El escritorio

Desde el blog ‘Literautas’, el taller de escritura número 70 nos invita a escribir ‘un relato a partir de un incidente detonador: una misteriosa llave en el cajón de los cubiertos’.

Cuando Julia abrió el cajón de los cubiertos -buscaba una cucharilla de café- se encontró con una llave antigua de bronce, mediana, algo oxidada. La cogió. La observó. Sintió su peso en la palma de la mano ¿De dónde habría salido? ¿Cómo había llegado hasta aquel cajón? ¿Cómo no la había visto antes? Todas estas preguntas sonaban en su cabeza mientras removía lentamente el café y tomaba un sorbo.

Estaba claro que la llave no se correspondía con ninguna puerta de su casa ni con ningún armario, tal vez de algún cajón o de un mueble pero ¿cuál? Y entonces, de repente, le vino a la cabeza el escritorio del abuelo que aún conservaba en el desván.

Poco a poco acudieron a su mente imágenes del abuelo Miguel. Tenía por costumbre sentarse frente aquel buró cada mañana, después del desayuno. Como si de un ritual se tratase, abría la correspondencia, la leía, ordenaba los recibos. Escribía cartas y ojeaba el periódico local. Entonces Julia recordó un cajón interior que su abuelo abría y cerraba con mucho celo. Luego guardaba la llave en el bolsillo interior de su chaqueta. En aquel momento  dejó la taza de café sobre la encimera y corrió escaleras arriba hacia el desván.

La puerta de entrada chirriaba. Aquella habitación estaba llena de muebles y cajas. Y al fondo, detrás de una vieja estantería, encontró el antiguo secreter debajo de una sábana. Despejó un poco la zona para tener mejor acceso. Acercó una banqueta. Se sentó. Metió la llave en la cerradura y suavemente el cajón se abrió. El corazón le latía con fuerza en el pecho ¿Qué estaba a punto de descubrir? Se paró un momento pensando si estaría bien desvelar aquello que con tanto sigilo su abuelo custodió durante años. Consideró la idea de que no le gustase que ella, su nieta, violase aquella intimidad. ¿Por qué no le dejó la llave? ¿Por qué nunca le mencionó nada? Julia tenía demasiadas dudas y no quería arrepentirse, ni sentirse mal consigo misma. Así que cerró de nuevo el cajón y guardó la llave en el bolsillo trasero de su pantalón. Luego se dedicó a trastear el resto de papeles ordenados en pequeños compartimentos abiertos. La mayoría eran recibos y extractos del banco. Pero entre todos ellos le llamo la atención un sobre de color azul que destacaba entre el resto. Era un sobre algo más grande sin nada escrito. Lo abrió y sacó otro pequeño, este sí, con su nombre. Se acercó a la ventana. Lo abrió y sacó una nota de su abuelo: «Querida Julia: he pensado dejarte lo que considero el mejor legado que no es otro que este viejo escritorio y todo lo que en él encuentres. Sé que te sorprenderás. Confío en tu buen criterio y juicio para hacer lo que debas. Te quiere, tu abuelo Miguel».

En aquel momento Julia supo que tenía permiso para abrir el cajón secreto. Rebuscó la llave en su bolsillo. La introdujo en la cerradura y lo abrió. El clic resonó en el silencio de la habitación como un susurro del pasado. La historia que estaba a punto de descubrir llevaba años esperando…

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La grieta

Literautas propone un nuevo reto para este mes de febrero en su convocatoria mensual ‘móntame una escena’ y para participar hay que escribir un relato que contenga la frase había una grieta en la pared en algún lugar de un texto de 750 palabras máximo.

Cuando Amanda despertó, nada más levantarse de la cama, observó que había una grieta en la pared. Era una grieta delgada y fina que corría hacia abajo zigzagueando hasta morir en el zócalo. En aquel momento se preguntó cuántas más aparecerían y hasta cuándo podría aguantar viviendo bajo el techo de aquella casa que se caía a trozos.

Recorrió el piso comprobando los sellos de las otras grietas y los postes que sujetaban el techo de la cocina, colocados por gentileza de los arquitectos municipales. Todo parecía estar en orden, de momento el día comenzaba con la misma normalidad de siempre.

Pasaron un par de meses cuando una mañana Amanda advirtió que la grieta del dormitorio se había ensanchado. Se acercó y cabían un par de dedos. Luego, cogió la linterna y alumbró hasta el final, comprobando al fondo el borde de algo que parecía un papel de color morado. Intentó alcanzarlo con los dedos pero se le escapaba. Entonces fue por la pinza de depilar, y con paciencia, y después de varios intentos, consiguió extraerlo. No daba crédito. ¡Era un billete de 500 euros! Amanda jamás había tenido uno en sus manos. Comenzó a temblar. Miró de nuevo y le pareció que había algo más. Volvió a meter la pinza y de nuevo extrajo un billete idéntico al anterior. Se llevó las manos a la cabeza. No sabía si reír o llorar. ¿Y si había más dinero escondido en aquella pared? ¿Y si aquella grieta era como  la beta de una mina de oro?

Se tranquilizó. De momento aquello le daba para pagar la luz que debía y hasta dos meses de alquiler, aunque debía ser cauta para no despertar sospechas…

Pasaron semanas y cada día cuando se levantaba, cogía la pinza y sacaba de la grieta dos o tres billetes que gastaba con cautela para no levantar sospechas. Bajo el colchón comenzó a apilar montoncitos de billetes en fajos de seis mil euros. Y de momento, la grieta no paraba de dar a luz billetes y billetes que Amanda recogía con cierta pátina de avaricia.

La vida parecía sonreírle. Por primera vez vivía despreocupada y pagaba todas sus deudas. Algunas veces se alejaba del barrio para ir a comer donde no la conocieran. Se compró ropa nueva que fingió haber recogido de los contenedores de ropa usada. Aquella grieta le proporcionaba felicidad y la posibilidad de llevar una vida tranquila, hasta que una mañana Amanda no se levantó. Su amiga y vecina Herminia la echó de menos. Llamó a su casa y como no contestaba, cogió la llave que Amanda le había dado y entró. La llamó dos o tres veces hasta que llegó al dormitorio, donde la encontró desmayada sobre la cama. Llamó enseguida a la ambulancia y la llevaron al hospital más cercano: había sufrido un ictus.

La recuperación fue larga. Pasó dos meses en el hospital  hasta que por fin le dieron el alta.

Herminia fue a recogerla. Le dijo que tenía preparada una sorpresa. Amanda estaba deseando llegar para comprobar que la grieta seguía intacta. Y cuando entró en la casa observó que los postes ya no estaban en la cocina y las grietas estaban cubiertas y pintadas. Fue al dormitorio y no quedaba señal alguna de la grieta… Miró bajo el colchón y no había un solo euro. De repente sintió una punzada en el pecho, no podía articular palabra alguna, le faltaba el aire y cayó al suelo casi inconsciente.

De nuevo en el hospital le dijeron a Herminia que el ictus se había repetido y esta vez había dejado secuelas importantes. Amanda tenía medio cuerpo paralizado y no podía hablar. Herminia, dándole palmaditas en el hombro, le susurró al oído: no te preocupes por nada, tu secreto está a salvo. A partir de ahora yo me encargaré de cuidarte…

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