El ágape

En ENTC el reto de este mes de junio está dedicado al ‘lo incorrecto’. El texto no deberá superar las 200 palabras.

Por primera vez asistía a un ágape de semejantes características. Quien me iba a decir que aquella papeleta que  encontré en el paseo de la playa, estaría premiada con un festín de este calibre, celebrado además junto al alcalde y los concejales del Ayuntamiento del pueblo, nada más y nada menos. Como había que ir acompañado, invité a mi amigo Rufino. Alquilamos un traje y hasta mi hija, cuando me vio, se despidió diciendo: «papá, estás hecho un pincel». Y allí que llegamos los dos, niquelados y con bastante apetito…

Nos sentaron en una mesa junto a unas señoras muy elegantes, con muy buena pinta. Había de todo: mejillones, gambas, langostinos, jamón, queso… Rufino, que era un tragón, no paraba de comer. Yo, más comedido, levanté un plato con unos langostinos. Lo ofrecí primero a las señoras, ambas cogieron uno pequeño, de manera que cuando llegué a mi amigo solo quedaba uno grande y otro diminuto. Rufino, sin dudarlo, se abalanzó sobre el grande y yo le susurré al oído: «yo hubiera cogido el más pequeño». A lo que me contestó: «ya, por eso yo he pillado el grande… Así los dos contentos».

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La ‘momia’

El reto Alianzara de este mes nos invita a ‘escribir desde la realidad’, a partir de una noticia. En este caso se trata de una compañía de gas, que instalando unas tuberías cerca de Lima, perú, encontraron una fosa con una momia del año 1000-1200.

Despertaban las primeras luces del amanecer cuando los obreros de la compañía del gas llegaron hasta el lugar indicado por los ingenieros para acabar de instalar las tuberías de conducción que surtiría a la ciudad de Lima y alrededores. Era tan temprano que la tierra se notaba fría y el motor de la perforadora se mostraba perezoso. Muy pronto el campamento cobró vida y las máquinas comenzaron a rugir a un tiempo. Y en esta especie de ruidosa calma estábamos, con cada obrero en su puesto, cuando de repente la perforadora tropezó con algo contundente que trocó el sonido habitual por otro más bronco, alertando de que algo extraño sucedía.

Enseguida el capataz dio la orden de parar. Se colocó un arnés y descendió para comprobar in situ el problema: efectivamente la enorme broca tropezaba con algo, tal vez una roca. Enseguida ordenó a un par de obreros que descendiesen con una palas para despejar el terreno y poder comprobar qué podía ser. Así lo hicieron y enseguida comprobaron que debajo de una pesada roca se encontraba un cráneo humano.  A partir de aquí, el trabajo se paralizó. Enseguida llamaron al equipo de prospección del Museo Arqueológico de Lima para que enviara a un equipo de arqueólogos a extraer lo que a primera vista podría resultar un gran descubrimiento.  

La fosa se blindó hasta que llegaron los expertos que trabajaron durante varios días, al cabo de los cuales, extrajeron un cuerpo momificado, sedente, que podría datarse entre los años 1000-1200. Un poco más tarde supimos que se trataba de una mujer pues junto al cuerpo se encontró un fardo con lo que sería el ajuar funerario compuesto por objetos de cerámica: cuencos, platos, cántaros y un pequeño códice que mencionaba a una “guardiana del equilibrio entre el sol y la sombra”. Al parecer, y en opinión de los arqueólogos, aquella zona se correspondía con una primitiva necrópolis por lo que podrían encontrarse más restos.  

Entonces fue cuando el capataz ordenó que montara guardia junto a otro compañero, mientras el Museo preparaba los medios para transportarla. Cuando nos quedamos solos no pude evitar fijarme en el medallón colgaba del cuello de aquella mujer. Tenía forma ovalada y lucía una piedra verde en el centro. Se me pasó por la cabeza una esmeralda pero no podía ser a tenor de los útiles de su ajuar. Nada parecía indicar que se tratada de una dama noble sino más bien de una campesina. Al menos esas eran las primeras conclusiones. Mi compañero se durmió enseguida. Yo permanecí en vela dándole vueltas en la cabeza al significado de aquel medallón e imaginando mil historias.

Y en esas estaba cuando sentí el impulso de acercarme a tocarlo. La noche estaba oscura como boca de lobo. Acerqué mi mano temblorosa y justo cuando sentí el frío tacto de la piedra en la yema de mis dedos, una especie de rayo me hizo salir disparado hacia atrás y una luz cegadora me iluminó: «¿Quién osa despertarme y poner fin a esta larga noche?» Apenas podía balbucear para pronunciar mi nombre. Tenía la boca seca y la voz no me salía del cuerpo. «Lo preguntaré por segunda vez ¿Quién ha osado despertarme y romper el equilibrio entre el sol y la sombra?»

Permanecí en silencio, petrificado, mientras mi amigo dormía a pierna suelta, con la mandíbula desencajada, roncando. A continuación un gran estrépito removió los cimientos de la tierra y los cadáveres de la necrópolis comenzaron a brotar y a caminar. Todo un ejército de zombies se dirigía hacia la mujer que brillaba bajo la luz verde del amuleto. Cada vez les veía más cerca y yo era incapaz de realizar el más mínimo movimiento. Cuando ya les tenía encima, uno de ellos de acercó a mi cara gritando:

−¡Levantaos inútiles! Ya acabó la guardia. Los del Museo están aquí para llevarse a la momia.

Entonces desperté. Sonreí creyendo que todo había sido una pesadilla, un mal sueño, hasta que observé una quemadura en el centro del pecho y comprobé la tierra removida alrededor de la fosa… Entonces comprendí que había despertado a la momia…

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La silla de Eduardo

Esta semana en ‘relatos jueveros, el blog de ‘El bici solitari’ nos invita a escribir un relato que tenga como protagonista a una ‘silla narradora’.

Corría el año 1296 cuando la Corte del futuro Eduardo I de Inglaterra encargó mi fabricación. Soy un elegante trono de madera de roble recubierta con pan de oro y aplicaciones de vidrios coloreados con dibujos de pájaros y flores, aunque actualmente estoy algo desgastada.

En mi asiento se suelen sentar los Monarcas no sólo durante la coronación sino también en otros eventos que requieran mi presencia como por ejemplo durante la declaración de Oliver Cromwell como Lord Protector, que se celebró en Westminster Hall en el año 1653. Igualmente, la Reina Victoria también me utilizó en 1887, y en la Abadía, para celebrar los Servicios del Jubileo de Oro.

Hasta el presente 38 monarcas se han posado en mí y se han ungido como Reyes en una ceremonia de Coronación, desde el rey Eduardo I hasta Carlo III.  

Suelo residir en la Capilla de San Jorge. Aquí me tratan muy bien y tengo personal de servicio propio.. Me miman para que dure muchos años más y siga siendo testigo directo de futuras coronaciones de la Casa Windsor.

Ocupo un lugar preeminente y estoy protegida tras un cristal de seguridad en un zócalo de la capilla, en una de las naves de la Abadía. En 2010 y 2012 pasé por ‘quirófano’ para hacerme unos ‘arreglos’ pues la edad no perdona. Expertos restauradores me limpiaron a fondo, me ajustaron, revisaron mis travesaños y el asiento y me dejaron como nueva para tirar lo que queda de siglo.

La verdad es que me tratan muy bien pues cada vez me han ido utilizando menos, así que llevo una vida tranquila, sin ajetreos, ni Reyes que reposen sus posaderas y sus pesados cuerpos sobre mí. Ahora disfruto mientras observo cómo los turistas hablan de mi rareza mientras me admiran o comentan mi singular belleza, distinción y solemnidad. No me extraña haber cumplido tantos años…Y los que me quedan…

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Anécdotas de una portería…

Desde el blog ‘Acervo de letras’, este mes de junio  Vadereto nos invita a escribir un relato sobre el ‘optimismo’

Mateo Linares Pérez, hijo de Mateo Linares López, había sucedido a su padre en la portería del edificio. En aquel pisito -un bajo izquierda de apenas 60 metros cuadrados- había nacido, y allí mismo, tal y como hiciera su padre, tenía intención de jubilarse. Mateo reunía gran parte de las cualidades que suelen identificar a todo conserje que se precie, pues a la agudeza y habilidades sociales heredadas de su padre, sumaba la curiosidad y cierta tendencia al cotilleo, recibida por línea materna. Eso sí, todo aderezado con grandes dosis de optimismo y discreción.

A sus 55 años tenía porte digno -estaba en plena forma- e iba siempre vestido impecablemente con su uniforme. Gozaba de un carácter jovial, conversador, amable y servicial con el que atendía tanto a vecinos como a  extraños, a cualquier hora del día, y en más de una ocasión, incluso de la noche… Educado bajo la atenta mirada de su padre había cultivado las virtudes necesarias para desempeñar su trabajo de manera eficaz: prudencia, sagacidad y tacto. Señas de identidad con las que había conseguido que aquella comunidad se le rindiera y dejara de tener secretos para él.

De los 12 vecinos, sólo cuatro residían desde tiempos de su padre. Los demás se habían ido incorporando conforme los más antiguos fallecían o se mudaban.

El día que apareció muerto don Antonio, Mateo estuvo al tanto de todo: recibió a la policía, al médico y al juez, a quienes acompañó en el ascensor hasta la quinta planta izquierda donde vivía. De su propia cosecha y mientras subían, comentó sus bondades, describiéndolo como un hombre educado y formal, que jamás había alzado la voz, alegre y dicharachero, aunque -a su parecer- algo cabizbajo desde que enviudó.

Aquella misma mañana cuando bajó doña Eulalia, la del segundo derecha, como siempre a primera hora, ya se comentaba en la puerta de la calle lo sucedido, a lo que Mateo, con cara de circunstancia, añadió:

−Todos tenemos que morir, mejor hacerlo mientras dormimos felices en nuestra propia cama ¿No es verdad doña Eulalia?

A lo que ella, como mujer de pocas palabras, asentía con la cabeza y la mirada baja mientras repetía: “Pues sí. Y que Dios lo tenga en su gloria”.

Y es que Mateo tenía calado al personal. Conocía bien los entresijos de tan variopinta comunidad, y siguiendo la política aprendida de su predecesor, contaba o decía a cada uno lo que quería oír, y así -parafraseando a su maestro y padre-” Hay que ser positivos y ver el lado bueno de las cosas”.

−Ha visto usted don Luis –el del tercero izquierda- cuánto jaleo esta mañana…−preguntó Mateo con algo de sorna

−Ya me he dado cuenta. He oído murmullos desde muy temprano, ¿Qué sucede?

−Pues que ha muerto don Antonio. Yo digo que feliz en su cama, ¿usted qué cree? Ha venido la policía y un juez. Ya sabe, para el levantamiento del cadáver.

−Vaya hombre, ya me fastidió usted el día, con lo supersticioso que soy. ¿No se da cuenta que es martes y trece? Me vuelvo a casa. No pienso ir a ningún sitio que ya lo dice el refrán: ‘trece y martes, ni te cases, ni te embarques ni vayas a ninguna parte…’

−Pero don Luis no hay que creer en esas cosas, ¿se va a quedar en casa sólo por un antiguo dicho?

En cuanto se fue, Mateo se rio a sus anchas. Y riendo estaba cuando doña Asunción -la del tercero derecha- salía para hacer la compra. No tuvo más que mirarlo para olerse la jugada:

−¿Qué? Otra vez bromeando con don Luis ¿no? Me acabo de tropezar con él al salir del ascensor. Iba farfullando no sé qué de martes y trece. Pobre don Antonio ¿verdad? Y lo chistoso que era. Pero ya quisiera yo morirme durante el sueño. Una suerte vamos.

−Eso es, una suerte. Yo pienso lo mismo. Que pase un buen día.

Pero si había alguien a quien Mateo apreciaba y admiraba de verdad, ese era don Enrique, el del ático. Un solterón empedernido de su misma edad. Se conocían desde niños y habían jugado juntos. Enrique siempre había sido un don Juan y despertaba la envidia de Mateo que alimentaba su narcisismo a cambio de obtener el relato de alguna anécdota o episodio de sus múltiples conquistas. Entre ambos existía una complicidad masculina y una inquebrantable barrera de estatus de la que ambos eran conscientes. 

Don Enrique asomó por la portería con aire misterioso, levantando la cabeza, buscando al conserje con la mirada…

−Ah! Estas aquí Mateo. Tengo un problema. Anoche vine acompañado… Y no sé cómo hacer que la señora que vino conmigo pase desapercibida entre tanta gente. Parece que don Antonio la palmó esta noche ¿no? Qué suerte la suya, irse a los 80 años y sin  sufrir. ¿Dónde hay que firmar?

−No se preocupe usted don Enrique. En media hora dejo esto despejado para que pueda salir por la puerta de atrás. Usted tranquilo. Déjelo todo en mis manos…

−Eres un amigo Mateo. Te debo una. Cuando se aclare el ambiente sube, tengo unas entradas de futbol para ti. ¡Gracias!

Mateo orgulloso, se apretó el nudo de la corbata, se ajustó la chaqueta, y con una amplia sonrisa se dijo en voz alta: “Otra buena obra Mateo. Otra vez le salvaste el culo. ¡Qué harían sin mí! Ay Dios, ¡cuántas almas felices gracias a mí!”.

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