
Apenas han pasado unas horas desde tu marcha. Aquí sentada en tu sillón en ángulo oscuro, no puedo dejar de pensarte. Frente a mí, en el rincón junto a la chimenea, he apilado tus libros y una caja con algunos objetos de los que no te quisiste deshacer. Cada habitación contiene un recoveco con tus cosas acumuladas: en la encimera de la cocina, en el recodo que forma la pared con el frigorífico, tu cafetera y una taza que compramos en aquel viaje a París. En el baño, tu bolsa de aseo y el albornoz. Y en dormitorio, la comisura junto a la cama custodia un par de maletas con tu ropa. Cada uno de estos rincones cobija una parte de tu vida y de la nuestra, ésta que hemos vivido juntos y que ahora se acaba.
Recuerdo aquellos días, hace ya veinte años, cuando nos vinimos a vivir aquí. Yo traje casi todos los muebles, tú apenas viniste con tu TV panorámica y poco más. Decías que te gustaba vivir ligero, sin ataduras. Que buscabas casas amuebladas porque, además, te gustaba andar de aquí para allá, ser nómada, vivir en diferentes lugares y rincones del mundo. La idea de hacerte sedentario, establecerte y echar raíces te asustaba. Me contabas tu perspectiva de vida con la metáfora del viajero que va y viene, que descubre ciudades, culturas, costumbres, formas de vida nuevas y diferentes, que toma elementos de cada uno y los incorpora a su cotidianeidad, una filosofía que hizo de ti una persona inacabada, en constante construcción. Y sin embargo no me costó convencerte para que te asentaras en este lugar. Se acabaron las itinerancias, las estancias pasajeras, los cambios permanentes. E hicimos de esta casa un hogar. Nuestro hogar. Un punto de encuentro en el que compartimos los días con sus mañanas, tardes y noches tras largas jornada de entrevistas, clases, reuniones, etc…
Al principio pensé que te cansarías, que esto no sería para ti, que echarías de menos ese estilo de vida mantenido durante años y que nuestra relación se iría a pique. Demasiada rutina, demasiada monotonía para ti. Pero me equivoqué. Contra todo pronóstico encontraste el equilibrio y hemos sido felices aunque hayamos tenido nuestras diferencias. Porque somos diferentes pero nos complementamos.
Y sin embargo creí que mi capacidad para retenerte no tenía límites. Creí que estaríamos juntos para siempre. Sí, ya sé que para siempre es mucho, y que si ya es arriesgado pensarlo, muchísimo más creerlo. Por eso, ahora que apenas te acabas de marchar, siento que estoy enfadada contigo por este enorme vacío y esta tremenda soledad que me has dejado. Y miro la puerta de casa, deseando escuchar el sonido de las llaves y verte entrar con esa sonrisa tuya acogedora y tierna.
Me acuerdo de aquel día que vi la mancha en la piel de tu cuello. Dejaste pasar meses sin querer ir al médico: son manchas de la edad, dijiste. Hasta que tu amigo Guillermo, el médico, te dijo que no tenía buena pinta. Y vinieron las pruebas, el diagnóstico, el tratamiento y la esperanza que luego se esfumó como una bocanada de humo. Habíamos llegado tarde, demasiado tarde…
Y ahora estoy aquí, sentada en tu sillón en el ángulo oscuro, sin poder dejar de pensarte…
©lady_p
Participación en el reto ‘Relatos Jueveros’ desde el Blog Neogéminis, esta vez dedicado a los ‘rincones’.