El premio

En ‘relatos jueveros’ desde el blog de Marcos, se nos invita a escribir un relato inspirado en ‘el gran premio’

Una vez casi soy rico. Y digo casi porque tuve en mis manos un décimo premiado, nada más y nada menos, que con el primer premio, dotado con tantos millones que no soy capaz de imaginar.

Todo sucedió cuando me disponía a desayunar en el café de Matías, donde solemos ir los compañeros y compañeras de la oficina. Nada más entrar Matías nos mira y ya sabe qué queremos. Y a nosotros nos resulta cómodo y agradable que nos conozca así, porque ese gesto nos hace sentir como en casa.

Cuando llegué a la barra, alguien había estado haciendo limpieza en su cartera y había dejado un montón de pequeños restos amontonados en un cenicero y un décimo arrugado culminando aquella montaña de papeles.

Lo cogí y lo abrí. El sorteo había sido el día anterior así que comprobé el número. Y sí, no había duda, ¡el número coincidía con el primer premio!  

Llamé a Matías y le pregunté que quien había estado allí, en aquella zona de la barra, antes que yo y me comentó que un señor mayor de pelo blanco que había entrado con unos excursionistas, todos de la tercera edad. Salí a la calle, un grupo de mayores sería fácilmente reconocible. Anduve hasta la plaza y allí estaban a punto de subir a un autobús.

Hablé con el responsable y me comentó de un tan César que, al parecer, es muy despistado. El hombre se acercó y yo le entregué el décimo y le dije sonriendo: «Está premiado. Le han tocado muchos millones». Él me miró sin inmutarse y contestó:

−Lo sé. Pero no me interesa. A mis años tengo lo que necesito y lo que quiero tener no lo puedo comprar. Así que la suerte para usted, se la regalo…

Se subió de nuevo al autobús y me dejó allí con cara de memo mirando cómo se alejaba…

Pero yo no podía aceptar aquel dinero. Así que el caballero de pelo blanco lo cobró. Resultó que estaba muy enfermo y tenía la ilusión de hacer un último viaje al que yo me ofrecí para acompañarlo. A partir de aquí mi vida cambió para siempre.

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Un momento memorable

Este mes de enero en ‘Divagacionistas‘ se nos invita a escribir sobre el tema ‘Momentos’.

La entrega de premios requería etiqueta, así que alquilé un esmoquin. Mi actual salario no me daba para adquirir uno nuevo que seguramente aparcaría en el armario durante mucho tiempo, pues en aquellos días escribir no era mi auténtica profesión.

Todo comenzó con mi primera novela. Cuando mi hermana la leyó tuvo la osadía de presentarla a los premios ‘Cometas’. Mis relatos nunca habían ido más allá de concursos locales o provinciales, por eso al concluir la novela no supe qué hacer. El caso es que llegó la invitación para la ceremonia de la entrega de premios a la que Alicia, mi hermana, me acompañó. Sobra decir que iba nervioso pero sin la más mínima esperanza.

Entramos en el teatro y nos sentamos en la octava fila. El recinto estaba a rebosar. Los anfitriones salieron a la palestra. Un veterano del mundo de las letras disertó sobre la importancia y el papel de la literatura en la sociedad actual así como sobre el prestigio de los Premios, cuya trayectoria cumplía ya la vigésima edición. Y después de varios discursos y diferentes actuaciones de grupos musicales, por fin llegó la hora de anunciar a los nominados y hubo sorpresa pues entre los tres finalistas escuché mi nombre.

Y ahí comenzó el momento más memorable de mi vida, un punto de inflexión. Una famosa actriz era la encargada de nombrar al ganador. La chica salía desde el lado contrario al atril. Lucía un vestido fantástico y caminaba despacio mientras miraba sonriente al público. Los segundos se hicieron eternos hasta que llegó al atril. Saludó brevemente. Un niño se acercó a ella con una bandeja que portaba el sobre. Ella lo cogió y se volvió sin perder la sonrisa. Luego hizo una pausa para crear aún mayor expectación. El corazón me latía a gran velocidad. Mi hermana me estrechaba fuertemente la mano. La chica despegó la solapa del sobre y extrajo una tarjeta del interior. La miró e hizo el gesto pegándola un instante al pecho. Fueron los instantes más emocionantes y largos de toda mi vida, hasta que de repente se oyó alto y claro: «Y el ganador de la vigésima edición de los Premios Cometas es Víctor Presset por su novela ‘El Danubio no es azul’».

Y desde aquel instante mi vida cambió para siempre.     

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El trébol de cuatro hojas 82): Renacimiento

desde el blog ‘Acerbo de letras’ el Vadereto de este mes de enero se inspirará en la idea del ‘renacimiento

Algunas historias merecen una segunda parte que las completen, las cierren y le den cierto sentido. El relato ‘El trébol de cuatro hojas’ la merece…

Cuando Charly murió una parte de mí murió con él. El mayor acto de amor fue dejarle ir, desprenderme de su mano y despedirme. Luego, sostuve entre mis dedos el trébol de cuatro hojas y lo guardé en un libro y en aquel mismo instante el mundo se detuvo. Esa fue mi percepción. La tierra giraba y giraba y a mí alrededor todo seguía el curso natural de la vida y sin embargo yo vivía ajena, ensimismada, apartada de todo y de todos. Durante mucho tiempo quedé atrapada en una espiral de desconsuelo, de negación, de rechazo y transité por todas las estaciones del duelo en un vía crucis de dolor que intenté sobrellevar con la mayor dignidad posible.

Con el tiempo he conservado el trébol seco entre las páginas de una novela que jamás acabé. Cuando miro la estantería compruebo que sigue ahí, y de vez en cuando lo abro, acaricio cada pétalo con la yema de mi dedo y recuerdo aquel tiempo pasado, aquella noche que se obró el milagro. Entonces me estremezco y siento que un ligero temblor me recorre el cuerpo. 

Recuerdo que cuando todo acabó sentí la necesidad de reclamar para mí grandes dosis de soledad, de estar a solas conmigo misma. Sentía una necesidad imperiosa de recordar constantemente a Charly porque me aterraba la idea de olvidarlo, así que revivía una y otra vez muchos momentos de nuestra vida juntos. De vez en cuando lloraba con desesperación hasta quedar exhausta y después dormida. Y al despertar experimentaba una gran frustración por continuar viva. Durante mucho tiempo confié mi vida al sueño, deseando quedarme en él eternamente. De vez en cuando me refugiaba en los abrazos de los seres queridos que me reconfortaron, y más tarde, me ayudaron a sanar las heridas de un alma hecha trizas que parecía imposible de recomponer.

De la negación a la ira, para pasar a la negociación, la depresión y por fin a la aceptación. Y en cada tramo imprescindible la resiliencia, el esfuerzo, el deseo de superación para alcanzar el renacimiento, la catarsis, el resurgir cual Ave Fénix de las propias cenizas, dejando atrás a Sísifo arrastrando la enorme piedra de la culpa y alzar el vuelo renovada, dispuesta a afrontar la vida con todas las incertidumbres, los miedos, las alegrías y las demás penas y pesares que me tuviera reservada.

Aprendí. Aprendí que se aprende en la dificultad, que valoramos más lo que nos cuesta, que lo peor es todo aquello que pudimos hacer y no hicimos aún más que los propios errores. Y que renacer es darnos una segunda oportunidad para encarar la vida renovada y reinventada aunque llena de heridas y cicatrices. Y algo más: aprendí que mientras lo recordara, Charly permanecería conmigo para siempre.

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Miedo a la oscuridad

Esta semana desde el Blog ‘Bitácora Literaria’, Nuria nos invita a escribir un ‘relato juevero’ sobre el ‘miedo a la oscuridad’.

Mi hermano y yo compartimos dormitorio desde pequeños. A mí siempre me había asustado la oscuridad y con frecuencia, en mitad de la noche, me refugiaba en su cama. Aunque era dos años menor que yo, me tranquilizaba y me hacía razonar porque él sabía mucho sobre sombras. Por eso, dónde yo veía la silueta de las orejas de un monstruo él me insistía, «fíjate bien» y me animaba a usar la lógica, hasta que al final comprendía que no eran más que los picos de unos cojines. Cuando a la oscuridad se sumaba una noche de tormentas, la cosa empeoraba y cada vez que relampagueaba yo veía perfiles, garras, puñales y mil objetos infernales que me hacían temblar y taparme con las mantas hasta la cabeza…

Lucas, mi hermano, decía que yo tenía una imaginación muy traicionera. Que debía aprender a moverme e interpretar la oscuridad. Y una noche que mis padres salieron nos pusimos a ello. Me vendó los ojos con un pañuelo de mi madre, apagó las luces y me hizo recorrer cada habitación de la casa. Tocar los muebles, aprender a diferenciar los adornos, las puertas, las ventanas e incluso reconocer dónde estaban las sillas, la mesa, el sofá. En definitiva, aprendí a ‘ver’ en la oscuridad y a conocer los objetos para después reconocer las sombras que proyectaban.

Desde aquel día, cuando por la noche mi padre apagaba las luces, nosotros jugábamos un rato a recorrer la habitación hasta aprenderla de memoria. Poco a poco me fui acostumbrando. Mi hermano me ayudó a perder el miedo a la oscuridad porque él era ciego de nacimiento y vivió siempre entre sombras y penumbras…

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Una extraña noche

En la convocatoria de este mes de enero en ENTC nos invita a escribir un relato inspirado en ‘escaleras’.

Una noche recorriendo las callejuelas de la ciudad, encontré a un gato negro en una esquina. Me pareció tan tierno y gracioso que fui tras él. De vez en cuando sus ojos me miraban como asegurándose de que le seguía, hasta llegar a un antro, un tugurio desvalijado, desde cuya entrada se divisaba al fondo una sinuosa escalera.

Su diseño dibujaba una espiral, que vista desde arriba, insinuaba un perfecto caracol. El gatito escaló rápidamente los escalones y al llegar arriba me miró nuevamente invitándome a subir. Le seguí. La madera crujía bajo mis pies y el pasamano parecía poco firme, aun así, continué escalando uno a uno cada peldaño, girando hasta tres veces, antes de llegar al final.

Luego, crucé el umbral de la puerta, y para mí sorpresa, comprobé que la escalera continuaba ascendiendo hacia una oscuridad cada vez más ciega conforme se adentraba en un estrellado firmamento…  

A continuación me perdí en aquella negrura hasta tropear con los ojos amarillentos de una pantera… La silueta del gatito fue lo último que vi y su rugido lo último que escuché…

Cuando desperté, Zeus, mi gato negro persa de cinco kilos, yacía sobre mí, mirándome fijamente a los ojos…

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Dos por uno

El reto de  ‘Cinco Líneas de Adella Brac’, este mes de enero nos invita a escribir con las palabras: fortuna, dinero y mensajes.

Pensaba que la fortuna nunca estaría de mi parte. Jamás gané dinero en la lotería ni una muñeca en la tómbola, hasta que recibí varios mensajes comunicándome que había ganado el primer premio en un sorteo vecinal… No lo podía creer. Nos reunimos en el portal y me entregaron el galardón: un jamón… Mi vecina de al lado, insinuándose, me guiñó un ojo y pensé: ¿a qué también me toca el segundo premio…? 

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Una conversación ajena

Desde el ‘Blog Alianzara’ Cristina nos invita a escribir este mes de enero a partir de una conversación ajena.

Resguardadas bajo una marquesina, la abuela y yo hacíamos cola en una parada de autobús. Delante de nosotras una pandilla de chicos y chicas de entre 16-18 años, estudiantes, charlaban entretenidos de sus cosas. Subimos y nos sentamos. Ellos ocupaban un par de filas de asientos delante de nosotras. Y una vez que nos colocamos todos, ellos continuaron su conversación:

−Pues yo la primera vez que lo hice fue en unos baños públicos –comentó una chica de pelo rubio rizado.

−Y yo en una casa abandonada. Éramos unos cuantos y lo compartimos −dijo un chico con aire despreocupado. 

−Eva y yo lo hicimos juntas en los baños del instituto ¿te acuerdas? –se apresuró a decir otra dirigiéndose a su compañera.

Y todos se echaron a reír comentando «¡Qué tiempos aquellos!» «Pues no ha pasado tanto» añadió el chico de pelo largo.

La abuela contemplaba atónita la escena, con los ojos muy abiertos, y aunque parecía que no prestaba atención, no perdía puntada de la conversación. Yo la miraba de reojo con una media sonrisa y enseguida me di cuenta de que estaba un poco sorprendida, incluso escandalizada, y le susurré al oído que eran muy jóvenes y que las cosas habían cambiado mucho.

−Ahora la gente joven es más libre abuela. Tiene menos prejuicio y habla más claro, sin tapujos.

−Yo no le hubiera contado a nadie mis cosas con esa frescura y menos en un autobús –comentó mi abuela un poco molesta.  

Los chicos siguieron hablando de otros temas hasta que de nuevo una de las chicas dijo:

−Jo, estoy que no me aguanto pero como en el autobús no se puede. ¡Vaya rollo!

−Tendrás que esperar hasta que bajemos, aunque a mí en la calle no me gusta mucho. Lo disfruto más sentada. Pero ya queda poco, creo que es en la siguiente parada –aclaró la chica de pelo rubio.

Mi abuela abrió de nuevo los ojos y me comentó entre dientes:

−¡Qué poca vergüenza! ¡Por Dios estamos en un sitio público para esas intimidades!

Y efectivamente en la siguiente parada bajamos todos y enseguida una de las chicas encendió un cigarro, pegó una enorme calada y exhalando un buen chorro de humo afirmó:

−Qué ganas tenía de fumar, es que no podía esperar más…

Entonces miré a mi abuela y entre risas le dije: sí abuela, hablaban de fumar no de sexo… Ese es el peligro de escuchar las conversaciones ajenas…Y las dos nos marchamos caminando y riendo.

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Pimientos de Padrón

Esta semana desde el Blog de Mariana Pussó, ‘Hacia el último escalón de la magia’, relatos ‘jueveros’ nos invita a escribir un texto ‘un pimiento’ entre sus protagonistas.

Mi amigo Philip vino de EE.UU, concretamente de California, a pasar el verano. La idea era coger el coche y recorrer España. Parar donde se nos antojase aprovechando que en esta estación hay muchas ferias, festivales y verbenas. Empezar en San Juan y acabar con el Entierro de la Caballa que pone oficiosamente punto final al verano.

A Philip le pareció fantástico. Preparamos el coche y salimos después de descansar de la barbacoa en la playa  aquella noche del 24 de junio. En la radio daban un programa sobre los San Fermines y allá que fuimos. Queríamos comer chistorra y recorrer la calle Estafeta aunque después del encierro. Ni mi amigo ni yo nos atrevíamos a correr delante de los toros. Bebimos y comimos como si no hubiera un mañana y después de varios días de excesos dejamos Pamplona al amanecer y buscamos un hotel para reponernos.

A continuación, tras varios días de tranquilidad recorriendo algunos pueblos, marchamos a Galicia, a la Fiesta Gastronómica del Pimiento que se celebra en Padrón, (A Coruña). El pueblo estaba atestado de gente. En la plaza habían montado unas carpas donde comer marisco y otros productos de la tierra. Philip no conocía los ‘pimientos’ típicos de esta zona. Le explico que son unos pimientos verdes picantes, pequeños y sabrosos, originarios de México, que trajeron a España los Padres Franciscanos en el siglo XVI. Y tienen una peculiaridad y es que ‘unos pican y otros no’, a lo que él contestó: «Pues vamos a por ellos, me encanta el picante». Aunque le advertí sobre lo que podía pasar él no hizo ningún caso y comenzó a comer sin preocupación alguna. Uno, dos, tres, cuatro… Nada, pensaba que lo del picante era una broma. Y apenas quedaban dos en el plato, decidimos repartirlos y entonces sí. Philip comenzó a soplarse con la mano. La boca le ardía. Se bebió toda su cerveza y el resto de la mía, pidió un vaso de agua y otro más, hasta que pasó un buen rato y se fue calmando. ¡Nunca había comido nada tan picante!

Tras la aventura marchamos a Lugo, al Festival Romano y después iniciamos el regreso hacia el Sur realizando varias paradas, hasta que finalmente estuvimos de vuelta para el Entierro de la Caballa. Un verano estupendo, para recordar, aunque eso sí, Philip jamás volvió a probar un pimiento, ni verde ni rojo. Los aborreció…

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