Cosas de Navidad…

Siempre me gustó la Navidad. Y siempre la asocié al invierno, al frío, a los calcetines de lana, a los abrigos y bufandas. No me imagino comiendo peladillas o polvorones en la playa, ni adornar el árbol en un salón soleado, sudorosa mientras coloco las bolas. Es lo que pienso siempre que en la TV ponen un vídeo de los australianos haciendo surf con el gorro típico de Papá Noel.

Entre mis recuerdos lo primero que me asalta la memoria son las imágenes de una reunión familiar en la cocina de mi casa: mi abuela, mi tía y mi madre, acicaladas con unos delatares blancos impolutos, preparando pestiños. Yo estoy con ellas, me entretengo jugando con un trozo de masa que moldeo como plastilina sobre una esquina de la mesa. La cocina ha sido durante mucho tiempo un lugar de encuentro típicamente femenino, muy transitado por las mujeres de mi anterior generación. En ella se contaban historias y se hacían confidencias. Por eso mi tía y mi madre hablan y cuentan cosas que yo no entiendo.  Mi abuela lo sabe, por eso les recuerda que estoy presente. Están preparando bandejas de pestiños para repartir: estas para las tías; estas otras para las cuñadas y estas de aquí para llevarlas al comedor…

La casa huele a dulces, a miel, a anís. Mis hermanos andan a otra cosa. Son más mayores y hablan con mi padre y mi abuelo. Esa otra reunión se celebra en una habitación apartada. Yo, que soy la pequeña, voy de un lado a otro. Ellos me preguntan que cómo va todo, que si ya están listas las tortas. Ellas en cambio van a lo suyo y solo recuerdan de vez en cuando que ya queda menos, que las dejen acabar tranquilas…

Sobre una mesa colocamos el Belén. Mi hermano simula el agua con el papel plateado de una tableta de chocolate. Mi padre arruga papel de embalar para representar unas rocas de fondo. Yo coloco gallinitas y pollitos y a un señor pescando…La estrella de cartón cubierto de papel brillante luce sobre el portal. Me paso horas delante jugando, cambiando a los personajes de lugar hasta que me riñen…

También recuerdo lo importante que era para mí y mis amigas acostarnos tarde. Tanto, tanto como llegar sin voz de una excursión con el colegio. Porque ambas cosas eran un claro síntoma de haberlo pasado bien. En el caso de la Navidad, los días posteriores lo hablaba con ellas y cada una decía a qué hora se había acostado. La barrera de las cuatro de la madrugada era todo un record que nos hacía sentir orgullosas y mayores. Por cierto, no importaba –porque eso no contaba- si habíamos pasado la mitad de tiempo dormidas en el sofá. Lo importante era la hora en la que nos metíamos en la cama.

La navidad trae a mi memoria sus propios sabores: a turrón, a piñones, al pan de Cádiz, a los paragüitas de chocolate, al huevo hilado, al pavo relleno, a la fruta escarchada que le gustaba a mi padre, a los bombones de licor, los preferidos de mi madre… Sabores que me hacen evocar los sonidos de las bromas, de las risas, de panderetas y villancicos desafinados que suenan al compas del color blanco del Anisette  Marie Brizard, del naranja del Licor 43, el marrón del Calisay y al aroma del chocolate con churros de los amaneceres resacosos de felicidad…

©lady_p

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