Desde el Blog de Critina ‘Alianzara’ el reto de este mes nos invita a escribir a partir del título de un libro. En mi caso he elegido el de Rosa Montero “La ridícula idea de no volver a verte”.

Esta es la crónica de un absurdo, que comenzó una mañana cualquiera de un tibio día de febrero. Recuerdo que dijiste que te dolía la espalda y yo no quise hacerte caso. Eras un quejica, un exagerado y un miedoso. Tus constantes augurios derrotistas me hacían verte como un pájaro de mal agüero. Por eso pasó casi un mes antes que te hiciera caso, y después de poner en práctica varios remedios caseros, decidimos ir al médico. Y delante de mí, haciéndote el valiente, dijiste que casi no sentías dolor, cuando yo sabía que no podías dormir.
Salimos de la consulta con varias peticiones para diversas pruebas: tac, resonancia, radiografía… «¿Y para un dolor de espaldas tantas pruebas?» «Esto no va a ser nada bueno». Dijiste enfurruñado, con el ceño fruncido y el optimismo que te caracterizaba… Yo comenté que no te preocuparas, que las pruebas eran indoloras, que tuvieras paciencia: «todo va a salir bien…» dije positiva. Aunque, la verdad, en mi interior tenía mis miedos y dudas.
Al cabo de varios días estábamos de nuevo en consulta, sentados en el despacho frente al médico, mientras él miraba las imágenes y leía los informes atentamente. Aquellos escasos dos o tres minutos pasaron como una eternidad y aquel silencio me producía un gran recelo. Mi temor aumentaba por momentos. Hasta que finalmente el doctor sentenció: «es un tumor maligno y es inoperable».
En aquel instante dejé de escuchar. Sólo podía oír la repetición constante de aquella frase en el interior de mi cabeza: «es un tumor maligno, es inoperable, inoperable…».
Después, en casa, estuvimos hablando. Los dos teníamos claro que en semejante circunstancia, mejor ‘poco y bueno que mucho y malo’. El pronóstico era de unos siete meses así que nos liamos la manta a la cabeza y tiramos la casa por la ventana. Vendimos todo menos nuestro piso: la moto, el terrenito en el campo, mis joyas… Reunimos una suma importante junto con los ahorros y el dinero de la herencia de tu padre que teníamos reservado para la vejez. Y a la vista de los acontecimientos y con un tratamiento paliativo para el dolor, decidimos viajar. Compramos un globo terráqueo, de esos escolares que giran. Le dábamos una vuelta y poníamos el dedo para elegir destino. Hicimos una lista por orden de preferencia y nos fuimos a una agencia de viajes para que nos ajustara el presupuesto de vuelos y hoteles.
‘La ridícula idea de no volver a verte’ me pasaba por la cabeza una y otra vez. No concebía la vida sin ti y no queríamos esperar la muerte sin más. Queríamos vivir a tope mientras la enfermedad lo permitiera y luego, para el trayecto final, alquilamos una preciosa casa en la costa, junto a una pequeña cala donde habías decidido descansar para siempre.
Asistimos a la ópera en Sídney, al Carnaval de Venecia, al Moulin Rouge de París y la Scala de Milán… Visitamos algunos países de Europa y Asia. Cuatro meses inolvidables hasta que se nos acabó el dinero y llegó el momento de iniciar el camino de vuelta.
Durante el trayecto, como era un viaje largo, no paramos de recordar anécdotas, lugares, comidas, amaneceres, puestas de sol… Yo te veía mejor aspecto, más animado y fuerte. Tanto es así que de vez en cuando pensaba si el Altísimo no habría obrado un milagro y te habría curado… Y en esas estábamos cuando sonó tu móvil. Te pregunté con un gesto que quien era, me hiciste una señal con la mano para que esperase. Sólo te oía afirmar muy serio: «sí, sí, sí». Me preocupé. Cuando acabó la conversación tu cara estaba blanca como una pared. Apenas pudiste balbucear: «Era de la clínica, creo ha habido un error. Tengo que hacerme otra vez las pruebas». Y luego, lleno de ira, repetiste varias veces: «¿Un error?» «¿He abandonado mi trabajo y nos hemos gastados los ahorros de toda una vida por un error?» Yo te dije que te calmaras, que no te precipitaras, que fueras positivo, que en el mejor de los casos yo sólo había pedido una excedencia y con mi sueldo podíamos vivir. Pero tú te agobiaste y te enfadaste muchísimo. Golpeaste la mesa. Dijiste que los demandarías, que había sido injusto hacernos pasar por todo esto para nada… Y entonces sucedió. De repente te costaba respirar. Te tocabas el brazo izquierdo, te llevaste la mano al pecho y antes de darme cuenta te derrumbaste.
Llamé a urgencias. Vinieron enseguida. Estuvieron treinta minutos reanimándote pero no pudieron hacer nada. Habías sufrido un infarto agudo de miocardio. Y unos segundos después habías muerto.
A pesar del tiempo transcurrido, ‘la ridícula idea de no volver a verte’ me sigue rondando continuamente la cabeza. Todo me parece ridículo e insensato y no puedo dejar de pensar en la absurda circunstancia de tu muerte. Y aunque ha pasado casi un año, no he dejado de extrañarte y mitigo mi soledad recordándote y recordándonos.
©lady_p