El partido

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Cuando me divorcié aproveché la coyuntura y solicité seis meses de excedencia. Quería hacer un curso y decidí que fuera en Madrid. Podía haber elegido otra ciudad pero allí tenía amigos, en particular a mi amiga Georgina, quien me buscó un pequeño apartamento que pertenecía a una prima suya, que por cierto, estuvo encantada de alquilármelo una temporada. No tardé mucho en decidirme, y considerando oportuno hacer un paréntesis después de esta etapa complicada y dolorosa, me marché.

Desde que llegué todo fue como la seda. Albergaba grandes expectativas a nivel académico pero nunca imaginé que sería tan divertido, cosa que debo en gran parte a Georgina, con quien compartí confidencias, risas y lágrimas y, sobre todo, un gracioso suceso en el transcurso de un partido de pádel, un incidente que jamás hemos podido olvidar.

Recuerdo que aquel día, como cada mañana, me preparaba un zumo de frutas mientras deambulaba por la casa recogiendo y en tanto se encendía el ordenador para poder consultar el correo y trastear un rato. Después de mi llegada, tras un periplo mental por algunas ciudades españolas decidiendo dónde hacer el dichoso curso, experimentaba la certeza de haber  acertado con la elección. La metrópoli me ofrecía todo tipo de alternativas tanto intelectuales como culturales y de ocio. Había tenido la suerte de poder instalarme en el castizo barrio de Chamberí, en un piso pequeño pero suficiente: Iluminado, tranquilo, cómodo. Disfrutaba paseando o yendo de compras durante el día y viví con intensidad alguna que otra noche. Lo único que le faltaba a Madrid era el mar. Lo añoraba, porque el mar representa una parte de mi paisaje natural y constituye un referente en mi vida. A veces suplía esta añoranza paseando hasta las Fuentes de Colón para contemplarlas mientras pensaba en las azules aguas del Atlántico.

Tras el desayuno, y concluidas algunas de las tareas cotidianas, hurgaba en una gran bolsa de deportes situada junto al escritorio, de la que sobresalían los mangos de diversas raquetas de tenis y palas de pádel, probando cual me resultaría más cómoda. Había quedado con Georgina para jugar un partido en sustitución de su prima, la dueña de la casa, con quien ella jugaba de vez en cuando. Hacía años que no practicaba, pero ella había insistido en recordar viejos tiempos, afirmando que el pádel y el bádminton -que era a lo que nosotras habíamos jugado habitualmente durante años- eran más o menos lo mismo.

Georgina es una mujer de la que podría pensarse que lo tiene todo, hasta un nombre original: guapa, inteligente, amiga de sus amigos, independiente y con una brillante carrera en el Cuerpo de Policía, del que era Inspectora en una comisaría de barrio, puesto que desempeñaba desde hacía ya tiempo. En su opinión estaba en plena forma y dispuesta a darme una paliza:

−No tendrá ningún mérito que me ganes −le decía burlándome.

−Lo tendrá porque nunca te gané al bádminton.  −Contestaba sonriendo.

Y nos echábamos a reír mientras nos guiñábamos un ojo…

Así que sí, aquel partido era todo un reto para ella. Tenía que ganar y tenía que hacerlo por tres razones: para demostrarse a sí misma que estaba en plena forma, por amor propio y porque no le gustaba perder. Naturalmente yo intentaría impedírselo. Y así, cada una con sus ideas claras, las zapatillas apropiadas y unas palas casi nuevas, nos dispusimos a pasar la jornada. Yo, además,  con ganas de degustar las mieles de la victoria.

Apenas comenzado el partido, y tras un contundente saque de mi contrincante, el sonido reiterativo de un móvil me interrumpió y me distrajo… Era el móvil de Georgina. No podía apagarlo porque estaba de servicio. Volví la cabeza. La llamaban de la comisaría: el Carboncillas estaba a punto de caer…

Entonces un punto negro me nubló la vista y pregunté:

−¿Quién es ese Carboncillas y por qué ese nombre?

−Un delincuente común, un ratero de poca monta. Roba pisos cuando los propietarios o inquilinos se van de viaje o de vacaciones. Sólo metálico y joyas. Cuando  se marcha deja las paredes escritas con  frases obscenas contra nosotros. Según parece usa lápiz de carboncillo, así que los compañeros le apodaron el Carboncillas. Llevamos tres meses siguiéndolo y nos trae de cabeza. Hoy puede ser el gran día. Lo tenemos a punto, así que debo marcharme. Acabaremos el partido otro día ¿te parece?.

Mi cara no dejaba lugar a dudas. Me sentía decepcionada y además ya no podía quedar con nadie. Entonces Georgina me miró de soslayo y dijo condescendiente:

−¿Te gustaría venir a vigilar?

−¡Eso ni se pregunta! −Contesté decidida.

Me dejé llevar y me imaginé sentada en el coche, parapetada tras unas gafas negras de sol y el cuello de una gabardina levantado, sorbiendo un café al más puro estilo americano… Nada más lejos de la realidad: callada, sentada en el asiento trasero de un discreto Citroën masticaba un chicle sin azúcar con aire de cierto escepticismo. Ya empezaba a cansarme la espera cuando de repente, Georgina y sus compañeros, con un movimiento sincronizado, abrieron las puertas del coche para salir. Su voz sonó clara, firme e imperativa:

−No salgas del coche bajo ningún pretexto. Podrías meterme en un lío.

No hubo tiempo para más. Me acerqué a la ventanilla para observar. En la acera contraria se alineaban varios edificios de construcción relativamente reciente, de uno de cuyos portales salía un hombre como de cuarenta y tantos años, de apariencia normal, que portaba unas bolsas. De inmediato le dieron el alto, y dejando caer las bolsas al suelo, salió corriendo cruzando la calle hacia el coche. Yo miraba atónita, sorprendida. Era como en el cine o en la tele pero de verdad. Decidí salir. Y en un acto reflejo, abrí ávidamente, con rapidez, la puerta del coche, cortando inesperadamente la carrera del Carboncillas que quedó noqueado, tumbado en el suelo a merced policial.

Acto seguido me invadió una sensación agradable. Estaba contenta de haber protagonizado semejante heroicidad y haber abatido con tanta precisión –aunque por pura casualidad- al chorizo de marras. Una alegría interrumpida por una sensación de pesadez en los ojos que me obligaba a realizar un gran esfuerzo mientras intentaba abrirlos, al tiempo que esbozaba una leve sonrisa. Poco a poco, como por una rendija, entró un poco de luz y aparecieron  frente a mí dos o tres rostros borrosos, casi velados, que no conseguía enfocar ni distinguir y comencé a oír mi propia voz que balbucía:

−¡Lo hemos atrapado! ¡Lo hemos atrapado! −Ante la mirada perpleja y el asombro de mi amiga  que me preguntaba una y otra vez:

−¿A quién hemos atrapado, a quién?

− Al Carboncillas −respondía débilmente.

Todavía transcurrieron unos segundos hasta que  volví a la realidad, en este caso, superada por la ficción pues al parecer, tras aquel saque contundente de mi rival, distraída por el sonido de su móvil, desvié mi atención justamente en el momento en que la bola, lanzada a gran velocidad, llegó hasta mí golpeándome la nariz con tal fuerza que caí al suelo, donde permanecí inconsciente apenas un par de minutos…Poco tiempo pero suficiente para que mi subconsciente, conocedor de las pesquisas y actuaciones que Georgina realizaba intentando dar cazar a un delincuente, de las que me habíamos estado hablando  durante el trayecto al polideportivo, me jugara una mala pasada y me llevara a soñar esta emocionante aventura sin moverme de la pista de pádel.

Una vez aclarado el incidente, comprobando que no revestía gravedad alguna, más allá de una nariz hinchada,  abandonamos el partido y nos fuimos a comer. Un almuerzo amenizado por las risas y comentarios de aquel episodio en el que, según mi amiga, mucho tuvo que ver mi desmesurada afición por las novelas policíacas…

Definitivamente aquellos seis meses en Madrid transcurrieron felices, rejuvenecieron mi espíritu y sanaron mis heridas. Me ayudaron a lavar emociones de suciedades que nos hacen sentir mal. Y así, renovada, regresé para volver a empezar.

©lady_p

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