de rol…

Y una vez todo hubo pasado, pedí traslado y comencé de nuevo en otra ciudad. Nunca más me detuve en un área de servicio, ni me alojé en un hotel de carretera.

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El secreto de Tim

el blog ‘Alianzara’ invita a un nuevo reto de escritura a partir de una imagen de Benny andersson titulada Star Light.

No era la primera vez que Tim merodeaba por aquella zona. Llevaba tiempo deseoso de explorar los lugares prohibidos y aquel día se alejó hasta lo más recóndito del bosque. Caminó y caminó hasta que de repente se encontró frente a una larga escalinata que se prolongaba hasta el infinito, y entonces, las palabras de su madre sonaron en su cabeza insistiéndole y advirtiéndole que no llegara hasta allí. Y es que nadie había conseguido regresar para contar qué había más allá de aquellos frondosos árboles.

Durante el camino dos mariposas revoloteaban a su alrededor hasta que acabaron posándose en unas flores, mientras él, quieto cual estatua, se detuvo admirando perplejo aquel paisaje junto a Laia, su perra, que esperaba tranquila sentada a su lado, dispuesta a acompañarle allá dónde decidiera ir.

En más de una ocasión Tim se había aproximado a aquel lugar aunque nunca se había alejado tanto de su casa. Era un niño inteligente y curioso pero también un hijo obediente que no quería disgustar a su madre. Y sin embargo, aquella mañana cuando salió lo hizo con el firme propósito de desafiar su propia voluntad y comprobar por sí mismo qué había al final de aquella escalera, detrás de aquella inmensa arboleda. Y además él debería regresar para contarlo y desmentir las leyendas y bulos que vetaban el acceso a aquel sitio.

El niño se acercó despacio al primer escalón, miró hacia arriba, llenó los pulmones de aire y dijo: «Vamos Laia. Vamos a subir». Y comenzó el ascenso.

Tim subía y subía a buen ritmo. De vez en cuando miraba hacia atrás para darse ánimo. Miraba detrás y casi no veía el principio. Miraba delante y tampoco. Las mariposas lo perseguían sobrevolando su cabeza. Laia avanzaba a su lado, un poco asustada, con el rabo entre las patas. Y cuanto más ascendía más profundo era el silencio y los árboles parecían cada vez más grandes. Comprobó que había especies diferentes y que algunas águilas y buitres surcaban y planeaban bajo un trozo de cielo azul dibujado de nubes blancas que parecían figuras de algodón. 

El niño se detenía de vez en cuando a mirar los hongos, las lombrices o alguna de las plantas que llamaba su atención. De repente comprobó que se encontraba justo en la mitad del camino y a partir de ahí comenzaba un largo descenso: «Por lo menos será menos cansado seguir. ¡Vamos Laia!».

La bajada resultaba mucho más rápida y cómoda. Pronto pudo oír el sonido de agua de un río o de un arroyo. Aceleró el paso, casi corría mientras Laia le seguía animada. Por fin vislumbró el final, el último peldaño, y al fondo, un manto de flores de todos los colores, y qué raro, las dos mariposas lucían sus alas posadas sobre unos lirios silvestres…Un poco más allá, en la penumbra, un concurrido bosquecillo alumbrado por cientos y cientos de luciérnagas.

Tim se detuvo a contemplar la belleza del lugar. Él y Laia estaban sedientos y se refrescaron bebiendo el agua del río que atravesaba aquel paraje. Luego se echaron sobre la hierba. Aquello era un oasis, un paraíso para disfrutar de la naturaleza en su plenitud ¿por qué entonces contaban esas historias macabras que alejaban a la gente? Pensaba muy serio, frunciendo el ceño… 

Entonces, de entre los árboles, surgió la figura de un pequeño elfo de cabellos dorados, orejas puntiagudas y ojos almendrados: «Las mariposas alertaron de tu llegada y ya que estás aquí daré respuesta a tus preguntas. No queremos que nadie venga a perturbar este lugar y gracias a las leyendas que corren nadie viene. Tu presencia aquí pone en peligro esta reserva natural, por eso tienes que prometer que no contarás a nadie lo que has visto ni desmentirás los mitos que circulan para salvaguardarlo».

Tim se quedó pensativo mientras miraba a su alrededor y entonces puso la mano derecha sobre su corazón y dijo: «Guardaré tu secreto. Lo prometo» y el elfo desapareció.

De repente el niño sintió un enorme zarandeo en su cuerpo y los lametones de Laia en la cara. Abrió los ojos y oyó la voz de su madre: «Despierta vamos, es el primer día de colegio, no llegues tarde. ¿Acabaste la redacción sobre las ‘aventuras del verano’ que debía entregar?…»

Tim se sintió desconcertado. Y pasados los primeros instantes de confusión, sonrió. Luego se levantó, se vistió, desayunó y salió dispuesto a afrontar satisfecho su primera jornada escolar. Por el camino dos mariposas le seguían volando a su lado, posándose en cada una de las flores que encontraban mientras él sonreía satisfecho y feliz: el secreto del elfo estaba a salvo.

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El examen

Para el relato de este jueves, el blog de Neogeminis propone un sencillo tema: escribir sobre lo que surja’.

La propuesta era sencilla y clara: escribir 350 palabras sobre ‘lo que surja’. Lo recuerdo como si fuera ayer. Se trataba de la asignatura ‘Redacción periodística’ y aprobarla suponía acabar en junio y promocionar sin ninguna pendiente para el siguiente curso. Y por medio todo un verano sin preocupaciones académicas, dedicándome sólo a los quehaceres propios del periodo vacacional o sea playa, cenas, salidas nocturnas…

El profesor nos convocó un jueves a las nueve en punto de una mañana de finales de junio. Hacía calor. Demasiada para la fecha. Aquel día me levanté malhumorada porque no había descansado. Encima, lo poco que dormí, tuve pesadillas. Un desastre. Y allí estaba yo, frente al edificio universitario, a pie de la escalinata, hablando con los compañeros sobre la temática que considerábamos nos iban a proponer en el examen.

El profesor Martínez sentía debilidad por los temas de actualidad, lo que nos obligaba a leer la prensa a diario y manejar periódicos de muy distintos signos para contrastar opiniones y analizar una misma noticia desde diferentes perspectivas ideológicas. Durante la espera comentábamos el panorama social y político e incluso apuntábamos algunas ideas por si acaso nos servían.

De pronto sonó el timbre y entramos en la Facultad. Nos dirigimos al aula. Éramos unos cuarenta alumnos. Nos sentamos siguiendo la manía del profesor de dejar libre una bancada y alternar. Tenía buena cara y parecía simpático. Bromeó. «Buena señal» −pensé. Y entonces se dispuso a proponer el tema y sonriendo se acercó al encerado, cogió una tiza y escribió: «Escribid sobre lo que surja en 350 palabras». Se volvió, se sentó en su mesa y cogió el periódico entre sus manos e inició su lectura.

En aquel momento nos miramos unos a otros encogiéndonos de hombros. Nadie escribía. La mente en blanco, la Musa desaparecida y el reloj que empezaba a correr…

Recuerdo no saber qué escribir. No se me ocurría nada y entonces casi sin darme cuenta y después de garabatear un rato comencé: “El tema propuesto en para el examen era sencillo y claro: escribir 350 palabras sobre ‘lo que surja’. Lo recuerdo como si fuera ayer…”

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Ruptura

El blog de Adella Brac nos invita a escribir 5 líneas, este mes de agosto con las palabras importante, pesar y parte.  

Lo más importante ya estaba hecho. Muy a mi pesar la relación se había roto. Cada uno por su parte había dejado un poquito de sí mismo en el otro, era inevitable. Lloré. Lloré hasta  que mis ojos se hincharon, hasta casi agotar mis lágrimas. Más de rabia que de pena. Más por el tiempo perdido que por lo ganado. Y ahora, resiliente y convencida, comienzo de nuevo mi camino, esta vez libre para ser quien quiero.

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‘Horror vacui’

En la convocatoria juevera de esta semana, Mag desde su blog ‘La Trastienda del Pecado’ nos invita a escribir sobre ‘el arte de no hacer nada’.

Nuestra cultura occidental ha difundido la pedagogía de la ocupación, de manera que suele asustar estar sin hacer nada, de ahí la tendencia a llenar todos los huecos y tener la agenda a tope, pasando de una actividad a otra, a veces, incluso a costa de padecer un tremendo estrés. Parece como si dejar algunos intervalos en blanco estableciera huecos o fisuras por donde nuestra vida puede escapar o nosotros mismos caer en una especie de sima o abismo. Esta sensación es conocida como ‘horror vacui’ o miedo al vacío: el terror a estar sin hacer nada. Una actitud que consideramos una pérdida de tiempo que acaba conduciendo al aburrimiento total y absoluto.

Nada más lejos.

Parece que la sapiencia oriental descubrió la necesidad de esos espacios en blanco y sus culturas contemplan el ‘no hacer’ como la capacidad de tomar conciencia y abandonar ‘el piloto automático’ que permanentemente nos induce a actuar. Algo así como cuando conducimos abstraídos y perdemos la conciencia del camino recorrido hasta llegar a casa.

Uno de los versos de un poema taoísta escrito por Lao Tse, es una preciosa metáfora que ayuda a comprender mejor este concepto: Se moldea la arcilla para hacer la vasija, / pero de su vacío depende el uso de la vasija.

No obstante no hay norma sin excepción y en Europa Occidental hay algunos países que han avanzado en esta reflexión, como por ejemplo los italianos que utilizan la expresión dolce far niente (lo dulce de no hacer nada) para aludir al arte de no hacer nada y en Holanda que han experimentado el método niksen (literalmente ‘no hacer nada’) para referirse a ese tiempo en el que nos recuperamos físicamente, pensamos con serenidad en un problema o simplemente tomamos una decisión.

En cualquier caso, ‘no hacer nada’ no siempre es una invitación a la pasividad o la pereza. Por el contrario a veces supone tomar conciencia sobre cuando actuar o cuando no. Del ‘arte de no hacer nada’ se obtienen muchos beneficios para la salud mental y física además de representar una oportunidad para disfrutar del único tiempo real que poseemos: aquí y ahora.

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