
Caía la tarde cuando salí de casa. Volví a comprobar el wassap que le había enviado el día anterior: “A las seis en El Café Iraola”. Continué caminando. La editorial me enviaba a atender a un cliente –un reputado escritor- y era consciente de que mi promoción en la empresa estaba en juego. No sé por qué aquel encuentro me inquietaba. Llevaba más de una semana preparándolo todo. Había elegido una antigua cafetería donde encontrarnos e hice una reserva en el restaurante Goleta, el lugar preferido de mi jefa… A continuación pensé que cuando el cliente apareciera, esta incertidumbre se acabaría. Al fin y cabo, sólo debía recibirle, romper el hielo y acompañarlo al restaurante para presentarle a la Jefa. Ella se encargaría de todo lo demás. Yo no era más que una barrera de contención o de protección más bien. La finalidad era que el cliente fuera recibido por un rostro amable para que confiara en el buen hacer de la editorial.
El Café Iraola era el lugar adecuado para dar buena impresión. Limpio, discreto, entrañable. Ajeno al paso del tiempo, su mobiliario conservaba esa pátina de antigüedad que transportaba. Tal vez por eso acogía a escritores y bohemios que a veces parecían figurantes posando para un rodaje. El local, regentado por la cuarta generación de una familia de reputados hosteleros, apenas reformado en el exterior desde su apertura casi a principios del siglo pasado, estaba muy bien ubicado en el casco antiguo de la ciudad. Sus dueños se habían preocupado por conservar su clientela a la que sumaba un trasiego de turistas atraídos por una decoración que contrastaba con los locales modernos. Llamaban la atención sus camareros con pantalones negros, chaquetillas blancas con pajaritas y sus paredes cubiertas de fotos: de un lado las de la ciudad en tiempos de su apertura, en blanco y negro; de otro, las de escritores, cantantes, actores y personajes del papel couché fotografiados con los dueños, ordenadas cronológicamente. La gente se paraba delante intentando identificar los lugares, comparando cómo fueron y cómo son en la actualidad.
Sentada junto a una ventana, me entretenía mirando a la gente anónima que pasaba: una mamá con su hijo de la mano; una señora paseando a su perro, dos ancianos a paso lento, conversando pausadamente; un barrendero vaciando papeleras…Respiré hondo. Nadie parecía fijarse en mí, al fin y al cabo no era más que una mujer de mediana edad apurando una taza de café…
Absorta como estaba, el sonido de un vaso contra la barra me sobresaltó y me devolvió a la realidad. Miré el reloj. El cliente podía aparecer en cualquier momento. Situada, como estaba, frente a la puerta, subía y bajaba la cabeza empeñada en que su entrada no me sorprendiera. Pero sí. Justo después de un segundo en el que me giré para ver la hora en el reloj que colgaba de la pared, al volverme para seguir observando la puerta, lo encontré frente a mí. Tenía un cierto aire desenfadado, acorde con el lugar. Vestía vaqueros, una chaqueta azul marino abrochada y una bufanda granate atada al cuello. Sujetaba un libro en las manos, cuya contraportada apenas dejaba ver, oculta tras unos largos dedos… Era él, sin duda. Sacó la mano del bolsillo de la chaqueta y la extendió:
−Hola. Soy Víctor Roquer−dijo sonriente y amable.
−Pau Presset. Encantada.
©lady_p
Continuará…