Podría resumir diciendo que paso un momento plof… Después de estar un mes con la familia, cuesta retomar la rutina. Y es curioso porque soy yo quien la impone y soy yo quien maneja los tiempos a su antojo. No obstante siento melancolía y nostalgia: de las voces que no se oyen, de las risas que no suenan, de los amaneceres tardíos, de los desayunos tranquilos, de las largas sobremesas, de las idas y venidas, de las entretenidas tertulias sobre la actualidad, de las bromas desatadas, de los desfiles de ropa, de esa constante presencia e incluso de la ausencia momentánea…
Llevo muchos años escribiendo diarios, relatos, cuadernos de viaje…Eran cuadernos manuscritos y decorados a mano. Una obra de artesanía que disfrutaba de principio a fin. Los más íntimos los escondía en algún lugar secreto de mi habitación, fuera del alcance de miradas que no me interesaban. Con los años me deshice de ellos. Demasiada intimidad para que cayeran en manos ajenas. Descansé cuando los quemé aunque con ellos se fueran mis despertares adolescentes, mis primeros deseos, mis tempranos amores…Luego el trabajo y la familia me entretenían demasiado. Y entonces llegó internet y con él el anonimato y un lugar donde escribir sin nombre. Así abrí mi primer blog hace la friolera de diez años, en el momento más terrible de mi vida, cuando más necesitaba expresar, contar y sanar. Mi primer blog fue una bitácora amiga, un refugio, un espacio terapéutico que formó parte de mi proceso de reinvención. Afortunadamente esa etapa quedó atrás y ahora el blog cumple otras funciones y objetivos.
Tener un blog es algo así como poseer una parcela propia en tierra de nadie. El espacio virtual de internet es un universo infinito cada día más colonizado por las redes sociales, los bancos, las empresas, mensajerías o correos, todo ello circundado por un ejército de nubes cargadas de información, muchas de ellas alquiladas por particulares para guardar imágenes y misterios. No quiero imaginar qué sucedería si esas nubes colisionaran, estallarán y expulsaran cuanto contiene. Si algo así sucediera se produciría un gran cataclismo mundial, un desastre, teniendo en cuenta que custodian los secretos de estado y que muchas grandes empresas y bancos guardan ahí toda la información…¿Asusta eh?
A pesar de todos estos riesgos y teniendo en cuenta todos estos enigmas, lo primero que me movió a crear a blog fue mi afición por la escritura. En realidad es algo que siempre he hecho para mí misma. No obstante y digan lo que digan, en el fondo a todo escritor aficionado o profesional, le apetece ser leído y no para que lo halaguen sino para sentir que sus opiniones, pensamientos o ideas son compartidas, que cada texto tiene destinatarios propios aunque no estén de acuerdo o lo aprueben. Así que tengo un blog porque me gusta escribir y considero que éste puede ser un vehículo para llegar a esos lectores anónimos, navegantes e internautas que pululan por la red, a veces sin rumbo ni destino, con la esperanza de que tropiecen con él y una vez hecha la parada lo lean, y con suerte, lo compartan.
Vivo en el sur del Sur, en la costa. Aunque no nací en esta localidad creo que ya la considero mi ‘patria chica’. Al principio, cuando llegué, siempre aclaraba que no era de aquí aunque no me lo preguntaran. Sentía algo así como si fuera una deslealtad no mencionar mis verdaderos orígenes. Pero con los años esa especie de deuda se difuminó: una puede ser de muchos sitios si vive en ellos y se identifica con ellos, máxime cuando se trata de lugares tan cercanos. Al fin y al cabo ¿qué son las fronteras sino demarcaciones territoriales administrativas establecidas por conveniencias varias de quienes gobiernan? En fin, vivo muy al sur aunque también soy norte porque de allí proceden mis ancestros. Norte y sur son conceptos relativos que dependen mucho de nuestra situación en el mapa. Pero si nos situamos en la Península, en el sur nací, me crie, estudié, formé mi familia, están mis amigos y sobre todo mi casa, mi hogar, mi refugio…Aquí están la mayoría de las personas a quienes quiero y mis ausentes, mis muertos, a quienes sigo queriendo desde el recuerdo.
Pero definitivamente una es de donde tiene su refugio. Y el refugio es el hogar transformado, metamorfoseado, es el hogar vacío después de la catarsis, el que se conforma cuando los polluelos abandonan el nido al que regresan de vez en cuando para reclamar altas dosis de amor, de cariño, de besos y abrazos, todo inyectado en vena con urgencia porque el tiempo apremia y de nuevo se marchan. El refugio es una proyección de quienes somos, más aún, de quienes nos hemos convertido, de quienes acabamos siendo una vez vivida la mayor parte de la vida. El refugio refleja la esencia de un yo forjado, deconstruido y reinventado.
Lo que más me gusta de este lugar es la cercanía al mar. El mar es un referente sin el que me resultaría difícil vivir y que añoro cuando viajo al interior. Cuando vuelvo, según me aproximo a casa me llega el olor a sal y eso me hace saber que ya estoy en el lugar al que pertenezco. Apenas a cinco minutos en coche están las playas. Allí me esperan siete kilómetros de costa para pasear nueve meses al año. Los otros tres forman parte de lo que no me gusta, de lo que me agobia y hasta me repele: esos meses de intenso verano en que la localidad triplica su población, se llena de foráneos y casi no cabemos.
No obstante además del mar este lugar me ofrece otras interesantes bondades: la cercanía a parques naturales, inmensos pinares, salinas, marismas. Naturaleza plena apartada de la intervención humana donde las aves mantienen su hábitat y viven en absoluta libertad.
Y para concluir este rinconcito del mapa cuenta con una historia milenaria de pueblos y culturas que nos han visitado, algunos de cuyos vestigios conservamos. Llegaron por tierra pero sobre todo por mar, nos conquistaron y nos dejaron un inmenso legado que constituye una parte importante de mi propia identidad.
A lo largo de la vida me han hecho felices muchas cosas, quizá más de 30. He tenido momentos sublimes e irrepetibles, de esos que sólo se dan una vez en la vida y por eso no aparecen en la lista. Hablamos de la felicidad de andar por casa, supongo, la que nos llega a través de las cosas cotidianas y sencillas, las mismas que hoy por hoy, más que felicidad me producen bienestar o tranquilidad y me parecen un regalo. El término felicidad me lo reservo para esas ocasiones excepcionales antes mencionadas y por ello escasas, exclusivas y únicas. La felicidad es apenas un instante. Estoy por creer que no soportaríamos una felicidad prolongada, una emoción de tanta intensidad. Es un clímax que se alcanza muy de vez en cuando. Lo que permanece y se prolonga es el sabor tras haberlo degustado… Estas treinta cosas me han hecho feliz más de una vez a lo largo de mi vida, algunas todavía me dejan ese regustillo para que me relama. aunque sea muy de tarde en tarde. Respecto al orden es absolutamente aleatorio, o sea que las he escrito conforme he ido recordando y me han ido viniendo a la cabeza…
1.-Amar/2.-Contemplar una puesta de sol/3.-Viajar/4.-Compartir una buena mesa/5.-Comer ostras con ribeiro blanco/6.-Contemplar la naturaleza/7.Una conversación interesante/8.Una mirada/9.-Conquistar/10.-Conducir/11.-Escribir/12.-Una siesta/13.-Pisar la nieve/14.-Bañarme en la playa desnuda/15.-Un buen vino en buena compañía/16.-Viajar sin destino/17.-Una canción/18.-Una sonrisa/19.-Estar con mis hijos/20.-Llevar a mi nieto al cole/21.-Cocinar para mi nieto/22.-Hacer fotografías/23.-Compartir juego de mesa con mis hijos/24.-Estar a solas en mi estudio/25.-Reunirme en familia/26.-Sorprender/27.-Regalar/28.-Levantarme temprano para ver amanecer/29.-Desayunar porras/30.-Asistir a una ópera.
Y citando a Jean-Paul Sartre, la «felicidad no es hacer lo que uno quiere, sino querer lo que uno hace»Este maravilloso pensamiento encierra algo de lo que nos olvidamos muy a menudo: la importancia de estar a gusto con lo que tenemos y con lo que hacemos…
Cuando nos mudamos a esta casa mis hijos adolescentes vivían conmigo. Cada uno tenía su propio dormitorio así que tuve que apañarme con el salón o la cocina, haciéndome hueco en una u otra mesa para corregir exámenes o realizar cualquier otra tarea. Por aquel entonces escribía poco pues el tiempo no daba para más.
Pero mis hijos crecieron, se fueron a la Universidad y salieron de casa. Fue entonces cuando acomodé un espacio para mí. No necesitaba mucho: unas estanterías y un tablero de IKEA sobre un par de caballetes y paredes blancas que decoré con corcheras llenas de fotos y varios posters. Lo suficiente para crear un ambiente agradable en la que ha sido, desde entonces, mi ‘habitación propia’. Un lugar de encuentro con mis cosas y conmigo misma. Una especie de refugio donde dar riendas sueltas a la imaginación…
No es muy grande pero tiene mucha luz. Tanto es así, que tuve que cambiar la posición de la mesa porque el sol de cara era muy molesto y no me dejaba ver la pantalla del ordenador, eso por no hablar de las sombras que los objetos proyectaban sobre la superficie del tablero, por cierto, siempre ordenado, colocando a derecha e izquierda la impresora, un atril, algunos cuadernos, material de papelería en cajitas de diversos tamaños y una foto de mis hijos cuando eran pequeños. Todo está memorizado de manera que solo tengo que extender la mano hacia un lado u otro, en función de lo que necesite. En el centro la pantalla del ordenador, el teclado y el ratón. Detrás, libros apilados en las diferentes baldas de un estante blanco, con cajones que contienen objetos y recuerdos varios.
Como vivo en las afueras, el paisaje que diviso desde la planta superior de la vivienda, no es urbano: una carretera que conduce a las playas, los tejados de las casas de enfrente y palmeras, bastantes palmeras, entre las que despunta el sol cada mañana. Los ruidos son escasos -excepto en verano- y en primavera el canto de los pájaros suena como una sinfonía de fondo. Con los años me he acostumbrado a trabajar en silencio.
Por edad pertenezco a la generación de la pluma y el papel. También uso mucho el lápiz, de manera particular para tomar notas cuando alguna idea acude a mi cabeza. No obstante, y por economía de tiempo, hace ya algunos años que comencé a escribir directamente en el ordenador. Y aunque las nuevas tecnologías salieron a mi encuentro, reconozco que despertaron mi curiosidad desde el principio. Será por eso que me desenvuelvo con una soltura suficiente para cubrir mis necesidades y resolver con autosuficiencia aunque, por supuesto, tengo límites.
Escribir constituye un acto de reafirmación de mí identidad al que precede un ritual, una ceremonia preparatoria, cuya finalidad no es otra que crear un clima adecuado y propicio para abrir la mente a la inspiración. Afirmaba Graham Greene quedó “las personas reales están llenas de seres imaginarios”. Pues bien, es aquí, en esta habitación recogida, ordenada y silenciosa, donde de cuando en cuando, algunos de ‘esos seres’ despiertan mi imaginación… Y entonces escribo.
Con los años he descubierto -y lo que voy a decir no es ningún misterio- que la felicidad llega más por la vía de las cosas sencillas y pequeñas. Es más con el tiempo mi mayor aspiración no es la felicidad sino la ‘feliquidad’ o sea, ser feliz estando tranquila, porque eso significa que hay un orden, que todo está donde debe estar, que todo va bien a mi alrededor. Prácticamente no necesito más.
Pero hasta llegar a este sabio estado he tenido que transitar un largo camino. La ‘felicidad’ es una palabra muy larga, que tiene muchas letras y que procede del latín, felicítas-felicitátis que significa alegría, gozo o estado de satisfacción espiritual y físico. La felicítas a su vez se deriva de felix-felícis que significa fértil, fecundo. Y cuanto más vamos al origen, mayor grado de pureza nos muestra el término y más se explicita el significado del mismo.
Por otro lado la experiencia sobre el sentimiento o estado de felicidad bascula en función de las diferentes etapas de la vida, entendida ésta como un ciclo que comienza y acaba. Así de pequeños la felicidad adquiere formas simples pero materiales. Del resto no tenemos consciencia. Nos construimos con los años y será en el ámbito de las emociones en las que más tarde encontramos la fuente de auténtica felicidad. Durante la edad adulta se produce una mezcla de todo. La emociones importan -¡cómo no!- pero reunimos muchas aspiraciones a la vez: profesionales, materiales, afectivas, sensoriales. Cada una de ellas nos proporcionará un tipo de felicidad y todas nos conducirán al clímax. Esta es una etapa de grandes ambiciones, de enorme crecimiento profesional, de grandes metas y a veces, hasta de grandes éxitos. Sí, es una fase en la que pensamos a lo grande…
Pero la vida continúa y del crecimiento profesional pasamos al personal, y ambicionamos menos y a vivir conscientemente más: comenzamos a valorar el tiempo como ingrediente que aporta calidad de vida. Menos cantidad y más calidad, este será el lema. Y con los años, será precisamente el tiempo el capital que mejor querremos invertir y administrar. A partir de aquí la voz felicidad se tornará mucho más sencilla. Y si la vida nos regala ‘tiempo’, llegado el momento, daremos rienda suelta a nuestros intereses y aficiones: el placer de las fotografías, pasear con tu mascota y tu amiga, abrir un blog, escribir, contemplar amaneceres y atardeceres, leer un buen libro o cuidar las plantas por ejemplo…Es entonces cuando una comprende que la felicidad, es eso. Y esa palabra tan larga y de tanto recorrido, pasa a tener un significado muy simple que en mi caso, se reduce experimentar tranquilidad, como mucho, satisfacción. Digo yo que por eso me hace feliz contemplar la luna llena o ver como cae el sol, comer un arroz con leche, tener una buena conversación o simplemente, ver reír a mis hijos, estar con mi familia y con los amigos que quiero. Saber que están bien y ver en su felicidad el reflejo de aquella que también fue mía. Son ellos y sólo ellos quienes alimentan mi propio bienestar.
Básicamente eso es la ‘feliquidad’: ser feliz sintiéndome tranquila, estando bien por dentro… Lo demás vendrá por añadidura…
De vez en cuando tu ausencia se me antoja como un pesado manto depositado sobre mi espalda. Una capa de plomo me envuelve y me obliga caminar despacio y encorvada. Los movimientos se ralentizan. La mirada se pierde. La voz se calla. Los pensamientos bullen hacia un único objetivo: tú y tu recuerdo. Por alguna razón que desconozco, algunos días no resultan fáciles y duele pensarte como una vieja herida que se abre, como duelen los huesos con el frío invierno y después se pasa en cuanto asoma la primavera y templa el aire con el sol.
Los recuerdos se presentan transformados en un mar en calma. Te miro pero no te veo, solo te pienso. Tú y tus cosas. Tus gracias, tus expresiones, tus respuestas, tus ideas absurdas y acertadas, tu manera de comer, tu sonrisa con la ceja arqueada, tu mirada de niño que esconde una travesura a punto de ser descubierta. Tú y tus causas perdidas. Tú y tu pena por el pobre, el desvalido, el solitario, el indefenso, el débil. Tú y tu música vibrando a través de los auriculares. Tú y tus experimentos al sol. Tú y tus camisetas, tus gorros, tus deportivas. Tú y tus arreglos en casa. Tú invitándome a merendar contigo. Tú y tus amaneceres tardíos. Tú y tu enfermedad, los viajes al hospital, las intervenciones, el miedo, la espera, la desgana, la desesperanza. Tú y el final. El miedo de nuevo. La soledad. El agotamiento. El duelo.
Tú y siempre tú. Tan ausente, tan presente, tan aquí, tan allá…
A mi entender, el acto de leer viene precedido por un minucioso ritual, sobre todo cuando llegan a nuestras manos determinados títulos que, como si de un vino gran reserva se tratara, requieren o necesitan ser degustados o saboreados, pero no devorados. Son libros tan especiales y su poder de seducción tan grande, que les reservamos un lugar de honor en nuestra casa y les dedicamos un momento particular del día. Por eso no nos sirve sentarnos en cualquier silla, ni en cualquier rincón, ni dedicarles un tiempo de relleno. No. La finalidad es recrearnos, disfrutarlos. Y así leer se transforma en un acto tan personal que requiere cierta intimidad, complicidad, comunión… Y es por todo esto, por lo que considero que la lectura goza en general de su propio rito, un rito que en ocasiones se torna casi sagrado, al menos para mí.
Y como toda ceremonia, se anticipan una serie de acciones que conforman lo que yo denominaría liturgia previa, durante la cual una se acomoda en silencio –posiblemente en un espacio apropiado, con una buena butaca, bien iluminada- mientras se sucede un baile de sensaciones semejantes a las de cualquier cortejo: primero acaricio la portada, leo y releo el título -tal vez en voz baja- mientras siento su peso entre mis manos. A continuación lo abro. Enseguida me invaden los efluvios que desprenden sus páginas: el olor inconfundible del papel me empapa. Luego deslizo suavemente la yema de los dedos por las hojas, como una caricia o un tibio roce sobre la piel. Con frecuencia echo la vista atrás, retrocedo algunos párrafos o líneas para recordar las últimas palabras leídas.
Luego la mirada se lanza sobre el todo y la vista resbala de una línea a otra desplazándose sobre un texto magistralmente escrito por quien conoce las palabras desde su concepción, desde su origen, y es capaz de ordenarlas milimétricamente, adornándolas de manera exquisita, salpicando el texto con numerosas alusiones y sinónimos, insinuando algunos recursos literarios y narrativos.
Conforme avanzo, la lectura se vuelve más y más interesante hasta tal punto que me siento impelida por un deseo irrefrenable de seguir: la historia me ha atrapado, me mantiene enganchada. Soy incapaz de parar. Y el tiempo se diluye sumergida en una especie de dimensión paralela, en la que respiro a través de un hilo o cordón umbilical que me une a una única fuente de vida: el libro.
Finalmente, incondicionalmente entregada, me abandono y me dejo atrapar hasta convertirme en una parte la historia, una especie de testigo externo. Y así, abducida por una fuerza misteriosa, permanezco ajena a la realidad cotidiana, enajenada, abstraída en esa otra realidad irreal hasta que me tropiezo con la palabra FIN. Entonces, sólo entonces, cierro el libro y respiro, a veces, incluso con nostalgia…
Las razones que motivan a quienes ejercen el oficio de escritor -profesional o amateur-, pueden ser muchas o sólo una. Personalmente creo que el motor que me impulsa a escribir es la necesidad de volcar emociones y trascender mi propia realidad creando, proyectando o trazando otras vidas ficticias pero verosímiles, y en ocasiones, similares a la mía, tanto en cuanto, los personajes son seres imperfectos, con necesidades semejantes, unidos por una idéntica naturaleza humana. Esos ‘seres imaginarios’, habitantes de la imaginación, cobran vida a través de las palabras. Cada una de ella los define, les otorga una identidad, los dota de un rostro, de una manera de ser, de actuar e incluso de pensar. Y aunque quien piensa soy yo, quien escribe es mi alter ego, cuya existencia se remonta mucho tiempo atrás.
Creo recordar que todo comenzó cuando aprendí a leer, porque como sabemos la lectura y la escritura se dan la mano. Entre mis recuerdos más remotos están mis primeros libros escolares –conocidos como ‘cartillas’- en los que aprendí a leer. Eran tres pequeños ejemplares –uno por trimestre- cada uno en un color: rojo, verde y azul. Las portadas lucían sobre el color liso, una cenefa alrededor con el dibujo de unas campanitas y en el centro un título que no acierto a recordar con claridad, todo ello en letras blancas. Aquellas cartillas me enseñaron las letras sueltas que más tarde se unieron y combinaron para formar palabras, frases y párrafos, hasta que finalmente, conformaron textos más largos. Entonces comenzó una aventura que aún continúa: la lectura. Leer puso a mi alcance un nuevo universo que me permitía soñar, explorar lugares, tener aventuras, experimentar emociones, conocer nuevas palabras y configurar mis propias ideas, criterios y pensamientos…
De cuando en cuando, me parece oír en mi interior el sonido de esas campanitas de las cartillas animándome a seguir, sobre todo cuando el folio en blanco constituye una amenaza, las ideas permanecen vagas y remolonas en mi cabeza o mi alter ego está de bajón. Y siento una gratitud inmensa hacia aquellas maestras -porque fueron mujeres las que me enseñaron- con las que aprendí el arte de combinar las letras, el lenguaje escrito, que me ha permitido estar aquí, instalada en esta testarudez, en este texto…
Siempre me ha gustado viajar en tren y las estaciones me han parecido una digna metáfora de la vida: hay trenes que llegan, paran y te subes, otros que dejas pasar ante tus narices, cuestionándote si el destino será o no conveniente, y a veces, alguno pasa de largo porque llegamos demasiado tarde…
Por otro lado, las estaciones conforman espacios de sentimientos y emociones encontradas. Lugares donde se producen encuentros deseados, esperados o añorados pero también despedidas amargas e inevitables. Si lo pienso, aún puedo sentir el suave tacto de otras manos que se entrecruzan con las mías en mi bolsillo para decirme hasta pronto, en realidad adiós…
Así que sí. Las estaciones me producen cierta nostalgia y despiertan en mi memoria el recuerdo de un amor imposible, de un encuentro deseado o de viajes inolvidables, como aquella primera vez que fui con mis padres a Madrid cuando apenas tenía doce años…
Corrían los primeros días del mes de enero. Pronto terminarían las vacaciones de Navidad, por eso mi padre había tenido que avisar al colegio que faltaría a clases. Recuerdo que los días previos estaba muy nerviosa, deseando que llegara la hora de partir. Mi madre daba vueltas de un lado a otro enfrascada en los preparativos o haciendo comida para mi otro hermano que se quedaba sólo en casa. Mi padre, en cambio, se encargaba de las cuestiones técnicas y daba instrucciones a mí hermano que lo miraba con atención, sin disimular su alegría por quedarse a solas. De vez en cuando aprovechaba para hacerme gestos por detrás y chincharme, cosa habitual en él.
Me acuerdo que la casa andaba algo revuelta con tanta actividad. Mi habitación se había convertido en el centro de control. Sobre la cama aparecían desplegadas tres tandas de ropas que, una vez revisadas, se guardaban en la maleta. Yo iba a mi rollo y fantaseaba sobre las expectativas del viaje.
Por fin llegó el día. El tren salía por la tarde y llegaba a la mañana siguiente muy temprano. Mis padres llamaron a un taxi para que nos acercara. Ya en el portal, nos cruzamos con una vecina de la que también nos despedimos. Mi padre se sentó delante, junto al conductor. Mi madre y yo nos acomodamos detrás.
Por aquel entonces la estación de mi ciudad era –para mi gusto- más bonita que la actual. Antigua, con cubierta a dos aguas y columnas de hierro típicas de entonces. Cuando llegamos el tren estaba parado en la primera línea del andén y extendía a lo largo una fila de vagones enumerados, con las puertas abiertas para que los viajeros se fueran incorporando. De vez en cuando se escuchaba la llamada del jefe de estación que anunciaba la salida del expreso con destino Madrid. Sonaba el bullicio de la gente. Algunos se apresuraban maleta en mano, dirigiéndose hacia la puerta correspondiente mientras comprobaban los billetes. Y aunque íbamos bien de tiempo, todos parecíamos tener prisa y caminábamos acelerados de un lado para otro. Abrazos apretados y besos a pie de los tres escalones de acceso al vagón, demasiado altos para mí. Tuve que alzar mucho la pierna e incluso me sujetaron para subir. Y una vez dentro, los viajeros se apelotonaban de pie en el pasillo, mirando por las ventanillas, despidiéndose con gestos y con palabras de aliento y cariño, manifestando las ganas de volver o la pena de tener que marcharse.
Los vagones mostraban un largo y estrecho pasillo iluminado por numerosas ventanas -que se podían abrir- frente a las cuales se disponían los diferentes compartimentos. El espacio interior se componía de cuatro asientos a ambos lados, y en la parte superior, un altillo con rejilla para las maletas. Los asientos, de color oscuro, se desplazaban un poco hacia adelante permitiendo mayor amplitud y comodidad. Entre ambas filas, ocupando la pared de fondo, un gran ventanal que se abría desde arriba, bajo el cual se desplegaban un par de minúsculos tableros cuadrados, de color crema con bordes de metal dorado, que hacían la función de pequeñas mesitas donde se apoyaban el bolso de mano o algún libro o revista.
De repente un ligero impulso acompañado en un sonido característico, y el tren comenzó a moverse lentamente, deslizándose despacio por las vías, hasta que poco a poco notábamos cómo aceleraba y las personas en la estación se iban haciendo diminutas y lejanas: el viaje comenzaba.
Entonces, me acomodé en mi asiento, desplegué la mesita, abrí mi cuaderno de notas y comencé a escribir este relato…