Jana

Lo que sucedió aquella noche fue un mal presagio. Como siempre Jana me seguía hasta el dormitorio. Mientras yo deshacía la cama y me ponía el pijama, ella me perseguía hasta que finalmente, ocupaba su sitio para disponerse a dormir. Hacía tiempo que subía las escaleras con dificultad y lentitud, pero aquel día la escuché llorar. Así que la cargué en brazos, la bajé, la acosté en su cojín junto al sofá y me eché a su lado, dispuesta a pasar juntas la noche en el salón.

A la mañana siguiente la llevé a la veterinaria. El diagnóstico no era otro que vejez. Jana había superado la media de vida de su raza en dos o tres años. Tenía 17, era una abuela centenaria y no existe tratamiento alguno para combatir este mal universal. Así que me aconsejó ‘dormirla para que no sufriera’. Lo acepté y acordamos que la llevaría por la tarde.

La acomodé en el coche y fuimos directas al refugio donde la adopté. Todos la trataron con cariño, le dieron chucherías y toda clase de mimos. Se despidieron. Luego volvimos a  casa. Le hice su comida favorita: albóndigas. Apenas las probó. Me quedé con ella un rato, en silencio, a solas. Preparé una bolsa con todos sus juguetes, trajes y enseres. La envolví en su mantita rosa de corazones y nos marchamos. Jana se durmió con su para entre mis manos…

Cuando llegué a casa, una sensación de vacío y tristeza se apoderó de mí…

©lady_p

P.D. Este texto responde a una invitación realizada desde el blog ‘El Tintero de Oro’, a fin de participar en un encuentro dedicado al microrrelatos que giren en torno a las emociones. Gracias por esta iniciativa.

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