El caballero y la rosa

Desde el blog, ‘El vici solitari’, el reto juevero de esta semana está dedicado a homenajear la literatura, coincidiendo esta semana la celebración del día del libro.

Durante la Edad Media la transmisión oral de las tradiciones tuvo un gran peso debido a la existencia de una sociedad iletrada y analfabeta y a la falta de conocimientos científicos. Es por eso que los relatos y leyendas, con el paso del tiempo, evolucionaban y se transformaban de un narrador a otro. Algunas de ellas han llegado hasta nuestros días y forman parte de nuestro acervo cultural, como es el caso de Sant Jordi y la costumbre de regalar junto al libro una rosa. Veamos cómo fue.

En la villa de Montblanc, entre los siglos III y IV, vivía un dragón que atemorizaba a la población y devoraba a diario a una persona previamente elegida, ya fuera hombre o mujer, niño o anciano, hasta que un buen día le tocó en suerte a la princesa y cuando esta se dirigía resignada hacia la mansión para ser engullida por el dragón, apareció un caballero –Sant Jordi- dispuesto a enfrentarse a semejante monstruo armado con una lanza, salvando así a la princesa y al resto de la población. Tras un duro combate el dragón fue derrotado. Y allí donde se desangró brotó un rosal de rosas rojas, del cual el caballero cortó una y se la ofreció a la princesa como símbolo de su amor y su valentía.

En base a esta leyenda en Cataluña, desde la década de 1920, se regala una rosa el día de San Jordi, día que también se popularizó la costumbre impulsada por un librero valenciano –Vicent Clavel- de fomentar la lectura y homenajear a los escritores regalando un libro junto a la rosa, costumbre que tuvo gran calado social y se consolidó durante la Exposición Internacional de Barcelona en 1929. Era la primera vez que los libreros salían a la calle  para mostrar sus novedades.

Posteriormente, recordando que el 23 de abril fallecieron tanto Cervantes como Shakespeare, la UNESCO declaró este día, Día Internacional del libro.

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Encuentro fortuito

En una nueva convocatoria ENTC nos invita a escribir sobre ‘quijoterías’ imaginando nuevas historias para don Quijote o bien refiriendo a un modo de proceder propio de quienes le imitan.

Aldonza Lorenzo y su señora doña Blanca atravesaban tierras manchegas en un carruaje con las cortinillas echadas. Hacía calor y la señora le ordenó que las descorriera para que entrara el aire y añadió: «Haremos una parada para descansar y tomar un refrigerio. El camino es largo y no será bueno hacerlo con el estómago vacío».

Una vez en tierra, paseaba por el campo cuando divisó unos molinos, y ante él, la figura enjuta de un hombre que portaba armadura, casco, escudo y una lanza que dirigía hacia las aspas. El caballo, con tan pocas carnes como su amo, arremetió contra ellas con tan mala fortuna que se enredó, lanzándolo al aire para después estrellarlo directamente contra el suelo…

Aldonza corrió a socorrer al pobre hombre que yacía mal herido. Se acercó, le levantó la cabeza mientras él balbuceaba: «Oh mi Dulcinea, por fin os he liberado de los gigantes».

−¿Dulcinea? ¿Gigantes? Tu señor delira –dijo Aldonza dirigiéndose a Sancho.

−Suele suceder señora –contestó resignado.   

Y mientras Aldonza regresaba para proseguir el viaje, don Quijote despertó, se topó con la cara de Sancho y exclamó:

−¡Menos mal que sois vos, no sería prudente conocer a mi amada de esta guisa…!

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La despedida

Esta semana para relatos jueveros, el blog de ‘Neogéminis’ nos propone como reto, escribir un relato a partir de algunas citas de autores conocidos. ‘Volví a casa con la sensación de una absoluta soledad’ (E. Sábato). ‘Nuestra mente es porosa para el olvido’ (J.L. Borges). ‘Nada tan engañoso como…’ (A.C. Doyle). ‘La palabra tiempo rompió su propia cáscara’ (V. Woolf).

‘Volví a casa con la sensación de una absoluta soledad’. Acabamos de separarnos en la estación. Aunque el tren salía más tarde, no querías que me quedase y nos despedimos con cierta frialdad, anticipando distancia. ‘Nuestra mente es porosa para el olvido’ me dijiste. Y yo asentí sin ánimo de contrariarte. Parece que estamos diseñados para olvidar algunas cosas con el tiempo. Aunque no queramos. Y nuestros pensamientos se escapan como lo hace el agua de una esponja. Luego añadiste que te quedabas con todo lo bueno que fue mucho, casi todo. ‘Nada tan engañoso como’ este tópico que me has repetido tantas veces insistiendo en que lo nuestro ha sido mucho y bueno.

Mientras te veía caminando por el andén hasta tu coche, he recordado la primera vez que te fui a buscar al aeropuerto. No cabía en mí de alegría. Estaba ilusionada y ansiosa por verte. Casi siempre te esperaba ansiosa. Siempre me faltó tiempo y me sobró todo lo que no fueras tú.

Pero ‘la palabra tiempo rompió su propia cáscara’ y te cansaste de ir y venir. De estar y faltar. Pudo más la ausencia. Se te hicieron eternas las semanas de espera y no querías más. Algo se rompió dentro de ti, dejaste caer la barrera junto a tu territorio y has preferido acotar un espacio para estar a solas, aunque odias la soledad.

Recojo nuestras cosas y me dispongo a dejar este apartamento que tanta felicidad nos proporcionó…Laman a la puerta ¿ quién será a estas horas? Probablemente el casero que viene a buscar la llave…Abro cabizbaja y triste… ¡Eres tú!

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A solas con Cenicienta

Desde el blog ‘Acervo de letras’ el Vadereto de este mes de abril nos invita a escribir un relato basado en un libro.

Desde que llegué a París deseaba visitar los famosos «Bouquinistes» a orillas del Sena. Desde lejos divisaba el color verde de los puestos y a los libreros ordenando y colocando libros y láminas con grabados. Llegué temprano para pasear por el Quai de la Tournelle y el Quai Voltaire en la margen izquierda. Había muy poca gente, sólo algunos turistas madrugadores como yo.

Comencé a pasear y a explorar los libros antiguos pues llevaba intención de hacerme con alguno. Me encantan los libros antiguos y las primeras ediciones. De repente me llamó la atención un cuento de los hermanos Grimm, ‘La Cenicienta’. Mi padre me había leído ese cuento muchas veces antes de dormir. Tal vez por esta razón este libro me atrapó, teniendo en cuenta que se trataba de una edición de 1812, una versión menos suavizada y extendida que el cuento de Charles Perrault. Esta interpretación original es más cruda y oscura en la que no aparece el hada madrina sino un árbol mágico que crece junto a la tumba de su madre y las hermanastras son tan tremendamente crueles y envidiosas que se mutilan los pies para que les entre el famoso zapato.

Una vez que tuve el libro entre mis manos, me decidí a comprarlo. Aunque era caro me pareció asequible. La portada estaba algo deteriorada y eso rebajó su precio. Y después de un buen paseo y alguna que otra compra, paré en la crepería ‘Les Galandines’ y regresé al apartamento para descansar.

Me desvestí y me eché en la cama dispuesta a entretenerme con el libro. Esta edición es muy sobria, sin dibujos ni ilustraciones, así que directamente me dispuse a realizar una atenta lectura: “Érase una mujer, casada con un hombre rico, que enfermó, y, presintiendo su próximo fin, llamó a su única hijita y le dijo: hija mía, sigue siendo siempre buena y piadosa, y el buen Dios no te abandonará. Yo velaré por ti desde el cielo, y me tendrás siempre a tu lado”.

Dejándome llevar por un sopor propio de la hora de la siesta, los ojos se me abrían y cerraban. Y en uno de estos pestañeos me encontré junto al lecho de mí supuesta madre moribunda: yo era Cenicienta. Pensaba que aquello era un sueño, pero era demasiado real. Yo estaba mirando desde los ojos de Cenicienta, de los que brotaban lágrimas de verdad, mientras mi padre pasaba su mano por los hombros y me abrazaba consolándome, diciéndome que siempre estaría conmigo, que nunca me dejaría sola…

No podía articular palabra y sentía un inmenso dolor por la pérdida, conociendo además mi propio destino, sabiendo lo que me esperaba… Una señora -mi institutriz creo- me cogió de la mano y me llevó a mi cuarto. No paré de llorar hasta que vi, a través de la ventana, cómo se llevaban el féretro con el cuerpo de mi madre seguido por un cortejo formado por hombres vestidos de negro. Un par de días después visitamos su tumba. Junto a ella planté una ramita de avellano que poco tiempo después me superaba en altura.

Aquella noche, cuando cerré los ojos, el tiempo dio un salto. Esta vez me encontraba en una casa ajena, delante de una señora y sus dos hijas. Enseguida supe qué se trataba de mi futura madrasta y mis hermanastras. Sabía qué estaba ocurriendo y qué me esperaba si no huía de aquel cuento. Corrí y corrí, saltando de una página a otra, de los fogones de la cocina pasando por las perrerías de mis nuevas hermana, hasta que llegué al baile y allí estaba el príncipe aguardándome, aunque no me detuve, quería llegar al final y a punto estaba de probarme el zapato cuando mi cuerpo se vio zarandeado y una voz me gritaba: ¡Despierta dormilona!» Sobresaltada abrí los ojos y me encontré cara a cara con mi compañera de viaje…

−¿Tenías una pesadilla? –me comentó frunciendo el ceño…

−Peor que una pesadilla –contesté mientras intentaba calmarme−. Voy a llamar a mi madre, necesito saber que todo está bien…

Cuando regresé del viaje. Coloqué el libro con sumo cuidado en la estantería y nunca más lo he vuelto a abrir, por si acaso…

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Un viaje transformador

Esta semana en ‘relatos jueveros’, el blog de Neuriwoman nos reta a escribir sobre ‘un gran viaje’
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Aquel fin de semana llevaba meses programado. Después de casi dos años sin vernos, por fin nos reuníamos de nuevo las cuatro amigas del colegio. Cuando acabamos bachillerato, cada una eligió su camino aunque mantuvimos el contacto. Y cuando  formamos muestras propias familias, decidimos reunirnos al menos una vez al año para ponernos al día.

En aquella ocasión alquilamos un apartamento en un punto equidistante aprovechando un puente. A la hora convenida llegamos al restaurante elegido como lugar de encuentro, donde de paso, comeríamos y recogeríamos las llaves. Fuimos puntuales, como siempre, menos Ana claro, cosa que no nos extrañó. Siempre había sido impuntual y estábamos acostumbradas a esperarla.

Propuse entrar a tomarnos una caña en la barra o esperar sentadas en la mesa que teníamos reservada. Y así lo hicimos a pesar de las protestas de las demás que continuaban con su retahíla sobre la tardanza.

Pasaba cerca de una hora y Ana no daba señales. Poco a poco la impaciencia fue dando paso a la preocupación y lo peor es que no atendía al móvil. Alguien sugirió picar algo porque si solo bebíamos la cosa no tendría buen final. Así que pedimos unos entrantes para compartir. Se nos agotaba el popurrí de temas intrascendentes. Ninguna quería mostrarse particularmente preocupada, pero la verdad es que todas lo estábamos.

De repente entraron en el local dos agentes de la Guardia Civil. Se dirigieron al camarero de la barra y un segundo después uno de ellos nos miró y caminó hacia nosotras que nos manteníamos expectantes, aguantando la respiración…

−Buenas tardes, ¿conocen a una tal Ana Urrutia?−

−Sí− contestamos a la vez.

−Sentimos comunicarles que ha tenido un accidente a unos treinta kilómetros de aquí. La han llevado al Hospital Comarcal. Ahora mismo estará en quirófano. No les puedo decir nada más. Encontramos en el asiento de al lado un trozo de papel con esta dirección y hemos supuesto que podrían estar esperándola.

Después saludaron con un gesto típico militar y se marcharon. Nosotras pedimos la cuenta y salimos hacia el hospital.

Llegamos. Subimos. Nos sentamos sin mediar palabra. Al cabo de una media hora, salió un señor de mediana edad, vestido aún con atuendo de quirófano y cara de pocos amigos… Se dirigió hacia nosotras:

−Siento decirles que la paciente ha fallecido, no hemos podido hacer nada para salvarla…

Aquel viaje fue muy triste e inolvidable, un gran viaje interior y transformador tras el cual supe que nada sería igual, que la persona que regresaba no era la misma que había partido…

Pasó mucho tiempo hasta que las tres amigas volvimos a vernos y cuando lo hicimos fue para homenajear a Ana recordando las anécdotas más graciosas de nuestra vida juntas. No hicimos más que lo que sabíamos ella hubiera querido.

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Dudas y temores

Desde el blog ‘Alianzara’, el reto de escritura de este mes de abril nos invita a escribir un relato siguiendo la técnica del ‘flujo de la conciencia’.

La policía sigue en casa. Dos guardias, apostados uno a cada lado de la puerta, continúan custodiando tu dormitorio. No me atrevo a entrar. Oigo a mi hermana Emma concretar los detalles de tu entierro. Necesito estar sola y pensar. Tu despacho me parece el lugar perfecto. Cuando era pequeña solía entrar cuando no me veían. Me sentaba en la silla giratoria y ponía los pies cruzados sobre la mesa tal y como veía en las películas. Luego daba unas vueltas ayudándome de la mesa y me quedaba mirando por la ventana. No sé por qué, al final siempre me descubrían y me reñían, advirtiéndome de que no podía tocar nada porque era tu ‘oficina’. Los resultados de los análisis tardarán todavía. Ojalá no tengan que hacerte la autopsia. Ojalá se trate de una muerte natural.  ¿Qué has hecho papá? ¿Has pensado en las consecuencias legales? ¡Seríamos cómplices por el amor de Dios! Me prometiste esperar y volver a hablarlo. Te vi decidido pero tal vez, si hubiera podido explicarte que te necesitaba conmigo te lo hubieras pensado. Sé bien que Emma es tu apoyo, tu persona de confianza, entre otras cosas porque está físicamente cerca. Ella quiso quedarse aquí, en esta ciudad. Quiso cuidar de mamá y de ti. A mí todos me animasteis a marcharme porque sabíais que aquí me sentía asfixiada, que este lugar se me quedaba pequeño y que aquí no tenía futuro como traductora. Y me marché a estudiar a Madrid y luego fuera. No fue fácil papá. Me hice mayor lejos de casa mientras Emma seguía a vuestro lado, lidiando con la enfermedad de mamá, haciéndose cargo de tu clientela, de tu despacho. Luego, para colmo, mi matrimonio fallido acrecentó aún más la distancia entre tú y yo. La oveja negra, eso he sido para ti. No he tenido tiempo ni intimidad para preguntar a mi hermana sobre tu muerte. No sé qué sabe, qué piensa, qué te dijo. Si le dijiste lo mismo que a mí ahora tendrá sus dudas, como yo. Tal vez por eso, mientras el forense te examinaba, no dejaba de mirarme invitándome a observar la mesilla de noche y ese vaso de plástico ¿desde cuándo usas vasos de plástico papá? Tú los odiabas. Te quejabas de casi todo lo que venía envasado con este dichoso material. ¿Cuándo tomaste tu decisión y por qué? ¿Cómo supiste sobre los efectos del tejo? ¿Quién te informó? He pensado en Anselmo, tu amigo aficionado a la botánica. Sería el único capaz de proporcionártelo… El ‘árbol de la muerte, así lo llaman. Al parecer es frecuente encontrarlos en las iglesias y monasterios. Y ahora que lo pienso en el pueblo está el viejo monasterio de los Jerónimos que tiene un gran huerto… No puede ser. ¿El padre Pedro seguirá allí? Él, Anselmo y tú sois de la misma quinta y él no te lo facilitaría pero Anselmo sí. La toxina se libera una vez trituradas y cocidas las hojas. He leído que la intoxicación produce vómitos y luego somnolencia, ¿lo hiciste solo o te ayudó alguien? ¿Anselmo tal vez? Te acompañó y se marchó. Porque la puerta estaba cerrada con llaves. De ser así en el cajón de la mesa de la entrada, donde guardamos la copia que utiliza Amparito, la asistenta, y los invitados, no estaría. Efectivamente. Aquí no está. ¿Así lo hiciste papá? Emma me pregunta si esparcimos tus cenizas en tu lugar favorito o las depositamos en el columbario del cementerio. Me encojo de hombros. No sé, le digo. ¿Qué querrías tú?  Emma pone cara de resignación y me dice que mi actitud no ayuda, que ella decidirá. Como siempre. La verdad es que no puedo pensar con claridad. La hipótesis del suicidio cobra cuerpo en mi cabeza y me rebelo. Eras un hombre de honor, de palabra. Y yo te creí cuando me dijiste que esperarías, que volveríamos a hablar. Debí seguir mi intuición y llamar a mi hermana para comentarlo pero quise ser obediente y guardar el secreto, al menos, hasta volver a vernos. ¿Cómo podía imaginar que faltarías a tu palabra?: «Amanda, la palabra dada es sagrada hija, nunca ha de darse en vano. Si pierdes credibilidad te resultará muy difícil recuperarla» me decías convencido. ¿Y ahora qué? ¿Dónde quedó la tuya? Cuando conocí a Leo, mi marido, no te gustó un pelo. Me advertiste. Me avisaste de que era un tarambana, que no me fiara, que no tenía palabra y que no se comprometería de verdad. Eso me dijiste cuando te anuncié mi boda. Fuiste duro conmigo y no viniste a verme. Te enfadaste y pasamos más de un año sin hablarnos hasta la enfermedad de mamá. Aquel día me esperaste a la salida del trabajo. No te reconocí. Fue la primera vez que te noté envejecido. Parecía que hubiera transcurrido diez años o más. Me miraste a los ojos y sin mediar palabras fuiste directo al grano: «Mamá tiene cáncer. Está muy avanzado». Esas fueron tus palabras. No soy tan fuerte papá. Fui yo quien se echó a tus brazos y aún tardaste en abrazarme contra ti. ¡Por qué lo has hecho papá, por qué lo has hecho…!

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