Desde el ‘Blog Alianzara’, Cristina nos invita este mes de febrero, a escribir un texto a partir de la ‘Teoría del Iceberg’ de Ernest Hemingway.

La ciudad dormitaba bajo el tórrido calor de una tarde de agosto. El ventilador agitaba sus aspas sin cesar sobre la cama. Había quedado con Javier a las ocho de la tarde e intentaba descansar un rato y poner en orden mis ideas. Sabía que sería difícil. O puede que no. Ambos salíamos que todo estaba perdido, que no valían más intentos, que nada de lo que dijéramos arreglaría la situación. No obstante, en aquel momento pensaba que él insistiría, que no querría que me marchara, que suplicaría y me lo pondría difícil: me equivoqué.
Casi sin darme cuenta el sonido de las aspas se fue perdiendo en mi cabeza y me quedé dormida. Dormí profundamente más de dos horas y desperté un poco apurada, con el tiempo casi justo para ducharme y salir.
Habíamos quedado en el ‘Café Quirós’, junto a la fuente de la plaza. Una cafetería con solera que se prolongaba a lo largo de los soportales y se había estirado ocupando un buen trozo del solar público, frente a una enorme fuente que refrescaba el ambiente. Al doblar la esquina lo vi sentado, exhalando una bocanada de humo procedente de un cigarrillo fumado con ansia. Lo observé mientras me acercaba. Había envejecido y lucía un pelo cano ondulado y peinado hacia atrás que comenzaba a escasear. La verdad, me pareció atractivo, aunque reconozco que ya ni me impresiona ni me provocaba sensación alguna.
−Hola ¿llevas mucho tiempo esperando? He dormido una siesta demasiado larga, perdona –dije excusándome.
−No te preocupes. Apenas hace un par de minutos que llegué –contestó mirándome, mientras apagaba el cigarro.
El camarero se acercó. Javier me miró y pidió dos gin tonics. Yo asentí con la cabeza. Él encendió de nuevo un cigarrillo y comenzó a fumar dando enormes caladas.
−¿Has pensado en nosotros? –preguntó a media voz mientras intentaba acercar su mano a la mía.
−Sí, claro que sí. ¡Como no hacerlo…! No puedo más Javier, no quiero seguir… –contesté casi sin mirarle mientras retiraba bruscamente mi mano.
Él acercó su cara a mi oído, dispuesto a susurrar que me quedara como solía hacer, cuando de repente, movida por un impulso, me levanté, tiré un billete sobre la mesa y afirmé con rotundidad: «Se acabó…»
Y me marché…
Atravesé la plaza lentamente, acompañada por el sonido de mis tacones, al tiempo que sonreía satisfecha: Por primera vez desde hacía años me sentí libre…
©lady_p




