Cosplay…

Como cada mañana Pere se dirigió en metro hacia Las Ramblas. Primero iría a casa de su amigo en el Raval, que compartía piso junto con otros cuatro compañeros. Guillem le guardaba la ropa y el maquillaje. Ambos trabajaban en la calle, junto a otros actores, cosplayer y mimos. Pere no aguantaba quieto tanto tiempo, por eso se disfrazaba de algún personaje y paseaban de un lado a otro saludando: practicaba cosplay.

Cuando llegaba a casa de su amigo se tomaba un café. Luego encendía un cigarrillo, y mientras fumaba, se sentaba frente al espejo, desplegaba la caja de pinturas y se maquillaba. Primero extendía una capa de crema hidratante que le servía de base, sobre la cual comenzaba a cubrir la cara de un tono pálido, algo más intenso que el color carne. A continuación delineaba unas cejas negras arqueadas, se pintaba los labios de rojo y dos pequeños chapetones rosados a ambos lados, uno en cada pómulo. Después se engominaba el pelo que peinaba hacia atrás. Y finalmente se enfundaba un traje con colores brillantes, chillones, rematado por unos bordes negros, verdes y rojos, y cubría las manos con guantes blancos.

Aquel ritual duraba algo más de una hora. Guillem se impacientaba, pero él parecía no tener prisa, por el contrario, era tan lento como meticuloso, disfrutaba de aquel proceso que le permitía transformarse, cambiar su identidad. Y desde el mismísimo momento que aquel tratamiento concluía, Pere no comía, ni fumaba. Apenas bebía pequeños sorbos de agua si no aguantaba, para no estropear el maquillaje.

Después los dos amigos caminaban hacia Las Ramblas, donde cada uno tenía su lugar reservado. Ellos lo tenían justo enfrente del mercado, junto a uno de los kioscos atiborrados de recuerdos Guillem posaba cerca de cerca de Paul, un chico francés recién llegado.

Pere no necesitaba un sitio fijo. No podía ser mimo porque no aguantaba quieto. Caminaba, se acercaba a la gente y saludaba. Por eso había aprendido a hacerlo de diferentes maneras: inclinando medio cuerpo hacia adelante como los actores; juntando ambas manos con una breve inclinación como en Japón; levantando una mano; estrechando las manos de quienes pasaban, mientras golpeaba levemente la espalda con la otra; levantando el sombrero cuando lo llevaba o acercando los labios al dorso de las manos que las féminas de variadas etnias, confesiones y países, le ofrecían, simulando un beso y una leve inclinación de cabeza…

Al cabo de unos años, le enseñó a su amigo su propio balance, concluyendo que habría realizado unos 330.000 saludos en sus diferentes modalidades y habría simulado unos 264.000 besos simulados en las manos de chicas, jóvenes, de mediana edad y mayores…

Guillem se quedó asombrado y le preguntó:

−¿Cómo has podido hacer semejante cálculo?−Preguntó extrañado.

−Fácil –contestó Pere−.Llevo siempre un contador de mano en el bolsillo…

©lady_p

La subasta

La pesadilla comenzó de nuevo, tras aquella inesperada llamada.

Aquella mañana me había levantado temprano para asistir a la puja. El mundo de las antigüedades es muy competitivo y conviene tener amigos para poder hacerse hueco en ese difícil mercado. Así que había planeado llegar pronto para saludar y conversar con los potenciales clientes antes que acto comenzara.

Me vestí. Paré donde siempre a tomar un café. Esta vez me atendió un chico joven al que veía por primera vez. Le vi llegar lento, algo torpe y tembloroso, alzando en la mano una bandeja demasiado cargada.

−Un café con leche  por favor.

El móvil no dejaba de sonar con insistencia. Era un número desconocido, y aunque no quería cogerlo, al final contesté por si acaso llamaban los de la subasta.

−Sí, dígame… dígame−Repetí insistente.

Solo pude escuchar el sonido de una respiración profunda. Colgué. Pedí la cuenta precipitadamente. Pagué con un billete, y sin esperar el cambio, me fui.

Un sabor amargo inundó mi boca mientras sentía cómo se formaba un nudo en mi estómago y destilaba sudor por las axilas y las manos. Eché a andar con paso firme, seguida por el eco de mis tacones contra el asfalto. Oí un chasquido. Inconscientemente me volví, comprobando que la cucharilla, el plato y la taza de café habían caído desde la bandeja al suelo. Y sin más, seguí mi camino. 

La llamada me había trastornado, convencida de que era Héctor quien estaba al otro lado. Hacía años que no sabia nada de él. Tras el episodio de acoso sufrido años atrás, a consecuencia de su manía obsesiva, había sido ingresado por su familia en una institución mental. Y allí debía continuar según se consideró en su día. Por eso la idea de que pudiera ser él, otra vez, me aterrorizaba.

Metida en aquellos pensamientos, me llevé la mano a la cabeza y pasé la yema de los dedos por la cicatriz, fruto de aquella agresión provocada por su psicosis delirante. Y no estaba dispuesta a pasar por todo ello una vez.

El salón donde se celebraba la subasta no quedaba lejos, pero había que cruzar una gran plaza y después recorrer un par de calles. La atravesé en diagonal, con la miraba fija en los soportales, animada, creyendo que lo conseguiría. Pero apenas a unos pocos metros comprobé una sombra proyectada desde detrás de una de las columnas.

−¿Será él?- Me pregunté asustada.

Aceleré el paso e intenté esquivarlo rodeando por detrás el kiosco de prensa. Y casi sin pensarlo me paré en seco, dispuesta a hacerle frente…Fue entonces cuando la mano de  Fabián, mi compañero de trabajo, me agarró por el codo:

−¿Estás bien? Vámonos o llegaremos tarde.