Una larga memoria familiar

Desde el Blog ‘El Tintero de Oro’ se convoca un nuevo concurso de relatos esta vez dedicado ‘al entorno rural’.

Me acuerdo que aquel día se me pegaron las sábanas y me levanté muy tarde. Las noches de julio eran demasiado tórridas y apenas se podía dormir. Escuché las voces lejanas de mis hermanos, y por la rendija de la puerta vi a mi padre que había desplegado sobre la mesa del comedor el mapa de la Guía Campsa. Todos los años hacía lo mismo. Buscaba una ruta alternativa, más corta, pero al final siempre seguíamos el mismo itinerario.

Mamá preparaba las maletas, mientras daba órdenes a mis hermanos que jugaban o deambulaban de aquí para allá sin rumbo fijo. Me dijo que desayunara, que la ayudara a  preparar unos bocadillos y me vistiera. Saldríamos pronto.

El coche esperaba aparcado en acera, frente al portal. Las maletas iban en una baca colocada en el techo, sujetas con unas cinchas de goma y el maletero a tope con otras bolsas. En cuestión de una hora habíamos cargado todo. El viaje comenzaba.  

Cuando la ciudad quedaba atrás mi padre ponía el radio cassette a tope: Los Brincos, Los Panchos, Camilo Sexto, José Luis Perales… Nosotros nos sabíamos casi todas las canciones y las cantábamos a coro. Papá era un sentimental, un romántico que se resistía a los cambios y a los nuevos tiempos. Había sido tan feliz en su pueblo, donde todo era tan ‘sencillo y sano’, que quería que sus hijos revivieran su propia vida y disfrutaran del mismo ambiente que él. Pero olvidaba que la nuestra era otra generación y que ir al pueblo nos parecía un rollo y nos aburría, aunque la verdad, para quejarnos tanto no lo pasábamos tan mal allí.

El viaje duraba unas cuatro largas y tormentosas horas. Mis tres hermanos y yo íbamos apretados en el asiento de atrás del viejo SIMCA1200, del que mi padre estaba muy orgulloso porque ‘nunca –decía- lo había dejado tirado’. Al principio cantábamos como ya he dicho. Luego callábamos y entrábamos en una especie de letargo, cada uno a su bola. Y más o menos al cabo de una hora comenzábamos a discutir, a pelear y a darnos codazos. Mi hermana pequeña preguntaba una y otra vez «¿falta mucho para llegar?». A continuación lloraba porque la estrujábamos contra la puerta. Se quejaba y gritaba. Entonces mi madre se volvía paciente y trataba de calmarnos por las buenas, hasta que de repente el coche frenaba con brusquedad, mi padre soltaba las manos del volante y nos miraba serio, amenazante, frunciendo el ceño. Sólo entonces nos quedábamos quietos como estatuas. El silencio regresaba hasta que media hora después la escena se repetía. Cuando llegábamos al pueblo estábamos agotados de pelear y discutir pero nada más bajar del coche se nos olvidaba y salíamos corriendo dispuestos a jugar hasta la noche.

La casa era de mis abuelos. Mi padre se la había comprado a sus hermanos. Tenía dos plantas, cinco habitaciones, dos baños, una cocina enorme con comedor y un cobertizo lleno de tiestos donde jugaban mis hermanas pequeñas a las casitas y a las tiendas.

Ahora que lo pienso, aunque entonces nos daban envidia nuestros vecinos que siempre iban a la playa, a Benidorm, la verdad es que en aquel pueblo vivimos muchas aventuras y gozábamos de mucha libertad. Prácticamente vivíamos en la calle y sólo entrábamos en casa para comer y dormir. Aprendimos los nombres de árboles y de muchas plantas y animales. Jugábamos en la tahona mientras se cocía el pan. Las abuelas nos enseñaban a hacer embutidos durante la fiesta de la matanza. Y conformábamos una gran familia en la que todos cuidábamos de todos. La verdad es que el pueblo nos inculcó unos valores que los niños de la ciudad no tenían ocasión de aprender. 

Respecto a mí, en el pueblo se forjó la relación con mi mejor amigo. Aquella historia comenzó peleando por ganar una carrera. Él me puso un ojo morado y yo casi le rompo la nariz. Y hasta hoy. Aquella rivalidad sentó las bases de una amistad sólida, auténtica, de afecto incondicional, que ha llegado sana y salva hasta hoy.

Poco a poco, casi sin darnos cuenta, nos hicimos mayores y mis padres fallecieron. Durante un tiempo dejamos de ir al pueblo. Mis hermanos y yo pensamos vender la casa, hasta que mi hermana pequeña –tan sentimental como mi padre- nos recordó cuánto le dolería a él que lo hiciéramos y como nos veíamos poco, propuso que nos reuniéramos todos allí en vacaciones una vez al año. Y eso hicimos. Desde entonces todos los años volvemos, recordamos cientos de anécdotas y alimentamos nuestra memoria familiar que crece junto a nuestros hijos, al compás de nuevas experiencias.

©lady_p